sábado, 25 de octubre de 2008

La balada del café triste (The ballad of the sad café)


Autor: Carson McCullers

... Es una casa muy vieja: tiene un aspecto extraño, ruinoso, que en el primer momento no se sabe en qué consiste; de pronto cae uno en la cuenta de que alguna vez, hace mucho tiempo, se pintó el porche delantero y parte de la fachada; pero lo dejaron a medio pintar y un lado de la casa está más oscuro y más sucio que el otro. La casa parece abandonada. Sin embargo, en el segundo piso hay una ventana que no está arrancada; a veces, a última hora de la tarde, cuando el calor es más sofocante, aparece una mano que va abriendo despacio los postigos, y asoma una cara que mira a la calle. Es una de esas caras borrosas que se ven en sueños: asexuada, pálida, con unos ojos grises que bizquean hacia dentro tan violentamente que parece que están lanzándose el uno al otro una larga mirada de congoja. La cara permanece en la ventana durante una hora, aproximadamente; luego se vuelven a cerrar los postigos, y ya no se ve alma viviente en toda la calle... Esas tardes de agosto... Después de subir y bajar por la calle, ya no sabe uno qué hacer; en todo caso, puede uno llegarse hasta la carretera de Forks Falls para ver a la cuerda de presos. Y lo cierto es que en este pueblo hubo una vez un café..."


La noche nos arrincona. Algunas veces, se dice, que al tiempo que nos amortaja con su traje de estrellas, también nos atraviesa con el rayo de los estigmas, porque es la noche la que un día u otro nos enterrará con un manto de pésame. En ella, los seres humanos nos afligimos más, gritan más nuestros lloros, el ladrido de los perros se hace más intenso y siniestro. Pero también tiene algo de puerta entornada, a través de la cual se nos revela algún que otro secreto amedrentador. Y es en la noche en la que, para que no se nos vea del todo nuestro sonrojo, puede el hombre sentir esa especie de gloria perdida, a veces vergonzante, que significa su caridad. Siendo forastero de la noche puedes, casualmente, ver prolongada tu emoción de sombra errante en una inesperada concreción de misericordia que se extiende en el pueblo desconocido que te acoge como a un enfermo. Si esto no puede ser siempre, por desgracia, una verdad absoluta, si puede convertirse en una verdad episódica:

... "Era un forastero, y no es frecuente que los forasteros entren en el pueblo a pie y a tales horas. Además, aquel hombre era jorobado. No mediría más de cuatro pies de altura, y llevaba un abrigo andrajoso lleno de polvo, que apenas le llegaba a las rodillas... Tenía una cabeza enorme, con unos ojos azules y hundidos y una boquita muy dibujada... En aquel momento su piel pálida estaba amarilla de polvo y tenía sombras azules bajo los ojos. Llevaba una maleta desvencijada, atada con una cuerda. "... Buenas-dijo el jorobado jadeando- Voy buscando a Miss Amelia Evans"... -¿Por qué?-... -Pues porque soy pariente suyo-... Mis Amelia le escuchaba con la cabeza ladeada. Era una mujer solitaria; no era de esas personas que comen los domingos rodeadas de parientes, ni ella sentía la menor necesidad de buscárselos... Mis Amelia permanecía apoyada al quicio de la puerta, mirando al jorobado. Luego se levantó en silencio y desapareció... Nadie quería estar presente cuando Miss Amelia echara al intruso de su casa y de su pueblo. Resultaba desconsolador encontrarse en una población desconocida, con una maleta llena de harapos, intentado convencer a Miss Amelia de que eran parientes. Luego ella cruzó el porche en dos zancadas. Llevaba mucho tiempo callada. Su cara tenía esa expresión que se ve a veces en los bizcos que piensan concentradamente en algo: una expresión mezcla de inteligencia y desvarío. -No sé su nombre-... -Me llamo Lymon Willis- dijo el jorobado. -Bueno; pase adentro. Hay algo de cena en la cocina-..."


Descubrir los textos de Carson McCullers es como descubrir un mundo dislocado. Su comparación con otros escritores puede llevarse muy lejos. La obra de esta gran escritora autodidacta es infinitamente pura, espontánea e inconformista. Precisamente porque posee esa extraordinaria libertad que tan sólo conllevan las pasiones provocativas; ésas que parecen nacer por un puro azar de nuestras más vertiginosas emociones autodestructivas. Acusada constantemente como plagiadora de ciertas tipologías sociales ya expuestas por otros escritores, resultaría absurdo indagar en ciertos paralelismos creadores sobre los que se asienta siempre la historia de la literatura. Pero basta con adentrarse en sus espacios fecundos y genialmente intuitivos, para comprender al instante que nos hallamos ante un autor capaz de rehuir todo los convencionalismos que se entroncan en ese mundo más o menos entrañable en el que las correrías humanas toman cuerpo a través de las palabras, que evocan dolorosos recuerdos, o nuestras tempranas luchas por la vida desde que ponemos pie en ella.

Las perturbadoras vivencias de los personajes creados por Carson McCullers, con sus miserias y grandezas, casi siempre espoleadas por la necesidad, son evidenciadas desde su forma embrionaria hasta cierta concepción un tanto disparatada y destructiva. Sus novelas poseen un pausado ritmo descriptivo, alucinante, endiablado, casi siempre desarrollado en el limitado marco de un escenario único. Y se goza en ellas del irresistible atractivo de la irreverencia ante las convenciones y reglas sociales. Deriva hacia una dirección inesperada en la que los protagonistas por ella inventados jamás teorizan en exceso sobre la naturaleza y la esencia de sus actos. Se semejan a sombras amenazadoras que interpretan la existencia como si de un ballet frenético, demoníaco, se tratase. Y, en consecuencia, avanzan desasosegantes, impenetrables, como si en ellos ese afán de preservación que promueve la literatura, nos dejara en la estacada, terriblemente debilitados, o en un aprieto sin solución.

Sus personajes, escasamente depurados psicológicamente, viven, pues, atrapados en una inhóspita realidad interior, que se nos antoja, aun a nuestro pesar, enferma de cierta inquietud angustiosa y fantasmal en la que nunca acabarán de reafirmarse. Cierto misterio, por tanto, que jamás se desvanece; permanente en sus vidas, y que, quizás por ello, por esa misma singularidad sigilosa del arcano vivencial en que se hallan inmersos, irrumpen en la parsimoniosa sutilidad, ineluctable, dramática y mínimamente explícita (pero que arrastran un logrado y personal empeño poético personal, pocas veces conseguido por otros escritores minimalistas) de las novelas de esta excepcional creadora, como seres distorsionados por la negación dialéctica de sus actos casi inexplicables. Actos que parecen hallarse siempre al borde crisis morbosas y violentas.

