domingo, 23 de septiembre de 2012

Retablo Kiowa -V-






 Autor: Tassilon-Stavros






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RETABLO  KIOWA     -V-



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Los Estados Unidos americanos comenzaban ya a extender una atmósfera incómoda más allá de los territorios anexionados, siguiendo los dictados de la famosa Doctrina Monroe ("América para los Americanos" que, aunque elaborada por el diplomático John Quincy Adams, fue atribuida al quinto presidente de Estados Unidos, James Monroe en 1823, y que propugnaba -con la frialdad partidaria de esa "historia limpia" que siempre se atribuyen los conquistadores- el impulso y compromiso ineludible de la expansión territorial norteamericana hacia el Pacífico).Ya en la década de 1820 al 30 la invasión colonial blanca se había dinamizado entre algunas comunidades anglosajonas aisladas en las inmensidades de Texas junto a españoles, criollos y mexicanos. James K. Polk, Presidente estadounidense de 1845 a 1849, abogaba por las batallas francas, porque, con una acostumbrada mezcla de orgullo y sorna, su Parlamento aducía que en toda guerra abierta se sabía siempre donde estaban las fuerzas propias y las ajenas. El nacimiento del nuevo orden social y de la autoridad política norteamericana condenaba así, sin pestañear, a lo que se consideraban enemistades calladas como las de su vecino mexicano, o sangrientas de las que naturalmente formaban parte sus enemigos naturales, los Indios de las Llanuras, cuyas feroces guerras de resistencia con el hombre blanco se impusieron desde 1836 hasta 1918. James K. Polk, decidido a simultanear los movimientos de sus ejércitos en los Fuertes que ya se alzaban por la mayor parte de los recién nacidos Estados Unidos de América, no respiró en paz hasta lograr poner el pie en el inmenso territorio de Texas, perteneciente a México. Decidido a anexionarlo a su bandera, ambos ejércitos, el mexicano y el norteamericano, duchos en el terrorífico aprendizaje de la sangre contra las tribus indias a un lado y otro de la frontera que separaba ambas naciones, se enfrentaron en la disputada Texas en mayo de 1846. Y al año siguiente las dos naciones se declararon la guerra. Al presidente mexicano Valentín Gómez Farias, 1846-1847, había sucedido Antonio López de Santa Anna.


México, cuya situación económica se hallaba en su peor momento tras la guerra de Independencia con España, se había mostrado un tanto confiado con las primeras familias anglosajonas que se instalaron en Texas, y a las que, para obtener nuevos fondos monetarios, había concedido cierta bienvenida vendiéndoles grandes extensiones de tierras (tierras mucho más económicas que las que el gobierno norteamericano ofrendaba a altos costos en el estado de Louisiana). Los nuevos colonizadores habían escogido establecerse y aprovechar las grandes probabilidades de expansión que les ofrendaba Texas, seguros de que su gobierno acabaría también por comprar dicho estado a México y permitir el libre asentamiento a sus coterráneos en la gigantesca provincia mexicana. Ya en 1820 un famoso empresario de Missouri, Moses Austin, había decidido negociar con España, dueña por aquel entonces de Texas, el traslado de unos 300 colonos a dichos territorios, y Stephen Austin, siguiendo los pasos de su progenitor (y luego conocido como "Padre de la República de Texas"), seguiría con esta política de arrendamiento con el gobierno mexicano. Serían estos colonizadores los que, años más tarde, se levantarían en armas contra el Presidente  Antonio López de Santa Anna, y los que ayudados abiertamente por sus compatriotas del "norte", trataron de obtener la independencia. Texas, donde los habitantes anglosajones eran más numerosos que los mexicanos, se establecería, pues, como República Independiente en 1836. Pese a todo, gran parte de la recién nacida República se mostraría casi inmediatamente partidaria de su anexión con Estados Unidos.


