viernes, 25 de mayo de 2012

Vísperas Sicilianas




Autor: Tassilon-Stavros


**********************************************************************************

 VÍSPERAS SICILIANAS


 **********************************************************************************



En Malatesta Agrippina, hija de Malatesta Punzzéto, la honra era como un áspero manto envuelto, un tanto a su pesar, en torno del cuerpo. Había bastado una intensa mirada de hombre para que su honor quedara atrapado como un insecto en el fino tamiz de una tela metálica, ligero en su caída, revoloteando y sin lograr ya alzarse del suelo. Agrippina vestía las acostumbradas ropas sombrías y tristes de un luto eterno por la madre muerta. Y el color cobrizo de su rostro, abrasado por el sol siciliano, parecía un fruto extrañamente exótico, jamás expuesto por completo a la vista de los hombres, oculto así a todas las miradas en el rincón sórdido de la casona rural que habitaba junto a su padre. Y ahora, sobresaltada como quien es despertada bruscamente con un asombro rayano en el terror, un hombre la había observado profunda y voluptuosamente durante algunas celebraciones de santoral, incluidas las misas domingueras, despertando en ella unas emociones dormidas. Nadie podría hacerse una idea de lo que había sufrido con aquellas miradas lascivas, mientras su piel llameaba hasta la planta de los pies, y sus dedos, al abandonar la iglesia, parecían no querer obedecerla.

Pero aquel hombre que hizo nacer en ella el loco deseo sentimental de la primera caricia en su piel, se había esfumado de repente. ¿Había, pues, recobrado Agrippina su calma habitual de siciliana honesta, cuya existencia no era más que orden y respeto al honor inquebrantable de los Malatesta? ¡No! Su existencia, en aquellos momentos, no era más que una agitación dolorosa que rompía en menudos fragmentos sus ocultos sentimientos. Y de nuevo volvía a verse a sí misma como lo que en realidad era y había sido durante sus treinta y un años de vida: un cuerpo de mujer suspendido en el vacío. Una inmaculada sombra atrapada en aquel mundo íntimo y familiar formado por padre e hija donde la honra pervivía como arrodillada ante una tumba, larvada en el fuego devorador de la  decencia, y moría de tedio como la llamarada de una brasa ardiente.

En consecuencia, aquella tarde Agrippina no conseguía definir la calidad de la emoción a la que estaba cediendo. Pese a todo, no dudaba ni un instante de su ejemplar rectitud moral, mientras forjaba con la masa harinosa del pan un pequeño monigote de precisas formas masculinas. Luego clavó en su parte más carnosa un afilado cuchillo. ¿Fría sequedad de corazón o exceso de pasión? Entre ambas explicaciones, Agrippina no sabía cuál elegir. Únicamente pronunció un nombre, misteriosamente evocador: “¡Nicolo!...” Y acezante, cerrando los ojos, añadió: “¡Asesino!”, sintiendo que un ardor insoportable se adueñaba de ella, al que se unía el calor reinante en la cocina, y le turbaba la cabeza como un brusco incendio de intensa vitalidad. Dejó caer el punzante cuchillo una vez y otra sobre el pobre monigote, mientras el jadeo le levantaba no sólo el pecho sino también el vientre. Y siguió observando, inmóvil y rígida, el monigote de harina, mientras el cuchillo seguía suspendido en el aire: “¡Nicolo!... ¡Asesino,... asesino!” Aquel nombre, que volvía a ella como un eco viviente de los lejanos campos abrasados por el sol,  aunque parecía  arder también en la  fogata de la cocina, rehuía no obstante, con su sonoridad acechante, el horno donde se cocería el pan. Las mejillas de Agrippina temblaban ahora, presa toda ella de un violento sollozo que apenas lograba reprimir, pese a mantener los temblorosos labios fuertemente apretados. Y la figura del hombre seguía su avance imperturbable hacia ella: “¡Nicolo!”... Se sonrojó hasta las cejas. Y aunque ahora trataba de mantener los ojos bajos, la imagen emergía frente a ella, viril, áspera, toda músculos,... y aquellos pantalones montañeses que recubrían cuidadosamente los rasgos más íntimos de su cuerpo, y aquel pecho que la camisa apenas recubría, ofrendando una carne que brillaba al sol como una tentación hecha de vello negro. Agrippina, mujer virtuosa y beata, pero vital; una especie de mártir, nunca amada ni deseada, se abrasaba antes de morir soñando con aquella imagen que participaba de la misma naturaleza arrogante y escasamente platónica de los Malatesta en una mitad; y en la otra, de un mundo diferente, ilícito, orlado por el deseo carnal.

