martes, 29 de agosto de 2023

LAS ÚLTIMAS CRUZADAS -FINAL-



 

 

 

 

 

 

Autor: Tassilon-Stavros  

 

 

 

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         LAS ÚLTIMAS CRUZADAS  (1212-1291)

                                          


ASEDIO DE ACRE EN 1291. LA CAÍDA DE ACRE MARCÓ EL FINAL DE LAS CRUZADAS DE TIERRA SANTA Y SU CAPITAL JERUSALÉN

                

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                              CRUZADA DE LOS NIÑOS


En el siglo XII partieron de Europa otras seis cruzadas, pero no todas llegaron a su destino. Hubo que esperar a 1212 para que se produjera un hecho místico sin precedentes y que nada tuvo que ver con las grandes epopeyas guerreras emprendidas anteriormente contra los sarracenos por los furores caballerescos de cuantos destacados reyes y aristócratas europeos decidideron lanzarse a la conquista de Tierra Santa. Fue un pastor alemán llamado Nicolás el destinatario esta vez para conducir a un grupo de muchachos alemanes de su edad a través de los Alpes hasta Italia a principios de primavera. Nicolás había asegurado tener una visión de Jesucristo y que había hablado con Él. Y las palabras de Jesús fueron una auténtica orden celestial para que alistara un ejército de niños para liberar el Santo Sepulcro, dado que la aristocracia europea había ya desistido de ello. Nicolás era una mezcla de fanatismo, superstición y misticismo, pero cuando afirmaba que las Cruzadas anteriores habían fracasado porque los soldados de Cristo, por sed de dinero y grandes botines de riquezas, se ensuciaron con los más torpes pecados, nadie se atrevía a contradecirle. "Jesús -aseguraba- se había vengado de los delitos, robos y sacrilegios cometidos en Su nombre, haciendo triunfar la causa de Mahoma. Sólo la inocencia podía destruir a los infieles y volver a plantar la Cruz en Tierra Santa".
 
Treinta mil muchachos de diez a quince años respondieron al llamamiento de Nicolás, y desde los lugares más remotos del Imperio afluyeron a Colonia, donde se había fijado la reunión general. La mayoría había huido de sus casas a escondidas de los padres. Las muchachas vistieron atuendos masculinos para seguir a sus hermanos y compañeros, pero sólo unos pocos iban debidamente armados y pertrechados. El obispo de Colonia trató inútilmente de convencer a Nicolás para que abandonara la empresa y devolviera a sus familias a los jóvenes cruzados. Nicolás sólo escuchaba  la voz de Dios que seguía inflamando su corazón y debilitado su cerebro. 
 

Desde Colonia, los treinta mil chiquillos, bordeando el Rin se dirigieron a los Alpes. El mal tiempo había hecho impracticables los pasos, y las abundantes nevadas los obstruían casi del todo. Se abrieron brechas en la muralla de hielo y a través de ellas la interminable caravana penetró en Italia., destrozada por la tormenta y perseguida por voraces manadas de lobos. Miles de niños murieron de frío y de hambre. Nicolás fue atacado de pulmonía, y en el delirio tuvo otro coloquio con Cristo que le ordenó ir a Génova y embarcar allí rumbo a Oriente.
 

En la ciudad ligur, en vez de un ejército entró una multitud de harapientos. En vano buscó Nicolás un armador dispuesto a llevar a los jóvenes cruzados a Palestina. Algunos de los expedicionarios fueron internados en orfelinatos y su jefe estuvo a punto de ser encerrado en un manicomio. El Papa Inocencio III [Gavignano, 1161-Perugia, 16 de julio de 1216] ordenó a los supervivientes volver a su casa, pero la mayoría prefirió establecerse en Génova y dedicarse al comercio.
 

