jueves, 10 de junio de 2021

WYCLIFF Y HUSS: "Los predestinados a la hoguera por el "brexit" tributario" -I Parte-



 

 

 

Autor: Tassilon-Stavros

 

 

 

 

 

 

 

 

 

WYCLIFF Y HUSS: 

 

"Los predestinados a la hoguera

 

por el "brexit" tributario" 

 

-I Parte-

 

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En 1366,  Urbano V regresó a la residencia papal en Roma, después de 63 años en que los Papas residieron en Avignon, Francia, en la época llamada "El destierro de Avignon, o destierro de Babilonia" El rey de Francia y los cardenales franceses se le oponían al traslado. Las multitudes salieron a recibirlo gozosamente por los pueblos por donde pasaba y Roma se estremeció de emoción y alegría al ver llegar al nuevo sucesor de San Pedro. Al arribar a Roma no pudo contener las lágrimas. Las grandes basílicas, incluso la de San Pedro, estaban casi en ruinas. La ciudad se hallaba en el más lamentable estado de abandono y deterioro. Urbano V con sus grandes cualidades de organizador, emprendió la empresa de reconstruir los monumentos y edificios religiosos de Roma. Estableció su residencia en el Vaticano. También se dedicó a instaurar el orden en el clero y el pueblo.

Y Urbano empezó a solicitar tributos a todos los reyes católicos de Europa. Cuando le llegó el turno de nuevo a Edward III de Inglaterra, a quien ya se le había exigido una enésima gabela, éste se negó a contribuir con el impuesto papal. Estas peticiones se habían convertido en una costumbre desde que el rey John I de Inglaterra [apodado "John Lackland" en inglés y en anglonormando "Johan sans Terre"-el menor de los cinco hijos nacidos de Henry II Plantagenet y Leonor de Aquitania- heredara el trono de la isla tras la muerte de su hermano mayor Richard I-"Richard the Lionheart"-"Richard Coeur de Lion"-, acaecida el 6 de abril de 1199], un siglo y medio antes, había establecido la norma de satisfacerlas. Pero Edward III, su sucesor, no era tan flexible, entre otras cosas porque tenía motivos para dudar de que sus doblones ingleses fueran efectivamente a las cajas de la Iglesia.



Ésta ya no tenía su sede en Roma, sino en Avignon, Francia, un país con el cual Inglaterra estaba en guerra desde hacia ya muchos años. Los Papas que se sucedían en el solio pontificio eran franceses, aunque no puede decirse que antepusieran los intereses de Francia a los de la Iglesia, o por lo menos no puede decirse de todos. Pero es comprensible que los ingleses lo sospecharan y que por esta razón temiesen financiar a su propio enemigo a través del tributo que le exigía el Papa. En 1353, Edward ya se había negado por primera vez. Pero en 1366, con Urbano V ya en Roma, dividió la responsabilidad con el Parlamento, llamándolo a pronunciarse sobre el problema suscitado por el Papa francés. Ofuscado como se hallaba contra la Iglesia y sus exigencias, Edward no comprendió la importancia revolucionaria que conllevaba su gesto no contributivo. El caso de un rey que rechazaba una petición de un Papa no era nuevo, pero hasta entonces estos desacuerdos se habían producido sólo con la intervención de los dos protagonistas.


La Iglesia de Inglaterra con reciprocidad a lo que ahora sucedía con Edward, negó a su antepasado Henry II Plantagenet pagar el tributo que éste y su canciller Thomas Becket les exigieron durante su reinado, precisamente para comprar armas, defenderse de los franceses y recuperar algunas ciudades normandas situadas en el norte de Francia. Ahora, por primera vez, con un llamamiento al pueblo, se movilizaba a la opinión pública, y el conflicto entre el soberano temporal y el soberano espiritual se transformaba en un litigio entre el Estado y la Iglesia.

