miércoles, 25 de mayo de 2016

Muerte en el mar -V Parte-






Autor: Tassilon-Stavros







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MUERTE EN 

 

 

EL MAR  -V PARTE-

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 La verdad sobre la Armada Invencible
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La magna empresa, así como el combate, ya no importaban... Aquellos hombres del mar no se engañaban. Los áulicos representantes de la corona española no hallarían, a partir de aquel momento, justificación alguna para evitar las siguientes disposiciones del suplicio que les aguardaba. Con la negativa del audaz Miguel de Oquendo, que no dudaría en exclamar: "¡A mí denme balas con que cargar de nuevo mis mosquetes, y me quedo!", la tormentosa noche del 10 de agosto Medina Sidonia hizo llegar un comunicado al de Parma que, considerando la conveniencia de no dejar desguarnecidos los puertos de la Península Ibérica, abandonaba la titánica empresa de aquella invasión del suelo inglés, ahora, según su atemorizada deducción, impracticable, que así había provocado tan inútil carnicería, pues contraatacar con sus navíos completamente desarmados, arruinados todos sus pertrechos, y su tripulación por completo desnutrida entre un hormiguero de heridos, era ya costoso y claramente suicida empeño. Sugeriría entonces el de Parma, tardíamente, a través de su mensajero, el capitán Moresín, la conveniencia de refugiarse en los cercanos puertos alemanes, donde los navíos podrían ser oportunamente reparados, así como renovadas las exhaustas fuerzas de los tercios supervivientes; y esta vez, con su auxilio, tornar de nuevo a retomar la empresa. 

No había olvidado Medina Sidonia en absoluto que, mientras el oportunista Farnesio se cuidaba de no arriesgar sus tropas en aquellos dos frentes, proclamando audazmente su negativa a tomar parte en tan desastroso viaje, sus hombres caían en el camino, y la prepotencia irresoluta del de Parma, dejaba la empresa a medio hacer. Intentar reconstruir su tosco esbozo de aquella invasión entre temporales siniestros, y sobre todo ahora, cuando reinaba el caos entre el estado de ánimo de los agotados tercios, resultaba una burla a tono con los vendavales, y mucho más viniendo de la flautera boca de Alejandro Farnesio. Para el encolerizado Medina Sidonia, el de Parma carecía ya de voz y voto. Hubiérale dado de puntapiés... El día 11 de agosto la voz siempre afectada del duque impartió la orden de proseguir la retirada, internándose en los temibles mares del Norte con los galeones, zabras y galeazas que había logrado salvarse, exponiéndose así al eterno azote de aquellos formidables vientos, galernas y gigantescos oleajes surgidos, al parecer, de la entenebrecida cimbra de la creación, y a fin de bordear, en su regreso a España, la enemiga isla que habían pretendido invadir.

... Fueron situaciones inenarrables las de aquella lucha de los navíos supervivientes con las lluvias torrenciales y desatados elementos con  que la cúpula celeste desgarraba sobre ellos sus entrañas impertérritas; perdidos en un profundo horror de mares encrespados en los cuales aquel Leviathán apocalíptico del profeta Isaías asomaba la embocadura ávida de sus fauces, dentadas como hoces entre olas ciclópeas, donde el retumbo del mar provocaba auténticos vórtices de hendeduras volcánicas que engullían hombres y naves entre el gris inmenso de sus abismos; y que sobrepasaba  con mucho los estrépitos y la atrocidad de aquella batalla inútil que se había cobrado miles de vidas entre la arquitectura monstruosa y desolada de las turbulentas aguas. Viéronse dispersados constantemente los buques españoles. Una parte de la desmembrada escuadra descendería más tarde por la parte occidental de Irlanda. Horrendas tempestades acompañaron de nuevo aquel tristísimo y descalabrado periplo de la que conoceríase como "Armada Invencible" en su regreso hacia las costas Ibéricas.