 
Aquel mismo año, en Francia, un pastorcillo de doce años de edad, Esteban, Tuvo una visión análoga a la de Nicolás. También a él le ordenaba Jesucristo reclutar algunos miles de coetáneos y liberar el Santo Sepulcro.
Abandonando su rebaño, Esteban se presentó en la Corte y pidió ser recibido por el rey. Tras haberle escuchado, Louis Philippe VIII de Francia,apodado el León [París, 5 de septiembre de 1187- Montpensier, Auvernia, 8 de noviembre de 1226] lo cogió por una oreja y le intimó a volverse a apacentar su ganado. Demasiado tarde. Veinte mil chiquillos se habían reunido en Marsella y esperaban impacientes a que el mar -como Esteban les había prometido- quedara enjuto y los dejara pasar. Pero el milagro no tuvo lugar. Dos armadores pusieron gratuitamente siete naves a disposición de los cruzados. Un millar  de niños embarcó, tras haberse confesado, entonando salmos y letanías. A la altura de Cerdeña, dos galeras naufragaron a consecuencia de un violento temporal y casi todos sus pasajeros se ahogaron. Las otras cinco embarcaciones llegaron a Túnez y Egipto y cayeron en manos de los sarracenos.
 
Los ejemplos de Nicolás y Esteban eran prueba de que el espíritu de las Cruzadas estaba todavía vivo en aquella Europa fanáticamente devota y de que la guerra santa inflamaba el celo de los cristianos de Occidente más que cualquier empresa  "terrena". Cuando en 1215 el Pontífice Inocencio lanzó en el cuarto Concilio de Letrán otro llamamiento contra los infieles, Austria, Alemania y Hungría anduvieron a la greña para asumir la dirección de la V Cruzada. Dos años más tarde, un numeroso ejército mandado por el rey de Hungría, András II llamado "El Hierosolimitano" [1177-21de septiembre de 1235] desembarcó en Egipto y asedió Damieta, que capituló al cabo de un año de dura lucha. El sultán Al Kamil-en árabe: الكامل محمّد الملك‎, al-Kāmil Muhammad al-Malik-[1180-6 de marzo de 1238] pidió la paz y prometió restituir a los cristianos la ciudad de Jerusalén y la Vera Cruz, así como liberar a todos los prisioneros. András exigió además una indemnización. Y a raíz de la negativa egipcia a pagársela se reanudaron las hostilidades, que cesaron cuando los cruzados, extenuados y escasos de víveres y municiones, firmaron con el sultán un armisticio de ocho años. Obtuvieron la Cruz, pero les fue necesario salir de Egipto. En 1229, Federico II de Hohenstaufen [Iesi, 26 de diciembre de 1194-Castel Fiorentino, 13 de diciembre de 1250] había reconquistado Jerusalén; pero cuando regresó a Italia, la ciudad santa volvió a caer en manos de los infieles. Europa recibió la noticia con gran consternación. 
 
Cuando lo supo, el cristianísimo rey de Francia, Louis IX-Ludovico Nono, San Louis Rey o San Louis de Francia [Poissy, 25 de abril de 1214-Túnez, 25 de agosto de 1270]{primo hermano del rey castellano Fernando III el Santo. Fue canonizado y nombrado santo de la Iglesia Católica por el Papa Bonifacio VIII en 1297} enfermó gravemente de disentería. Era un hombre piadoso, casto y generoso; además gozaba fama de santo. Los médicos lo habían dado ya por perdido cuando su confesor le puso sobre la cabeza la corona de espinas de Jesús (reliquia imaginaria), y ante la estupefacción de la Corte francesa, se produjo el milagro ya que Louis mejoró y correspondió con una buena Cruzada. En vano su esposa y su madre intentaron disuadirlo (porque, en realidad, no se había curado de la disentería que lo acuciaba, y el clima cálido de Oriente sin lugar a dudas acabaría minando su ya endeble fibra. Pero el rey estaba decidido a reconquistar la Tierra Santa y a convertir al cristianismo a los mahometanos, por las buenas o por las malas (que sin duda sería en efecto por las malas, pues se trataba de la labor más difícil de todo lo que se proponía hacer tras haber dejado el lecho donde llevaba meses enfermo) Louis vivía en un estado de exaltación mística muy próximo a la demencia, y cuando pensaba en el Sepulcro de Cristo en manos de los infieles estallaba en lágrimas y dejaba escapar tiernos gemidos. Pasaba jornadas enteras en la iglesia orando y cantando salmos; se sometía a penitencias extremas, ayunaba, vestía el cilicio y dormía sobre paja. Si esposa, su madre y la Corte al completo acabaron convenciéndose de que el rey había perdido la razón.