 

El Parlamento inglés aprobó la opinión del rey con un impulso que debería haber puesto sobre aviso a la curia cuando se hallaba en Avignon. No solamente declaró que el dinero de los contribuyentes ingleses debía quedar en Inglaterra, sino que quiso justificar  esta tesis en el plano del dogma y encargó de ello a un teólogo de Oxford, John Wycliff,  [Hipswell, Yorkshire, posiblemente nacido en 1324, y fallecido en Lutterworth, Leicestershire, el 31 de diciembre de 1384], que se había hecho famoso no sólo por su doctrina, sino también por su anticonformismo. Wycliff tenía entonces cuarenta y seis años y, desde que había hecho sus votos, no podía quejarse del trato de la Iglesia para con él. Del Papa había recibido varios beneficios, o sea las rentas de algunas parroquias sin obligación de residir en ellas, lo que le había permitido dedicarse por entero al estudio y a la enseñanza.  Pero esto no había desanimado su independencia crítica, que ya desde mucho tiempo atrás rozaba con la despreocupación de cualquier causa política e incluso, y siendo ya sacerdote, de la religiosa.

No tenía nada de los místicos rebeldes de los siglos XII y XIII, de aquellos que continuaron en las filas de la Iglesia como el cándido San Francisco, o de los que la abandonaron como Pedro Valdo -1140-1217- (conocido en realidad como Pierre de Vaux), famoso predicador itinerante, -cuyo lugar de nacimiento se desconoce aunque se instaló en Lyon-, considerado como uno de los precursores de la Reforma Protestante que se afianzaría doscientos años después con Martin Luther-Lutero-).Valdo, opuesto al catolicismo, impulsó el movimiento cristiano de los "Pobres de Lyon", también conocidos como valdenses.  


Wycliff era más bien un hombre de acción, un organizador nato, un guerrero, que desahogaba su abrumadora energía y su espíritu de pugna en libros y libelos de críticas y opiniones envenenadas. Los escribía en un latín imposible que habría puesto los pelos como escarpias a  los mismísimos Dante y Petrarca, pero en los que había unas ideas que ciento cincuenta años más tarde demostrarían su explosiva vitalidad, y ochocientos años después su antieuropeísmo. Según él, la Iglesia no era ni el Papa ni el clero, sino toda la comunidad cristiana, como por lo demás había sido en los primeros siglos después de Cristo: los del apostolado y de la fe militante. El fiel, según Wycliff, no necesitaba para nada  un sacerdote que le sirviera de intermediario con el Señor: ya está en relación directa con Él y, por lo tanto, es el sacerdote de sí mismo, aunque no esté ordenado ni consagrado. El Señor conoce a sus ovejas, y ya ha decidido cuáles de ellas merecen ser salvadas y cuáles condenadas. Estas últimas no han de ilusionarse con escapar a su destino por medio de oraciones y buenas acciones. Las buenas acciones no sirven para lograr la Gracia, sino solamente para demostrar que estamos predestinados a ellas. Tienen un fin indicativo, no instrumental. Solo Adán y Eva fueron dotados de libre albedrío, o lo que es lo mismo, habrían podido determinar su destino con su conducta. Pero al pecar perdieron esta facultad para sí mismos y para sus descendientes. Hay que preguntarse muy encarecidamente y con gran asombro como pudo Wycliff sostener y difundir de forma al parecer tan impune semejantes ideas, ya fueran en su labor como docente o como predicador libre, ya que podemos citar el nombre de varios contemporáneos suyos que por mucho menos acabaron en la hoguera. Si Wycliff no se malquistó con el clero ni con la cátedra donde enseñaba se debió seguramente a los errores de gramática y de sintaxis que atiborraban su confusa y farragosa prosa latina y la hacían tan oscura como ininteligible al posible lector. Los acontecimientos que seguirían iban a aclarar por fin su significado.  