Pasiones humanas que se enclavan en un ambiente perturbador que nos recuerda "el increíble pero verdadero". Y sin que por ello disminuya la fuerza que conlleva la exaltada escritura de McCullers, sus fantasmas vivientes son objetivados, descritos, analizados y resumidos como personajes nacidos de la mano rauda de un prestidigitador que para redimirlos no tendrá más remedio que hacerlos desaparecer con la misma celeridad que los creó, con toda probabilidad entre angustia y sufrimiento. Hombres y mujeres devorados por ese escaso valor que a veces posee la vida humana. Y que, por ello mismo, acabarán convirtiéndose en una extraña realidad deformada, escasamente ética e intelectual, cuyos espíritus desconcertados, como desligados de todo tipo de redención, se convertirán en rostros sin recuerdos que se desarrollan (como ya se especificó) en una limitada demarcación de la vida, donde se contentan con dar vueltas alrededor de sus misteriosas obsesiones. Monomanías ofuscadoras, de las que, aunque más o menos explicitadas por la pluma de la escritora, se muestran conscientes, y que les llevarán a extraviarse en un paisaje dantesco donde los esquemas de sus libertades, sin restringir sus libres albedríos, "jamás niegan (como dijo la propia escritora) la pura y mecánica dominación que impera entre los dos sexos". Y a la inversa, no hallamos más prueba de lucidez que la de la infinita pauta de conducta y causalidad que pueden lanzarnos, como si fuéramos irracionales locomotoras enloquecidas, a ese abismo que nosotros mismos, a través de nuestras mezquindades o más allá de la esperanza, acostumbramos a abrirnos.

A raíz de su publicación de "La balada del café triste", un crítico inglés, V. S. Pritchett, escribiría, el 2 de agosto de 1952, en The New Statesman and Nation: "Todos esperábamos que surgiese un talento norteamericano de la talla de Faulkner, capaz de construir sus propias estructuras imaginativas o intelectuales. Carson McCullers es, sin duda, un talento de esa clase, y, a mi juicio, la novelista norteamericana más estimable de su generación. Demuestra poseer un asombroso don para mostrar la manera en que emerge el inconsciente. Es una maravillosa observadora. Y, probablemente, su mayor virtud resida en una inusitada capacidad para comprender la experiencia humana en todos sus estados."



Carson McCullers posee una capacidad inaudita para rehuir esas montañas de banalidades que enseñorean la novela norteamericana. "Sabe cómo crear ambientes y personajes inolvidables y un entramado simbólico de infinitas repercusiones", escribió su biógrafa Josyane Savigneau. Miss Amelia es fascinante, reivindica su independencia sin temer la marginación que ésta conlleva. Pasa por loca en la comunidad que habita. Sus recursos prepotentes, plenos de la necesaria "importancia psicológica del paisaje" en que se desarrolla, le otorgan, no obstante, su genial originalidad, porque al tiempo que barren las historias de alcoba (su lesbianismo manifiesto y viripotente es plenamente capaz de reirse, rechazar y enfrentarse, en terrible pelea abierta, a la atractiva virilidad de Marvyn Macy, el esposo despedido), su atmósfera, su mundo, al acoger la diabólica personalidad del primo Lymon Willis, el diabólico y vengativo enano homosexual, resulta atenazado irremediablemente por una concepción disparatada y destructiva del propio existir. Las tendencias primitivas (la probable frustración maternal de la lésbica Miss Amelia, el deseo sexual jamás otorgado al desesperado y vindicativo Marvin Macy, la homosexualidad humillante en que Lymon Willis se haya inmerso y que convierte al maléfico enano jorobado en una sombra eternamente "pegada a los talones de Marvin", desde su repentina y misteriosa reaparición en Forks Falls) confieren un tono espectral y alucinante al relato. El paisaje desolado del profundo Sur de Estados Unidos juega también en este demencial drama amoroso un papel esencial. Y el desenlace acaba estructurándose en la más legendaria de las temáticas, esa senda brumosa que sin carecer de cierta dimensión lírica y que parece alejarse de la narrativa psicológica, se deja atrapar, no obstante, en las introspectivas y revueltas aguas de los rápidos por los que nos arrastran nuestros más angustiosos desequilibrios sociales, esa pesadilla que se interpreta como el más voluntario de los reflejos morales del hombre: ¡su crueldad!


"... En cuanto dieron las siete apareció Miss Amelia en lo alto de la escalera, y en el mismo instante se vio a Marvin Macy en la entrada del café. La multitud le abrio paso en silencio. Se dirigieron el uno hacia el otro, sin prisa, con los puños ya apretados y la mirada absorta. Miss Amelia había cambiado el traje rojo por su viejo mono, que llevaba remangado hasta las rodillas. Iba descalza y llevaba una muñequera de hierro en el brazo derecho. Marvin Macy también se había arremangado los pantalones; iba desnudo de cintura para arriba y muy embadurnado de grasa. No se dio ninguna señal, pero los dos golpearon a la vez... La pelea prosiguió de aquel modo salvaje y violento, sin que ninguno de los dos diera muestras de debilidad... Había llegado la hora de la prueba... Miss Amelia era la más fuerte. al fin le derribó y montó encima de él... Justo cuando la pelea estaba ganada, se oyó en el café un grito. Y lo que pasó ha sido un misterio desde entonces. En el momento en que Miss Amelia agarraba la garganta de Marvin Macy, el jorobado saltó hacia adelante y cruzó por el aire como si le hubieran nacido alas de halcón. Aterrizó sobre la ancha y fuerte espalda de Miss Amelia y le apretó el cuello con sus deditos como garras... Gracias al jorobado, Marvin Macy ganó la pelea... El jorobado y Marvin debieron abandonar el pueblo una hora o así antes del amanecer: rompieron la pianola, grabaron con sus navajas palabrotas horribles en las mesas del café... Se fueron al pantano y destruyeron la destilería. Prepararon una fuente con el manjar predilecto de Miss Amelia, lo aderezaron con una cantidad de veneno capaz de matar a todo el condado y colocaron la fuente tentadoramente en el mostrador del café. Hicieron todo el daño que les pasó por la cabeza... Y después se marcharon juntos... Así fue como Miss Amelia se quedó sola en el pueblo. Durante tres años estuvo sentándose todas las noches en los escalones del café, mirando hacia el camino y esperando. Pero el jorobado nunca volvió. Corrían rumores de Marvin Macy le utilizaba para saltar por las ventanas y robar, y también se decía que Marvin Macy le había vendido para una feria. Al cabo de cuatro años, miss Amelia se hizo atrancar su casa, y desde entonces ha permanecido allí en aquellas habitaciones cerradas."