Lo cierto es que la nobleza francesa no tenía ya ningún deseo de embarcarse en una nueva guerra con los sarracenos, y menos aún de financiarla. Y cerraban los ojos ante las excentricidades místicas de su exaltado rey. Las precedentes cruzadas habían desangrado y empobrecido Francia. Pero Louis no cejó en sus pretensiones, y para conseguir su propósito, se valió de esta estratagema: un día, al anochecer, convocó a los condes, barones y pares del reino en su capilla privada, y entregó a cada uno un manto de seda. La ceremonia se desarrolló casi a oscuras porque el rey había hecho apagar todas las velas. Cuando ordenó encender de nuevo los cirios, los nobles comprendieron que se les había hecho una jugada porque aquel hábito, vestido en lugar sagrado, no era otra cosa que el sayal de Cruzado y si no querían caer en excomunión, no les quedaba otro remedio que marchar a Jerusalén. Y no hubo más remedio que reunir un poderoso ejército de infantes y caballeros. Los confesionarios rebosaron de guerreros que no querían embarcar sin haber  recibido la absolución de sus pecados. Los monasterios que custodiaban reliquias de santos fueron meta de peregrinaciones. Los Cruzados franceses llamaban a las puertas de los conventos, con los pies descalzos, la cabeza cubierta de ceniza y con una simple camisa por vestido. Louis, de acuerdo con el Pontífice, condonó las deudas de los súbditos que se alistaban en el Ejército cristiano. Los usureros quedaron en la ruina, gracias a la demencial generosidad real y Papal, y no les quedó otro remedio que tomar también la cruz, y partir a la loca aventura de aquella nueva cruzada contra los mahometanos. En vísperas de la partida, Louis visitó la abadía de San Dionisio, oyó misa y retiró la oriflama que era la bandera del rey de Francia. Después se puso en camino para Aigues-Mortes, donde la flota estaba dispuesta para zarpar hacia Tierra Santa. Acompañaban al rey sus hermanos y su esposa Marguerite de Provence [1221-París-20 de diciembre de 1295], que prefirió seguir al marido y afrontar las incomodidades y peligros del viaje a quedarse en París con su insoportable suegra, Blanca de Castilla [Palencia-España, 4 de marzo de 1188- Melum-Francia, 1252] que era una mujer avara y ceñuda. Embarcado el Ejército, las naves zarparon mientras los sacerdotes y el rey entonaban el "Veni Creator". La travesía fue dificultosa debido a lo agitado y tempestuoso del mar. Muchos barones se encontraron tan mal que pidieron el viático y quisieron hacer testamento, convencidos de que no iban a llegar vivos a Oriente. 
 
El 21 de agosto del mismo año, 1248, la flota cruzada ancló en Chipre. El rey de la isla, Henri I de Lusignan [Nicosia, Chipre, 3 de marzo de 1217-Nicosia, 18 de enero de 1253-35 años de edad] acogió a los franceses con grandes fiestas y suplicó a Louis que lo recibiera con su pequeño ejército bajo la enseña de Cristo. Los Cruzados pasaron en Chipre casi seis meses en plena holganza, rodeados de bufones y prostitutas que arribaban a propósito desde Grecia. Cuando llegó el momento de reanudar el viaje, muchos lloraron y otros quisieron desertar.

Pero las naves -mil ochocientas en total- pusieron proas a Egipto. La costa africana estaba defendida por los soldados sarracenos, armados de enormes máquinas de guerra. No obstante, la mole de la flota cristiana asustó a los egipcios, que se replegaron sobre el Nilo y se dispusieron en forma de caparazón de tortuga en la desembocadura del gran río. Los Cruzados, conducidos por el fanatismo de Louis, desembarcaron agitando lábaros e imágenes de la Virgen y cantando letanías. Después se lanzaron en persecución de los musulmanes, que hubieron de abandonar el río y replegarse al interior. Los franceses plantaron sus reales a orillas del Nilo y cantaron un "Te Deum" de acción de gracias. Louis se encerró en su tienda y, por el júbilo, estalló en lágrimas. 
 
