viernes, 17 de diciembre de 2010

Trópico






Autor: Tassilon-Stavros






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TRÓPICO


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Sortilegio y brujería, fórmula misteriosa, libro de vida y conjuros.
Iba la abrasada brisa como dormida y sonámbula hacia una cita.
Tiempo extenuado, que en su negro cabello despilfarraba influjos.
Y en la arena calcinada, fue mi arrebato volcán que al amor incita.


*

Huracán de carne y epidermis, belleza atisbada entre los excesos del viento.
Noche temblorosa frente al holocausto en triunfo del oleaje.
Vanidad del momento. Robé tus caricias. Me regocijé en tu contento.
Y en vez de sangre, fui opio. Fluido de tu cuerpo. Droga de vasallaje.


*

Mar del trópico. Eslabón indígena. Mendigo soy ya de tu aliento.
Perla remota. Narcótico febril. Fantasía intemperante de mis recuerdos.
Verde rada de palmerales. Lascivo fruto en la fronda íntima del tiempo.
Don exótico, que en el arco florido de tus sienes, nardo fue de misterios.


*

Tierra austral, diosa complaciente del deseo. Atrayente abanico de veleros.
Puerto perdido. Mi aventurera nave siempre fue corazón en desequilibrio.
Pasión entre tus manos. Y esclavo de tu isla, inmolado fui por los celos.
Destilado del tabú, mi vicio engendró tu muerte. Y mi puñal tu delirio.


*

Nadie cubrirá mi herida. Genio del mal, a ti acudo, por mi lepra poseído.
No escatimes dolor a mi castigo. Huésped soy del veneno de tu maleficio.
Quiero expirar olvidado y desnudo, roída mi piel como el bambú corrompido.
Morir en llanto, como se adormeció ella. Néctar único, hoy aliento de mi suicidio.
 
 
 


 

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Helena






Autor: Tassilon-Stavros





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HELENA


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Era menuda y graciosa, una borla de azalea
Luminosa y rubia como los trigos maduros.
Y cuando bajaban los palomos de la azotea
Su risa se glorificaba entre alas y arrullos.

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Se veían sus ojos más dulces y mociles
Como si poseyera una vida que nunca perece.
En sus párpados devotos un abanico de añiles
Jugo en sus mejillas, besos que Paris ennoblece.

*

Contornos de fuego, cuerpo de túnica ondulante
Helena, una vez efigie vedada, hoy pupila de Troya.
Lino y sueño, de Paris enseña gentil, imagen anhelante
Casandra vigila los signos y barruntos de presagio llora.

*

Tiempo de Hélade, codicia de oráculos y portentos
Torrente de odio, y entre rojas crines, nubes de tempestad.
Hediondo de lujuria, Menelao clama llagado de tormentos
Águilas griegas hacia Troya, bronces execrados de crueldad.

*

"¡Pueblo mío fuiste!", resuena descarnado de Helena el gemido
Troya llameante, inmolación pavorosa, surcos de sangres en un río.
Ira y muerte sobre Paris, bañada en lágrimas lanza ella su alarido:
"Tribulación de amor perdido, mírame alma mía, ¡tu suplicio es mío!"

viernes, 5 de noviembre de 2010

Fiebre creativa






Autor: Tassilon-Stavros






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FIEBRE CREATIVA


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Quisiera emanciparme de esa dudosa silueta negra que nunca me evita. Sé que es mi forma íntima más tortuosa, la impaciencia que destila de la vida; una fatiga vanidosa que horada mi más enmarañado reducto emocional. Su querencia posee un timbre de insistencia que me pierde. Y su voluntad es como un telón que se descorre, un escenario donde actúo y me dejo impeler por irrefrenable vendaval.
*

Y quisiera defenderme huyendo hacia ese país de las maravillas donde existe un valle que guarda cuanta sencillez en la tierra se pervierte. Y que se oculta tras un mar de promesas desconocidas donde no existe el menor rumor hostil. Acabar con este parásito creativo que aumenta de día en día, y que se incrusta en mi mente con aspereza victoriosa. Sentencia atormentadora con remilgos de erudición, cruzada de ritos ávidos, y cuyo tributo se deposita en un templo de altar febril.
*

Silueta negra detesto tu vigor recobrado porque suele encerrar, para engañarme, más de una ilusión superficial. Siempre me vences en mi hora indecisa y juegas con mis pensamientos cuando no quisiera jugar. Eres la mano sonámbula que nunca se cansa de magnetizarme, un punto oscuro de ansiedad que me repite al oído claves que muchas veces quisiera olvidar.
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Y le pido a mi fiebre que me arrastre de nuevo a esos reinos perdidos donde, una vez, fui dueño de cierta idealidad, de una transparente fantasía o inmaculada imaginación. Uno de aquellos reinos de escondidos pasadizos donde mi juventud, como jabalina que no hiere, corriera dulce y limpia, con sus amores furtivos entre minutos extraviados. Y donde, entre mis obras perdidas y días desvanecidos, se apretaban mis sienes candentes, y se empañaban mis ojos de un lagrimeo de fervor cándido, convirtiendo en bálsamo sanador cualquier terrenal elucubración.
*

Quisiera ser de nuevo un hombre poseído por aquella impaciencia de ingenuas sensaciones. Ser aquel viajero de soledades que se embelesaba en cada horizonte, el ave nómada que jamás se cansaba de volar. Pero esa silueta negra reconstruye mi mundo de ansiedades dolorosas. Y de mi anhelo de saber, tantas veces ingenuo, hace conjuro impetuoso, brujería impopular.
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Si mis campos de trigo, los que sirven de alimento a mis reflexiones, se desmenuzasen de nuevo en ese universo de mi más sencilla unción, disfrutaría mi fiebre de más vida, de más aire, de más luz. Y mi silueta negra, aunque pretendiera seguir abriendo en mí heridas que no se cierran, quedaría como un vestigio ahora carcomido por las intemperies. Y yo sería libre, no me dejaría envenenar por nuevas fiebres. Y llegaría a convencerme de que mi impaciencia no es más que un fuego desolador que pudre mis ojos; convulsiones de un condenado a la cruz.

martes, 19 de octubre de 2010

En los sueños






Autor: Tassilon-Stavros








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EN LOS SUEÑOS


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No pongo vallado a mi ser, pero me entrego a los sueños, donde me oculto solo y ávido, libre como las olas, en un extraño viaje sin objeto y sin fin. La claridad olvidada del día, siempre reinante al borde del mar y de los desiertos, anduvo de nuevo llamando a mi puerta, exaltada en el paisaje. Y saciada de nubes, me buscó extraviada, antes de que yo me embarcara en mi nocturna y protectora nave. Y vuelve, vuelve siempre a esta tierra mía, desnudando ante mí los muelles o duros susurros que siguen brotando en el aire del mundo. Y yo, que ya no me alimento de sus prodigios de diosa, sigo mendigando los astros. Y ella, a mi puerta, sigue esperando, cansada, como el vuelo incesante de un ave.
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Voluta de membrana luminosa, aunque se abran tus velos en las luces mañaneras, vana es tu persuasión. Ya te di mi grano de trigo y te tendí mis brazos vehementes. Déjame ahora en el reino de mis sueños. Mi gozo es esperar que se marchiten los vislumbres del crepúsculo, porque la vivacidad y la atmósfera de los corros de gentes rehuyo. Sus pompas, tumultuosas y rituales, ya no me tientan, ni alzo mi voz en rutas irresistibles, ni lloro por los emblemas que atormentaran mis días enardecidos. Y me aparto de las rutas que dominan el mundo, como una imagen sin pensamientos entre diminutos resplandores de los que, en buena hora, aparté resabios y pasiones. Y otra vez me oculto en mi noche de cánticos, en mi hontanar somnoliento, en mi cautiverio tierno bajo los gavilanes de marfil de mis cielos encendidos.
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Si bajas de tu trono, dádiva del día, y te vienes a mi puerta, búscame en los sueños, una vez la tarde que palpita se apague ocultando los confines. No me duermo por vanagloria, ni por mis culpas, ni por los textos donde dejé mis ojos enfermos. Tolera que me escape de noche y que recorra marismas, cuestas y prados. Mas no me llames espectro, porque resucito entre mis alucinados parpadeos de estudiante, y en las memorias felices de mis días de salud. Quiero avanzar desnudo y sin impedimenta. Déjame dormir cincelado por la luna del camino. Y que sigan formando las palabras mi cortejo de júbilo mientras vuelo de nuevo, soñando, en el carro impetuoso de mi juventud.
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Yo sigo adormilado en un disimulo secreto; y tú, nimbo solitario y celeste, como si acecharas la soledad humana, arrastras las últimas honduras y los vestigios de la noche. Tu escudo candente impele de nuevo los afanes de los hombres. Y dejas tu oro en el dintel de mi puerta. Pero no has de herirme ni caeré de nuevo besando la tierra. No niego tu divinidad ni te ofrezco una mueca rencorosa. Pero déjame en mi terquedad, en mi amplia noche de servidumbre, mientras el cielo se incendia de luna, como si persiguiera antorchas de estrellas que se compadecieran de mi sombra. Tan sólo me recojo en mi último cautiverio, duermo en un albergue de recamado pórtico, y otra magia unge mis ojos. Y si me pierdo en nuevas rutas de exaltación y complacencia, únicamente los sueños acogen mi imagen descolorida, mi humanidad primitiva, la quimera que me alimenta, la soledad interior que nadie nombra.