Carson McCullers nació el 19 de febrero de 1917 en Columbus (Georgia). Se le impusieron dos nombres: Lula, patronímico de pila de su abuela materna, y Carson, apellido de esa misma abuela siendo soltera. A Lula Carson Smith, ya desde su temprana infancia, se la conocerá por "Sister", según los hábitos sureños de Estados Unidos. Su abuela Lula, que la adoraba, la llamaría su "niña de ojos grises", "grises como el mar", "grises como los de Helen", una hija suya que había muerto a corta edad. La feliz infancia de Carson termina en 1923. Toda aquella ternura especial que la envuelve desaparece de su vida cuando muere su abuela Lula Waters. Carson recuerda (aunque habla poco de su padre, Lamar Smith) la importancia que tuvo en su vida uno de los primeros regalos que recibió del mismo: una máquina de escribir. De niña solía llegar a casa, después de pasarse horas patinando, llena de heridas y brazos despellejados. Fue una especie de marimacho, y una adolescente grandullona (alcanzó prematuramente su estatura adulta: 1,75), "incómoda y molesta siempre conmigo misma", confiesa Carson. Una muchacha del sur profundo, tímida, arisca, que anhela mucho de la vida y sueña con tener "un destino". Pero no es más que una extraña joven con pinta de chico.

Pero más allá de su apariencia, algo justifica sus anhelos de gloria: posee un excepcional talento como pianista. Pero a su afán de llegar a ser una gran concertista une la lectura, que empieza a convertirse para ella en uno de sus pasatiempos favoritos. "La obra "Mi vida", autobiografía de Isadora Duncan, me arrebató como un huracán", explica ella misma más tarde en un breve texto titulado "Books I Remember". "Poco después hasta me atreví con "El fuego de la vida" de Nietzsche." Su primer relato "Sucker" será rechazado constantemente por las revistas y periódicos en los que ansía comenzar a publicar. Su mayor deseo se cumple: abandonar su ciudad natal de Columbus, y marchar a New York. Para poder pagar su pensión acepta "trabajillos" de toda clase. Tenía tan sólo 18 años. Trabaja en una pequeña oficina de bienes inmobiliarios, en los que se limita a dar la lista de apartamentos a los clientes. Oculta tras un grueso libro de registros, lee con desesperada fruición a Marcel Proust. Pillada in fraganti por su jefa, Luoise B., que la golpeó con el libro en la cabeza, exclamando "¡Jamás llegará usted a nada!, acabó de patitas en la calle. Un joven y seductor militar de Fort Benning, Reeves McCullers, aparece en su vida. Tiene 22 años. Es encantador y atractivo, pero arrastra una enorme frustración: el no haber asistido jamás a la Universidad. Pero es inteligente, culto, y se expresa con una soltura extraordinaria. Contraen matrimonio en septiembre de 1937. A partir de ese momento, para la posteridad, Carson se apellidará como su marido. El ha cumplido 24 años, ella apenas 20. "Durante los primeros ocho primeros meses de matrimonio fuimos pobres y dichosos". Carson y Reeves llegan a un extraño acuerdo, un pacto entre escritores: ambos consagrarán, alternativamente, un año a escribir; cada cual, durante el año que no escriba, deberá ganar el dinero suficiente para cubrir las necesidades de la pareja. Carson envía su primera novela, "El mudo", a una Editorial. Tardan en acusar recibo del texto. Finalmente, el libro suscita cierta sensación exaltadora por parte de la Editorial, que cree haber descubierto a una joven promesa literaria. Se le pide que haga muchas correciones, y se le sugiere un nuevo título: "El corazón es un cazador solitario". Un breve relato "Army Post" acabará convirtiéndose en "Reflejos en un ojo dorado". "Cuando acabé aquello, lo guardé en un cajón", confiesa la propia Carson. Su nuevo proyecto "La casada y el hermano", primer borrador de "Frankie y la boda", nace de un recuerdo desesperado de su infancia: su separación de su profesora de piano. El 4 de junio de 1940 "El corazón es un cazador solitario" sale a la venta en las librerías. En el mundillo literario la novela causa asombro. Reeves comprende que las cartas están echadas. Cree haber advertido la gravedad exacta de su fracaso. Carson, "la niña prodigio", ha llegado a ser "alguien". Reeves McCullers, que se había divorciado de ella antes de la guerra, volviéndose a casar de nuevo con Carson en 1945, se suicidaría, sumido en una terrible depresión, el 19 de noviembre de 1953, ingiriendo una fuerte dosis de barbitúricos. En las novelas de Carson McCullers, el sexo casi siempre se halla ligado a la vergüenza, a la repulsión, a la perfidia, a la violencia. Así lo manifestó el ensayista Alfred Kazin. "La novelista irradia, en toda su obra, una necesidad de amor tan absoluta que transforma al ser amado en el dador perfecto, y le reviste de un carácter mágico. Su mundo resulta tan perturbador que parece siempre a punto de ser transformado. Los seres humanos de McCullers pueden ser estados psíquicos tan absolutos y concentrados que lleguen a repelerse sexualmente unos a otros. Recordemos "La balada del café triste", Miss Amelia se casa, y en su noche de bodas, se niega a que su marido, Marvin Macy, la toque. Días después, cuando él le pone la mano en el hombro, antes de que éste pueda abrir la boca, Miss Amelia le da un puñetazo en plena cara, con tanta fuerza que le derriba de espaldas contra la pared y le rompe los dientes".

Carson McCullers que ya enfermara en 1932 de una fiebre reumática de diagnóstico equivocado, sufre hacia 1941 un nuevo ataque cerebral que la dejaría paralítica de un costado. En los últimos años de su vida se ve aquejada de dolores constantes y su invalidez avanza considerablemente. Padece varios ataques al corazón, y el 29 de septiembre de 1967 muere en el Hospital de Nyack, estado de New York, a causa de un cáncer de mama.

En su obra, tan inusual como excepcional, capaz, quizás, como jamás pudo hacerlo ningún otro escritor norteamericano, de explorar en profundidad el aislamiento espiritual de esos seres inadaptados y marginados que pueblan los oscuros pueblos del Sur de Estados Unidos, Carson McCullers se erige también en pionera al tratar a fondo, por primera vez, ese amor que no es el amor de Eros, sino el amor-amistad. Ese amor que tan difícilmente se puede vivir. Le horroriza el sexo, y sin embargo éste aparece constantemente, junto con el adulterio y la homosexualidad, en sus libros. En el caso de Carson, parece haber un abismo entre la sexualidad y el amor, entre la lujuria y la belleza. Reeves era un hombre bello, y Carson le amó como a un hermano gemelo. Los cuerpos parecen ignorarse, aunque el deseo está a flor de piel. La belleza, según la escritoria, no puede coexistir con el sexo. En "La balada del café triste", por ejemplo, Miss amelia se casa con Marvin Macy, la belleza pura, el hombre más apuesto de la ciudad, pero, cuando éste intenta meterse en su cama, ella le rechaza violentamente. Tan sólo acepta el contacto físico de su primo Lymon Willis, el pequeño jorobado sin edad. Sensualidad en vez de sexualidad. El amor-amistad que no se vive. Y los personajes "anormales" dan cuenta, simbólicamente, de la imposibilidad de hallar el amor.

