miércoles, 22 de julio de 2015

Bonifacio VIII: Jubileo y monopolio apocalíptico del Papado -II Parte-








 Autor: Tassilon-Stavros









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BONIFACIO VIII: JUBILEO Y 

 

MONOPOLIO  APOCALÍPTICO 

 

DEL PAPADO   -II PARTE-





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La un tanto "prodigiosa" actividad calculadora, mezquina, y cruelmente triunfante de Bonifacio VIII, avalada por un colegio cardenalicio romano tan anclado en la astucia, la ruindad y la avaricia como su Pontífice, fue agudizándose en tales proporciones que, hoy, resulta propagandísticamente execrable, en lo que a la distorsión histórica se refiere, que algunos apologistas de la Iglesia hayan podido intentar una revalorización moral de Bonifacio. Tal y como aseguran los historiadores de más prestigio, este Papa, déspota, teatral y terreno, careció de todas las virtudes que pudiesen encender  luminarias medievales en tributo y honor al cristianismo, restando preponderancia también a los posicionamientos religiosos de quienes, en siglos pretéritos, se erigieron en celosos guardianes de las palabras de Jesús en la tierra. Tan sólo, y en arriendo temporal, se le pudo adjudicar, dada la carencia de todas las demás, una única virtud a tan siniestro y poco edificante personaje: la de la más egocéntrica de las franquezas.  Y en cuanto a la feroz sevicia empleada por Bonifacio contra el sumiso e infeliz Pietro da Morone, su antecesor y posteriormente canonizado Celestino V, la inhumanidad del Papa sólo fue superada por la de Dante Alighieri, que en su "Divina Comedia" no dudaría en intentar convencer a su futura y vasta "progenie lectora", validando así el acelerado busilis denigratorio e infamantemente punitivo utilizado por el recién elegido Pontífice, de que, en realidad, Pietro da Morone se había hecho acreedor de la represalia e inmediato castigo que se le había inferido, dada su cobardía y el no menos subrepticio espíritu intrigante que Celestino guardaba en su interior.


Ciertamente, Pietro da Morone, una vez elevado al trono pontificial, y tentado como se halló siempre por volver a sus lejanas y apacibles montañas de los Abruzos, durante los pocos meses en que la tiara se halló en su poder, y tras las "advertencias de Dios" (con que le consumía de angustia, noche tras noche, el maléfico "intérprete celestial", cardenal Caetani, para que abandonase el Papado), no dudó en recabar la ayuda de fray Jacopone, fraile franciscano residente en Tody, acérrimo enemigo de Caetani y de toda la curia cardenalicia vaticana, quien, dada su profunda espiritualidad y conocedor de la vil y avasalladora arrogancia de todos ellos, aconsejó "la gran renuncia" que Celestino V llevó a cabo el 13 de diciembre de 1294. Dadas, pues, las consabidas actitudes extremistas de Dante Alighieri, éste se muestra tan severo y despiadado con los peculiares rasgos de reconocida humildad y cincelada llaneza de Pietro da Morone, que, aquejado de los mismos humores cambiantes y del acomodaticio monopolio jerárquico y "escasamente equitativo" de que hiciera gala Bonifacio, no titubea al arrogarse el derecho de hundir en el infierno al inocente y crédulo religioso, "así demonizado por su gran renuncia" ( "... coluí che fece per viltá il gran rifiuto"-"Divina Comedia"-"Infierno", III, 58 60). Ni que decir tiene que Celestino V estuvo siempre mucho más próximo a un Dios justo, misericordioso y humilde que sus dos cínicos, despóticos y ambiciosos perseguidores.


En aquellos tiempos, vano es exponerlo, los vasallajes constituyeron los lazos más importantes en todo tipo de actividades, bien que muy especialmente en lo que a la política y la Iglesia concerniera. La falta de escrúpulos en una Europa todavía sumida en la profunda sima medieval, pasaba de unas familias a otras por herencia (y en ello hay que excluir, por supuesto, al invariablemente ignorado pueblo bajo, villanaje que rendía pleitesía al poderoso, y que cuando hablaba, lo hacía tan sólo con Dios, y siempre como el vagabundo que llama de puerta en puerta). Y al tiempo que el respeto por la cultura era más bien escaso, pocos eran también los que extendían las manos sobre los Evangelios. Por ello mismo, Bonifacio VIII, una vez la tiara papal se halló en su poder, jamás alimentó la más mínima intención de sustraerse a todos los vicios y abusos que pudieran derivarse de su ejecutiva y judicial jerarquía como Sumo Pontífice al que amparaba su milenaria sede católica, cuyas llaves celestiales había recibido del mismísimo Apostol Pedro.


Fray Jacopone de Tody, que en 1294 había acudido en ayuda del infausto Celestino V, tras ponerlo en guardia contra las malicias "diabólicas" de la curia de Roma, no dudó, en los meses posteriores a la caída de Pietro da Morone, en blandir, por medio de sus poemas (muy especialmente en la célebre secuencia llamada "Stabat Mater", que resaltaría por sus durísimas y espinosas estrofas) su más acerada espada de repulsa contra la nefasta política terrena, inmisericorde, egocéntrica y pecadora de Bonifacio, en todo momento contrapuesta a la "espiritual", incluyendo el concepto anti-temporalista de un "Evangelio eterno" que el nuevo Papa "defendía", y que la aterrorizada curia romana no se había atrevido a impugnar. 