Llamado al servicio del Estado para explicar en el plano teológico la negativa del rey y del Parlamento, Wycliff sostuvo en un tratado que el Señor, imponiendo a los apóstoles la obligación de la pobreza, había pretendido condenar la riqueza como un pecado. La Iglesia, por lo tanto, no podía pretender que se le pagaran tributos, y si los exigía, perdía todo su derecho a su magisterio doctrinal y a la administración de los sacramentos. En un mundo verdaderamente cristiano debería ser abolida toda forma de propiedad particular. Dios era el único verdadero y legítimo propietario de todo y solamente a los predestinados por la Gracia divina les estaba permitido administrar algunas briznas de este patrimonio del cual Él era el dueño único. Las últimas proposiciones de Wycliff introdujeron en su discurso teológico alguna vena política a mitad de camino entre el anarquismo y el comunismo, que resultaría más tarde aciago para Wycliff y su insurgente causa. Pero, por suerte para él, en aquel momento el partido anticlerical inglés, encabezado en la corte por John Gaunt (6 de marzo de 1340 - 3 de febrero de 1399), aristócrata y primer duque de Lancaster, encontró cómodo y beneficioso adoptar la doctrina del contumaz teólogo y lo convirtió en su campeón, invitándolo a sostener incluso el derecho del Estado a confiscar los bienes de la Iglesia de Inglaterra.

Wycliff, se sintió tan protegido por Gaunt, que consintió y respaldó encantado el proyecto en una serie de pláticas en el Parlamento y públicas que obtuvieron un enorme éxito popular, dado que el pueblo, siempre empobrecido, detestaba el bienestar y la opulencia que mostraba la Iglesia en todas sus parroquias y obispados centralizados en Londres y otras ciudades importantes como Canterbury.

Como era de esperar, la amenaza concreta a sus beneficios, holguras en estipendios y rentas provocó la más desaforada de las indignaciones en el alto clero inglés, que tan tolerante se había mostrado con las teorías, heréticas sin duda alguna, del encrespado Wycliff. Éste fue citado ante un concilio de obispos reunidos en la Iglesia de San Pablo en Londres, donde se presentó acompañado de un no menos decidido John Gaunt y sus soldados. La discusión por ambas partes degeneró en un tumulto que indujo a los prelados a postergar cualquier decisión. Pero enviaron al Papa Urbano un informe en el que se daba cuenta textualmente de las tesis del, a todas luces, réprobo John Wycliff y del duque de Lancaster que lo apoyaba incluso militarmente. El Papa reaccionó de inmediato y condenó a Wycliff con una "bula" y ordenó al obispo de Londres Simon Sudbury (1316-que moriría asesinado en la revuelta campesina del 14 de junio de 1381) y arzobispo de Canterbury, y al obispo Richard Courtenay (muerto en el sitio de Harfleur, Francia, durante la guerra de los 100 años, en 15 de septiembre de 1415), prelado, militar y vigésimosegundo obispo de Norwich, que arrestaran al peligroso "desviacionista" en espera de instrucciones ulteriores.


Pero llegados a este punto, lo que menos podía imaginar el clero inglés y el pontífice de Roma es que se iba a desatar una revuelta de la ciudadanía a favor de Wycliff. Un movimiento de insumisión popular al cual, como era de rigor, la Iglesía no estaba acostumbrada ni preparada para aceptarlo. Mas sin guardias no había manera de detener aquel motín. Y los guardias estaban al servicio del Estado de su soberano Edward III, y el Estado se había solidarizado con el insurrecto Wycliff. El Parlamento, que precisamente se reunía por aquel entonces, mostró la más viva simpatía por el teólogo que había apadrinado la confiscación de los bienes de la Iglesia; y muy especialmente cuando se enteró que éstos ascendían a la mitad del patrimonio nacional de Inglaterra. Wycliff, solicitado una vez más a dar su parecer, contestó: "El reino de Inglaterra, según las Escrituras, debe ser considerado un cuerpo, del cual la aristocracia, el clero y el pueblo son los miembros" Era como decir que también el clero pertenecía al reino y no a la Iglesia, y que, por lo tanto, podía ser, como hoy podría decirse, "nacionalizado" con todos sus bienes.  