viernes, 24 de octubre de 2008

Año del Señor de 1610





Autor: Tassilon-Stavros


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AÑO DEL SEÑOR DE 1610
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DOCUMENTOS INQUISITORIALES SOBRE EL AUTO DE FE CONTRA ANTÓN NABARRÉS, MORISCO Y HEREJE, VECINO DE HUELVA.
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“SEGUIDOS Y SUBSTANCIADOS, COMO TODO LO REFERIDO BIEN EXTENSIVO CONSTA DEL TESTIMONIO QUE SE ACOMPAÑA, POR REAL EJECUTORIA DESTA JURISDICCIÓN ORDINARIA ECLESIÁSTICA DE SEVILLA, DADA EN ESTA VILLA, A OCHO DE MARZO DE MIL SEISCIENTOS DIEZ, ESCRIBIMOS Y NOTIFICAMOS LA QUE FUÉ SENTENCIA ECLESIÁSTICA AL PROVISOR GENERAL DEL ARZOBISPADO DE HUELVA, Y ASÍ SE LE DA TESTIMONIO DE DICHA REAL EJECUTORIA POR PARTE DEL SANTO TRIBUNAL DE LA INQUISICIÓN SEVILLANA, PARA QUE, CON MANDAMIENTO QUE A SU INSTANCIA DESPACHAMOS, TAMBIEN SEAN SEGUIDOS DICHOS AUTOS CONDENATORIOS POR EL PROCURADOR MAYOR DE LA VILLA DE HUELVA, CORREGIDOR Y JUSTICIA MAYOR DE DICHA VILLA DE HUELVA, Y AL CUMPLIMIENTO DE LO MANDADO, COMO EXPRESADA QUEDA POR SU CALIFICADOR DON JOSEPH MORANO, SEA EL CONDENADO ANTÓN NABARRÉS, NATURAL Y VECINO DE LA CITADA HUELVA, MORISCO Y DE ASCENDENCIA CONVERSA, QUEMADO VIVO EN LA HOGUERA, Y QUE PARA DICHO CUMPLIMIENTO DE SENTENCIA AUTENTICA Y CON CONOCIMIENTO DE CAUSA, HABIÉNDOSE MANIFESTADO AGRAVIADA LA VILLA DE SEVILLA POR SUS MUCHAS HEREJÍAS, SEA ASÍ ACOGIDO EN LA CÁRCEL DESA VILLA ONUBENSE, CON ESTA FECHA DE NUEVE DE MARZO DE MIL SEISCIENTOS DIEZ”
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“EXPRESAMOS Y TENEMOS POR SIN DUDA EL ORIGEN QUE COADYUVA LA ASERCIÓN ONUBENSE Y DE RAZA DE MOROS DEL CITADO REO, Y QUE ASÍ ACLARÓ CON JUSTIFICACIÓN LA CIRCUNSTANCIA DE LOS SUCESOS QUE OCURRIERON Y QUE AHORA SE REGISTRAN: ES SIN DUDA QUE EL CITADO ANTÓN NABARRÉS, POR MEDIO DE TURBADORES Y DEMOSTRATIVOS ENCOMIOS DE SU LABIA DEMONÍACA, TODO LO ALTERA, Y DANDO SU INTENCIÓN POR PROBADA SOBRE LO DICHO, FUE OFRENDANDO TESTIMONIO DE APOSTASÍA ENTRE LOS VECINOS DE LA SEVILLANA VILLA, TANTO, QUE A SÍ MISMO SE HUBO DE DESAMPARAR DE LA IGLESIA, Y SÁBESE QUE TALES FALSÍAS ASISTIÉRANLE TAMBIÉN EN LOS TÉRMINOS DE OTRAS MUCHAS VILLAS DE LA GEOGRAFÍA ANDALUZA, POR LOS TESTIGOS QUE FUERON PRESENTES, Y PORQUE ASÍ CUMPLÍA A SU GUSTO, QUE NO SE CONTUVO EN EL HABLAR SUS HEREJÍAS PARA LOS PONER EN GRANDE INQUIETUD A LOS MORADORES DESTAS VILLAS, Y EN CUANTO A ESTO DEBEMOS DAR, Y DAMOS POR PROBADOS LOS APERCIBIMIENTOS QUE ACOMPAÑÁRONLE EN LOS TÉRMINOS DE CARMONA Y UTRERA POR DONDE EL TAL APÓSTATA PASÓ, Y QUE ANTE NOSOTROS PRESENTÓ EL CONCEJO DE LAS MISMAS POR HABERSE VISTO PERTURBADOS Y MOLESTADOS, EN PERJUICIO DE LA MANCOMUNIDAD CRISTIANA, DE TALES HERÉTICAS, INFERNALES Y CONDENATORIAS VISIONES, COMO LAS QUE HASTA AQUÍ LO HAN POSEÍDO, DE TODA SUERTE DE ASOLAMIENTOS Y PESTES, COMO LOS CONTAGIOS QUE ENTRARON POR CASTILLA, Y QUE AQUÍ Y EN TODAS LAS PROVINCIAS ANDALUZAS Y EXTREMEÑAS OCURRIERON ENTRE 1602 Y 1603, Y ASÍ CONSTAN EN LAS ACTAS CAPITULARES DESTAS AZOTADAS VILLAS. EN CONSECUENCIA DE LO CUAL, DEBEMOS DAR, Y DAMOS FE DE LA INTENCIÓN, POR PROBADA Y QUE DEFINITIVAMENTE SERÁ JUZGADA EN LOS VENIDEROS MESES, PRACTICÁNDOSELE DILIGENCIA DE RETRACTACIÓN Y JUICIO, EXAMINANDO TESTIGOS, EN TESTIMONIO DE VERDAD, QUE EL HEREJE ANTÓN NABARRÉS HABRÁ PARA SIEMPRE NUESTRA IRA Y PAGARÁ CON SU MUERTE LA CIEGA OBEDIENCIA A SUS VISIONES Y PROFECÍAS, PARA ATRAER, CON LA MAYOR PROLIJIDAD, Y A VIVA VOZ, AL COMÚN GOCE DE SUS PROVOCACIONES, A ESTA DICHA CIUDAD DE SEVILLA Y A SUS VECINOS, CON SUS HERÉTICAS VISIONES, QUE ERAN DE IGUAL NATURALEZA A LAS QUE FUERON EXPRESADAS EN TODOS LOS PUEBLOS, Y VINO A PRACTICAR EN TERRITORIOS, BIEN FUERA POR EL CAMINO DE UTRERA O DE CARMONA, DESTA JURISDICCIÓN DE SEVILLA Y ALGUNOS SITIOS QUE MUCHO ANTES REMITIERON TESTIMONIO DE HUELVA. Y HABIÉNDOSE VISTO AGRAVIADA LA CIUDAD DE SEVILLA, SE HARÁ PROBANZA POR PARTE DEL CONCEJO INQUISITORIAL DESTA VILLA DE SUS PRONUNCIAMIENTOS HERÉTICOS, NO SÓLO CON LA EJECUTORIA, QUE QUEDA EXPRESADA, SÍ TAMBIÉN CON OTRA EJECUTORIA DE CARMONA, DADA EL OCHO DE AGOSTO DE 1609. Y ASÍ SÉPANLO CUANTOS ESTA CARTA VIEREN, SELLADA CON SELLO DE PLOMO, Y DADA EN SEVILLA, EN LUNES QUINCE, DIA DEL MES DE NOVIEMBRE, AÑO DEL NACIMIENTO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO DE 1609”
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AUTO INQUISITORIAL
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“VISTO EL AUTO Y CONCLUSO POR LOS SEÑORES OIDORES DE LA AUDIENCIA, CON NUEVAS PRUEBAS Y DE TESTIGOS, FUE DETERMINADA LA SENTENCIA DEL TENOR SIGUIENTE: QUE HAN SIDO MUCHAS VECES INQUIETADOS POR LA CARENCIA DEL REO DE TODO SENTIMIENTO DE PECADO, Y QUE A SU PROFUNDO TEDIO DEL VIVIR, SE AÑADE SU DISPOSICIÓN A LA COGITACIÓN SOLITARIA, EN CUYO ESTADO SALIÓ TAMBIÉN A DICHA AUDIENCIA, Y HECHAS PROBANZAS POR TODAS LAS PARTES, SE EJECUTORIÓ QUE DICHO ANTÓN NABARRÉS RESPONDIESE DERECHAMENTE SI RESULTABA DE ESPECIAL IMPORTANCIA PARA ÉL Y SUS CREENCIAS SER PORTADOR DE UN ANTIGUO ALCORÁN ALJAMIADO QUE HALLADO FUE ENTRE SUS PERTENENCIAS, Y DIJO AFIRMAR QUE LOS MOTIVOS POSESORIOS SE LE HABÍAN OLVIDADO. PARA DEFINITIVA, HECHAS NUEVAS PROBANZAS, SE PRONUNCIÓ DICHO AUTO A TENOR SIGUIENTE: FALLAMOS QUE LA PARTE DE DICHO CONCEJO PROBÓ BIEN Y CUMPLIDAMENTE LA INTENCIÓN DEL CONDENADO, QUE NO PROBÓ COSA EN CONTRARIO, Y RESPONDIÓ A NUESTROS PEDIMENTOS COMO MEJOR LE CONVINO:
INQUISIDOR DON JUAN DE CEA: ... ¿Luego, sois mudéjar?
REO ANTÓN NABARRÉS: Nunca me consideré un converso
INQUISIDOR DON JOSEPH ALVARO CHICO: ¿Discípulo de Mahoma entonces?
REO: Siempre prescindí de las creencias de mis padres.
INQUISIDOR DON JOSEPH ALVARO CHICO: Pero conocéis el Corán, como bien demuestra este ejemplar que con vos portáis. ¿Quién os enseñó a leerlo? ¿Dónde aprendísteis la “Aljamía”?
REO: Ignoro toda interpretación de tales caracteres.
INQUISIDOR DON DOMINGO ÁLAVA: También os juzgamos por vuestro ateísmo. Y de vuestras presunciones proféticas, tan intencionadamente impías, se desprenden que no sois más que un vulgar embelecador, instigado por el demonio sin duda alguna.
REO: Nunca, al hablar a las gentes, me movió el menor afán profético, y mucho menos vaticinar los desastres apocalípticos que se me achacan.
INQUISIDOR DON JUAN DE CEA: ¿Negáis haber augurado nuevas epidemias y extrañas plagas que habrán de asolar nuestros campos y ríos, alertando así al populacho como si de un próximo fin de nuestro mundo se tratase?