jueves, 7 de octubre de 2010

El gran secreto de H. G. Wells Parte II -IX-






Autor: Tassilon






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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -IX-


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"... En efecto, dicho escrito llevaba implícito, además del tono feroz y cruel que no parecía haber abandonado a Hyde, la más certera actitud reprobatoria en cuanto concernía a mi ingrata conducta. Y naturalmente una acusada resolución por herirme haciendo mención a las grandes sumas que yo le adeudaba y que me habían permitido subsistir desde que, en 1887, perdí mi beca en el Royal College de Ciencia, y mis posibilidades de supervivencia quedaron completamente mermadas. Hasta el caserón que habitaba pertenecía a Louis Jekyll (mi bondadosa y fiel ama de llaves, Mrs. Higgins, no percibía tampoco, desde hacía mucho tiempo, el menor devengo -que jamás reclamó- por su consagración al cuidado no sólo de mi persona sino de mi absurdo santuario doméstico. Sus únicos ingresos, que en cientos de ocasiones compartiera conmigo, provenían de una ínfima renta ahorrativa que le legara su difunto esposo). Apartándome del escenario de las fechorías asesinas de Louis, caía yo mismo en un nuevo estado de desvalimiento, pues fueron los provisionales préstamos, siempre substanciosos, de mi odioso compañero (hombre adinerado, heredero de una suculenta fortuna familiar que él disipaba a placer con sus investigaciones, ediciones literarias, y molicies depravadas), los que me habían permitido, durante aquellos últimos años, no hundirme por completo en la más angustiosa de las estrecheces. Ominosa supervivencia la mía, no voy a negarlo. Me constituí en una especie de anacoreta, al tiempo que protegido por un monstruo, árido, escéptico, casi despótico (muchos me apodaron "Wells el teatral"), y terreno, no tan sólo por mantener mi amistad con Louis Jekyll, amistad que en todo momento hubiera debido conjurar como si se tratase de una relación con el mismísimo demonio, sino por declarar constantemente y sin tapujos que la vida terrena era la única realidad para el hombre, y que el infierno estaba representado por la "buena salud" de la que tanto alardearan los conservadores, adinerados y predilectos habitantes de la invicta Inglaterra Victoriana. Tras consagrarme a mis profundos estudios científicos (como Louis se entregaba a su literatura aventurera y a sus desquiciadas investigaciones y descubrimientos químicos), me apartaba del mundo (un mundo que, como yo había repetido en cientos de ocasiones, avalaba mi tesis despreciativa), y renunciaba así a las formas exteriores de aquella vida londinense detestable, únicamente concentrada en la ostentación jactanciosa, para mí vulgar y hueca, de su preponderancia social y enriquecida, en busca siempre del arriendo temporal de la adulación, pues cuando se trataba de incensar a su endiosada aristocracia, los londinenses de entonces, incluso el pueblo bajo, tosco y no menos terreno, tampoco se hacía de rogar. Londres se hallaba en decadencia, no era más que una ruina solemne que, no obstante, se preciaba de gozar del Gobierno más fuerte, poderoso y rico de Europa, y, por supuesto, de la garante aceptación de sus súbditos. Inglaterra, potencia económica y política que fruncía la nariz al percibir el hedor de cuadras que emanaba el pueblo bajo, y cuyo rancio linaje, extravagantemente ennoblecido, contenía su aliento dominado por el orgullo de casta y por su preocupación de prestigio, sazonando su blasonado gallinero (me burlé yo infinidad de veces) con la aplicación metódica de sus horas de té. Herbert George Wells no sería jamás admitido en la acción político-social de un mundo de intransigencia y estupidez que aplicaba el garrote y la cruz a toda posible disensión frente al autoritarismo acreditativo de los llamados Grandes de Inglaterra y su Parlamento. Así lo expuse yo también en repetidas ocasiones en aquella especie de "Sociedad de las Torres Florentina" (la bauticé, en recuerdo de la monopolizadora autoridad de la Florencia de Dante) que era la Debating Society, donde aflorara tan recalcitrante aristocracia londinense como la que era capaz no sólo de conjurar, sino de exorcizar mis peligrosos estudios o posibles descubrimientos científicos. "La Debating Society te expulsa como único remedio para salvar la diplomacia arrogante de sus prerrogativas contumaces", había asegurado, y he de reconocer que no se equivocaba, mi, por aquel entonces, democrático, incondicional y generoso amigo Louis Jekyll, que jamás había deseado pisar sus salones (pese a que él mismo fuera uno más de esos altivos reaccionarios). No obstante, yo sabía que una mínima parte de aquella burguesía acomodada no se sometía a las cuestiones diplomáticas impuestas por el Gobierno Monárquico y Parlamentario. Muchas figuras representativas de una ideología democrática que no se daba por satisfecha y prefería mantenerse retirada de aquella especie de "Liga de Maestros Menores", magnates reverdecedores de la aristocracia Victoriana pronta a entrar en el ya irremisible declive político y económico de la Inglaterra de las castas, patrocinaba sus disidencias y oposición a la misma. Entre ellas se movilizaba, para mi contento, la pequeñísima formación de mis únicos amigos. Última vela encendida que me abriera sus puertas, y que no creían en un Herbert George Wells cautivo de algún desequilibrio psíquico. Compañeros en rebelión contra la insoportable y aristocrática fanfarronería de sus epígonos londinenses, y que no conferían a mi entrega por la ciencia ni contradicciones ni penumbras, antes bien reafirmaban junto a mí su supremo liderato... Los siguientes acontecimientos iban, por tanto, a centrarse de nuevo en la figura de Louis Jekyll. El apuesto, despreocupado, galante y espléndido Louis Jekyll Stevenson. La breve correspondencia que hizo llegar hasta mis manos era, no obstante, apropiada tan sólo para la clase de emociones que movieran, antes y después de su desaparición, al fantasmal Hyde. Se centraban únicamente en el punto que más le dolía: sus impulsos delictivos sobre los que ya no podría mantener jamás el menor autocontrol. El mal coronaría muy pronto sus noches. Y por medio de su siniestra invitación trataba de contagiar nuevamente al antiguo compañero. Especulaba con mi amistad de modo teatral, como si el tiempo pasado y sus horribles crímenes hubiesen sido tan sólo una historia convencional que nada ni nadie pudiera censurar. ¡Pobre dramaturgo que, lejos de elevarse, se rebajaba ahora, pese a su capciosa nobleza, al decadente y relegado científico incomprendido que era Herbert George Wells! Sin embargo, su vuelta no había dejado de asestar el ya postrer golpe de gracia a cuanto horror despierta en nosotros toda idea de bajeza. Hyde volvía de sus profundas tinieblas para convertirse de nuevo en un árbol azotado por la tempestad. Yo podría aceptar cierto discernimiento especial, una capacidad de distinguir cierta relación de decoro moral en Louis Jekyll, conocido personaje todavía virtuoso, bien que por defecto y ceguera de la sociedad que le rodeaba. Pero en las palabras que ahora me transmitía a través de su nota se vinculaban las concepciones de sus dos personalidades. Pronto resultaría imposible descomponer entrambas partes: Jekyll y Hyde, puesto que el pensamiento y la idea, el impulso y el acto habían dejado de entenderse. Ambos habían dejado de reconocer los límites. En una palabra, la condición primera de la búsqueda científica de Jekyll había desembocado en un único