Todos estos certeros argumentos expuestos por fray Jacopone provocaron la ira del Papa, que de nuevo se hallaba decidido a tomar las más arbitrarias medidas punitivas contra el fraile, como si se tratara de un capitán de milicia, brutal, cínico y sanguinario. No obstante, como Pontífice de toda la cristiandad europea, su política intervencionista en el vasto universo clerical, y ya a las puertas la celebración del espectacular Jubileo con que se proponía restaurar los privilegios de la Iglesia (más bien las vacías arcas vaticanas), inaugurando así el año 1300 con tan magnificente fiesta católica,  le conminaba a adoptar una nueva postura más indulgente y acorde con su dignidad apostólica. Y aunque toda Italia y por extensión Europa, (y en especial, la personal  vigilancia que la Orden Franciscana ejercía sobre el Papado, como defensora acérrima de las virtudes de humildad y clemencia expresadas en el Evangelio de Cristo) le mostrase ahora el más interesado de los vasallajes, a sabiendas de que lo que sobraba a Bonifacio era energía y agresividad vindicativa, pero también  la ambición más desmedida, el despótico Pontífice consideró más adecuado evitar una nueva explosión de su carácter autoritario contra las diatribas de que le había hecho objeto fray Jacopone. Y de esa chispa que significara la aludida censura del "Stabat Mater" brotó una simple condena de cinco años de prisión para el contestatario fraile franciscano.


Las Señorías afincadas en Italia habían vuelto, no obstante, a adquirir gran preponderancia. El calificativo de Magnate había perdido gran parte del carácter gentilicio y de casta de antaño, cuando por Magnate se entendía sólo al señor guerrero, dueño de un castillo en el campo y de un palacio con su torre adosada en la ciudad. Pero, ahora el Magnate había emparentado con el industrial y el banquero, que arrogándose esa categoría, se solidarizaba con ellos, mucho más que con el Solio Pontificio. Este fenómeno de ósmosis estaba empezando a alcanzar su madurez y desplazaba todos los términos de los eternos conflictos sociales: burguesía e Iglesia. Así la política de esa nueva clase formada por nobles y grandes burgueses había sido hábil, y gozaba de posiciones mucho más privilegiadas, no políticas, sino económicas.


Por fuerza, surgieron innumerables posturas represaliadoras contra la irresponsabilidad autoritaria de Bonifacio VIII, y contra los desórdenes que su poder no iba a tardar en generar. Dichos Magnates se proponían así adoptar las mismas actitudes extremistas que el despótico Papa. No obstante, y aunque los excesos de Bonifacio empezaban ya a ser evidentes, la siempre explícita amenaza de excomunión, practicada con asiduidad por la Sede Católica Romana frente a cualquier iniciativa de hostilidad, movió a esta pequeña oleada de radicalismo democrático promovida por los nuevos Magnates italianos, que más que a establecer igualdades, para disgusto del ambicioso Papa,  tendieron a derribar desigualdades (como dijo un historiador: "la democracia siempre actúa a empujones"), a optar por mantener cierta distensión contemporizadora con el Papado, considerando mucho más substancioso para sus intereses políticos y muy especialmente económicos someterse de forma temporal a una flexible obediencia hacia la Iglesia. Y así, mediante una especie de coartada moral con Bonifacio, dar por concluidas momentáneamente algunas de sus derivas antagonistas, a fin de abrir paso a una guerra fría con Roma, y dejar al albur del tiempo los futuros intereses y acontecimientos que pudieran llegar a generar una nueva guerra caliente. Bonifacio, como el consumado jurista que fue, cuenta Giovanni Villani en su "Storie Florentine": "Era grande maestro in divinitá e soprattutto in Decreto", se aplicó, a partir de entonces, y frenéticamente, en una constante preocupación por los asuntos económicos, dando de lado a los religiosos. Y se dispuso con la avidez que le caracterizaba a desgranar de sus avales estudiosos, que con tanta sagacidad sabía poner en práctica cuando le convenía, todos los precedentes históricos (ya fueran más o menos acertados) en los que pudiera hallar cuantos instrumentos infalibles movilizaran sus consabidas aspiraciones de "dominio universal del Papado". 