REO: Ciertamente, he hablado del devenir de los tiempos, de sus cambios y transformaciones, ... de la ceremonia ignota del mañana, que afectará intensamente al hombre. He referido lo que supondrá la nueva aventura de sus hallazgos. No es de extrañar que, por ello, me invadan tristes presagios. Acompañando las acciones de los hombres o justificando cada uno de sus actos, un día se alzarán los humos de extraños infiernos en estos nuestros ríos, campos y costas, y nuevas pestes desconocidas asolarán las villas. Lloverán azufres y otros ácidos de alquimia que enfermarán la Naturaleza y a todos los seres vivientes, y sobre las aguas de los ríos y de los mares aparecerán muertos sus peces. El verbo ardiente de tales hombres cantará las glorias de sus descubrimientos. Y muchos preferirán el silencio.
INQUISIDOR DON MICHAEL BAESA HELETRY: ¿Tratáis acaso de ejercer el llamado poder de la ultrapercepción? ¿Jugáis ante nosotros y ante quienes os han escuchado con esa emoción misteriosa de los horizontes del tiempo, tratando de hacernos partícipes de un imaginado paisaje del mundo venidero? ¿Creéis que esas visiones del futuro de la Tierra, que competen tan sólo a la Voluntad Divina, os han sido concedidas a vos, impío parlanchín, para que así las propaguéis, cual absurdas percepciones demoníacas que no harán sino condenaros? ¿Dudáis de la omnipotencia de Dios, que tan sabiamente gobierna los destinos del hombre? ¿Os mofáis de la fe?
REO: La fe de la que vos habláis no es más que el refugio de la ignorancia.
INQUISIDOR DON JUAN DE CEA: ¡Labráis, pues, en los motivos sibilinos del filósofo! ¡Os apartáis de la fe como el docto impío que, creyéndose más sabio, así se aleja de Dios y de su Verdad única!
REO: La gota individual puede mezclarse en la mar océana y permanecer reveladora, pues allí halla su lugar. Dios no es más que una abstracción astronómica. No profeso, en verdad, la fe de la debilidad y de la insensatez, que es la penitencia del cristiano. Yo hablo de una fuerza oculta en las facultades y los órganos del hombre. Hablo de lograr el contacto de las profundidades de nuestra mente con una realidad suprema, a la que describo como existente bajo las formas aparentes del mundo invisible a nuestros ojos. Mas, sé que jamás lograremos saciarnos en tal prodigio, pues nunca hubo un hombre enteramente sabio que careciese de ignorancia. Probablemente sería destruido por su sabiduría. También cierta suerte de ignorancia es saludable: significa la existencia continuada. La ignorancia y la sabiduría se complementan y colaboran en un sentido de alternancia, al igual que la noche y el día. Me llamo a mí mismo portador de la sensibilidad hacia el Conocimiento, y como el loco, irrumpo donde los llamados cuerdos temen poner los pies. Mas, es cierto que no porque el hombre crea haber alcanzado cierta fase de desarrollo personal, podrá encontrar por sí solo el verdadero camino del discernimiento. ¿Cómo hallar algo que no se conoce? Por más que los hombres se conviertan en buscadores de oro, ninguno podrá reconocerlo cuando lo ve. Por ello mismo, no existen hombres enteramente sabios. Os advierto, no obstante, sobre la fragilidad de nuestra mente a la que comparo con una red. Todo esfuerzo requiere la necesidad de mantener un delicado equilibrio. Tanto un exceso de amor como un exceso de oposición pueden romper esa red. Sé que no me entendéis, pues os hablo de percepciones tan específicas como las experiencias místicas que me lleven al sentido definitivo de la vida del hombre frente a la Naturaleza y los misterios que envuelven la existencia de nuestro mundo, y así trato de alcanzar con ello, ante vuestros asombrados ojos, una base herética del Conocimiento que, como bien habéis amenazado, me acerca cada vez más a las llamas de vuestra intolerancia cristiana.
INQUISIDOR DON DOMINGO ÁLAVA: Luego ¿persistís en vuestras blasfemias?...
REO: Persisto en mi verdad.
INQUISIDOR DON JUAN DE CEA: ¿No teméis a la muerte? ¿A la eterna condenación de vuestra alma inmortal?
REO: Una vez leí que: “malos testigos son para los hombres sus ojos y sus oídos si tienen almas bárbaras”
INQUISIDOR DON JUAN DE CEA: ¿Nos calificáis de bárbaros?...
REO: Alma de bárbaros es creer que, en otros hombres, las sensaciones puedan ser absurdas y dignas de condena. Un griego que no conoció a Cristo dijo que todo lo inmortal es mortal. Y que todo lo mortal es inmortal. La vida de esta inmortalidad representa la muerte de aquella mortalidad, y la muerte de aquélla la vida de ésta. Conceded la eternidad a los que son eternos y corrupción a los que, como vos, sois corruptibles.
INQUISIDOR DON MICHAEL BAESA HELETRY: ¿Y os extrañáis de que así os condenemos?
REO: En vano trataréis de purificaros manchándoos con sangre. Es como si una vez metidos en el fango, quisierais lavaros con fango.
INQUISIDOR DON DOMINGO ÁLAVA: ¡Con harta liberalidad saqueáis la Theosofía! Comprobad, pues, que también yo la conozco. Y así os digo: “A fe que dirigís vuestras oraciones a las estatuas, pues no conocéis el alcance de Dios”
INQUISIDOR DON MICHAEL BAESA HELETRY: Y citando a Aristóteles, así habré de concederos también que: “Los asnos como vos siempre preferirán la paja al oro, por más que os las deis de docto”
INQUISIDOR DON HERNANDO MARCHANTE: Decidnos, ¿os mostraríais conciliador, retractándoos de vuestros sacrílegos excesos tras hacer pública penitencia?
INQUISIDOR DON DOMINGO ÁLAVA: Más alcanza con Dios un sincero arrepentimiento que tan severa disciplina como la que, de seguir por tan estrecha y obcecada senda, y creed que tenemos jurisdicción para hacerlo, os habremos de infligir a fin de guiar nuevamente vuestra alma hacia el Supremo Creador.
REO: Carezco, en verdad, del estricto conocimiento del Dios que nos imponéis. Y si aquí soy juzgado es por irme con la corriente de quienes tienen por cierto que vuestras doctrinas no son verdaderas. No entiendo, por ello, de qué excesos tendría que retractarme. Según yo lo veo, los vuestros son mucho mayores.
INQUISIDOR DON JUAN DE CEA: Mirad bien lo que habláis, y que no os engañe de nuevo el diablo, pues, vuestra ceguera os conducirá directamente a la hoguera.
REO: No os temo... Detesto éste vuestro mundo en el que gobernáis como intransigentes halcones al acecho siempre de la única presa posible, que es el hombre. Usáis del ardid y de la estratagema del pecado, convirtiendo su libre reciocinio en aptitud ilícita y condenable. Abomino de estos tiempos y de los hombres que lo componen. Aborrezco cuanta mentira, crueldad e intolerancia presiden, hoy, su existencia. Y por ello, no partiré desesperado de esta vida. Si en verdad no somos más que una milagrosa combinación de vacío y átomos, y que así giramos, arremolinándonos en el espacio inmenso, para dar lugar al ser y a sus formas, ¡acabad conmigo! ¡Devolvedme a la noche! ¡A la llamada de las constelaciones! ¡Sé que he estado perdido y por fin vuelvo a casa!