En aquella embriaguez que promovieran las colonizaciones y conquistas a las que se añadían lo pronósticos de nuevas victorias, el ejército norteamericano de James K. Polk, bien pertrechado con sus grandes compañías de infantería y varias baterías de artillería ligera, atacó a cuerpo descubierto a las tropas mexicanas que emprendieron su retroceso frente a la superioridad norteamericana. Antonio López de Santa Anna comprendió que tan sólo un loco se atrevería resistir. El aire mexicano olía a sangre y a pólvora, mientras el ejército estadounidense avanzaba por lo que se conocía como "La ruta de Cortés". El 14 de septiembre de 1847 los norteamericanos alcanzaron el zócalo de la capital e izaron en el mismo su bandera victoriosa, exigiendo al pueblo de México la rendición sin condiciones. El 2 de febrero ambos gobiernos firmaron el Tratado de Guadalupe Hidalgo, poniendo fin a la guerra. A México se le proponía alguna garantía menor de soberanía sobre Texas, no obstante gran parte de su territorio nacional pasaba a manos de los Estados Unidos de América.


Las infaustas circunstancias de la guerra con México quedaron atrás, y el pueblo norteamericano se limitó  con su acostumbrado acento bronco a proclamar la gloria ocasional de una victoria que en realidad tan sólo había servido para ensanchar los límites de unos territorios ya de por sí desconocidos por su inmensidad, sin que por ello las condiciones precarias de miles de ciudadanos mejoraran en absoluto. La dureza de vivir levantaba otra vez el campo, y las emigraciones forzosas en busca de tierras propicias en las que asentarse ofrendaron de nuevo sus imágenes inquietantes por medio de inacabables caravanas suicidas, cuyas infinitas carretas de mulas, como silenciosas comitivas fantasmales, atravesaban las grandes planicies del sur y del oeste durante millas y millas, peleando duramente con los indios, los eternos enemigos naturales de los no menos pugnaces norteamericanos, entre los que abundaban especialmente irlandeses y españoles mejicanizados. La definición moral del aborigen, escasamente gregario y verdadero héroe solitario que durante siglos recorriera entre cielo y tierra, sin más compañía que sus clanes, los gigantescos territorios americanos, era por parte del hombre blanco la del sanguinario individualizado e individualista. Cada pueblo indio, en su lucha por la existencia en una tierra donde nos existiera más normas que las de la Naturaleza, tuvo que hacerse su propia ley, y los primeros pioneros aparecidos en sus territorios provenientes de Europa con sus violentas leyes coloniales, buscando en los indígenas americanos cierto aire calmo, de mirada sumisa y amistosa, pronto hubieron de aceptar la imposibilidad de que algún tipo de orden plausible y fraternal, pacífico y legalista perpetuara el estandarte colonialista entre indios y conquistadores.


El vernáculo y primigenio piel roja, auténtico centauro americano, comprendió rápidamente que las nuevas culturas y las barbaries invasoras eran embriones de la destrucción de aquel mundo virginal al que ellos pertenecían desde la más remota antigüedad y que debía resistirse a desaparecer frente a los nuevos merodeadores de piel blanca que, creyéndose infinitamente superiores, se erigían sin lugar a dudas, extendiéndose como una pandemia incontenible, en portadores de anunciados infortunios para el pueblo indio. La imagen siniestra del conquistador blanco no tardaría, pues, en incendiar sus praderas inmaculadas, poblarlas en masa, erigir pueblos, entregarse al paroxismo del crimen, y convertir, sin remedio y para siempre, a la raza india en víctimas de su civilización delirante, feroz, casi podrida, y que en poco más de medio siglo, renovando la casta de sus miserias arrancadas de los ataúdes olvidados de la vieja Europa, llegara a los territorios americanos para cegar los horizontes de su primitivismo autóctono. Naturalmente tampoco hay que olvidar que durante siglos los clanes indígenas vivieron sumidos en un mundo basado en el misterio de una existencia que trataban de entender sin conseguirlo. Sus responsabilidades, frente al mero hecho de existir, fueron tan sólo simplemente humanas. Y su universo no era más que un gigantesco laberinto acochinado (término que usarían los pueblos hispanos aposentados en México) entre bosques, ríos, praderas y montañas sin salida posible a la oscuridad que presidía el origen de la vida, y donde la única ley que lograba imponerse, como ha sucedido siempre en el mundo de los hombres, era la de la sangre.