A partir de ahí, Bonifacio VIII empezaría a manifestarse regularmente a favor de las medidas extremas. El Pontífice había suspendido de forma temporal la amenaza de excomunión, pero tan sólo para tenerla dispuesta sobre la cabeza de las Señorías disidentes como un chantaje puro y duro. Si se rebelaban contra él y sus pretensiones de dominio total sobre Italia (y en tales exigencias también incluía al resto de Europa), volvería a aplicarla sin contemplaciones. Para propugnar a la mayor celeridad posible sus citadas ambiciones de esta especie de tiranía "urbi et orbi" (que nada tenía de bendición papal), Bonifacio halló un valioso auxiliar en el canonista Egidio Colonna, que escribió un tratado: "De ecclesiastica potestate", para avalar la despóticas tesis del autoritario e impulsivo Pontífice. Colonna sostenía en su obra que la Iglesia era dueña y señora de todo, no sólo de las almas. Sin embargo, bondadosa y condescendiente como su Creador, ponía su poder y los beneficios que de él se derivaban a disposición de todos los fieles, pero conservando el derecho irrefutable de quitárselos cuando quisiera. Por ende, los tronos de toda Europa pertenecían también a la Iglesia, que, aunque acreditara esta suerte de "solio" a sus actuales dueños, los reyes, éstos tan sólo poseían derecho al mismo como "arriendo temporal". Tanto satisfizo a Bonifacio esta teoría de solidaridad como creyente y súbdito fiel de Egidio Colonna que compensó de inmediato a su autor con el nombramiento, a todas luces desmesurado, de arzobispo de Bourges.


La irrefrenable gangrena del Papado se hallaba en sus maltrechas finanzas. Y Bonifacio inventó, pues, el Jubileo, una solemnidad que no se había dado nunca en los anales de la Iglesia. Ante todo, se trataba de restaurar la ruina en que se hallaban las arcas pontificias, pero tal iniciativa festiva no podía estar más en consonancia con el carácter teatral de Bonifacio. El proscenio Vaticano era su gran anfiteatro, y él, como dueño de las almas, se aprestaba a adquirir definitivamente, mediante el Jubileo, su más elevada y vocacional dimensión de gran director de escena. No obstante, el relieve que Bonifacio había alcanzado desde que se hiciera con la tiara papal no necesitaba para nada teatro ni pantomimas carnavalescas, ya que descubriendo sin ambages el juego que se traía entre manos con sus ambiciones desmedidas, su máscara había desaparecido desde el primer día en que pusiera el pie en su colonia vaticana. Jamás hubo por tanto equivocación alguna acerca de sus intenciones una vez elevado al trono pontificio. Como privilegiado "propietario" de las almas que invocaban su fidelidad a la fe cristiana, le incumbía corregir a los pecadores y castigar los crímenes. Pero, mucho antes de la llegada de Jesús a la tierra, los griegos habían enseñado al mundo que la voz de la conciencia era tan sólo propiedad de sus dioses, y que, por tanto en manos de los hombres las contriciones eran, además de inútiles, una acción caprichosa por ser únicamente divinas. Y al teatral Bonifacio, que jamás sintió remordimientos por nada de cuanto había hecho y se disponía a seguir haciendo, no le importó nunca demostrar que era en realidad un verdadero pontífice pagano. En consecuencia, se hizo erigir estatuas de plata en las iglesias, y otras de mármol y bronce en las plazas romanas y en las mismísimas puertas de la Urbe Eterna. Ordenó también al famoso pintor y escultor Giotto di Bondone, según su precoz y no menos narcisista temperamento renacentista, que lo esculpiera en una pilastra en la basílica de Letrán, y a Arnolfo di Cambio, imaginero y pintor de renombre, que obrara para él el más lujoso sarcófago que un Papa hubiera tenido nunca. A partir de estos encargos, y conocido este nuevo punto débil paganizante de Bonifacio, las adulaciones pintadas, esculpidas y escritas llovieron sobre su persona desde todas las ciudades italianas. La competencia fue casi feroz. Su médico pontificio, Arnaldo de Vilanova, se ratificó como uno de sus aduladores más cualificados y  aseguró que de su pureza al servicio de la belleza emanaba el verdadero mito como inigualable pontífice de la Iglesia. Así no dudó en proclamarle, con resonancias helénicas, "Dios entre los dioses"; y el capellán de la curia, Boniauto da Casentino, poeta y autor de vulgares "carmines", famoso por su mediocre "Diversiloquium", lo llamó, en horribles versos latinos "decoro de la humanidad, maravilla del mundo y terror del infierno". Únicamente, Jacopone da Todi, el íntegro franciscano amigo de Celestino V, invocó en sus versos, toscos pero inflamados de cristiana y humilde pasión, el castigo de Dios contra aquel Papa corrompido y blasfemo: "Bonifacio se aplica en vivir rodeado por los pecados más abyectos. Se complace en el escándalo como la salamandra en el fuego". Jacopone, como ya se refirió, pagó su valor con la prisión.