Al día siguiente, los cristianos partieron para conquistar Damieta. En su huída, los sarracenos la habían incendiado y arrasado casi del todo. Los Cruzados tuvieron que trabajar duro para dominar las llamas e impedir que devorarán la mezquita, que fue convertida en iglesia y dedicada a la Virgen. Los pocos musulmanes que habían quedado en Damieta porque eran viejos e inválidos, abjuraron de la fe de Mahoma y abrazaron la de Cristo.
 

A la espera de reanudar los combates con los infieles, los soldados franceses buscaban cobijo contra el terrible calor, amontonados en barrios insalubres y llenos de ratas, moscas y piojos, y para matar el tiempo jugaban día y noche a los dados. Cuando ya no les quedaba más dinero del conseguido en el último botín, apostaban armas, caballos y hasta las reliquias que algunos habían llevado de Francia. Junto a la iglesia se había levantado un prostíbulo, por más que el rey Louis intentara impedirlo por todos los medios. Las mujeres de aquel lupanar eran en su mayoría musulmanas, pero había también esposas de barones que, habiendo perdido en el juego cuanto poseían, apostaban ahora con el único valor que les quedaba. En poco tiempo, el campamento cruzado se convirtió en una especie de Babilonia, presa de la corrupción y de la violencia más feroz. Nadie recibía ya órdenes de nadie y todos trasgredían las del rey. En cambio, el sultán había dado nuevo vigor a su Ejército con topas de refresco y había prometido un bisante (moneda árabe) de oro por cada cabeza de cristiano muerto. Al cabo de seis meses, Louis dio la orden de salir de Damieta y marchar sobre El Cairo. Los cristianos remontaron la orilla derecha del río Nilo y llegaron a las puertas de otra importante ciudad musulmana como era Mansura. Pero atacados por una horda de sarracenos, fueron derrotados. Diez mil franceses -el mismo rey entre ellos, que se había desvanecido tras un nuevo ataque de disentería- fueron capturados. Otros treinta mil perecieron, unos en el combate, otro entre los remolinos del Nilo.
 
Louis
fue llevado a Mansura, a uno de los palacios del sultán
Muḥammad [hermano de Saladino-صلاح الدين ] y puesto bajo vigilancia de un eunuco.
 

Aquel mismo día, en Damieta, la reina
Marguerite daba a luz un niño, al que llamaron Jean-Tristán [8 de abril de 1250-3 de agosto de 1270] a causa de la última derrota de los cruzados.
 
 


En la celda en la que había sido confinado, Louis se consolaba con la lectura de los salmos a los que era tan adicto. Parecía resignado con su suerte y con las incomodidades de la prisión. Y como no le quedaba más que una casaca sucia y raída, el sultán, mucho más generoso que las hordas cristianas que habían invadido su país, le envió diez vestidos suntuosos. Louis no quiso ponérselos, diciendo que el rey de Francia no aceptaba la limosna del sultán de Egipto. Cuando Almohadan le envió su médico personal para curarle la disentería, Louis se negó a recibirlo. Al cabo de un mes, los egipcios, a cambio de la devolución de Damieta y de un rescate de casi doscientos millones de maravedíes, liberaron por fin al rey que, en compañía de los barones y caballeros que habían sido hechos prisioneros con él, embarcó rumbo a Palestina. Los habitantes de Tolemaida acogieron con fiestas a los Cruzados y los alojaron lo mejor que pudieron en sus casas. La guerra había extenuado a muchos y a consecuencia de las heridas y de las privaciones se hallaban gravemente enfermos. El historiador Joinville cuenta que cada mañana, bajo su ventana, pasaban veinte cortejos fúnebres. Un día, el rey recibió de París una carta firmada por su madre que le suplicaba regresara a la patria. Louis no quería abandonar a los miles de Cruzados que aún languidecían en las cárceles de El Cairo y de Mansura, y sólo cuando la vieja reina murió se decidió a partir. En el verano de 1254 su nave ancló en el puerto de Jeres. A primeros de septiembre, saludado por la muchedumbre, entró en París. Cuando había dejado la capital era un joven rubio, hermoso y gallardo; pero en seis años había cambiado mucho: el cabello aparecía blanco, los fuertes hombros se encorvaban y el rostro, surcado de profundas arrugas, era el de un viejo. 
 