principio: el ya irreversible Mal por antonomasia... No me perdería en más razonamientos. Jamás contestaría a ninguno de cuantos escritos siguió enviándome. Pero debía tener cuidado. La exasperación encubierta de Louis Jekyll no podía ser atacada. Sus pulsaciones enfermizas vivían ligeramente absorbidas por sus prerrogativas adineradas, por su importancia social. Londres desconocía al asesino somnoliento. No obstante, Jekyll-Hyde y Herbert George Wells vivían enfrentados por una distancia tan endeble que no tardaría en desencadenar sobre ambos nuevas imprudencias. Jekyll imploraba y Wells seguía rehuyendo la esclavitud... La siguiente nota me hizo temblar en el silencio. No daba crédito a lo que leía. Una oleada de repugnancia me invadió: Louis Jekyll comunicaba a su "gran amigo Herbert George Wells" su próximo enlace matrimonial con Miss. Beatrix Emery, hija de Henry Emery, uno de los más honestos y preclaros diputados del Parlamento Londinense, joven de extraordinaria belleza, excelente reputación, y cuya dulzura e inocencia brindaban uno de los más exquisitos ejemplos éticos frente a la inclemencia social del gran Londres. Era la suya, pese a su juventud, una de las más celebradas y bienhechoras influencias ante las orgullosas espirales de una sociedad cuyo despotismo no concedía más calor que el que ofrendara la asfixiante púrpura de su occidentalismo superior y grandilocuente. Por ello mismo, no pude evitar un recuerdo angustiado hacia la última víctima de Hyde: la prostituta Yvy Peterson. ¿No acabaría tarde o temprano la joven Beatrix Emery corriendo la misma suerte, desconocedora del monstruo que se ocultaba tras la seductora imagen de Louis Jekyll?... Unos días más tarde, Mrs. Higgins me anunció la inesperada visita (¡finalmente se había decidido a aparecer de nuevo ante mí!) de Louis Jekyll. Era una mañana lluviosa, de frío intensísimo, y yo me había refugiado en mi pequeña biblioteca junto al reconfortador fuego de la chimenea. Últimamente, casi no dormía. Me acuartelaba en mi laboratorio. Mis noches no poseían más horizontes que los que yo confería a mi proyecto. Rehuyendo el sueño, mi mente, que había cedido ya por indiferencia, ya por desidia, repugnancia u odio (por lo menos, así lo pretendía yo) al adocenamiento que al mundo proporcionaban "las cosas materiales", deliberaba, contendía, se extraviaba, mientras el resto de la humanidad comía, bebía, cantaba, rezaba o dormía. Yo continuaba mis estudios científicos. El único foco luminoso que irradiaba en mi existencia era el de aquellos contornos prodigiosos, ya casi definitivos, que había cobrado mi "Máquina del Tiempo". Para mí la ciencia estaba minada en toda Inglaterra. Mi época se resumía en un cataclismo. No quería saber nada más de nadie. Jekyll-Hyde también formaba parte de mi mundo perdido. No era más que un mar de tempestad con su flujo y reflujo de inmoralidad y maldad. Y pese a la repulsión que me había ocasionado el anuncio de su compromiso matrimonial, tampoco deseaba tener nada que ver ni con su persona, ni con su dualidad maléfica, ni con su pretendida labor en pro de la ciencia, ocupación esta de la que tanto solía alardear y a todas luces nefasta. Su vida intelectual -alguna novela de aventuras que había publicado unos años antes- tampoco había despertado jamás en mí la menor curiosidad. Y por fin, cuando lo tuve frente a mí, sufrí una tremenda incitación: le hubiera "echado a patadas" de mi gabinete (lo primero que hice fue ocultar a su mirada de buitre algunas de mis privadas correcciones, que se hallaban diseminadas encima de mi escritorio, sobre el proyecto que ocultaba en mi laboratorio). Nuestro reencuentro representaba un momento tan intenso de confusión, que no supe como allanar todas las dificultades que entrañaba. Louis vacilaba. Se hallaba helado y se sentó junto al fuego. Llevaba entre sus manos un manuscrito que yo, por supuesto, desconocía. Observó las llamas, fascinado e inerte. El manuscrito cayó al suelo, y ninguno de los dos nos molestamos en recogerlo. "¿No te interesa, verdad?", gesticuló con aire dolorido, "Pero es tu precio,... el precio que Herbert George Wells debe pagar a su benefactor Louis Jekyll". Su amenaza no desató en mí la menor inquietud. Conocía bien las miserables prerrogativas con que acostumbraba a barnizar sus pretendidos juicios de moralidad. Su amenaza era digna de esa engañosa ética. En Louis jamás había existido un cuadro de virtudes basado en la devoción y en la clemencia. Los rasgos caballerescos de su moral se basaron siempre en la venganza. Era su más violento culto. Con sus actos satánicos había pretendido crear historia. Pero su historia era robespierrista: un historiador sospechoso que, proponiendo un nuevo tipo de moralidad, se vengaba al mismo tiempo de ella, guillotinándola con sus tendencias autoritaristas sobre esa sociedad que formaran sus propios adoradores... No protesté. Me dirigí al ventanal tras el cual soplaba un viento áspero y helado. El cielo estaba gris como de costumbre en aquel árido Londres. Louis, ante mi indiferencia, temblaba de furor. "¿Ya no deseas mi ayuda?"... Le observé impertérrito. "¿Quién pide ayuda a quien, sino tú? ¿Has olvidado tu primer escrito, aquél en el que implorabas de nuevo mi amistad? Tan sólo te faltó ponerte de rodillas ante mí" ..."¡Tú sabes muy bien que no fui yo, Louis Jekyll, quien lo escribió!", se expresó efectuando un aspaviento avergonzado, "sino..." "Hyde, desde luego", no sentí el menor escrúpulo en dejarlo claro. Louis enrojeció, y tiró ahora del otro hilo, el más extraño, el que lo había llevado a presentarse ante mí: "¿No te interesa mi manuscrito?"... "No creo que seas capaz de inventar motivos capaces de interesarme"... Su dedo señaló violentamente el título del manuscrito que permanecía en el suelo. "¡Este argumento puede interesarte, te lo aseguro!", revolvió sus ojos contra mí; su voz poseía el arranque artificioso y absurdo de un confidente, la máxima perversa que tan bien describía el dramatismo de cualquiera de sus muchas intrigas. Tomé el manuscrito. Al leer su título, pese a mi estupefacción, traté de que en mi rostro no se dibujase la menor contrariedad, aunque, interiormente, para que negarlo, me avergonzaba la abyección monstruosa de Louis. Me observó con la misma furiosa atención de antes. "A quién crees que hará más daño cuando salga a la luz: ¿a ti o a mí?"... "¡Estás completamente loco! Dudo mucho de que te atrevas a publicar esta monstruosidad", declaré con un énfasis de total indiferencia, pese a que me invadiera de nuevo una oleada de repugnancia. "¿Tú crees? ¿Olvidas que soy un escritor ampliamente reconocido en toda Inglaterra? Mientras que tú...", sonrió radiante y virulento, "¿Qué has sido capaz de crear tú? ¡Tus absurdos y pretenciosos estudios científicos no han logrado interesar jamás a nadie! ¿Qué habría sido de ti sin mi ayuda... sin mi amistad, sin mi dinero? ¿Cómo puedes arrogarte el derecho, tú un pobre paria en esta Inglaterra coronada por la exigencia de la nobleza adinerada, a conceptuar mi último escrito como monstruosidad?". El rostro de Louis se hallaba nuevamente descompuesto, pero, pese a todo, me observaba con una especie de vago terror ante mi displicencia. "¿Qué otra cosa si no pueden esconder esas cuartillas nacidas de tu mente trastornada? ¡Pobre Jekyll, desgraciado Hyde!" Dejé caer de nuevo el manuscrito sobre el suelo alfombrado. El título del mismo resaltaba ahora frente al resplandor convulso que le conferían las llamaradas de la chimenea: "El extraño caso del Dr. Jekyll, George Wells y Mr. Hyde"..."