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“HABIÉNDOSE ALEGADO DE BIEN PROBADO, Y CONCLUSOS DICHOS AUTOS, PARA DAR LA CONVENIENTE PROVIDENCIA DEL MISMO, QUEDÓ DETERMINADO, POR AUTO DEFINITIVO DE ESTE CONCEJO, TRIBUNAL DE CINCO JUECES INQUISIDORES, QUE ANTÓN NABARRÉS FUE ENCONTRADO SIN RETRACTACIÓN, Y QUE DENTRO DE CUARENTA DÍAS A PARTIR DE LA FECHA DADA SE PROCEDIESE A SU EJECUCIÓN POR RAZÓN DE SUS HERÉTICAS CAVILACIONES, Y QUE LE HABRÍAN DE LLEVAR A QUEMAR EN LA HOGUERA, EN LA PLAZA PÚBLICA DE SU VILLA DE HUELVA, QUE ERA LA DE SAN PEDRO. SE PRONUNCIA SENTENCIA CON FECHA DE SEVILLA DE OCHO DE MARZO DE 1610 ANTE DON JOSEPH MORANO, CALIFICADOR Y ESCRIBANO DE DICHA COMISIÓN INQUISITORIAL”
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Se adelantaron las Autoridades del Cabildo onubense y la Comisión del Tribunal Eclesiástico. Al paso de las togas tonsuradas se produjo un relámpago escarlata que penetró en el día azul y dejó en las pupilas de las gentes una sombra morada, la misma con que se unta el espectro del miedo. Tomaron la plaza los corchetes. En un punto lejano de la callejuela adyacente, convexo de sol y espesada de acacias, un grupo de ellos guardaba, sobre un carromato, al hombre postrado. Se juntaron los cortesanos. Traía la mañana la evocación venturosa de los más celebrados Actos Religiosos del año; el arrebato urbano de las ferias.
Recudían las gentes a la Plaza Mayor de San Pedro, que trepidó bajo el peso azaroso de un pueblo domeñado por el testimonio de los sacerdotes. Y porque en la significación jurídica de los Tribunales Metropolitanos se sancionaba el indulto místico de los Cielos. En una pequeña tribuna, alzada para el Acto, se reunieron la Junta Eclesiástica, presidida por Don Juan de Cea y Don Michael Baesa Heletry, Miembros Inquisidores del Tribunal de Sevilla, que habían juzgado y pronunciado Sentencia Condenatoria contra el reo; el Corregidor y Justicia Mayor de aquella Villa de Huelva y el resto de Autoridades.
Sobre la plaza centelleaba el sol mañanero. Las rojas clámides de los Inquisidores, una vez situados en sus asientos, se remontaban como heridas del aire, fuertemente batidas entre las gradas de la Tribuna por un inesperado ventarrón marino. Y fraguaban un propiciador tinte, encendido del antojo cruel con que los agasajaba la mañana, así constituido a hechura de los símbolos allí representados. Avivado por la luz, hórrido y feo, se erigía en el centro mismo de la plaza el entarimado cuadrado del patíbulo, que acababa en un ristrel. Varios peldaños se alzaban hasta la pequeña plataforma. Un tosco poste la presidía, y claveteado a éste se le engarzaba una gran argolla a la que el condenado a muerte sería debidamente maniatado. Dicha argolla impediría todo movimiento e intento por escapar de las lenguas del fuego en que se transformarían, una vez prendidos por la antorcha del ajusticiador, los haces de leña bajo dicho patíbulo acumulados, y que así habrían de consumir el cuerpo de la víctima.
Entre dos arboledas pasaba la calle de las Carnicerías, lisa, seguida y polvorienta, a la izquierda de la plaza. Entonces, toda ella recibía aquel radiante sol de primavera. Y en la misma, por donde habría de aparecer el carromato del condenado, saltaba ahora el rebullicio del hablar del pueblo, agitado como una masa voraz de pupilas encandiladas. El amontonamiento de los grupos, pesado y largo, convertía la calle en un áspero recinto de agoniada intimidad, sinuosamente convulsionada, porque les violentaba la tolvanera insufrible con que el racheado ventarrón llevaba hasta sus bocas la miseria terrosa de los suelos, y la revolcaba sobre sus rostros. Algunas ancianas malagoreras, reunidas en los zaguanes blanqueados, asomaron sus cabezas veladas, horrorizándose ante el pregón del crimen. Poco habituadas como estaban a los Autos de Fe en aquella pequeña villa de Huelva, aún se oían sus voces en la quietud de los portales. Más las escandalizaba el paso del sentenciado que el mismo pecado. Y hubiesen querido devanar su memoria y buscar en la sed de antaño el agua viva de los resabios maléficos, a fin de impedir la ceremonia del fuego, pues (aseguraban): “... cuando el arrebato despiadado del Santo Oficio, en salvaguarda del Cristianismo, fragua su sentencia y escarnece al reo, se ofrece éste en sacrificio de desagravio a los antojos satánicos... Y todo se muda en astucia y en silencio,... con deseo de obra mala... Y avanza la mágica enjundia con que el “mesmísimo” maligno halaga la voluntad de los condenados... Y así trasmudan su parte de hombre en duendes de la locura... Y se gozan en su odio hacia el pueblo que los mata, hasta chupar la sustancia de sus venas y huesos... Son seres como demonios, y se ven sus maldiciones arremolinarse en la humareda que los consume... Y eso es porque imploran al genio de la peste, cruel y propicio, para que clave el aguijón de las desgracias sobre la ciudad obediente que rió de su espanto...”
Apareció por fin el carromato por mula tirado. Tres o cuatro corchetes lo presidían. Tras los varales, se ofrecía el reo a la vista del pueblo, vestido de sayal blanco, sobre el cual colgaba, a modo de capote, el sambenito de lana amarillenta con la cruz de San Andrés y las llamas del fuego. Un terrorífico cepo inquisitorial se hallaba hincado sobre sus labios sangrantes, aprisionando su boca e impidiéndole emitir el menor sonido lastimero. La sangre que partía de sus engrilletados labios le empapaba el sayal penitenciario y el sambenito. Mucha gente se santiguó cariacontecida y aterrada. Algunos hombres asomaron sus cabezas cuanto pudieron, alzando sus ojos sobre el cuerpo balanceado de la víctima. El viento aturullaba el fisgoneo de la multitud en la plaza y de las Autoridades que aguardaban inquietas en la Tribuna del Cabildo. El reo parecía ciego y sordo a las presencias urbanas. Maniatado, cerraba sus ojos mientras iba recibiendo sobre su frente y mejillas, que aparecían tumefactas a causa de la espantosa herida que el cepo inquisitorial abría en su boca y labios, el brinco del sol entre las acacias de la callejuela, al tiempo que las ráfagas irascibles del viento recorrían su cuerpo como un temblor frío y trágico.