Ya muy avanzada la década decimonónica del 40, tras la guerra con México, a varias millas del río humeante aparecieron, tras años de silencio, largos convoys de colonos en busca de nuevas y fértiles tierras donde atrincherarse. Fue a finales de un otoño lluvioso que influiría decisivamente en los acontecimientos. El desbordamiento del Smoky Hill detuvo la caravana hundiéndola en un lodazal inmenso donde las mulas y caballos no pudieron seguir camino sin quedar atrapados en los barrizales. Soplaban terroríficas ráfagas de viento que se llevaban las voces de la infortunada comitiva como ecos gimientes que habían logrado sobrevivir a un recorrido increíble y amedrentador de cientos de millas, y en las que el tiempo, con una exasperante lentitud, les precedía descubriendo caminos en los que toda seguridad de supervivencia esgrimía ante ellos diariamente una guadaña como última y precaria esperanza. La carestía, los ríos insorteables, los horrores del clima y, en definitiva, la muerte se erigían en cómplices forzosos de todo convoy que se aventurara entre aquellas inmensidades que parecían resistirse a tolerar la presencia del nuevo colono blanco. Los Apaches de la Llanura, remontadores del río Pecos, y aliados con los Comanches, multiplicaban por aquel entonces sus escaramuzas sangrientas con otros pueblos indios, incluidos los Crows, Cheyennes, y, finalmente, los Kiowas. Poco antes de las torrenciales borrascas, las imágenes Comanches o Apaches se habían perfilado a la salida de algún desfiladero o en los alrededores de las vastas lomas que presidían el horizonte. Fue como una exploración intermitente y cada vez más nutrida que, en efecto, vivía por completo para su terrorífica aventura de sangre. Con la lluvia la siniestra amenaza india parecía haber "recogido velas", como aseguraron algunos de los aparentemente más esperanzados expedicionarios. Por el momento, tan sólo flotaban en la lluviosa atmósfera los fantasmas de los jinetes indios, en especial la de los Comanches, con sus intranquilizadoras lanzas emplumadas y escudos de pieles coloreadas.


La caravana se vio atrapada en la ribera derecha del río humeante. Muchas carretas desaparecieron arrastradas por las aguas embravecidas y cada vez más nutridas por la lluvia incesante. Los caballos, hundidos en el fango, sin poder avanzar ni retroceder, relinchaban aterrorizados, mientras sus dueños, azotados por el temporal, trataban de sostener las bridas y los niños y mujeres se mantenían refugiados en el interior de los carromatos. Era el de los colonos en verdad un destino dramático. Casi todos los integrantes del convoy habían sido siempre gentes de hogar. No obstante, viéndose ahora atrapadas por los grandes horrores que en verdad conllevaba la aventura colonialista, se aprestaban a no reaccionar por medio de la desesperación. Renacía en ellos esa naturaleza esperanzada que invita a hombres y mujeres a no creer ni en el infortunio ni en el mal que tenían delante. No se aceptaba, pues, la falta de suerte. Una vez deslumbrados por el sueño que los había conducido hasta allí, seguía imponiéndose la búsqueda, exploración, y asentamiento en los grandes territorios desconocidos de América donde poder crear un nuevo e idealizado hogar, el que no habían tenido o había sido relegado de la memoria entre las brumas de la lejana Europa. Esta creencia ingenua pero vehemente era la que les llevaba a aceptar la adversidad como un hecho casi irreal.


Cuando el terrible temporal amainó tres días más tarde, la caravana siguió encajonada en aquel valle encañonado ahora por uno de los ribazos alto y fangoso del río. Salvo el ulular del viento otoñal y el bramido de los rápidos del Smoky, no se oía nada más. El cielo se mostraba como una gigantesca membrana irreconocible, vieja, donde los rasgos siniestros de inacabables nubarrones desgarrados parecían buscar nuevos itinerarios en la inmensidad, persiguiéndose furiosamente por encima del anfractuoso paisaje otoñal del valle inundado. Aparecieron algunas migratorias bandadas de aves en triángulo. Los integrantes de la caravana no parecían atemorizados. Se hablaba sin risas ni histerismos. Los únicos gorjeos de alegría partían de las expansiones infantiles que saltaban de unas carretas a las otras. La amenaza india parecía erradicada por fin tras los tres días de lluvias torrenciales. Las vituallas se habían salvado y los fuegos ardieron indolentemente durante la lobreguez de la noche. El amanecer avanzó entre un viento apremiante, angustioso y frío. El mortecino sol, entre las nubes, parecía una pequeña llama que se encendía y apagaba en el aire. Los expedicionarios concentraban en aquellos momentos todos sus esfuerzos en alejarse de aquel lugar, mientras los caballos seguían relinchando perturbados porque sus pezuñas resbalaban de continuo en los barrizales,  y el adelantamiento de las carretas, golpeadas por el viento, se convertía en un martirio insoportable. Como las nubes bajas dificultaban la visibilidad, la expedición caminaba a gritos mirando constantemente el escurridizo suelo. La caravana había decidido partir dispuesta a todo, y la visión de la ingente cantidad de jinetes Comanches que se hallaban apostados en una extensa loma habría desmoralizado a sus integrantes, porque para la avanzadilla india atacar al colono blanco consistía tan sólo en matar o morir. No había términos medios. El valle y las colinas del Smoky se extendían aquella mañana como un inmenso escenario a media luz y de fondo oscuro que no permitía visualizar el inmediato horror que iba a cebarse en la caravana. En efecto, tras aquella hondura invisible emergían ahora los rostros rojizos y las pinturas subversivas de una raza para la cual la violencia se hallaba, por aquel entonces, legitimada por algo que iba mucho más allá del deseo de venganza. Una concienciación de exterminipo hacia el hombre blanco porque éste coaccionaba  por primera vez a los indígenas americanos con la sensación de una imparable superioridad que tarde o temprano podría acabar por aniquilarlos.


