martes, 3 de agosto de 2010

La llamada




Autor: Tassilon




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LA LLAMADA


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Tu risa y tus reproches me siguen desvelando, íntima clausura que el dolor colma. Y tu fragancia que erraba en el viento me tentó a levantarme. De nuevo volví a esos días en los que no pertenecer al propio pasado es la más atroz ausencia. Y a mi mirada tan humana se le quedó una ferocidad lastimera. De mi sueño otra vez fuiste la originaria forma y la luz primera.
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Y cegado mi entendimiento con engaño, huyó temerosa mi llamada. Como un mendigo me quedé junto a mi choza. Lejos, se movían los caminos, las colinas de carne polvorienta, el temblor húmedo de las arboledas, y la respiración llorosa de mi rencor. Punto preciso y fugitivo, sustancial lírica que, muriendo en su grito rojo, se cincelaba ahora en la inmensidad con ímpetu dominador.
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Iba mi pensamiento hacia un laberinto trenzado de negro buscando a su diosa blanca. Aureolas grises devoraban su cancela, color deletéreo que concede al sentimiento su instante cenital. Y permanecí inmóvil con la tristeza de no haberme apoderado de tu fugacidad. Y frente a mí, con el mar realzando, de noche, tu alejamiento, sólo apareció una espalda vestida de luto; y un espejo; y un reflejo, ojos de recelo, de susto y frialdad.
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Tú te perdiste en la afanosa música del mundo, huyendo de mi campo primitivo y tierno. Como una libélula traspasada por un rayo de estigmas, tu efigie quedó trastornada y rota. Y de la mañana a la tarde mi espacio, que aún guarda la avidez de nuestros secretos, se retuerce malogrado. Paisaje que una vez poseyera cristalizaciones mágicas. Mi llamada sigue surcando su mar de olvido y volcándose sobre acantilados, en tierras sin pisadas. Y pasa la brisa dentro de los azules, dejando una umbría lívida, un retablo de cortinas desgarradas, y gaviotas que mueren en la playa, como barcas suicidas que allí quedaron encantadas.
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Yo únicamente sé que no hallo latidos que renueven mi piel. Que sobre mí se precipitan emblemáticas epidemias que del entramado pasional hicieran osario pulverizado. Y me quedo cavilando, ensimismado ante algún socavón donde me veo enterrado vivo. Mi cuerpo es una geología de vértebras doloridas. Y grito tu nombre en los camposantos viejos, porque los sepulcros semejan fragmentos de una estampa. Y mi llamada pasa, sigue vibrando, aunque no quede nada, porque ninguna losa es tuya. Y mi cadáver forastero cruje, sangra un ciprés, tu voz atrae el alba, y yo tiemblo como halcón en su trampa.
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Mi grito, que se precipita de roca en roca, es como una espada entre las láminas de los montes. Una anécdota caballeresca que busca a su dama. Un llanto marinero que, tras el temporal, se quedó desnudo en la playa. Incurrí en la inocencia de la simulación. Y seguí llamándote en la avidez del sueño. Creí poseer un esperanzado bergantín que prolongara emociones sobre el secreto de mi mar embrujado. Mas, bajó un vuelo de lluvias, un alboroto de huracán, un brinco de oleaje al que tu efigie sirvió de alimento. Y vi desaparecer de nuevo tu fisonomía originaria, siempre de color de luna, con su ondulación de lino mojado.
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Tú acudes al igual que una fuente a mi sed, como si todavía emanaras sólo para mi boca. Y yo sigo sintiéndome como viajero dentro de la hermosura de tu agua imperecedera. Agua viva, libre y fría que dejó mis sensaciones sin saciar, y yerma mi tierra. Y mi llamada, que se tiende cansada, de cara al pozo amargo donde penetra mi viejo dolor humano, busca el recuerdo exacto que provocó tu huida. Llaga de tu verdad. Hice de tu manantial agua cerrada. Y la aprisioné entre juncos verdes, donde tan sólo yo me gozara en contemplarla. Siempre es una locura mansa, ésa que satisfacer no puede tampoco otras ansiedades, la que nos pierde. No un ademán ni una palabra, sino una inocencia de infancia, que contradice conceptos amados y derrama la jarra de nuestra conciencia antes de probarla.

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