En aquellos momentos, varios selectores de imágenes y sensores acústicos de Clonic Science Institution captaban ya la irrupción de los cuerpos restrictivos Hyde, que, rebasando el área de seguridad del inmenso laboratorio, programado para defender la importante institución médica frente a cualquier previsible intrusión (y tras cuyos dispositivos salvaguardadores había concentrado su escasa fuerza la ya fracasada rebelión Albion), desbordaban con su espantosa presencia muchas de las galerías que conducían a sus laberínticas salas. Las patrullas Hyde habían iniciado su siniestro ataque en casi todas sus dependencias. La imágenes emitidas por la terminal procesadora dotada de un número infinito de ordenadores, y que ocupaba una de las más amplias zonas del gran centro investigador, mostraban con aterradora crudeza la masacre. No existía discriminación. Reverberaban las explosiones con una acústica horrísona. Los robóticos cuerpos restrictivos Hyde, una vez puesta en funcionamiento la estructura electromagnética que suponía la operación devastadora para la que habían sido creados, se transformaba en un embate destructor de proporciones apocalípticas; una arrasadora maquinaria pesada cuya prioridad absoluta era el fuego: los seres Albion, responsables directos del levantamiento, eran alcanzados y abrasados como antorchas en movimiento que buscasen una huida imposible en las profundidades de aquel laberinto monstruoso. La temeraria resistencia Albión acabaría allí, aislada, lacerado el proceso de su creación y nuevamente desterrado por la Superior Confederación Tecnológica de Krizalid Restricted Zone Bosswellyes el credo misterioso de su auténtica naturaleza.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Ofrenda





Autor: Tassilon-Stavros






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OFRENDA


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Mi luna se detuvo con una obediencia socarrona. Boca en la sombra. Señora de los montes y de las aguas. Rito peregrino de mi senda. Apetito inocente de mi pensamiento. Tierra de plata que concreta el arrebato de mi ofrenda.
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Yo me vuelvo temerario y ávido de descubrimientos. Selene dicta mi locura. Y cuando empieza su invasión, me sumerjo en su nieve reciente. Y sigo su andar lento, beso jirones de su estela, que ella, tan reservada, describe sobre el río. Trama emocional, voluptuosidad ilícita. Hechizo remoto y absorbente.
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Si fuera amor terrenal me envenenaría. Mi oblación buscaría en el grabado de sus facciones una intimidad turbadora de sierva. Y ella huiría en una desesperada tentativa de disociar mi carne de tan lúbrica sugerencia de poseso. ¡Qué ocurrencia! Si ella es toda caricia, y sobre las claras aguas siempre me deja un beso.
*

Desciende Selene, calor silencioso que todo lo penetra. Y de la respiración del río emana mi avaricia. Son mis ojos en letargo. Y ella la sibila que acaricia mi rostro. "¿Qué quieres, ahí en la penumbra?" Y yo no puedo responder. Mi canción lejana, desde la orilla, se avergüenza. Es mi desvelo, mi estremecida dádiva en el anochecer.
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Yo me dejo fascinar por su ficticia piel satinada, y cuando se desvanece, mi fervor es agonía. En mis campos fructifica la simiente trágica de la ausencia. Y con su irónica tortura, el silencio me hiere. Y no puedo ya mentir: hombre soy para ti. Mi ofrenda es mi trastorno. Indeleble minuto robado, suplicante espera insubordinada del enfermo a quien nadie quiere.
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Si yo no te ofreciera este anhelo vehemente e insurrecto, tú serías tan sólo un loto extraño que errara en el viento. Y al no tenerme contigo, de tu fascinante aura surgiría un protocolo exótico. Serías una gata gigante de oropel. Reina terrible de luz sin atadura. Y mi ofrenda, en anónimas noches olvidadas, una secreta modestia. Un tiemblo temeroso que escondería mi atribulado ser entre la sombra más oscura.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Hombre en la tormenta


 
 
Autor: Tassilon-Stavros




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HOMBRE EN LA TORMENTA


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Si las lágrimas proclaman austeramente sus complacencias perdidas, me valgo, para no morir, de mi lírica estigmatización de hombre edénico; de la antorcha oculta que secretea incoherente en algún refugio de mis sueños y pesadillas, donde esconderse pueda una sonámbula fortaleza. Y si me erijo en cautivo de los tiempos, no acudo al desdén, aunque me sienta solo. Todos tuvimos horizontes sembrados de ramajes tentadores, que fueron nuestros flagelos de dolorosas cicatrices; las que dieron la vuelta al mundo, como peregrinos torbellinos de tristeza. Deseos e impulsos que no se pueden revelar. Desafíos de duelo. Y una ansiedad de tigre exasperado que jadeara ensangrentado de resabios, confuso y eternamente negro. Pero rendirse es no tentar la tierra. Es cerrar el paisaje en una jungla inmóvil, donde se lacera y extingue, del tigre, su originaria fiereza.
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¡Cuántos instantes propicios yerran desnudos en el extravío de las tormentas, cuando esperando la palabra del hermano, se recibe a cambio la tenebrosa rabia! La que nos quema. Y que a la primitiva inocencia en deslealtad transmuta, y al hombre envenena. ¿Por qué tú, asilo almenado de mis castillos de blanca pureza, de mis llagadas encarnaduras de amor, siempre cortejadas por los sueños, matas sin que se sienta; y guardas tan sólo, del hombre, su calabozo, su sepulcro, su melancólico paso, que siempre necesitado de socorro, y queriendo hablar, recibiera el oprobio de su orfandad? Carruaje fúnebre que viaja en las miserias, y cuyo mayoral de negro cuero fustiga la mirada llorosa que tantas veces demandara caridad.
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Si a la canción penetrante del día y de la noche, aunque a cada instante mueran, entregarse pudiera otra vez el vínculo antropológico, arrancándolo de las losas del silencio y del tiempo, volverían hasta mi atacada ribera relampagueante mi cielo y mi nido; y los colores infinitos de mis afanes indagadores. Ventanales de azules umbríos entre los que crecí más con el corazón que con el culto, la súplica y el rito prohibido. Y mi voz viajera hablaría de nuevo con arrebato, se guiaría por las resonancias vagabundas con que las gozosas caravanas de los patriarcas esparcieran sus sabidurías. Aquéllas de las que yo aprehendí las visiones exegéticas de mis fantasías. Adorable ofrenda. Mi mundo vivió del profundo misterio que ennoblecieran con sus episodios palpitantes los atriles de la vida. Y si he de volver a perderme en la humillación de la tormenta, tenderé antes mi corazón entre mis viejas y racionales crónicas seculares, una vez coetáneos estremecimientos de hermosuras. Y no dejaré que huya mi palabra última, para que mi cuerpo vibre o sueñe de nuevo con su verdad perdida.
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¡Cuántas distancias dormidas entre los años, que desnaturalizaron mis obsesivas voluntades, y enviaron el viento del mal como único auspicio! ¿Por qué tú, gloria de los horizontes, me dejaste sumido en la tempestad, si éste era mi miedo; el derrumbamiento que menguar pudiera mi energía; y la aventura de mi sangre; y mis trabajos, que, sin pedir nada, abrieron puertas a las ciudades, y no favorecieron el hambre por rehuir el sacrificio? Yo sigo buscando un puro brebaje de paz. Y quiero como compañeros de mi vida lazos de alegría que aportarme puedan los mundos ignorados y el candor extraviado. Aún hoy a mi corazón le inquieta no hermanarse a su Oriente condenado. Y temo a las puertas cerradas; al albergue sin canto que te convierte en extranjero que mendiga esa aurora que jamás destella. Y aquí sigo, sentado a mi puerta, los ojos en mi acunadora luna; mi palabra de estrella en estrella. A los oropeles fatuos cedo el polvo. Y mis infinitas condenas aherrojadas quedaron en la memoria de mi nombre. No seré de nuevo el vigía de tanta ceremonia vana. Aquéllas que rompen el sosiego, y te convierten en transeúnte solitario por entre la volubilidad mundana. Mas habré de vigilar el horizonte, para que la tormenta no llame de nuevo a mi puerta. Enmudeceré como la noche, pero dejaré en el camino mi originaria canción lejana.
 



