lunes, 25 de agosto de 2014

Muerte en el mar -I Parte-


 




Autor: Tassilon-Stavros
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 MUERTE EN EL MAR  -I PARTE-



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La verdad sobre la Armada Invencible
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En el hondo cauce azul del Atlántico los contrabandistas ingleses, protegidos por Isabel Tudor, sorteaban, desde  1568, con todo tipo de ardides, la vigilancia de las autoridades españolas en América. Felipe II había prohibido cualquier intento de comercio con sus colonias a los restantes países de Europa, pero los barcos negreros ingleses, haciendo caso omiso de tal prohibición, penetraban frecuentemente en los puertos coloniales, donde llevaban a cabo aquel tráfico ilícito.

John Hawkins y Francis Drake fueron dos de los más famosos corsarios ingleses que participaron activamente en el saqueo de la flota española. En aquel mismo año de 1568 enfrentáronse con la escuadra naval de la corona de España en aguas del Atlántico. Derrotados, finalmente, la mayor parte de sus navíos fueron hundidos, aunque ambos mercenarios lograron escapar a Inglaterra. Irritada por la victoria española, Isabel fomentó sus ataques contra los barcos que comerciaban en los Países Bajos. Una ingente cantidad de tratantes españoles, cuya economía mercantilista dependía del tráfico marino con las costas holandesas, se arruinaron irremisiblemente.

El corsario Drake inició de inmediato una oleada de saqueos contra los puertos españoles en las islas caribeñas. En el 72 atacó el istmo de Panamá, tratando de interceptar el paso de las recuas de plata que, provenientes de las minas peruanas de Potosí, llegaban hasta los embarcaderos de Nueva España. Drake contó, además, con la ayuda de los llamados cimarrones, esclavos negros que habían huido hacia las montañas, declarando la guerra a los colonos hispanos.

El temible corsario atacó el puerto de Nombre de Dios, pero, rechazado por las tropas coloniales, no logró hacerse con el gran botín de plata que desde el citado embarcadero era enviado a España. Sucediéronse nuevas emboscadas contra los transportes del preciado metal. Logró, finalmente, apoderarse de una de las mayores recuas que acarreaban el cargamento blanco, y con la inmensa presa en sus manos regresó a su lejana isla inglesa.

Conscientes de la gran amenaza que representaban los ataques de las naves corsarias que Isabel protegía, las autoridades españolas reforzaron sus ejércitos coloniales, logrando desbaratar nuevos intentos de pillaje. El pirata Oxenham fue apresado y juzgado por la Inquisición. Se le ejecutó en la ciudad de Lima en 1573. Drake volvería al ataque en 1577. Atravesando el estrecho de Magallanes, bordeó todo el litoral del Perú, saqueando a placer cada uno de los puertos donde atracó. Tras apoderarse de nuevo de uno de los más importantes cargamentos de plata a punto de ser expedido desde las costas peruanas, logró transportarlo hasta Inglaterra, donde llegaría en 1580. Y tras ser aclamado como un auténtico héroe por sus compatriotas, fue colmado de honores y nombrado caballero por Isabel.

Pese a que Felipe II concencióse de que los ataques de Drake no significaban ningún tipo de irreparable desastre para las arcas de la corona, ya que el botín arrebatado por los corsarios ingleses era tan sólo una mínima parte de las muchas riquezas que afluían a la misma, había decidido por fin tomar serias cartas en el asunto. Y a partir de 1582 organizáronse poderosos convoyes, bien pertrechados, que aseguraron el transporte marítimo entre las colonias americanas y los puertos españoles. Los piratas ingleses chocaron así, una vez y otra, contra el ahora inexpugnable muro protector con que el poderío español fortificaba sus fondeaderos y rutas ultramarinas. Y ante medidas tan eficacísimas como las que España adoptase para la crucial defensa de sus ricos territorios americanos, Drake enfrentóse desolado a la amarga cuita de sus fracasos, a la total imposibilidad de añadir, a partir de entonces, nuevos éxitos a sus ansiados proyectos de latrocinio.

Temiendo aquel aislamiento descomunal al que las fuerzas de Felipe podrían someter las accidentadas costas, las sendas aguanosas de sus verdes campiñas y colinas, y las nebulosas villas que salpicaban los fríos paisajes de la isla inglesa, una arrebatada Isabel proveería a su favorito, Sir Frances Drake, de todos los medios necesarios para llevar a cabo una terrorífica y desafiante expedición contra las Indias españolas y portuguesas.