El 2 de septiembre, tras una formidable galerna que duraba ya varios días, naufragaron  cerca de 20 navíos. Galeones famosos como "La Rata", "San Marcos" y "La Girón" despedazáronse contra las inhospitalarias costas del oeste irlandés. El valeroso Leiva perecería ahogado en ellas. Gran cantidad de bajeles, perdidos entre las nieblas hiperbóreas de aquellos mundos helados, se quedaron para siempre entre las islas Orcadas y Shetland, en las Hebridas occidentales y en las islas llamadas de Los Gigantes. Los náufragos, que a duras penas lograron alcanzar las costas inglesas, fueron inmediatamente pasados por las armas o ahorcados entre el contento de sus habitantes.

Los puertos del Cantábrico español presenciaron la llegada de unos 66 de los más resistentes galeones y zabras que, ufanamente, hubieran partido de allí a finales de junio. Todos ellos mostraban bien a las claras las huellas y desperfectos ocasionados por el horror a que se habían hallado sometidos. En dichos navíos amontonábanse, destrozados esta vez en cuerpo y alma, los sobrevivientes y vencidos tercios filipinos. Pasaron por diez mil los muertos y desaparecidos. Entre ellos contábanse ilustres personajes como Francisco Enríquez, Diego Enríquez y el Conde de Paredes.





Recalde, cuyas condiciones de salud habíanse agravado a consecuencia de tantas privaciones, de tantas calamidades naturales, y de las peripecias sufridas hasta alcanzar el puerto de La Coruña, murió en esta ciudad, tras languidecer, poco después de su descenso a tierra, apesadumbrado por la derrota. Miguel de Oquendo, que pudo alcanzar el puerto de Santander con siete de sus navíos y gran parte de sus tripulaciones, fueron alojados con loable celo por los habitantes de esta noble villa en muchas de sus casas. Y allí expiraría el magnífico marino, atacado por un constante acceso de fiebre y sumido en un estado de sombría postración.

Medina Sidonia, que tocó tierra española el 24 de septiembre con el resto de galeones que pudieron salvarse, remitió la noticia oficial, definitiva y fatal del desastre, a su soberano por medio de don Baltasar de Zúñiga, y, con inmenso pesar, rogó licencia a Felipe para retirarse definitivamente a sus estados. Las últimas y vigorosas galeazas, que habíanse alzado arrogantemente sobre las ondas inquietas de aquellos mares traidores, siempre seguras entre el isócrono batir de sus remos, movidos por los brazos excepcionales de sus fuertes bogadores, naufragaron frente a los acantilados monstruosos de Irlanda. Todos sus ocupantes murieron. El vínculo de fidelidad que unía a Alejandro Farnesio con su monarca, a pesar de ciertos núcleos opositores, probablemente animados de auténtico patriotismo, que habíanle asignado el calificativo de traidor mediante infamantes escritos (cuyos términos, en verdad, ignóranse), le fue ratificado, no obstante, por el soberano de las Españas, y el de Parma siguió haciéndose digno de su confianza hasta el fin de la monarquía filipina.

Desde Madrid fueron enviadas 50.000 coronas para la reparación de aquellos bajeles indómitos y batalladores, que aún habrían de involucrarse en nuevas e invictas empresas, así como para que enfermos y heridos fueran debidamente atendidos. Burgos, Valladolid y el resto de Castilla, de común acuerdo, decidieron asistir a su rey, aportando ocho millones de escudos. Exultaron los habitantes de España; miles de mujeres y ancianos no pudieron contener sus lágrimas, convirtiéndose en los más celosos campeones de tan impetuoso deseo por suavizar aquella carnicería. Y volcáronse las ciudades enviando hacia los puertos cantábricos médicos y medicinas, alimentos y vestidos, y toda clase de socorros posibles junto a los hermanos hospitalarios que hasta allí desplazáronse, portadores de limosnas y promesas, de bendiciones e indulgencias, deseosos de paliar con su entrega desinteresada aquella pesada atmósfera de angustias que aún extendíase sobre los supervivientes de la flota filipina.