Así, de nuevo, sus apologistas más condescendientes no dudan en asegurar que el Pontífice que dominaba a todos, pero no sus cóleras, y siendo como era el más adulado, y al mismo tiempo, el más odiado, no carecía tampoco de cierto atractivo, aunque naturalmente, sólo cuando quería. De hecho, el punto crítico de su personalidad intrigante y eclesiásticamente reprobable es que poseía todos los vicios, incluido -al parecer- el de la sodomía, y los ostentaba con su consabida jactancia: "Item sodomítico crimine laborat, tenens concubinarios secum...", reza una inquisitoria de Guillermo de Plaisian, legista de Felipe IV de Francia, expuesta en la asamblea política del Louvre, celebrada en 1303, contra los desmanes del Pontífice. Era, además, un terrorífico glotón; y así, un día de ayuno no dudó en maltratar cruelmente y despedir a su cocinero porque sólo le había servido seis platos. El juego era otra de sus más perniciosas pasiones. Se hizo fabricar unos dados de oro y ¡pobre de aquél que se atreviera a vencerle! Era un ateo convencido, porque no ocultaba el hecho de que, en realidad, no creía en nada. Blasfemaba sin tapujos, a gritos, desde su trono pontificial, que la única realidad era la vida terrena, que el cielo era una utopía para los tontos, que el verdadero infierno estaba representado por los achaques y angustias de la vejez, y que el único paraíso verdadero y disfrutable era el de la juventud y la buena salud. Ambicioso siempre por conservar la primera y gozar de la segunda, recurría a los más peregrinos amuletos, y atraía hasta el Vaticano a famosos brujos para que practicasen ante él sus artes mágicas. En esta superstición incluía hasta su vajilla: no admitía jamás que en su mesa no hubieran cuchillos que tuvieran por mango "cuernos de serpiente". En sus bolsillos ocultaba una placa de cultos egipcios labrada en oro, convencido de que siendo su portador se hallaba completamente protegido contra el mal de ojo. Pero su mayor tesoro, el que más estimaba, era un anillo que había pertenecido primero al rey Manfredo de Sicilia, hijo ilegítimo del emperador Federico II Hohenstaufen, y después al conde gibelino Guido Novello; anillo que, según Bonifació creía a pies juntillas, tenía el poder de conjurar a cualquier demonio. Porque aquel Papa pagano, que jamás creyó en la existencia de un Dios lo suficientemente benévolo como para admitir y perdonar las maldades de los hombres, se hallaba plenamente convencido de que, contrariamente, el demonio era la única divinidad palpable en la tierra, y por supuesto, ya puesto a aceptarlo, hasta en el cielo, donde Jesús no tenía cabida para él. Y dado que tampoco sentía necesidad alguna de defenderse ni de arrepentirse de sus pecados ante su Dios inexistente, debía, sin embargo protegerse de Satanás y ante cualquier intervención vindicativa del mismo, o que pudiese engendrar algún conato de envidia por su parte ante el  poder de que Bonifacio gozaba en la tierra. No resulta, pues, irónico que el mismísimo Dante Alighieri -que en realidad siempre lo había detestado-, acabara, en su "Divina Comedia", por ubicar a Bonifacio VIII en el único lugar en el que creyó durante su existencia terrena: el Octavo Círculo del Infierno.

viernes, 3 de julio de 2015

Bonifacio VIII: Jubileo y monopolio apocalíptico del Papado -I Parte-


 





Autor: Tassilon-Stavros  


   


 

 

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BONIFACIO VIII: JUBILEO Y 

 

MONOPOLIO APOCALÍPTICO 

 

DEL PAPADO  -I PARTE-




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Las faltas peregrinas de los acontecimientos, inalterables a lo largo del tiempo, y que deambulan entre las tumbas de los siglos, ya no temen las venganzas, ni bregan por sus glorias. Tanto se ha agrandado la conciencia del mundo, que por desmedida que sea la oscura indignidad que tratemos de escudriñar, furtivamente o con avidez si cabe, no conlleva como dogma un "animo docendi" -propósito de causar daño- sino un "mejoramiento docente" y provechosamente revelador ante los razonamientos históricos.Y una vez deshechos los vendajes de la prohibición que tanto gustó de sus mundos superiores, recordemos que no hay orden sin finalidad, y a la recíproca; y que frente a la  "Ética", que tantas veces nos aterró con el auge de sus sentencias y conclusiones, práctica bienhechora será siempre no volver a vendar sus testimonios. Aquéllos, que una vez confiados al secreto, formaron una sorda coalición e incluso inspiraron vagos terrores a tan amplia y espontánea síntesis como es la de la Verdad en su más legítima acepción.

No se trata, pues, de edificar el retrato de un personaje basándonos en las pasiones y privilegios que el tiempo transcurrido nos concede, ni proporcionar el golpe de gracia a una institución milenaria, entre cuyas pretensiones de restauración anímica y moral del hombre siempre ardió un fuego que provocara odio y horror entre los destinatarios más indefensos, dejando a sus espaldas un descrédito (en cuyo establecimiento participara, en cientos de ocasiones, inaudita, vergonzosa y cruelmente el Papado), que se ha extendido no sólo a su  fundación como estamento religioso y evangélico ilusoriamente (y casi conseguido) "Khatoliko", séase universal, sino también a este título que, por desgracia y con sus respetables excepciones, indignamente ha encarnado. No obstante, forzoso es consignar que la rival más poderosa de esta pretendida Iglesia Universal ha sido ella misma, y que en sus dos mil años de internas marañas organizativas por perseguir sus propias pasiones políticas, su temporalidad, su bien fundamentado espíritu de violencia, y su afán de poder y riqueza, tan sólo se ha dedicado, como cualquier institución humana, a paralizarse mutuamente, usando de las peores armas: el exterminio, el desquite, la  proscripción, la mentira más diplomática y maligna, la intolerancia más proterva, y su consolidada preeminencia, de sadismo inigualado por otras religiones, frente a la ignorancia del pueblo. Un estado embrionario, insisto en ello, que erigiéndose en un quimérico "Caput mundi", ha tasado bajo su prisma inapelable nuestra existencia humana durante dos mil años.