Corría el año de 1585. La flota corsaria, así patrocinada por la reina, componíase de unas treinta naves. Tras fondear en la ría de Vigo, sin intentar ataque alguno, partiría hacia Cabo Verde. Allí serían saqueados los puertos de Santiago y Puerto Plata. Llegados después a la isla de la Española, arrasarían la ciudad de Santo Domingo. Y en Tierra Firme, Cartagena de Indias, su capital, sufriría idéntico pillaje. Rechazado el bloqueo pirata en La Habana, gracias a las potentes defensas del puerto antillano, la flota corsaria pondría rumbo a la Florida devastando la pequeña población de San Agustín. La rapiña, el asolamiento y mortandad a que fueron sometidas las colonias españolas fue pavorosa. Y aunque los corsarios de la reina Isabel no consiguieron hacerse con botines de auténtica importancia, los destrozos causados al comercio de Indias fueron realmente graves.

Felipe el Prudente se revolvería entonces en noches de vigilia. La sombra fría e indomable de Isabel y el retumbo violento de aquel cortejo filibustero estamparíanse en los sueños del gran monarca como la convulsión amenazante que destila el odio. Y la figura impulsiva  y orgullosa de su enemiga, al igual que una lejana delectación de sí misma, asomaríase sin remedio a los pretiles suicidas que se abrían ahora al huracán de su imperial rechazo, significándose ya para siempre en el ámbito abrupto de la perdida serenidad que así acometía a su muy augusta Majestad.

En la mente de Felipe se avivarían de nuevo viejos planes de guerra contra Inglaterra. Y en la gran sala de tapices, entre el reposo mural, macizo y esplendoroso de los aposentos palaciegos, el soberano acogería a Don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, gran hombre de mar, caballero de muy altas prendas, y sagaz estratega de sosegado temple. Ambos, monarca y capitán, estudiarían por segunda vez un viejo esbozo presentado por Santa Cruz hacia 1583 de lo que pudiera llegar a representar una futura campaña contra la isla enemiga.


En aquel un tanto olvidado bosquejo se acometerían de nuevo los principios apasionados que englobaban los sueños monárquicos de Felipe, la codiciada heredad de su soberanía absoluta, que abarcaría la proyección colonial del Imperio Español desde la mayor parte de los territorios europeos hasta los más lejanos e infinitos de Indias. Santa Cruz y Alejandro Farnesio, sobrino acreditado de Felipe, hijo de su hermanastra Margarita de Parma, adalid impulsivo (como demostrado quedó al tomar, en 1576, las riendas un tanto extraviadas de las vehementes tierras flamencas, haciéndose cargo de aquella dirección militar, entre el rugir amargo de las disensiones religiosas y el gemido convulso del miedo frente a la represión dictaminada por la corona española, y cuya voluntad impetuosa modelaría firmemente su acceso al poder tras hundir los torreones de oposición protestante promovida por las visiones patrióticas de Guillermo de Orange), deseosos de ahondar en la enjundia propiciatoria de tamaña empresa, genios ambos de la invocación de la sangre y del sacrificio, recogerían entusiasmados el ruego de Felipe, bebiendo ahora todos ellos en la ansiada fuente del desagravio.

Santa Cruz propondría invadir las costas de Inglaterra con un contingente de 60.000 hombres, un vez pertrechadas 150 naves. La campaña supondría un esfuerzo de ocho o nueve meses, y su coste para las arcas de la corona el de unos cuatro millones de ducados. Farnesio, desde la anchura desnuda del mar, soñaba con teñir de aciaga púrpura la isla inglesa, actuando por sorpresa desde las costas de los Países Bajos con una fuerza de 30.000 hombres. Los lanchones de desembarco que atravesarían el canal hasta un punto desconocido entre Dover y Margate deberían ir escoltados por una potente escuadra de guerra, que habría de proteger a los tercios expedicionarios, siendo como era de prever, a pesar de la clandestinidad pretendida por los españoles, un ataque defensivo de la flota inglesa.