miércoles, 25 de agosto de 2010

Inspiración huidiza




 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros




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INSPIRACIÓN HUIDIZA


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Sombra de mis textos, mata indefinida de palabras que tantas veces buscaron su belleza. Intención estética que equivocó, tras los halagos, su pureza. Si llegas hasta mis sueños, en los que ronda, de los afanes, su mágico abanico, acoge el tránsito de mi sentir. Mis puertos tan íntimos y viejecitos, donde rebullen mis imágenes literarias. Son mis arrabales interiores y costaneros, la soledad enmascarada que impulsa la temeridad de mis escritos. Yo vago alarmado desde el tiempo receloso, porque me rehuyes, y tiendes lejanamente tus raíces, esas crónicas ansiadas donde la voz de mi mundo busca sus ritos. Fija tú de nuevo mi linaje, pon tu acento a mis desvaídas imágenes, dale contornos a mi perdida inmensidad. Aquélla que guarda tus esencias en el remolino de las letras joviales. Y que una vez otorgaron ese poder sugestivo a mi tiempo, filo de tempestades descriptivas que siempre juegan a engañarnos con su fugacidad.
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Soy andariego entre las letras. Si tú permaneces escondida, habré de incorporarme a ese horizonte lívido, sin atardeceres, donde se desgajan sin color los años marchitos. Mas, si vuelves hasta mis sueños, sombra de mi vocación, serás de nuevo el dulce descuido en mis largas rutas. Y si asomaras siempre, observarías mi domada obediencia, guía hambrienta que sueña todavía con el atajo de su inspiración. Y mi palabra, dolorosa aventurera que, arrebatada, siempre se siente morir, emergería de la piedra, como cría de águila, que, desde el borde de las rocas, tiembla y pide, hasta alzar el vuelo de su salvación. Adivinaré el tejido de tu corteza, donde me hundía como en la hierba, porque aún reservo para ti mis pisadas de intrigas. Lluvia y raíz enterrada en mi carne fría. Os dejé en tus parajes recelosos, bajo las estrellas; y en mi sueños arcaicos de papiro, juncos entre las ramblas de mis escritos, donde te guardo como una invocación de brujería.
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Trastornada fisonomía de mi blanda tierra evocadora. Islote donde duermo con el secreto miedoso de mis letras. Si tu verdad viva se asomara en lo hondo, sombra de mis exaltadas adivinanzas escritas, yo recobraría ese pasado espacio que una vez me perteneció. Porque cuando huiste, quedó inmaduro el fruto y su esencia, el estudio misterioso que yo degustaba en mi heredad callada. Y se desvanecieron mis estados reveladores del sentimiento, y de la memoria su encarnación. No dejes que me arrincone temeroso, sintiéndome morir en dolorido silencio porque no atiendes el reclamo epidémico que enferma mi palabra. Arráncame de la bruma inmóvil de mi sueño. Y en el retazo de la noche, como la forastera luna, talla en lumbre mi lengua, mi garganta. Y que brinque el eco, la asunción íntima del cronista que prolonga su emoción en el texto que labra.
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Sombra de mis reminiscencias, piel legendaria que articula las sutiles encarnaciones de nuestra sensibilidad. Soy tu criatura de locura mansa, el hijo ansioso al que concediste el adjetivo soñado, y libó en el conocimiento de los recuerdos escritos. Yo buscaba mis verdades en los trazos personales, donde quedaban suspendidos los secretos de mi fragilidad. Si tú me abandonas por mis miedos, he de quedar olvidado en la insignificancia enfermiza que arranca los anhelos de nuestra voluntad. Deja que vibre mi palabra, que mi sentir documentado halle su punto preciso y contenido. Te prometo mi descuidado goce, mi expresión impulsiva, la alianza que en la letra busca a su profeta. Ve delante inspiración, sumérgeme en el vuelo combo de tu espacio. En la terquedad miniaturizada y convaleciente del esfuerzo. Sé íntima, una gracia, un ademán sin trajín, una felicidad inocente que prolongue el motivo de mi tiempo de vasallaje. Sé mi proclama austera, el ecuestre ojo indagador que en el espejo llameante de los textos halla su diario; mi devorador astro de la noche, mi plenitud y mi muerte. Puerto de mis surcos, superficie azul de mi solitario anclaje.
 

lunes, 9 de agosto de 2010

El gran secreto de H.G. Wells Parte II -VIII-






Autor: Tassilon






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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -VIII-



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"... La conciencia de mi posible vida fracasada me confería, en efecto, un aire taciturno. Aparte de que en mi comportamiento con mis muy queridas amistades de otros tiempos no me andaba con miramientos. Con excepción de muy pocos de ellos, me sentía, como no podía ser de otra manera, muy poco estimado por mis colegas. Cierto que ante mí se abría ahora un vértigo más vasto: mi proyectada "Máquina del Tiempo". ¡Qué gran desquite frente a mi odio acumulado! Sin que nadie lo sospechase, mi triunfo sobre el tiempo era seguro. A veces me sorprendía a mí mismo mirando al cielo y exclamando: "¡Haz que llegue pronto ese momento!"... Nada importaban, pues, muchas de las reflexiones estúpidas oídas constantemente en aquel Londres reaccionario donde las prosperidades y las desgracias jamás lograrían equilibrarse. El bien de la especie jamás ha consolado a individuo alguno. Cómo persuadir a aquel mundo hostil sobre la grandiosidad de cuantas invenciones habrían de sorprendernos en los siglos venideros. La resistencia a los inventos parecía haber quedado allí, acuartelada en el desmayo continuo de aquella ciudad intolerante que tan sólo conocía el brillo de las piedras preciosas; en las existencias monótonas, absurdas y sin esperanza de una sociedad burguesa, reforzada por los aleluyas de su obsoleto fermento de moralidad, y que regularizaban sus arrebatos de orgullo en sus grandes mansiones, lejos de todo elemento de progreso, de toda ternura por los humildes, de toda defensa por los pobres, y aún menos de cualquier exaltación por los oprimidos. Es bien cierto que también yo, al apartarme de aquel mundo que me abrió sus puertas a la Debating Society, donde tropecé, como vulgarmente se dice, con inmensos pedruscos, pues allí, al elevar uno de mis primeros gritos de igualdad: "¡La verdadera nacionalidad es la del género humano"!, tratando con ello de alzarme por encima de las miserias de este mundo, no logré hinchar lo que ya era chato. "Espíritus serios" los de la Debating Society,... espíritus indignos que pronto se cansaron de mis arranques de franqueza. ¡Cuán artificiosa y vetusta era la necedad de sus llamadas "estadísticas morales" Una sociedad de párpados pesados, de narices sólidas, y gruesos labios que movían los resortes de su política basándose, 250 años después, en las campañas de Cromwell, dictador intolerante, héroe de absurda incongruencia entregado a la lucha por la libertad del horror, y obligado regicida cercenador del largo pescuezo del muy idolatrado y no menos nefasto rey Carlos. Así, aquella Inglaterra de impenitente aristocracia y sus reglas críticas seguía brindando por sus preclaros pero incoherentes ejemplos morales: una causa especial, una religión, una nación, un Parlamento, un sistema que se arrogaba el derecho de amonestar al mundo y a su participativa y arriesgada búsqueda de la igualdad entre los seres humanos...

"Hombres... Seres humanos": aquellas acepciones recorrían la mente de la criatura Albion de una manera tan progresiva como inexplicable, pero como deseosas de apoderarse y esclarecer la penosa oscuridad que significaba para él la intromisión inmortal de aquel ser inexistente cuya imagen, de intrigante significado, había llegado hasta él casualmente; forjada y custodiada por la férrea cadena misteriosa de un remoto pasado de básicos fundamentos civilizadores de los cuales Krizalid Bosswellyes parecía haber heredado la sólida formación tecnológica que gobernaba la gigantesca plataforma.