Frente a la fuerza y al prestigio de los Pontificados medievales en la escena italiana, siempre aficionados a salirse del terreno de la religión y de la moral para echarse cortesanamente en manos de la política, no tiene por qué llamarnos a asombro el hecho de que el primado romano, durante siglos, viviese aprovechándose de las facilidades que le otorgara su inspirado dogma elitista, mientras la vida urbana en Italia, y sus finanzas se hallaban en el más insostenible de los desequilibrios, y, por ende, su administración en pavoroso desorden, con sus caminos en ruinas y su campo en un casi perpetuo estado de empobrecimiento. El Pontificado, que volvería a brillar algo menos como pastor de almas y teólogo, y como siempre había venido haciendo, tratará entonces de restituir toda su pujanza a los arcones vaticanos. Y en el siglo XIV vuelve a atraer la atención del oscurecido mundo medieval con una rumorosa, colorida y alegre fiesta religiosa: el Jubileo o Año Santo. Una santificada celebración que, para más inri, se retrotrae "al año de reposo bíblico o de jubileo judío, instaurado por las palabras que Jahveh (Levítico 25RVC -Reina Valera Contemporánea-) dirigiera a Moisés en el monte Sinaí tras él éxodo: "2- Habla con los hijos de Israel, y diles que cuando entren en la tierra que yo les doy, la tierra deberá reposar en honor al Señor... 12- Es un año de jubileo, y será para ustedes un año sagrado. Sólo podrán comer lo que la tierra produzca". 

De ello se desprende que no había existido jamás en el calendario cristiano, y su pintoresco festejo se hallaba impregnado, sin lugar a dudas, de otro tipo de fuego de exaltación que, en realidad, únicamente podía provocar respeto y aceptación entre los destinatarios menos sensibles al cristianismo: los judíos. Pero valiéndose de la erudita, mundanizada, y omnipotente corporación católica, siempre  financiada por la inspiración de los llamamientos divinos, una paternidad encaminada hacia la santa misión redentora  de su Evangelio, y para cuya fervorosa difusión se veía necesitada, no sólo de las gracias celestiales, sino de todos y cada uno de los terrenales beneficios eclesiásticos, el Jubileo renació de sus cenizas milenarias merced al Papa que en aquel momento crucial para una cristiandad desangrada por las carestías ocupaba el solio pontificio: Bonifacio VIII.



Federico II de Hohenstaufen -1194-1250-, a quien Dante Alighieri saludó como "última fuerza del gran Imperio Romano Germánico", había sido excomulgado en 1227 por Gregorio IX, que lo acusó igualmente de Anticristo, todo ello por negarse a participar en la Sexta Cruzada, dando lugar a su ruptura con el Papado. Había contraído matrimonio en 1225 con Yolanda de Jerusalén, heredera al trono de dicho reino. Su titular hasta ese mismo año había sido Juan de Brienne. Federico lo depuso y pasó asimismo a convertirse en rey de Jerusalén. Tras la excomunión de 1227, el emperador, naturalmente, siguió aplazando su Cruzada en Tierra Santa. Pero, en 1228, aprovechando el desorden y las insurrecciones que debilitaban los poderes musulmanes de Oriente Próximo, partió con sus tropas y victoriosamente amenazó convertirse en dueño absoluto de los reinos árabes. Su marcha suscitó un enorme descontento en el despótico Papa,  puesto que Federico había emprendido su particular cruzada sin haber demandado su bendición. Considerado como una provocación del Emperador hacia el Papado, fue nuevamente excomulgado. Sería prolijo llevar a cabo un extensa exposición de las luchas, que hasta su muerte en 1250, Federico mantuvo con la Corte Papal. El emperador germánico organizó un ejército para enfrentarse al nuevo Pontífice, Inocencio IV, que mantuvo la excomunión y le exigió que reconociera una "perpetua disposición de asedio contra la Iglesia". Por su supuesta heterodoxia y su "sagrado principio" de no sumisión al autoritario régimen Pontificial de Roma, Federico II fue apodado "stupor mundi".

Una vez erradicados los momentos más críticos y las amenazas de verse reducida a una servidumbre infamante por parte del poder laico que emanara de la excéntrica ortodoxia de Federico II, y de sus descendientes, que durante los últimos decenios abocaron al Papado a duras crisis y momentos de gravísimas controversias, viendo como sus facciones opositoras se desangraban en constantes contraofensivas frente a las antagonistas organizaciones políticas y militares de los Hohenstaufen, el Pontificado creyó hallar  en Bonifacio VIII el personaje más idóneo para recuperar su fuerza y prestigio frente a la depauperada corporación cristiana de sus súbditos europeos, eternamente sometidos al intolerante mecenazgo secular que sobre ellos ejerciera la Iglesia Católica, mientras en aquella Italia de finales del siglo XIII, dividida y hecha jirones, las tentativas de restaurar en el país nuevos incentivos que impulsaran la industria y el comercio se habían prefigurado como vanas ilusiones fantasmales, condimentadas al mismo tiempo por los abusos y censuras de los clérigos; primacía mantenida como de costumbre por el poder eclesiástico, y por las viejas aristocracias terratenientes.