-Hija,  ¿estás en casa?-

La voz de su padre la estremeció, pero no soltó el cuchillo. Debía volver a las cosas del mundo positivo. Esperó a que su padre penetrara en la cocina, y lanzó una última mirada inquietante al esperpento harinoso que parecía haberle dejado una especie de quemadura ardiente entre las manos. Sus restos formarían parte muy pronto de la gran masa rehecha que el horno habría de dorar: “¡Nicolo, asesino... que el fuego te devore!”, murmuró todavía, mientras seguía aguardando, intrigante, a que su padre lo viera..

-¡Hija!

-¡Padre!

-¿Quién es ese hombre?

Agrippina no pronunció ni una sola palabra. Fingió entregarse sin defensa a la estupefacción que parecía derribar moralmente a su estremecido padre. Y sudorosa, adoptando un aire maligno, trató de ocultar entonces el sajado monigote.

-¿Por qué lo escondes?- la voz ardiente de Malatesta Punzzétto se precipitaba en un vértigo de sospecha, mientras clavaba sus ojos en el muñeco acuchillado- ¿Quién es ese hombre?

-¡Nunca se lo diré!...- repuso Agrippina, sombría y violenta- ¡Sólo me queda quemarlo!

-¡Dímelo! ¡No puedes esconderlo!... Dame ese muñeco.- Malatesta Punzzétto tomó entre sus manos lo que restaba de él- Dime quién es. ¡Habla!

-¡No!

-¡Dímelo o te mato!

Agrippina fingió un nuevo sentimiento de pánico. Disfrutaba con el gruñido apocalíptico que su padre lanzaba hasta el fondo de sus orejas enrojecidas. Y exclamó:

-Aunque me arranque la lengua o las serpientes me coman las entrañas o me partiera un rayo, ¡no hablaré!

Malatesta Punzzétto estrujó con sus manazas campesinas el monigote y lanzó la masa informe al interior del horno. Agrippina siguió el acto de su padre con mirada extraviada.

-¿Así que no quieres hablar?

-¡No!

-Hija mía, eres orgullosa y noble como tu padre. Pero eres cabezota- rió Malatesta Punzzétto- Tan testaruda como una mula. Una verdadera Malatesta. Está bien.

De pronto, sobre el rostro de Agrippina pareció mostrarse una aureola que evocara la irresistible pureza de una imagen nunca profanada. Y antes de que su padre desistiera definitivamente de su pesquisa y abandonara la cocina, repitió con voz sumisa:

-Padre.

-Hija.

-Si quiere saberlo, le diré lo que me ha hecho.

Las palabras se deslizaron con un deje de despecho. De no ser así habrían olido demasiado a hipocresía.

-Estoy escuchando- repuso Malatesta como quien no ha tenido tiempo de detener un golpe, mirando largamente a su hija.

Agrippina jadeó, y habló ahora con voz sombría, impaciente, aunque con el ritmo cadencioso del roncar del fuego:

-En el día de Santa Reparata, ¡él me miró!... Durante la misa en el día de Santa Capuana... ¡me saludó!

-¿Te habló?...- rugió Malatesta Punzzétto, que parecía ahora no poder respirar.

-¡No!, pero con la mano se tocó la gorra.- Agrippina fingía con la fría serenidad de una cobra.

-¿Cómo pudo hacer eso? ¡No es posible!...