La Europa protestante celebraría con total presunción la derrota de Felipe de España. Llenaba de beatífica confianza a dichas naciones hugonotas las nuevas perspectivas de futuro que ante ellas se abrían, pues, Dios, realmente, al conceder la victoria a la, por los católicos, conceptuada como herética Isabel de Inglaterra, demostraba ahora, sin lugar a dudas, y como ellos habían presentido, no reconocer la jurisdiccional supremacía ecuménica que sobre el mundo trataba de esgrimir la Contrarreforma española. "La Invencible" había iniciado su singladura esperanzada en la promesa divina de un total y merecido triunfo. Y decisión del cielo parecía a todas luces el terrible desastre que habían vivido aquellos hijos predilectos de la Católica España. Actuando contra ellos por medio de sus tormentas, Dios hablaba bien a las claras de sus preferencias. Mas, no hubo victoria en realidad, puesto que ambas escuadras quedaron deshechas. Catolicismo y Reforma seguían dividiendo el mundo. ¿Podía Dios, como neutral funcionario de los cielos, sancionar a los ojos de los volubles hombres la elección de sus intereses religiosos, favoreciendo u obstaculizando tan dramáticamente el monopolio moral que encarnaban los poderes místicos y políticos de un mundo que, durante siglos, se desgarraba entre disputas y muertes, valiéndose del fragor de las armas, y movido así por tan gran poder de sugestión como el que presupone todo principio de autoridad?...

Por primera vez, aquel imperio, conocido por las Españas, legitimado por Dios a través de sus legados pontificios en la Tierra, exterminador de infieles, y subyugado por una fascinación que había ido exacerbando sus energías y designios como receptor único de aquella enloquecida palingenesia religiosa que habría de restaurar un mundo en descomposición, encajó lo mejor que pudo tan palmaria manifestación divina como la que así rehusaba, al parecer, el violento homenaje de su ecumenismo. Cruces y velas encendidas recorrían las vías sacras de una despavorida España que, reiterando con su fe impertérrita el alto patrocinio de su Dios, y entregándose enceguecida a todas las ceremonias que el culto católico ponía a su disposición, trataba de enjugarse las lágrimas de su decepción ante los inmerecidos e inexplicables designios de la Providencia; y cubriendo la ambigüedad de los cielos con una losa de silencio y renovada alianza.

Razonaron así los cronistas: "Volver sin el lábaro del triunfo no quita a los príncipes de los pueblos la generosidad de sus corazones, ni el gran mérito de su valor al acometer tamañas empresas. Siempre fue de grandes señores y reyes ganar y perder victorias" Atribuyéronse a Felipe frases de dolorida conformidad, mediante las cuales ofrendaba el testimonio inequívoco de su profundo fervor, aceptando la exacta expresión de aquel descalabro que jamás creyó posible. Consta en ciertos documentos de gran fiabilidad que don Cristóbal de Moura, uno de sus consejeros más inmediatos, al salir de la cámara real, donde el soberano había recibido la nueva del gran fracaso de su empresa, exclamó: "Nada tenemos que decir; su majestad calla". Una carta de Farnesio apostillaría esta exclamación, añadiendo: "En lo que Dios hace, no hay que perder ni ganar renombre, sino no hablar de ello". No obstante, el entusiasmo de nuevas decisiones aventaría de inmediato los rescoldos de tan funesto acontecimiento, como si con ello renunciase el gran soberano de las Españas a un pasado que ya no le perteneciera...