La más corrompida de las moralidades, y los procedimientos más violentos y tortuosos para adueñarse del solio y someterlo a sus dictados por los medios que fueren precisos, y que nada tenían que ver con el mensaje apostólico de la Iglesia, proveyeron imparcialmente a Bonifacio de la mejor balanza con la que monopolizar su autocrática ascensión, inmediata satrapía Papal, al trono Pontificio.Y como Primado casi renacentista y por ello mismo adelantado a dicha época (un predecesor de Borgia ab integro), acabó convirtiéndose en el mejor de los traficantes del jerárquico decorado vaticano secularmente detentado por el solio de Roma. Dado, pues, el carácter del personaje, no se puede dudar que, en efecto, era el más adecuado para recoger los frutos de la penosa situación y escasas garantías de seguridad por las que atravesaba la sede vaticana, frente a una moralidad romana, por entonces relajada hasta la degradación más absoluta, y que al igual que una irrefrenable gangrena que infectara el ambiente, se concentraba en una promiscua batalla diaria entre fanfarrones nobles, no menos egocéntricos y soberbios, y entregados a enfrentamientos constantes, muchas veces sangrientos.


Bonifacio procedía de la arrogante y avasalladora dinastía de los condes Caetani. Era, pues, romano, nacido en Anagni, municipio de la capital del Lacio, el año 1235. Tal vez poseyó alguna idea precisa de que, más que el impulso místico o el celo religioso, el acceso al poder como futuro Pontífice debía de apoyarse en su despreocupación eclesiástica, en su impenitente ambición y en la irónica y audaz inteligencia de su mentalidad libertina. No en vano sus rasgos peculiares fueron, desde su juventud, mundanales, maliciosos, huraños y corruptos hasta la médula. Una vez elegido Papa, sus miles de detractores (que ya, siendo cardenal Caetani, lo habían acreditado como hombre de escaso sentimiento doctrinal y mediocre latinista, poco apto para que se le abrieran las puertas vaticanas a las que insistía en llamar) aseguraban que de haber entendido de santos tanto como de autoritarismo terrenal y pragmático habría llegado a ser un gran teólogo. Revestido de los ásperos atributos que le imputaban con toda razón quienes conocían bien la madera de que estaba hecho, pronto puso en práctica un amplio uso de los mismos. Una vez ordenado cardenal, revestido de una ortodoxia poco sensible, más dada a la impiedad y al endiosamiento, provocaba ya a su alrededor cierta repulsión al tiempo que respeto y temor. Y aunque todos estos factores contribuyan a ejercer una sugestión siniestra sobre semejante personaje, la historia se adecua admirablemente a dar buena cuenta de la contumacia tan tortuosa como diabólica que, en efecto, posibilitó su ascensión al solio Pontificio.

Para seguir sorprendiéndonos con los síntomas de la decadencia romana y del Papado, así como de la dilatación y creciente complejidad con que se condimentaban los abusos en aquella fase de arteriosclerosis que aquejaba la vida no sólo en Italia sino en toda Europa, además de centrarnos en el año del Jubileo que inauguraría el siglo XIV, y, por descontado, en su nuevo y más nefasto protagonista, el papa Bonifacio VIII, es necesario recordar que los emperadores alemanes como Federico II, y antes sus predecesores Enrique IV y Barbarroja,  habían intentado instaurar en Italia un poder central laico contra el cual habían luchado, no tan sólo los Papas, sino los Municipios que conformaban la península. Dichos Municipios, a cuya liquidación contribuiría más tarde, sin lograrlo, el mismo Bonifacio, se hallaban, pues, en su mayor auge a finales del siglo XIII. Auto proclamados como Señorías sentaron en ellos sus reales: entre el Piamonte y la Lombardía, con veinte ciudades sometidas, el marqués de Monferrato. En Milán, los Visconti se hacían con el poder, y los Della Scala, en Verona. Y a estos seguirían los Da Camino, en Treviso, los Colleoni, en Bergamo, los Este, en Ferrara, los Bonacolsi, en Mantua y Módena, los Correggio, en Parma, los Malatesta, en Rímini, y, por último, los Ordelaffi, en Forlí. Fue, como los conceptuó la historia, "el más inesperado y combativo alborear de despóticas familias en la península italiana". Y Bonifacio, como antes hiciera su predecesor, el papa Nicolás IV, hubo de vérselas con todos ellos. Precisamente a la muerte de Nicolás, habían seguido dos años y medio de interregno papal en Roma, porque los satrapescos cardenales europeos, cargados de vicios y pecados, de pujanza e influencias, a las que se unía la desidia de sus habitantes, habían convertido la sagrada Urbe y el Vaticano en un circo de aire irrespirable, y no habían logrado ponerse de acuerdo acerca del nuevo sucesor.