Wycliff se había adelantado ciento cincuenta años al "producto insubordinado" con que se postulaba como propagandista anticlerical, ya que en 1533 volveríamos a escuchar las mismas palabras en boca de Henry VIII [excomulgado por el Papa Clemente VII] para justificar la separación definitiva de la Iglesia de Inglaterra de la de Roma. 




Los prelados ingleses respondieron publicando la "bula" redactada por el Pontífice y ordenaron al rector de la Universidad de Oxford que arrestara al rebelde cumpliendo órdenes del Papa. Pero se habían olvidado de que desde hacía ya cincuenta años la Universidad había resuelto el conflicto entre ambas ciudadanías optando por la del Estado y declarándose independiente de la Iglesia. La mayoría de los profesores se pronunció contra las ideas de Wycliff, pero a favor de su derecho a exponerlas y defenderlas. El rector se negó a arrestarlo y se limitó a aconsejarle que se alejara de Inglaterra durante algún tiempo. Pero en 1378, Wycliff fue convocado ante otra asamblea de obispos, y esta vez se presentó solo, como hombre seguro de sí mismo y de sus argumentaciones. En el momento culminante del debate que se desató entre el clero y el teólogo, una multitud de ciudadanos que se había apostado en el exterior derribó las puertas de la sala asamblearia e irrumpió en el interior gritando que en Inglaterra no había sitio para la Inquisición y sus ejecutores métodos salvajes, condenatorios a la hoguera.



Los obispos, aterrorizados, postergaron una vez más toda decisión, y poco después fueron reducidos a la impotencia al producirse el cisma del Papado [conocido por el "Cisma de Avignon" que se produjo en la Iglesia Católica en el periodo comprendido entre 1378 y 1417, cuando dos obispos, y a partir de 1410, incluso tres, se disputaron la autoridad pontificia], cisma que prácticamente privaba a los obispos ingleses de sostén y de directivas pontificias.

Wycliff aprovechó la ocasión para componer y difundir centenares de libelos en los cuales afloraban, además de su pensamiento, las muestras del humor político del que también había hecho gala muchas veces. Y no dudó en llamar al Papa "la bestia del Apocalipsis", y comparó los conventos con "escuelas de ladrones" y "nidos de serpientes". Denunció la rapacidad y la lujuria de los curas "seductores de muchachas, de viudas, de esposas, de monjas y hasta su pedofilia por tiernos donceles"; y propuso que sus innumerables delitos fueran castigados por tribunales laicos. Esta falta de respeto clerical y la grosería del lenguaje del que Wycliff echaba mano eran únicamente la envoltura de una problemática que iba mucho más lejos del pretexto que la inspiraba. Por su bien, según Wycliff, la Iglesia debía renunciar, no sólo a toda posesión material, sino incluso a cualquier clase de poder, e incurría en pecado mortal cuando pretendía dominar a los Estados, pues este derecho competía sólo al rey, que no tenía que responder más que a Dios, del cual derivaba su investidura. Por tanto, al rey decretaba también ordenar a los sacerdotes, que le debían obediencia como todos los demás súbditos. Los sacerdotes tenían que llevar una vida de oración y ser ejemplos de caridad. Los fieles, hallándose también en relación directa con Dios, no los necesitaban ni siquiera para la confesión que, a lo sumo, debería ser pública como lo era entre los primitivos cristianos.  Respecto a la absolución, incluso un laico  podía darla, siempre que estuviera en estado de pureza corporal y de Gracia espiritual mientras que no era válida administrada por un sacerdote en estado de pecado. Otra pretensión a la cual la Iglesia debía renunciar era la de transformar el pan y el vino de la Eucaristía en la sangre y el cuerpo de Jesucristo. Este "milagro" no era, según Wycliff, sino un abominable sortilegio, pues decía que, desde luego, Cristo está presente siempre, porque está en todo cuanto se hace; pero la transubstantación del pan y del vino no se produce por el poder carismático de un sacerdote pecador predestinado tal vez a la condenación eterna.