"... Una vez, movido por la ira, grité: "Vuestra crisis del gran precepto que ha de unir la humanidad será el chiste de mañana" Por amor a sus ideas simples, insultantes, siempre movidas por la perentoriedad snobista de las apariencias, una sociedad adinerada es capaz hasta de respetar la mayor de las ignorancias... Recuerdo, no obstante, los interminables diálogos, la gazmoñería estúpida de quienes veían en mis palabras patrañas para embaucarlos: "Wells presume de sublime, reprueba nuestra moralidad bautizada por la función creadora de Dios, niega que la necesidad de un Creador sea el auténtico testimonio de nuestra conciencia, y su "scienza nuova", que pretende desconocer el plan de la Providencia sobre la historia humana, no es más que la defensa insostenible de la Ficción, perjudicial y apta tan sólo para el mito, que los hombres de linaje jamás podrán aceptar. Querido Wells, sería muy de desear que no se hicieran más descubrimientos que ejerzan apologías antirreligiosas, prescribiendo en los hombres de bien lo que en verdad hay que creer". Quedaba muy clara la perfidia de aquellas especies de intendentes palaciegos, magnates del pueblo alto, atrincherados en sus posiciones de intransigencia, a los que en el fondo tanto les indignaba como divertía mi origen humilde, que jamás tendría una puerta abierta a su sociedad. ¿Cómo podía pretender un personaje de segundo plano ejercer su influencia, amonestar un sistema, brindar ejemplos morales, o mostrar la que era considerada sin duda total inepcia de sus rigores científicos? Herbert George Wells incapaz, además, de ofrendar el menor ápice de inmodestia, se atrevía a mofarse en público de los símbolos sociales perpetuados en los capiteles de la grandeza enfática, pomposa, de una retórica monarquía dominadora del mundo, que por otra parte presumía de sus grandes reformas, de su inefables, para muchos persuasivos, cambios sociales, no tan sólo económicos sino científicos; y de una ingente Revolución Industrial expansionadora del Imperio Británico, que no dejaba por ello de seguir mostrando el lamentable testimonio de una esencia cultural decadente, y de un colonialismo brutal, de falsos contenidos ideológicos, y por medio de los cuales el gran pueblo inglés pretendía seguir sorprendiendo y abrumando al resto del continente europeo. La plutocrática y combativa Inglaterra Victoriana, monopolizadora de la más ampulosa de las autoridades, cuyo poder efectivo se materializaba en sus afamados y sancionadores "tiempos de guerra", trataba de armonizar de nuevo sus doctrinas nefastas. Dios parecía haber vuelto a tomar una envoltura visible en nuestra isla, ofrendando una nueva premisa, completamente falsa, de unión humano-religiosa al grito de: "La razón del hombre, y por extensión la del superior pueblo inglés, es idéntica a la de Dios!"... Era preciso apartar a Herbert George Wells de la importancia del gran atavío londinense. Yo pertenecía a una empobrecida familia de la llamada media-clase baja; mis padres habían poseído una tienda de loza; sufrí un accidente en 1874 que me destrozó una pierna. Durante mi convalecencia descubrí la importancia de los libros. Un nuevo accidente, esta vez de mi padre, me obligó luego a emplearme en diversos oficios. Fui aprendiz en una tienda textil, la horrible Southsea Drapery Emporium Hyde's -un nombre que más tarde habría de perseguirme de nuevo-, pero descubrí la importancia de la lectura; y logré ser admitido en la escuela de gramática de Midshurt, obteniendo también una beca para cursar estudios de biología en el Royal College de Ciencias de Londres... Bien, como yo solía asegurar, sin dejar de reiterarme en ello, mientras cursaba mis estudios, "el camino para medrar está casi siempre sembrado de amistades rotas por la envidia". Pero no volveré a insistir en mi indignación moral. Fue ese ansia de instrucción, ingobernable y perturbador que se origina en el científico, el que me restituyó el nada glorioso triunfo por desentrañar el misterio inextricable que alimenta la savia del árbol genealógico de la humanidad, porque cuánto más profundamente sentí deseos de entender a los hombres, de estudiarlos, más me aferré a una obsesión, persistente y ya insoslayable, o quizás la más fascinante y más irresoluble del mundo para mí: ¿qué vendría después de Herbert George Wells? ¿Podría mi "Máquina del Tiempo" concederme el más preclaro reflejo de la Verdad? ¿Podría yo erigirme en científico del futuro con un sólo fin: llegar a saber si el hombre no es lo último?... Erróneamente, ya había intentado un primer asalto al concederle mi amistad al nefasto Louis Jekyll. Pero no había sabido tomar precauciones. Mi ira, convulsa, contra la batahola prepotente de aquella sociedad, fue capaz de magnetizar a la fiera. Mis excesos fueron, en efecto, actos de brutalidad animal. Y la casualidad me deparó a la otra bestia que se oculta en lo más profundo del ser humano. Finalmente, así lo creí yo, mis crisis se atenuaron; mis "nuevas ansiedades morales", como yo las bauticé, lanzaron subsiguientes interrogaciones a mi conciencia, e inferí una más que probable ley defectuosa en mi visión sobre la humanidad, restándome únicamente la Revelación de mi ya inevitable huida, deseo legítimo para mí; exagerado, sin duda, por ser el enfebrecido producto de mi egocentrismo. No niego, pues, que mis abstracciones frente a una percepción más racional del mundo que me rodeaba se apartaron de toda lógica -aunque nunca llegué a aceptar esa certeza en mi interior-. Lo mismo que no puedo ya dudar de que fueron dichas ansiedades, por mí tan vehemente expresadas, las que afectaron a la inteligencia anormal de Louis Jekyll. Mas, ¿cómo podía yo admitir esos dos conocimientos previos?: que una sensación confusa pueda alentar una ley defectuosa, o que el sentir de un cuerpo o las sensaciones físicas de un cerebro frenéticamente atribulado puedan obrar como testimonio de consecuencia sospechosa sobre otra inteligencia que lo perciba... Hyde y sus horribles crímenes habían expuesto bien a las claras estas posibilidades. Después, para mi asombro y mi satisfacción al mismo tiempo, todo se esfumó. Hyde había desaparecido. Y Scotland Yard no reanudó sus búsquedas. Mi vinculación a Hyde, aunque no logró durante el siguiente año liberarme de los suplicios del remordimiento, sí inició en mí, al eclipsarse de mi existencia, un nuevo curso de nueva ansiedad moral, como ya dije. La ciencia me enseñaba de nuevo a gobernar mis actos. Hallé tres motivos primordiales capaces de disculpar mis excesos: placer, interés y deber -este último, turbador e ingenuo, me lo impuse yo-. La construcción de mi "Máquina del Tiempo" me convertía en una especie de niño que ya no manifestaba el menor síntoma de cólera. Y como alegara Rosseau, me dije: "soy niño, egocéntrico, sí, pero inhibido del mundo, y no responsable por tanto. Ya no puedo ser ni moral ni inmoral"... A finales de enero de 1890 otro asesinato (por tratarse de una prostituta, ya que el crimen se hallaba, por desgracia, a la orden del día en Londres) conmovió de nuevo la opinión pública londinense, por temor a que se repitieran los ya un tanto olvidados crímenes de Jack el Destripador: una buscona de taberna, Ivy Peterson, había sido hallada, estrangulada esta vez, en su domicilio. Dos días más tarde recibí una carta: "Sé que imaginabas que había desaparecido... Cuando leas estas líneas me hallaré muy cerca de ti nuevamente. No sé prever con precisión cuál será tu reacción, pues mi instinto me dice que el final, no sólo el tuyo sino también el mío, no podrá ya tardar. La situación en que me encuentro... ¡no, no voy a describirte al monstruo, porque ya lo conoces! Jamás volveré a ser Louis Jekyll... Ivy Peterson ha sido de nuevo la primera víctima de Hyde... Sé que no podré detenerme... Si todavía tienes deseos de saber más, pronto me hallarás... Sé que vas a leer esta confesión de tu indigno y desgraciado amigo con horror... Pero ¡es tu pasada amistad (comprada con mi dinero, lo sé, y no me engaño) la que estoy reclamando, no tu piedad!- Louis Hyde."