No queriendo ver restringida la oligarquía cardenalicia que les permitía adueñarse de todas las tentaciones y ambiciones terrenas, con sus rituales de suntuosidad y de supremacía económica, los primados romanos se superaron en sus competencias acomodaticias, las cuales, como es fácil imaginar, poseían casi la misma amplitud de visión administrativa en cuanto a las riquezas vaticanas se refería que cualquiera de las Señorías que empobrecían y tiranizaban el suelo italiano. Y decidieron así otorgar su mecenazgo papal a la figura más gris con la que pudieron contar, a fin de que, una vez ciñera la tiara, no fuese capaz de poner cortapisa alguna a sus calculadoras, insaciables y magnificentes competencias, evitándose igualmente, como se comentaría entre los más avispados feligreses, "el menor dolor de cabeza posible". El elegido fue un mísero fraile de los Abruzos, Pietro da Morone, que siempre había habitado como un paupérrimo anacoreta en una desértica zona próxima a Sulmona. Aterrorizado por lo que se le venía encima, una vez conocida su elección, Pietro huyó de Sulmona con rumbo desconocido, mientras en la Urbe se rumoreaba que el infeliz fraile no tenía la cabeza en su sitio. En realidad nunca la había tenido, y precisamente por ello, se le confería el Papado, ya que, frente al mismo, como bien sabían aquellos corruptos  primados, no se verían obligados a dar cuenta de sus actos envilecidos.


El santo anacoreta fue capturado por los "gonfalonieros" vaticanos cuando se hallaba muy cerca de Nápoles, y asistió a su coronación con aires de frustrada rebeldía, fácilmente atribuible a su necedad y humildad extrema. Asumió la tiara papal con el nombre de Celestino V. Y, por supuesto, a lo primero que hubo de enfrentarse entre aquellas áulicas salas vaticanas fue a una especie de refriega silenciosa ante las intrigas constantes de algunos de los más envidiosos representantes de la Curia. Celestino vivió así, desde el primer día, bajo una atmósfera inquisitiva que lo asfixiaba, dado que los mismos cardenales que lo encumbraron le negaban la más esencial confraternidad apostólica. Y quizás el único motivo por el que hoy los memorialistas se detienen en su recuerdo se deba a esa su pretendida locura, auspiciada esta vez por los actos anticlericales y la indudable capacidad para la crueldad, tan impregnada de envidia como de terrenal ambición, que se daba cita en uno de los más sobresalientes representantes de dicha Curia: el cardenal Caetani.

El desconcertado Pontífice aseguraba oír por las noches, al retirarse a sus aposentos, una amenazante voz que le ensordecía, profiriendo: "¡Oyeme, bien, Pietro da Morone, jamás debiste aceptar tu nombramiento, traicionando tu santo retiro del mundo! ¡Soy un ángel enviado para hablarte y reconvenirte en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, y te ordeno en su Nombre que debes renunciar de inmediato al Pontificado y que vuelvas a ser el eremita sin ambición que siempre fuiste!"... La voz, como era de suponer, no era la de un ángel, sino la del intrigante y tortuoso Caetani que había ordenado, a escondidas del resto de cardenales de la Curia, instalar una especie de hueco sonoro en la pared de su dormitorio, que actuaba como un rudimentario "altavoz", y por medio del cual, lograba abrumar más que aterrorizar, noche tras noche, al infeliz Celestino, quien, efectivamente, y a fin de poder volver a su añorado y pacífico retiro eremítico, no alimentaba mayor deseo que abandonar su Pontificado y las miserias presentes de cuantas intrigas inundaban su existencia en el Vaticano. No obstante, el Derecho Canónico, del que el Papa era un auténtico ígnaro, se presentaba ante él como un muro insalvable que, por dicha incompetencia, impedía su renuncia al poder jerárquico que dentro de la Iglesia se le había conferido sin él haberlo pedido jamás, y que lo angustiaba día y noche.


Dante Alighieri nos proporcionó los sabrosos detalles de esta "gran renuncia" como él la llamó: "15 semanas después de ser nombrado Papa, Celestino convocó a los cardenales. Leyó un documento de renuncia que le había proporcionado Caetani, y, en medio de un tronante silencio, bajó los escalones del trono Pontificial, y rasgó con sus propias manos las ricas vestiduras de Papa que lo tenían aprisionado. Cuando volvió a la sala, lo hizo vestido con sus harapos de toda la vida. Se lo veía feliz y consolado".




La Curia volvía a contar, además de con la intemperancia, el cohecho y la deshonestidad de muchos de sus cardenales, con el  "hedor infernal" -frase que muchos años más tarde proferiría Santa Catalina de Siena, escandalizada por la lujosa máquina burocrática y administrativa que sustituyera los atributos divinos de pobreza y humildad de la Iglesia, percibida durante la visita que efectuaría al majestuoso palacio de los Papas de Aviñón, donde acabó trasladándose la Sede Apostólica en 1305- que despedía Caetani, el cual se mostraba como un consumado maestro en los menesteres del Derecho Canónico, al tiempo que se pudría, como un vagabundo que se perdiera entre estrechas callejuelas, retorcidas y amenazantes, en sus esporádicos recorridos por las culpabilizadoras páginas -que en verdad detestaba- del Evangelio. En el fondo, Celestino, cristiano convencido y  sumiso, no se dejó intimidar por aquellos llamamientos, ya que en realidad los aceptó como una auténtica revelación celestial que llegaba hasta él para proporcionarle la ansiada posibilidad de convertirse otra vez en el ascético y bienaventurado Pietro da Morone que una vez fue, y no el Papa marioneta de aquella intrigante Curia cardenalicia. Un Papa, además, que en los más o menos cuatro meses de duración de su impuesto Pontificado no había pisado ni una sola vez las calles de Roma. Celestino pudo así renunciar a la tiara, y refugiarse de nuevo en su desértico retiro eremítico de Sulmona.