Antes de salir de Tolemaida, Louis prometió a los barones de Palestina que en Francia reuniría un nuevo ejército para intentar de nuevo la conquista de Egipto. Los preparativos para su nueva aventura duraron trece años y se desarrollaron en medio de gran secreto. El 2 de marzo de 1267, Louis convocó el Parlamento, y, teniendo en la mano aquella misma corona de espinas que veinte años antes le curara milagrosamente (sin ser cierto) la disentería que seguía padeciendo, anunció la VIII Cruzada. Los mismos barones y caballeros que habían acompañado al rey a Oriente y habían regresado con él a la patria, escuchaban en silencio las palabras de su soberano pero ninguno de ellos dio señales de aprobación. Las calamidades naturales, las epidemias, las matanzas, habían enlutado la campaña de Egipto sofocando todo ardor por volver a la lucha. Por ello, poco nobles aceptaron partir de nuevo, y entre ellos no estaba Joinville, el amigo fraternal del rey, que se había retirado a un castillo a escribir sus Memorias. También la reina Marguerite, recordando las peripecias sufridas y puesto que su suegra había muerto, prefirió quedarse en Francia. El Papa envió desde Roma su bendición y un mensaje en el que proclamaba que la hora fatal para los infieles que aún ocupaban Palestina había sonado. A manera de posdata, pedía al clero francés un nuevo tributo.

 

El 4 de julio de 1270, tras haber hecho testamento, Louis ordenó a la flota reunida en los puertos de Marsella y Aigues-Mortes que zarpara rumbo a Túnez. Un vez a la altura de las ruinas de Cartago, las naves cruzadas, temiendo que un desembarco demasiado precipitado, como ocurriera en Egipro, pusiera en peligro el éxito de la expedición, aplazaron por veinticuatro horas el descenso a tierra, por más que los soldados del emir de Túnez, a la vista de los franceses, se hubieran dado a la fuga. Al día siguiente, con las primeras luces del alba, desde la proa de su galera, a la que había subido a hacer oración, Louis vio una inmensa multitud de sarracenos armados hasta los dientes y en plena actitud bélica. 
 
 


El rey ordenó de todas formas que los Cruzados desembarcaran y presentaran batalla a los sarracenos, que, por segunda vez, abandonaron sus posiciones y se replegaron hacia el interior.

Los franceses los persiguieron hasta llegar ante las murallas que aún rodeaban la antigua Cartago, expugnaron lo que quedaba de ella y pasaron a cuchillo con total satisfacción y en nombre de Cristo a sus habitantes, incluidas mujeres y niños. Después de las matanzas perpetradas, manchados con la sangre de cientos de inocentes, plantaron la Cruz en la plaza y entonaron un "Te Deum", sintiéndose glorificados por el Cielo y Jesucristo


Animado por el éxito de aquella masacre, Louis anunció que desde aquel momento el objetivo de la Cruzada era la conversión del emir que, por toda respuesta, reclutó nuevas milicias y arrestó vengativamente, como no podía ser de otra manera, a todos los cristianos que vivían en sus dominios, amenazando con matarlos (aunque al parecer el emir, más benevolente, esperó) si los salvajes Cruzados de Occidente no se iban de sus tierras. La falta de agua, el calor y la suciedad hicieron estallar en el campamento francés una violenta epidemia que diezmó literalmente las tropas de Louis. Los cadáveres quedaban diseminados por todas partes y un hedor pestilente contaminaba el aire ardiente del país tunecino. El mismo rey fue atacado por un acceso de fiebre y diarrea, que lo sumió en un estado de sombría postración. No pudiendo asistir a las funciones religiosas -como era su costumbre-, se hizo llevar una cruz y ordenó a su capellán que rogara por su alma. Llamó después al rey de Navarra y le recomendó que pagara las deudas de juego. Hecho esto, se confesó.