"Hyde... Hyde"... Aquel nombre, constantemente repetido por la misteriosa imagen holográfica, seguía acaparando, con la emergencia que sólo puede concederse al reclamo de cualquier manifestación medianamente inteligible, la atención de la mente de la criatura Albion; ahora reforzada por las recientes trazas de los experimentos psiónicos en dicha casta realizados. Una gradual incautación de raíces inteligentes, que, una vez, en eras pasadas, según podía colegir por cuanto transmitía la imagen y la confesión parlante del ser allí configurado por el cinemático sensor gravitacional de la misteriosa sala de Clonic Science Institution, habían sido heredadas por los habitantes de Krizalid Restricted Zone de un potencial psíquico remoto. Un potencial contundente y relativo a ciertos antepasados cuya lucidez y clarividencia cerebral había quedado allí, resguardada en los fundamentos básicos del pozo cuántico que concediera su gran tecnología a la Gubernamental Dictadura Bosswellyes y a sus privilegiados habitantes. Los cuerpos restrictivos Hyde, como objetivos de terror vinculados a la realidad corporativa y represiva de Wellyes, formaban también un entramado de científicos fundamentos básicos para la conservación federalista de la gubernativa Krizalid Restricted Zone, pero diametralmente opuestos en su concepción, a todas luces robóticas, a las criaturas celulares de Wellyes, dado que no constituían más que una monstruosa brigada de policía privada sujeta a los códigos de control tecnológico creado por el gran Ente Científico-Gubernamental de la Dictadura Bosswellyes. Sus articulaciones prensiles poseían por tanto un sistema de camuflaje metálico que almacenaban sus inductores neurales controlables por los grandes adelantos técnicos que se aplicaban a su proceso de fabricación. El robot (palabra hasta aquel momento indescifrable para la criatura Albion) Hyde no se constituía por ello en espécimen de quirófano, como los clones genéticos que en realidad eran los seres Albion. Simbióticos clónicos esparcidos y esclavizados por la gigantesca plataforma tecnológica de Wellyes y su Gubernamental Restricted Zone. Para la criatura Albion, pese a hallarse todavía en conflicto con los parámetros de una conducta ciertamente primaria, todo coincidía ahora. Aquella imagen holográfica revelaba por vez primera, frente a la atenta criatura cuya atención había acaparado, al igual que un efecto medicinalmente sanador de su embrionaria masa cerebral, y como si hubiese sido asignada, desde eras remotas, para aquella misión secreta que era la verdad absoluta de la civilización Bosswellyes, la ebullición vital de un organismo que, como el suyo, se hallaba formado por venas azules que circunvolucionaban, entre un inexplicable gradiente térmico, en el interior de sus tejidos concediéndole un hasta entonces desconocido ritmo cardíaco (del que había oído hablar en los quirófanos sin comprender su significado); y confirmaba que aquella masa de carne celular, un tanto deforme, no era muy diferente a la que se reflejaba en el sensor holográfico, y que, insistentemente, se nombraba a sí misma como "hombre". Una presencia que se vanagloriaba, pese a ciertas displicencias enojosas (por lo que podía entender) contra el espíritu corporativo al que había pertenecido en su era originaria, de formar parte de una civilización existente en aquel remoto planeta como moradores ancestrales de la actual plataforma Wellyes; y cuya expansión, ya desaparecida y ocultada deliberadamente por el Gobierno Bosswellyes, se anunciaba a sí misma y a sus actuaciones psíquicas como modelos antiguos de criaturas biológicas o protoformas orgánicas de transductores cerebrales inteligentes, muy similares a los Albion y a sus gobernantes de Restricted Krizalid. Y a cuyas estructuras moleculares les asignaban una perturbadora modulación parlante, como si un insistente identificador vocal horadase la oscuridad de las eras, que hablaba por supuesto de criaturas vivientes a cuyo sistema neuronal se le aplicara, en su sentido más literal, la primitiva acepción de "seres humanos"

jueves, 5 de agosto de 2010

Oriente





Autor: Tassilon-Stavros





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ORIENTE


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Armonía eterna, indomable escultura, aurora de abierto confín que abarca todos los acentos. Glorificada tierra de creación. Aduanera acechante en las salas santas de los siglos, siempre antorcha lisonjera en busca de sus discípulos. Sugestión que reina sobre mis pensamientos. Oriente de cobre verde, insaciable vagabundo de la historia. Escriba de ojos venturosos, cuyas desmenuzadas palabras se petrificaran en los textos.

 
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Van mis sentidos definitivos hacia ti, fragoso, torturado y gigantesco Oriente. Y en las cuerdas de oro de tus arpas dejan su canción. Yugo, cántaro, lámpara y celemín. Perfumes entre triclinios, voces agoreras bajo los astros. En cada lengua, de cada idioma arcaico un conjuro de invasión, un ahogadero de sacerdotes y guerreros, una atildadura patricia de erudición.

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Fuentes de grutas y estanques. Íntimo cáliz de lotos azules y carnosos sépalos. Talismanes que mendigaran salud. Brebaje que trajo la gracia en sus pomos. Dioses corpulentos del Eúfrates. Globo de los Sassánidas. Y de Fenicia el lino rojo. Vergeles que esconden sus ruinas. Oriente, fuego de la tierra, mares con tacto y olor, ahínco de mercaderes, caravanas que zumban entre melancólicas dunas.

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Magna puerta de santuarios entre resinas fragantes que bendicen el ocaso. Desierto nevado por la luna. Himnos de sepulturas. Mirra virgen en noches de penitencia. Teas encendidas, cítaras y címbalos. Guirnaldas tejidas por las danzas litúrgicas. Brazos vibrantes en templos que callaron frente al tiemblo de las campanillas de oro, y condenaron los pórticos donde se agitaran las conjuras de otras túnicas.

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Oriente del anatema, donde hablaron los testimonios, crujieron las ricas vestiduras, y blasfemó la muerte. Candelabros que ardieron entre reflejos de pilares, rasgando distancias, y recogiendo de las cúpulas de los cielos las dulces noches de sus valles. Proclama clamorosa de vigilias acusadoras de idolatrías. Negras sedas que vislumbraran lúgubres presagios, estrados de bendiciones y clamores de profecías.

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Anciano cenceño de ojos recónditos, maestro de la solemnidad. Oriente, trono del misterio, festín delirante del humilde creyente, piel corroída por el testimonio consentidor de los príncipes. Ágil mensajero de la aventura y carne circuncidada por el torpe artificio de los taumaturgos. Rigor y pompa de los ritos. Corte de artífices y retóricos, aguijones de oro que atravesaran lenguas de rebeldías, y abrieran los velarios de sus falsos dioses a los demiurgos.

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Pupila de monstruo, águila aniquiladora de coronas, horizonte de amenaza, rojo de púrpura y de crepúsculo. Oriente, que eleva su frente, devora sus pilastras y tropieza con las frámeas de sus bárbaros reyes. Sofista de firmeza dialéctica y amarga. Conceptos aprendidos e impenetrables que hieren el aire y sus muros. Proverbiospotegma florecido entre anagnostes, esclavos en las riadas de sus muchedumbres.
Proverbios florecidos entre esclavos en las riadas de sus muchedumbres. Púlpito de un imperio con jabalina sobre el escudo doctrinal de sus leyes.
 
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Pregón de himnos. Suelo ardiente que se irriga con las nieves derretidas de su casta abrupta. Oriente de la llama, iris morado que azulea las calinas que esperan el paso de las peregrinaciones. Dios de gigantesca cueva, enfangada de sangres infinitas. Carne de muerte que amorata la honda breña de la historia, siempre aprisionada entre las pilastras fronterizas de sus desolaciones.

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Tumba pagana de los patriarcas, escuela de rabbis, antífona de salmos dilectos. Oriente longevo, santuario codiciado de Macedonia. Esclavo del discípulo torvo cuya majestad guerrera, sin mitigar su requisa, probó tu desamparo tras los muros babilónicos. Enjambre convulso, arrancarme de tu cuerpo me llaga. Oriente, pregón de mis sueños prometidos. Bautízame en tus ríos de afilada luna, agiganta mi nomadismo, sé mi gloria perversa, la travesura obstinada de mis asedios enardecidos.
 