Pisar Inglaterra no habría de resultar empresa fácil en cualesquiera de las operaciones que aquellas mentes impetuosas y privilegiadas pudieran proyectar. Todos los esfuerzos deberían concentrarse, por tanto, en el plan de tan terrible desembarco. Una vez en tierra, los tercios españoles y su indudable y manifiesta belicosidad, famosa en todo el mundo, pondrían rápidamente en fuga a las tropas enviadas por Isabel. No se descartaba tampoco, y con ello contaba Santa Cruz, que gran parte del pueblo inglés se inflamase en el hervor de sus descontentos, y volviese sus querencias esperanzadas hacia el invasor español, lanzando así la ácida queja de sus rechazos contra el gobierno herético que se encarnaba en Isabel Tudor, y cuyo régimen fiduciario y sacrílego ya personificase la figura execrable de su padre Enrique VIII.

Vibró entonces la voz del soberano español. En su preeminencia magnífica no renunciaba a las propuestas de sus generales, pero entre la complacencia coronada de un destino culminante como el de las Españas, su mente elaboró un tercer plan. Una poderosísima escuadra partiría desde Lisboa al mando de Santa Cruz, oponiendo así una segunda línea defensiva a las tropas de choque de Farnesio. Esta escolta magnífica, custodiando el secreto tránsito de los lanchones provenientes de las costas flamencas, ahuyentaría una posible acometida de la flota inglesa, garantizando, además, las necesarias comunicaciones de los tercios españoles con su base de aprovisionamiento. Y, por último, la serena palabra de Felipe, recitando con ese frío temor que siempre sobrecoge a los poderosos la nunca improbable perentoriedad de un inesperado repliegue de las fuerzas de Farnesio, insistiría en la enorme importancia que para tal eventualidad supondría la escuadra de refresco de Santa Cruz.

Así y todo, el plan expuesto por el monarca español exigiría una perfecta compenetración entre ambos estrategas de la proyectada invasión. La extraordinaria distancia entre Santa Cruz y Farnesio constituiría ya de por sí una seria amenaza para la marcha y coordinación de todas y cada unas de las maniobras necesarias para el buen éxito de las mismas. Otro punto vulnerable y arduo de concertar podría surgir de cualquier posible desavenencia entre ambos adalides.

... Farnesio se enfrentaría poco después a otros gravísimos inconvenientes que se oponían a la viabilidad del plan expuesto por Felipe. La falta de un puerto adecuado en las costas de los Países Bajos para que fondeasen los galeones españoles dificultaría sobremanera garantizar una total cobertura a su ejército invasor. Dichos galeones, además,  movíanse con gran lentitud. Su diseño, un tanto caduco, ideal para las travesías del Atlántico, respondían ahora a unas técnicas de guerra algo desfasadas, más aptas para la lucha cuerpo a cuerpo en alta mar que para llevar a cabo la destrucción de otras naves. Su artillería, pesada y de corto alcance, resultaba también inadecuada para enfrentarse a la flota inglesa, dotada de nuevos dispositivos que la hacían más ligera, y por ello, mucho más veloz, aparte de hallarse eficazmente pertrechada con cañones de gran seguimiento, capaces de convertir todo conato de proximidad en un auténtico infierno de fuego y horror.

Los tercios españoles eran invencibles en tierra, pero aquella fuerza descomunal de la soberbia infantería de Farnesio no tenía aplicación a sus escuadras. Desechando aquellos puntos de vulnerabilidad a los que, sin lugar a dudas, habría de enfrentarse la armada española una vez en liza con la flota inglesa, Felipe basó el éxito de su empresa en la tradición, casi ininterrumpida, de sus victorias militares en todos los campos de Europa. Además, la corona de España contaba con su poderosísima reserva de plata, que llegaba ahora sin dificultad alguna, en ingentes cantidades, hasta sus arcas reales desde los lejanos y bien protegidos puertos de Indias.