 


Este punto, que afectaba uno de los dogmas fundamentales de la Iglesia, alarmó a los mismos defensores de Wycliff. Gaunt, duque de Lancaster,  corrió a su casa para inducirlo a retractarse en el asunto de la Eucaristía, pero el irreductible teólogo rechazó el consejo e incluso reafirmó sus opiniones en una "confessio" aún más polémica. Para desgracia suya, se vio involuntariamente envuelto en una revolución que se produjo entonces. Los rebeldes se tomaron en serio sus teorías acerca de la abolición del derecho de propiedad y pretendieron ponerlas en práctica. Inútilmente Wycliff trató de separar su responsabilidad de la de aquéllos, declarando que el suyo era tan sólo un ideal religioso. 

El nuevo rey, Richard II [Burdeos, 6 de enero de 1367-Yorkshire, c. 14 de febrero de 1400, segundo hijo de Edward III y de Joan -Juana- de Kent, que accedió al trono tras la muerte de su hermano mayor Edward de Angulema acaecida a los 5 años,[27 de enero de 1365-Castillo de Angulema, Ducado de Aquitania-Burdeos, 20 de septiembre de 1370], al que la revolución por poco le privó de la vida y del trono, cuando la hubo dominado ordenó al rector de Oxford que expulsara definitivamente a Wycliff. El teólogo rebelde no sufrió otras persecuciones y pudo continuar escribiendo libros y libelos, no ya en su mal latín, sino en un inglés populachero, vigoroso, que se prestaba mejor para su irreductible vocación polémica. El éxito que obtuvo lo impulsó a intentar la traducción de la Biblia, para darla a los fieles como la única e infalible regla de su conducta. También esto era un atentado a los privilegios de la Iglesia, que había combatido siempre las versiones de los Libros Sagrados en lengua vulgar para reservarse el monopolio de su interpretación.


Cuando se ocupaba de esta tarea, el Papa Urbano VI lo convocó a Roma; pero la muerte no le dio tiempo a desobedecer. Wycliff se había instalado en la ciudad de Lutterworth en Leicestershire, y envió tratados contra los monjes y Urbano VI, ya que este último, contrariamente a las esperanzas de Wycliff, no había resultado ser un papa reformador. Los logros literarios de los postreros días de Wycliff, como el "Trialogus", se encuentran en la cima del conocimiento de su época. Su definitiva obra, el "Operis Evangelici", cuya última parte llamó de manera característica "Del Anticristo", quedó inconclusa. Mientras estaba diciendo misa en la iglesia parroquial el día de los Santos Inocentes, el 28 de diciembre de 1384, sufrió un derrame cerebral y murió al finalizar el año, 31 de diciembre de 1384  a la edad de 56 años.

Todo cuanto había empezado permanecía inconcluso, pero nada se perdería. Sin la revolución que había empujado al nuevo rey Richard II y a las clases privilegiadas a hacer causa común con el alto clero, seguramente Inglaterra se habría separado de la Iglesia un siglo y medio antes. De todos modos, Wycliff le facilitó el camino. En su teología se anticipan muchos elementos de la futura Reforma de Martin Luther -Lutero-: la predestinación, la negación de la transubstanciación en la Eucaristía, la negativa a admitir que el sacerdote es un insustituible intermediario entre Dios y los fieles, y, finalmente -decisivo elemento de victoria-, la afirmación de la ilimitada soberanía del Estado laico en el campo temporal, su derecho a no pagar tributos y a nombrar sus propios obispos. Estaba claro que en lo sucesivo los rebeldes a la Iglesia podrían contar con el apoyo del Estado, al menos en los paises donde el Estado estaba en Gestación. La excomunión no los convertía en "apátridas" En lo sucesivo podían desafiarla.