Saltaban los comentarios de celosía en celosía, y en las calles traveseras el alarmado gentío se mostraba balbuciente. Entonces el cautivo abrió sus ojos, y se arrancó la lástima esparciendo sobre el pueblo como una especie de descuidado y maligno goce que se tradujo en una mirada horrenda. El carromato había entrado en la Plaza Mayor de San Pedro. La multitud no recataba ya su paso apresurado. En la explanada se espesaban los humos del polvo, y detrás quedaban desamparadas las trajineras callejuelas, por seguir las gentes el indolente paso de los corchetes. A una breve indicación del Procurador Mayor, el cautivo, como si surgiera de una pesadilla calenturienta a la que se hubiera sometido, invisible y súbito, para manifestarse ahora como una sombra ensangrentada, halconeada por el buitre monstruoso de la Justicia Eclesiástica, fue arrancado del carromato y presentado al abierto confín de la gran plaza, frente a la Tribuna Consistorial, ocupada por las espaldas distendidas, en reposo y silencio, de las Autoridades. Eran esos rostros de hombre capaces de desceñirse de la piedad; que ni se compadecen ni miran, y si miran, no ven, convencidos de una legitimidad creada privadamente para su goce justiciero. Dos de los alguaciles sostuvieron el cuerpo de la víctima, que, debido a la terrible e incontenible hemorragia que recorría el hábito con que sería entregado a las llamas, apenas se sostenía ya en pie. No hubo más visión, en la hondonada rabiosa de sol, que la de su lívida faz avivada por la luz, al tiempo que la constante ventolera ahuecaba su ensangrentado sayal de sentenciado, batiéndolo contra el vientre, y mostrando a la vista de todos sus descarnadas piernas de ave flaca.
El Relator onubense esforzó ahora su voz de cortesano, y siguiendo la tradición de Castilla, tomó juramento a las Autoridades y Miembros Eclesiásticos llegados de Sevilla. Se tornó luego hacia el pueblo, que se humilló, acatándole, una vez demandada la jura por el Relator. Aceptado fue el Testimonio de obediencia y sumisión de aquella pequeña ciudad de Huelva, así como el de toda la Tribuna del Cabildo, a tan Santa Ley, por el Altísimo refrendada. Y cuyo sagrado báculo convulsionara el orbe, arredrando multitudes y salvaguardando los fundamentos de la Casa de Dios con una defensa a ultranza de los Sacrosantos Preceptos Imperiales del Cristianismo y de su Contrarreforma, por el Santo Oficio en todas las Españas ratificados. Presentada al reo su sentencia, el Relator vertió sus conceptos con cierta reprobación hacia la impaciencia del vulgo, cuyos murmurios se adelantaban al mandato solemne de su voz. Y como si descendiera sobre el Hijo de David el grito de “¡Muera de muerte!”, así hizo público el fallo condenatorio de la Santa Inquisición desde la misma Tribuna Consistorial.
Un silencio general onduló sobre la salmodia acusatoria de cuantas herejías hubieran acompañado la existencia del reo. El “Amén” postrero y coreado por el pueblo cortó el aire como una hoja del más fino acero. Los pies descalzos de aquel cuerpo, que pronto ardería entre la brasa pavorosa de la más bárbara justicia que vieran los tiempos, resbalaron por el terraplén azafranado de la Plaza de San Pedro al ser conducido hasta el patíbulo, dejando tras de sí un hervidero de polvo. Algunas mujeres se revolvieron entre el gentío y lloraron de compasión. A duras penas, fue alzado el reo hasta la plataforma del patíbulo. Los corchetes impelieron su cuerpo, poniéndolo, finalmente, en manos del verdugo, que era hombre membrudo y torvo, traído ex profeso desde Sevilla. La osamenta de la víctima, que se significaba ahora, miserable, casi rígida, bajo el sayal que habría de servirle de sudario entre las llamas, fue hábilmente atrapada con un largo dogal, al igual que se atrapa a un infortunado perro. Con inimaginable brutalidad fue manoseada aquella figura desmazalada de hombre. Lo cargó sobre su hombro el verdugo; le golpeó contra el mismo poste en que trataba de situarlo, y recogió sus brazos, ya maniatados, con una acostumbrada sacudida; casi rompiéndoselos al desgraciado reo, que no pudo emitir ningún gemido. Luego acabó asiéndolos salvajemente con un grueso cordel a la argolla del suplicio. El mismo dogal le fue enrollado en seguida desde el vientre hasta el pecho, aplastando sobre él, entre gruesos pliegues, el holgado hábito y el sambenito penitencial que le cubriera. Un monje, que había remontado las escalerillas del patíbulo, le acercó una cruz de plata. El condenado movió la cabeza con desencajado ademán de negación, y mientras el monje se persignaba, le lanzó tal mirada de ferocidad y desprecio que hubo de abandonar la pequeña plataforma tembloroso y sonrojado por el fuego invisible y furtivo del miedo.
Frente a los cantones repletos de la plaza aguardaba al fin la ensangrentada víctima. Se esparcieron de nuevo los corchetes, apartando a los más curiosos. Un contenido terror, como el de calaveras en actitud de vivos, se manifestaba entre los grupos más próximos al patíbulo. En la Tribuna Consistorial parpadeaban, cavilosas e impenetrables, las miradas de aquellos importantes cortesanos, entre los que, por supuesto, se hallaba el Relator Inquisitorial, muy pendiente de cada uno de los movimientos del verdugo sevillano, el Corregidor y Justicia Mayor, diversas Autoridades del Cabildo de la citada villa de Huelva, sus representantes Eclesiásticos, y, finalmente, los miembros del Tribunal de la Santa Inquisición llegados de Sevilla. Los haces de leña, situados bajo el entarimado, ardían ya, prendidos por la mano diestra del verdugo con la ayuda de los alguaciles. Una humareda monstruosa desvirtuó, en un principio, el florecimiento enfurecido de aquellas lenguas de fuego. Luego, las llamaradas, reavivadas por la ventolera, se remontaron con estrépito en busca del cuerpo casi inmóvil del condenado. El suplicio se representó en el más absoluto silencio. Se bamboleó un instante la cabeza del reo, probablemente en un postrer desmayo. Y el fuego se cebó en sus carnes, como se habría cebado en un pobre monigote de feria. Flameó rápidamente el pequeño capote del sambenito y el sayal. Parte de él salió revoloteando, encendido entre la humareda. El cuerpo de la infortunada víctima, ahora medio desnudo, apareció por un momento entre las llamas, a la vista de las gentes, ya ennegrecido y achicharrado; descarnado como una carroña. Un intenso olor a carne quemada, que se agarraba luego con acre sabor a las gargantas sarmentosas de la aterrorizada y asfixiada multitud, logró en tal instante arrancar más de un alarido de aquellas bocas resecas. Mujeres y hombres, excitado así su olfato por el despojo abrasado de las vísceras humanas que estallaron entre el fuego, huyeron de aquel ágora fantasmal, atacados por la torsión espasmódica de sus bascas y posteriores vómitos. Toda la plaza fue hollada por la más honda de las repugnancias.
-¡Sed caritativos con quien nada tiene! ¡Sed caritativos por lo menos vosotros!...- Sermoneaba la cantinela mendicante y amonestadora de un anciano invidente, que, naturalmente imposibilitado por su ceguera, y es probable que también por su repulsión, había rehuido el horrendo suplicio del fuego.
La ventolera marina, incesante, esparcía ahora sobre la Plaza de San Pedro los humos cenizosos del sacrificio.
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martes, 7 de octubre de 2008