El detonante que acabaría por poner en marcha la ansiada invasión de Inglaterra sería la ejecución en 1587 de María Estuardo, reina de Escocia, y excelsa prisionera de su prima Isabel en Londres. La reina inglesa  se había prometido en matrimonio con Felipe de España, potencia que a todas luces asumía la hegemonía de Europa. Según el gran historiador italiano Indro Montanelli, con esta promesa matrimonial la hija de Enrique VIII rehuía así la amenaza de Francia, que pesaba no sólo a lo largo de toda la costa de la Mancha sino en Escocia, que se había convertido en una dependencia francesa gracias al matrimonio de María Estuardo con Francisco II de Francia. Era preciso, pues, liberarse cuanto antes de esta insidia. La Estuardo era la antítesis humana de Isabel, en cuyo complejo carácter había de todo y lo contrario de todo, lo cual hizo de esta medio mujer el más completo hombre de Estado del siglo XVI. María de Escocia era femenina hasta lo más hondo, apasionada y siempre pronta a las decisiones extremas, aun por simple capricho. Sus toscos súbditos la amaban porque era mujer, porque era bella y porque la consideraban débil, especialmente después de haberse quedado viuda. Pero convertidos casi todos al calvinismo más intransigente, soportaban mal su catolicismo y sus gustos a la moda francesa. Isabel, por lo bajo, alentaba esta fronda de cursilería, y María, insensata y simplona, le suministró a su prima los mejores pretextos dejándose envolver en clamorosos escándalos. Después de la muerte de Francisco II, se había casado con uno de sus cortesanos, el bello y brutal Darnley, que, al parecer, le pegaba. Pronto se consoló con un secretario italiano, Rizzo, pero Darnley lo apuñaló en su presencia. Poco tiempo después Darnley cayó enfermo y mientras yacía en el lecho una mañana lo hizo volar por los aires junto con su castillo. La voz pública acusó del hecho al conde Bothwell, pero María acabó con la investigación judicial y se casó con él. Heridos en su puritanismo calvinista, los súbditos escoceses se sublevaron y a la Estuardo no le quedó otra salida que huir pasando la frontera de Inglaterra.

Isabel acogió a María de reina a reina y la hospedó en un castillo. María, que en el fondo era una tonta, le devolvió mal por bien, tramando complots contra ella con los españoles y los franceses. La opinión pública, indignada, no cesaba de pedir castigo contra la culpable, que no daba signos de arrepentimiento; pero Isabel se negaría durante veinte años a mandarla al patíbulo. Únicamente se resolvió en 1587, cuando las irrefrenables intrigas españolas prepararon la contraofensiva militar de la invasión mediante su Gran Armada, y temiéndose las previsiones más catastróficas frente a la amenaza inminente con que el aquel campeón de la grandeza, Felipe de España, se disponía a lanzar su nueva conquista sobre la odiadas costas de Albión. Felipe se había anexionado Portugal, con su rico patrimonio de flota, bases navales y experiencia marinera. Ello había acentuado la rivalidad con Inglaterra que cada vez afirmaba más su dominio en los mares. Pero un empujo, aún más decisivo para el conflicto, lo dio la Iglesia, que veía en Isabel la gran rectora de toda la resistencia protestante en Europa; la llamaba “la impía Jezabel” y prometía el paraíso a quien la asesinara. Esto demuestra cuán íntimamente ligadas estaban la causa de España y la Contrarreforma.

Pero Inglaterra, contra la cual el gran monarca español se aprestaba a arrojar su inmensa fuerza, ya no era aquel país pobre y dividido que Isabel había heredado de su hermanastra María. Con su astuta política de paz la “reina virgen”, como también era conocida, había restablecido el orden y saneado las finanzas. La única aventura en la cual se había dejado azuzar era la conquista de Irlanda, donde sus gobernadores y generales tropezaban con la obstinada resistencia de la población, lo cual hizo creer al rey de España que había llegado el momento de intentar el gran golpe contra Inglaterra. Felipe no dudaría tampoco en exigir, tras la ejecución de María Estuardo, (y dado que Jacobo VI, hijo de la finada, era protestante) la corona de Escocia para sí o su hija., apoyándose en una manifiesta genealogía que unía a ambas familias. Al mismo tiempo, el Papa Sixto V había prometido una ayuda de un millón de ducados a Felipe a cambio de hacerse con aquel trono y erradicar con ello la herejía protestante de Escocia.