La caravana no tuvo tiempo para vacilar ante la brutal sagacidad Comanche. Los expedicionarios habían sabido desde un principio que se adentraban en una nueva tierra donde no existía garantía alguna para la vida humana, tal y como ellos la entendían. Y aquella gavilla friolenta y vulnerable de inocentes colonos, como mendigos nómadas perdidos en un tiempo que les negaba hasta su más insignificante nombre en el mundo, perecería casi sin enterarse. Hombres, mujeres y niños cayeron como aves heridas sin que una mano enternecida las alzara de la tierra para consolarlas con un último gesto de amor tibio y esperanzador. Sus lamentos desaparecieron para siempre en medio del silencio, la distancia y la soledad. En aquel jardín abandonado del valle el hombre perdía de nuevo su apariencia, convertido en un pedazo de carne lanzado a un tigre. Luego se elevarían otros cánticos bajo un sueño de lunas verdosas, en otras soledades que amparaban a los hombres rojos, como escogidos por lo Creado para gozar de aquel palacio lugareño, y entregados desde tiempos primigenios a un acecho tan sanguinario como insaciable entre sus arboledas sagradas... Pero en lo profundo del ribazo del Smoky, tres sombras humanas habían permanecido hundidas en la cavidad producida por el enorme tronco de un sauce. Desde lejos, habían participado del pavor del ataque Comanche. El viento húmedo del atardecer exhalaba ahora su gemido lúgubre sobre ellos mientras se agazapaban todavía paralizados por el espanto. De nuevo había empezado a llover torrencialmente, y en la oquedad que les servía de refugio corrían el riesgo de ahogarse. Dos mujeres, de guedejas chorreantes sobre la sien, se incorporaron empapadas sobre el suelo fangoso. Era el suyo una especie de desconsuelo infantil que luchaba contra el ruido de la lluvia y el terror en que las sumía aquella soledad amenazante. Mustias, como animales torpones y fugitivos, semejaban dos imágenes que parecían arrancadas a la tierra entre el resuello penoso de un parto feroz e inverosímil. Sus manos se engarfiaban bajo el tronco del sauce, como si del árbol caído partiera el rencor desesperado de un fantasma. Aquella expectación, aquella inquietud bajo la lluvia incesante que las asfixiaba estremecía espantosamente sus pechos. La atardecida se presentaba ya como una noche anticipada. Ambas mujeres parecían cadáveres que se hubieran evadido de la matanza Comanche,  y que ahora tratasen de arrancar a la oscuridad un nuevo aliento renacido. En efecto, un hombre habría muerto bajo el tronco del sauce si ellas, sobreponiéndose al paroxismo mísero que semejaba haberlas devuelto a la vida, no se hubieran aplicado también en arrancarlo de su ataúd entre la lluvia y el fango. El hombre, una vez en pie, flaqueó un instante. Era como si despertara sin ver nada de cuanto les rodeaba. Cerraba más y más los ojos atrapado por la lluvia. Su paso, torpe, flemático, era el de un ser dormido. Las dos mujeres le sostuvieron, y anduvo arrastrado por ellas con gran esfuerzo. Las tres sombras habían emprendido una marcha silenciosa y decidida hacia la nada, como muertos que no se acordaran de haber fallecido, pero dispuestos ahora a no dejarse coger vivos.