 
Murió con el nombre de Jerusalén en los labios, tras haber pedido que lo colocaran en un lecho de cenizas. Sus vísceras fueron entregadas a su hermano, que las donó a la Abadía de Monreale, donde fueron objeto de veneración durante siglos. Los huesos y el corazón quedaron en manos del hijo,
Philippe III -1245-1285] que deseaba enviarlos a Francia, pero los Cruzados se opusieron porque aseguraban que las reliquias daban buena suerte en la guerra.
 
 
 
 
 
 
 

 


El nuevo jefe, Carlos Martel de Anjou, rey de Sicilia [Sicilia (8 de septiembre de 1271 - 12 de agosto de 1295- fue rey de Hungría. Miembro de la Dinastía Anjou-Sicilia, hijo primogénito de Carlos II de Nápoles y Sicilia y de María de Hungría, reina de Nápoles, hija del rey Esteban V de Hungría], ordenó atacar inmediatamente a Túnez. Aterrorizado, el emir emvió un embajador al campamento cristiano para pedir la paz. El 31 de octubre de 1270 fue firmada una tregua de quince años por la que los franceses y sarracenos se comprometían a restituirse los respectivos prisioneros y a garantizar la incolumidad de los súbditos extranjeros en el propio Estado. El emir entregó a los Cruzados doscientas mil onzas de oro y se obligó a pagar al rey de Sicilia un abundante tributo. Los franceses regresaron a su patria pero, a la altura de Sicilia, una tempestad hundió dieciocho naves, entre ellas la que llevaba el oro. Cuatro mil Cruzados y cientos de caballos perecieron en el naufragio. 
 

En Túnez sólo quedaban algunos monjes y mercaderes. En 1291 la ciudad de Acre, última avanzada cristiana en Palestina, fue asediada por el sultán y después de cuarenta y tres días abrió sus puertas a los sarracenos, que pasaron a cuchillo a sus habitantes al igual que hicieran los Cruzados en la antigua Cartago, sin respetar mujeres y niños. La misma suerte corrieron Tiro, Sidón, Jaffa y Beirut. Se cerrába de este modo el último capítulos de las Cruzadas.
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No obstante, estas demenciales Cruzadas, aunque condenadas al fracaso, abrieron a Occidente las puertas de un nuevo mundo. De Levante, los Cruzados trajeron nuevas costumbres más civilizadas. Abandonaron la de dejarse crecer la barba y adoptaron el uso del baño, que hasta entonces había sido poco frecuente en sus vidas, dejando a su paso un hedor un tanto embrutecido. También cambiaron la moda y el régimen alimenticio. Los mercados italianos, franceses y alemanes se vieron invadidos por sedas, brocados, polvos de tocador, perfumes y especias. Nuevos comercios e intercambios fueron poniéndose en marcha entre los puertos mediterráneos, los negocios se intensificaron y las peregrinaciones fueron más frecuentes. Pero el contacto con los árabes resultó especialmente fecundo en el campo de las ciencias, las artes y el pensamiento. Con los Cruzados llegaron a Occidente la brújula, el compás, la imprenta-grabado de madera-xilografía-sobre papel chino-, y la pólvora de tiro. Médicos y quirurgos (cirujanos) árabes eran los mejores del mundo. Las lenguas latinas y anglosajonas se enriquecieron con un millar de voces árabes y la novelística cristiana se inspiró en las fábulas de "Las mil y una noches" Se trataba de una auténtica revolución para el mundo occidental. Y fue precisamente por todo esto por lo que los siglos oscuros de la vieja Europa de pronto y prodigiosamente se iluminaron.