 


martes, 3 de agosto de 2010

La llamada




Autor: Tassilon




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LA LLAMADA


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Tu risa y tus reproches me siguen desvelando, íntima clausura que el dolor colma. Y tu fragancia que erraba en el viento me tentó a levantarme. De nuevo volví a esos días en los que no pertenecer al propio pasado es la más atroz ausencia. Y a mi mirada tan humana se le quedó una ferocidad lastimera. De mi sueño otra vez fuiste la originaria forma y la luz primera.
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Y cegado mi entendimiento con engaño, huyó temerosa mi llamada. Como un mendigo me quedé junto a mi choza. Lejos, se movían los caminos, las colinas de carne polvorienta, el temblor húmedo de las arboledas, y la respiración llorosa de mi rencor. Punto preciso y fugitivo, sustancial lírica que, muriendo en su grito rojo, se cincelaba ahora en la inmensidad con ímpetu dominador.
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Iba mi pensamiento hacia un laberinto trenzado de negro buscando a su diosa blanca. Aureolas grises devoraban su cancela, color deletéreo que concede al sentimiento su instante cenital. Y permanecí inmóvil con la tristeza de no haberme apoderado de tu fugacidad. Y frente a mí, con el mar realzando, de noche, tu alejamiento, sólo apareció una espalda vestida de luto; y un espejo; y un reflejo, ojos de recelo, de susto y frialdad.
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Tú te perdiste en la afanosa música del mundo, huyendo de mi campo primitivo y tierno. Como una libélula traspasada por un rayo de estigmas, tu efigie quedó trastornada y rota. Y de la mañana a la tarde mi espacio, que aún guarda la avidez de nuestros secretos, se retuerce malogrado. Paisaje que una vez poseyera cristalizaciones mágicas. Mi llamada sigue surcando su mar de olvido y volcándose sobre acantilados, en tierras sin pisadas. Y pasa la brisa dentro de los azules, dejando una umbría lívida, un retablo de cortinas desgarradas, y gaviotas que mueren en la playa, como barcas suicidas que allí quedaron encantadas.
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Yo únicamente sé que no hallo latidos que renueven mi piel. Que sobre mí se precipitan emblemáticas epidemias que del entramado pasional hicieran osario pulverizado. Y me quedo cavilando, ensimismado ante algún socavón donde me veo enterrado vivo. Mi cuerpo es una geología de vértebras doloridas. Y grito tu nombre en los camposantos viejos, porque los sepulcros semejan fragmentos de una estampa. Y mi llamada pasa, sigue vibrando, aunque no quede nada, porque ninguna losa es tuya. Y mi cadáver forastero cruje, sangra un ciprés, tu voz atrae el alba, y yo tiemblo como halcón en su trampa.
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Mi grito, que se precipita de roca en roca, es como una espada entre las láminas de los montes. Una anécdota caballeresca que busca a su dama. Un llanto marinero que, tras el temporal, se quedó desnudo en la playa. Incurrí en la inocencia de la simulación. Y seguí llamándote en la avidez del sueño. Creí poseer un esperanzado bergantín que prolongara emociones sobre el secreto de mi mar embrujado. Mas, bajó un vuelo de lluvias, un alboroto de huracán, un brinco de oleaje al que tu efigie sirvió de alimento. Y vi desaparecer de nuevo tu fisonomía originaria, siempre de color de luna, con su ondulación de lino mojado.
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Tú acudes al igual que una fuente a mi sed, como si todavía emanaras sólo para mi boca. Y yo sigo sintiéndome como viajero dentro de la hermosura de tu agua imperecedera. Agua viva, libre y fría que dejó mis sensaciones sin saciar, y yerma mi tierra. Y mi llamada, que se tiende cansada, de cara al pozo amargo donde penetra mi viejo dolor humano, busca el recuerdo exacto que provocó tu huida. Llaga de tu verdad. Hice de tu manantial agua cerrada. Y la aprisioné entre juncos verdes, donde tan sólo yo me gozara en contemplarla. Siempre es una locura mansa, ésa que satisfacer no puede tampoco otras ansiedades, la que nos pierde. No un ademán ni una palabra, sino una inocencia de infancia, que contradice conceptos amados y derrama la jarra de nuestra conciencia antes de probarla.

martes, 20 de julio de 2010

Cautividad de la noche


 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros




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CAUTIVIDAD DE LA NOCHE



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Cuando vienes en mi busca, te aspiro tembloroso... Noche sigue midiendo mi tiempo. No me apartes en vano de la luz de tus vigilias, porque en tus imágenes inmaculadas vuelco mis deseos impuros, por mi conciencia tantas veces repudiados. Cumple con tu promesa escondida. Tus soledades son mis realidades tranquilas, como si en ti aceptara la ingenuidad de tantos secretos velados. Amo tus arboladuras de velos blancos, la desposada huida de tus astros extraviados. Mi náusea permanece en el día. Y en tus estrellas busco la magia maliciosa que curte al hombre en una nueva profecía. Mis puertas, tiempo ha, se abrieron a las perdiciones del mundo. Vínculo de misterios azules, jugoso sembrado en el que me hundo. Son mórbidos mis ojos, y menos recelosa mi sensualidad, a la que no concedo mengua. Mudez de oscura ternura. Pupila ígnea que brota desnuda como de un baño. Mi suspiro de deseo corta de espuma mi lengua.

 

Noche de cañaverales, cuerpo que muerde el silencio. En la suntuosidad de tus blondas leo. ¡Engáñame! Abre el hábito de tu seno. Soy, de tu infancia lejana, aquella complacencia crédula sumida en el misterio de una voluptuosidad rehuida. Eterna criatura, por la brujería popular, poseída. Mas, mi carne de varón ya no sabe de inocencia. Frente a la nave que surca el mar de mi escritura, cronista soy de la enseñanza histórica que ahora se arremolina burlona en el trance dañino de mi vieja ciencia. Hoy tus lienzos vírgenes vestidos de blanco se enredan en mi boca. Y habrás de jurar sobre mis textos, saciar mis deseos, acosarme con la delicia de cuanto delirio el veneno de mis letras en ti provoca.
 


Cuando me pierdo en mi dolorosa tribulación de incertidumbre, busco tu nunca degenerada progenie estelar... Noche observa a tu diminuto huésped, porque tu ungüento de plata curte mi inflamación. Y sobre mi pozo convierto en desatino tu perpetúa palpitación. Ángel del ímpetu soy. Y solitaria palmera del amorío. La imaginería del hombre que odia sentir el filo del frío. Y cuando tú desciendes hasta mi hortal, aquél en el que humillo mi cuerpo, cría su musgo de mancebo mi brocal. Amuletos que brotan de mis trastornos cobijados. Promesas de ritos, de tributos creyentes, de refugios íntimos en el rescoldo terrenal de mis fuegos regocijados.
 

Noche de trémula lluvia sobre mi piel, ramaje tierno que tu vestimenta traza. En tus enjambres albos se enreda mi prosa lugareña. En tu adjetivo acústico mi velero barroco, donde navega la palabra de mi mano, la memoria loca que confirma mi linaje, y ese fuego nómada de mis ansiedades. ¡Tutéame! No hay meditación de castidad en mi refugio, tan sólo el pregón de mi alboroto, anécdotas de un escriba. Sed de simientes derretidas en tu tierra de luna, caracol deforme que recorre todas mis voluntades. Sorprender tu gloria es mi solaz agreste. Y es mi culto el que te devora, huyendo del loco pecado que el deseo roba. Y jura que de tu verdad revelada soy símbolo primitivo, tu hijo de loba.
 


Cuando me engaño creyéndote alta, lloro bajo tanta grandeza... Noche, no me arrincones olvidando que eres el yugo amado que refuerza mi tentación. Collar desbordado sobre los pechos del mundo. Pedernal destellante de mi crianza rural. Y hago del báculo radiante de tu custodia fermento de legitimación. Recibe mi gemido, que al loco desliz de los recuerdos ofrece su ironía. Pecado, tú que sobrecogiste la distancia de los tiempos, ya tu ponzoña no sermonea mis ensalmos. Y de tu lepra libo sabiduría.
 



Noche de exaltación, audacia sacrílega que hoy se estampa en el olor tibio de mi fascinación. Doncella de afilado mirar que arrancara mis llagas con la última campanada de la plegaria amenazante. ¡Envuélveme! Ornamento de otros dioses. Pasión que arranca, de los hombres, sus hieles. Cortinaje de ámbar, de turquesas y granates. Aliento de huerto renacido entre sus mieles. Y de una eternidad, revelada verdad. Soy, de tus pasiones, una vez relegados tus corredores de clausura, el realce aventurero. Y tu pordiosero nómada. Un hereje, entre tus estrellas, quemado vivo. Y de tus horizontes cegados por el universo, tu ensueño malicioso de hombre, el escorpión de tu pesebre, el fulgor lujurioso que en tu olímpica cuna quisiera permanecer cautivo.