La abuela








Autor:  Tassilon-Stavros







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 LA ABUELA


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... Su voz exaltada se secó, pero aún vibraron sus palabras, sintiéndose de nuevo dueña de aquellos dulces momentos pasados:

"... Cuando yo subía la cuesta, en el aire tierno y limpio de la tarde, mi pequeño venía a mí... No pensaba entonces en mi fatiga... Sus "manitas", al abrazarme, daban olor de florecillas frescas. Y era toda mi alegría... y el cansado pesar de mi cuerpo volaba como una golondrina, porque entonces estaba yo en lo gozoso de la vida..."

En la celosía recóndita, con su poyo de flores, hirvió la claridad repentinamente. Y lloró la abuela, tendiendo por segunda vez sus brazos al muchacho.

"Era como un árbol de fuerte, y su cabeza no reclinaba ni en lo hondo de la noche", gimoteó conmovida una voz.

En el desamparo de sus ojos, principio de su tristeza, se adivinaba la lisonja de su acendrado amor. En el apasionado brillo de aquella mirada, pureza de las resonancias y de los lugares que tanto amó, ahora devorada, con lentitud horrible, por su enfermedad, se desbordaba la memoria tierna de los episodios lejanos; la exaltación poseída de sus sueños, porque su pequeño llegaba de nuevo hasta ella, en la emoción anhelante del tiempo.

"No te fatigues, abuela"...

Y el joven moró ya por siempre en su mente como una luz en la lejanía, como si volviesen los recuerdos en un júbilo de recobrada salud: ¡ansia de delicias fueron para la pobre anciana aquellos pasos primerizos y renqueantes del nieto en el arrebato luminoso del corralón; y el acecho sonriente y protector de sus ojos entre el aroma de sus querencias y los besos de la brisa, porque, en la reconfortadora contemplación de su persona, le llegaba ahora, como un instante cenital, ese júbilo último, esa evocación siempre latente con que, en el postrer momento, nos recompensa la dulzura perdida de la vida!...