Los cardenales se mostraron esta vez lo bastante banales o coaccionados por el temple de Caetani, más inteligente que todos ellos, y a quienes no dudó en jurar y perjurar, caso de llegar a alcanzar la tiara dejada por Inocencio, seguir ofreciéndoles todo tipo de garantías en cuanto a la seguridad de sus privilegios, e incluso mostrarse como "digno representante de Dios en la tierra". Y ya en el colmo de su osadía politiquera, ambiciosa, astuta y sacrílega, Caetani,  tras "financiarse a sí mismo" (imposible ocultar por ello que era público y notorio que se hallaba "tocado de manía de grandeza"), consiguió convencer a la asamblea eclesiástica encargada de su elección (que de teología sabía poco, pero de beneficiosas negociaciones terrenas, muchísimo) que la tradición autoritaria y absolutista del Papado hallaría bajo su cetro todos y cada uno de los recursos necesarios con los que volver a enriquecer sus arcas, ahora medio vacías. Empresa a la que, una vez alcanzara el poder como supremo árbitro de la Sede Vaticana, seguiría comprometiéndose sin faltar a la palabra dada a la Curia en lo que a su inmunidad se refería. El futuro Bonifacio VIII se comprometía también a "negociar" sus privilegios con sus adversarios, las Señorías italianas, naturalmente bajo pena de excomunión, ante cualquier acto de rebeldía, capaz de ilegitimar  su  "indiscutible moralidad evangélica", que, además de acrecentarse con su nombramiento Papal, podría librar así su Pontificado de todo tropiezo opositor (que ya intentaron sus predecesores sin éxito) con los poderes sectarios y turbulentos de dichas Señorías, y manteniendo en consecuencia a buen recaudo, frente a la insaciable rapacidad de las mismas,  su solemne, clarividente y santificador Gobierno Pontificio, tal y como correspondía al Papa, inviolable defensor de los derechos de la Iglesia en todo el orbe cristiano.

Caetani, sabedor de que cardenal alguno se atrevería jamás a poner en entredicho su mandato una vez en poder de la preciada tiara, por la cual se hallaba dispuesto a jugarse el alma -en la que nunca había creído- y dado el grado de corruptela que a todos ellos aquejaba, se proponía, en realidad, como el cínico y frío calculador que siempre había sido, y con el tacticismo draconiano que ocultaba en su interior al iniciar aquella andadura apoyada tan sólo en su propia conveniencia, convertir a sus cardenales en "vigilados especiales". No obstante, harto protegido por cuantas "prebendas de hierro" le confería el Papado, lo único que, momentáneamente, se había parado, tras aquellos juramentos en los que se había empeñado por la gloria de la Roma Pontificia y que, por supuesto, no se hallaba dispuesto a satisfacer, era el fanático reloj de sus impiedades y de su soberbia.

Once días después de la marcha hacia Sulmona de su infeliz predecesor, Celestino V,  Caetani fue nombrado Papa con el nombre de Bonifacio VIII. El primer acto con que oscurecería su solemne triunfo al frente del pontificado fue el de convencer a la Curia del peligro que representaba para el Papado la libertad de Pietro da Morone. "No sería cosa de maravillarse, aseguraba, que el gazmoño monje pudiera llegar algún día a sentirse tentado por el demonio en sus soledades de eremita, y  renunciar a la poética inspiración de su retiro, volviendo a reclamar la tiara que tan inicuamente había rehusado". Esta ignominiosa y mezquina suposición del "prohombre" que ahora detentaba la tiara solemnizaba su propio triunfo, (otro de sus "famosos llamamientos en defensa de la gloria Pontificial"), en el que, a falta de versos y prosas inspiradoras de la piedad cristiana, lo único que prevalecían eran sus diabólicos fallos morales en cuanto a conciencia y sentimientos evangélicos se refería. El desventurado Pietro da Morone, que ya contaba casi 80 años, sin alcanzar a comprender hasta donde llegaba la justicia supuestamente divina ante la que debía dar cuentas por haber aceptado el opresivo nombramiento Papal, salió de Sulmona, y ayudado por algunas almas caritativas trató de abandonar Italia cruzando el Adriático, en busca de algún refugio que lo apartara de la última intriga fraguada contra él desde el Vaticano. Pero fue capturado durante la navegación y encerrado de por vida en el Castillo de Fumone por orden de Bonifacio VIII, donde pocas semanas después falleció de agotamiento e inanición.