La muerte en Lisboa, al año siguiente, del Marqués de Santa Cruz, distorsionaría por completo los planes de la proyectada incursión en la herética isla inglesa. Hallar un substituto a Santa Cruz, uno de los más afamados marinos de la armada española, representaría un arduo problema para los egregios responsables de la empresa. Farnesio, mientras tanto, meses antes de la muerte de Santa Cruz, se desesperaba tratando de encontrar un puerto adecuado en la costa flamenca que pudiese garantizar el éxito de la planeada travesía, así como el resto del plan de Felipe. Mandaría construir canales navegables entre las ciudades de Nievport y Sluys, que permitiesen a sus barcazas pasar desde el río Escalda a Dunkerque. Con ello evitaría la exposición de sus tropas en las zonas abiertas del estuario del Escalda, frente a las cuales aún extendíanse los focos rebeldes del territorio de Flussinga. Con todo, el puerto de Sluys presentaba todavía un calado insuficiente para los pesados galeones españoles.

Felipe decidiría, más tarde, encomendar tan formidable empresa a Don Alonso de Guzmán, Duque de Medina Sidonia, cuyas labores como virrey de Andalucía le habían granjeado enorme fama, así como la inteligencia demostrada por el mismo en la Administración Civil, Militar y Naval de la Corona. Temía Don Alonso, a pesar de su ingenio, de su porte y lisonjera trayectoria administrativa, no ser el hombre adecuado para una hazaña tan gigantesca como significaba la proyectada invasión de Inglaterra. Y prejuzgando tan desacertada preferencia por parte de su monarca, insistentemente adujo el enorme quebranto que supondría para aquel titánico proyecto el no considerarse ni remotamente un buen marino, pues mareábase con gran facilidad. Y dejando al margen la memoria ostentosa de su soberbia, con exquisita mesura no dudaría en presentarse a sí mismo como un gran inexperto en todo cuanto se refiriese al siempre inquietante argumento belicista.

La insistencia recelosa de Felipe movería, sin embargo, a tan espontáneo como singular faraute de la paz, nuestro aterrado Duque de Medina Sidonia, a aceptar sobre sus hombros frágiles la pesada carga con que el monarca de las Españas golpeaba así la débil puerta de su voluntad, abriéndola, como no, al acecho impulsivo y doctrinario de tan excelso amo. Embarcado ya en el antojo patricio de su rey, Don Alonso de Guzmán apresuróse con gran afán en rodearse de importantes colaboradores, plenamente capacitados en el buen oficio de las glorias militares. Entre los más significativos hallábanse los excelentes comandantes de escuadras Pedro de Valdés, Oquendo, Recalde y Leiva.


... La ambicionada algarada de los tercios filipinos por tierras inglesas no era ya secreto alguno en las restantes cortes europeas. Isabel se alzaría de inmediato. El clamor desgarrado de su voz recorrería la Sala de Audiencias donde muchos de sus seguidores arrepentíanse ahora en silencio de haberla encumbrado. Sir Frances Drake, encrespado de impaciencia, arrodillábase ante aquel trono amenazado mientras su majestad, la reina, respiraba anhelante, complaciéndose en una fidelidad de la que muchos murmuraban. Alzaríase al fin con mirada terrible, e increpando, ofensiva e impetuosamente, a gran parte de sus indecisos valedores, aprobaría los proyectos de sabotaje con que Drake prometía arruinar los planes de Felipe de España.

En efecto, el corsario de la reina conseguiría, poco después, para escarnio del gran monarca católico y de sus afamados comandantes, hundir, en el puerto de Cádiz, casi veinte galeones españoles de los que habrían de unirse al grueso de la armada en Lisboa. Fue un breve aunque inflexible preludio. Y azuzando contra el soberano español su exigua máquina de guerra filibustera, desbarataría igualmente la llegada de un importante aprovisionamiento de agua y alimentos, capturando varias de las naves que se dirigían hacia la capital portuguesa.

No obstante, Felipe había intentado entablar negociaciones con Isabel, tratando de convencer a los habitantes de la isla inglesa de que aquellos preparativos impresionantes de invasión no iban dirigidos contra ellos. Firmar un pacto de paz habría significado que el aparato bélico puesto en marcha por España ganaba la batalla sin necesidad de una nueva guerra. Asimismo, el monarca español lanzaba a los cuatro vientos el secreto militar de la gran armada que preparaba. Con ello pretendía que los capitanes ingleses conociesen con todo detalle el aterrador contingente enemigo que amenazaba con devastar el suelo patrio. Isabel no se dejó persuadir, y la paz no llegaría a firmarse nunca.

... Corría finales del mes de mayo del año del Señor de 1588.