... No era tiempo de cansarse. Londres había estallado en una verdadera algarabía. La derrota de Felipe de España presuponía que Dios había reconsiderado sus favores. El furor insaciable de Isabel de Inglaterra, que no podía gozar por mucho tiempo los frutos de la paz, destapábase de nuevo. Su elección hallábase ahora en Portugal. Tal decisión fue saludada con gran fervor por sus nobles. Y pese a que, poco después de la victoria contra España, una terrible epidemia de tifus se hubiese cobrado una ingente cantidad de hombres, comparable a las pérdidas humanas sufridas por la "Invencible", idéntica muestra de exaltado patriotismo ofrecería su incondicional Francis Drake, cuyo prestigio, tras ser nombrado caballero por la reina, hallábase en alza. Tiempo era, por tanto, tras el anatema divino contra Felipe, y merced al dinámico entendimiento que Isabel mantenía con los diezmados restos de sus flotas corsarias, de aprovechar esa circunstancia. Oficiales, almirantes, y un interminable cortejo de consejeros, incapaces de resistirse a los designios políticos e imperiales sueños de su soberana, halláronse ahora, como ya era costumbre, en plena fermentación, esperanzados en una flamante singladura por aguas del Atlántico que habría de aportar nuevos laureles a la patria. Isabel creyó equivocadamente que la huida de la armada española había de revelarse definitivamente beneficiosa para los destinos de Inglaterra.

Cierto que había conseguido granjearse para la causa anglicana el asombro de Europa tras el desastre de aquel enfrentamiento ofensivo perpetrado por el ejército más poderoso del continente. Y con sus veteranos supervivientes, aún maltrechos, al igual que los españoles, por las fatigas sufridas en su conflagración con las tropas filipinas, colisión defensiva que en realidad no había significado triunfo alguno para ninguna de las dos potencias enemigas, dado que el dominio del mar y de la riqueza aún se hallaba en manos de Felipe de España, imaginó que, para recobrarse por completo de la oligarquía bélica y mercantil que ostentaba el imperio español, debía embarcarse ya, sin la menor dilación, en una nueva guerra contra el soberano de las Españas. No obstante, aquella novelesca decisión que imponía su rencor y las falsas premisas de una inexacta victoria contra Felipe, momentáneamente amortiguada la ofensiva por los desatados elementos atmosféricos que habían abatido a ambas flotas, impidiendo la invasión de Inglaterra, iba a costarle muy caro a la reina inglesa.


En los inicios de la primavera del año 1589, la enfervorizada Tudor, aplaudida por el pueblo sencillo y secundada con entusiasmo por sus corsarios, sostenía de nuevo con gran vigor la avidez de su patriotismo, firmemente asentado también en las ambiciones de la nobleza. Y precipitando los acontecimientos, convino así una rápida invasión de Portugal, no dudando en lanzarse al saqueo. La nueva escuadra de Francis Drake dirigióse desde el puerto de Plymouth hasta La Coruña, y tras un raudo asedio, sembró la destrucción y el terror.

La bella ciudad cantábrica fue abatida por el fuego ininterrumpido de los cañones y pasada a cuchillo. Los corsarios ingleses se desparramaron como una horda por sus calles, saquearon a placer sus casas y pescaderías, profanaron sus iglesias y destruyeron sus altares. Transformada en un auténtico campo de batalla, cientos de cadáveres regaron con su sangre las húmedas costanas coruñesas. Tras dejar sumida la costa cantábrica en aquel inicial caos represivo, tan sangriento como indiscriminado, con que Isabel Tudor trataba así de extender de nuevo el dominio de sus hostilidades sobre la península Ibérica, embarcó Drake sus tropas y puso rumbo de inmediato hacia Lisboa. Los emisarios de Madrid hallábanse ya en la nación vecina, y los tercios españoles y las escuadrones portugueses acampaban en las proximidades de la capital lusitana. El poder  de sugestión del gran monarca sobre sus milicias eran inmenso. Felipe vio una flamante señal de la Providencia en aquel inesperado ataque de los ingleses. La corona española, con la conquista lusitana, había conseguido hacer de esta nación un auténtico feudo que legitimara su inmenso imperio frente al monopolio mercantilista del océano Atlántico. Desde Lisboa asentábanse las bases de una economía capitalista como nunca había visto el mundo. El poder político, el renacimiento monetario, la supremacía especulativa de la burguesía y la eclosión del comercio urbano movilizáronse con mayor facilidad desde aquella idónea y fructífera puerta atlántica, ambicionada por todos.