Una intenso furor se adueñaba nuevamente de Malatesta Punzzétto, mientras su hija desempeñaba a la perfección su papel atormentador.

-Es posible, ¡sí!. Y en el día de San Calogero me guiñó el ojo...

-¿Tu ojo?

-¡No!, el suyo... Un mensaje.

-¡Santa Rosalía de Monte Pellegrino!- se llevó las manos a la cabeza Malatesta, destrozado como después de una noche sin sueño.

-Estaba tan turbada que no pude descansar hasta el día de Santa Restituta, cuando lo vi en la plaza de San Arcangelo Piacentini entre una gran masa de gente, y a lo lejos ¡me hizo un gesto!.- Agrippina, rijosa, formó un círculo con dos dedos de la mano derecha, e introdujo otro de la  izquierda en el mismo- ¡Un gesto como éste!

-¿Y tú lo tomaste como un gesto de unión?

-¡Absolutamente! Así lo consideré... Pero cuando me vio en el día de Santa Cátara, salió corriendo. Desde entonces me evita. Y no he vuelto a verlo ni a sentirlo. Estoy desesperada, padre. ¡Estoy desesperada!- se derrumbó por fin Agrippina, golpeándose el rostro con las palmas de las manos.

-Ahora comprendo por qué estás tan delgada y seca.

-¡Siento que estoy a las puertas de la muerte!, como mi querida Santa Teodolinda de los Siete Dolores. ¡Me traicionó! ¡Falso... falso seductor!

-¡Su nombre, hija, su nombre- Malatesta lo buscaba ya con la mirada perdida a lo lejos.

-¡No, no!... ¡Nunca!

-¡Dime su nombre o te mato!

-¡No, no, nunca saldrá de mi boca! ¡Antes muerta!

-¡Te sacaré el secreto de esa cabeza orgullosa, dura y noble!- alzó Malatesta el puño, y abandonando la cocina, masculló: -Eres como yo...

-¡Padre!- llamearon de nuevo los ojos de Agrippina, creyendo que su padre, finalmente, desistía.

-¡Hija!

-Si insiste, se lo diré.

-Estoy escuchando.

-El nombre de ese grandísimo monstruo es... Nicolo- fingió Agrippina librarse de aquel peso que le aplastaba la conciencia.

-¿Qué Nicolo?...- se oyó la respiración furibunda de Malatesta.

-¡Perdóname, Santa Madre!- se lanzó Agrippina hacia una  venerada imagen domiciliar de la Virgen, besándola repetidamente.

-¿Qué Nicolo?...- zarandeó Malatesta a su hija.

-Es de Basilico, en Schiroccia... ¡No diré nada más, ni aunque me arranque la lengua!

-Entonces es Paluzzio Nicolo- golpeó Malatesta la pared con desesperación.

 ... Y corrió la sangre de nuevo en la levantisca isla. Los Malatesta llevaron rápidamente, por su cuenta, una política de “vendetta” contra los Paluzzio. Padres, hermanos, primos, cuñados, y algún integrante inesperado de la familia se dejaron arrastrar por su propio orden primitivo y tribal, trastornándolo todo. La reacción fue los suficientemente violenta como para demostrar esa conciencia nacional siciliana en nombre de la cual el honor se consolida bajo la guía espiritual del asesinato. Malatestas y Paluzzios se emplearon en un exterminio de “Amor che nella mente no mi ragiona”, sin atenuantes de ningún género. Malatesta Agrippina, si todavía guardaba algún rencor al occiso Paluzzio Nicolo, sintió que se le esfumaba ante aquella pública confesión de amor familiar, que, al mismo tiempo, constituía una  espléndida réplica a las “miradas maliciosas” del hombre que fingió desearla una aciaga mañana de Santa Reparata. Y en esto, todas la mujeres son mujeres, incluidas las destinadas al Paraíso.

Malatesta Agrippina se rasgaba ahora el negro velo que cubriera aquel rostro abrasado por el devorador fuego siciliano de la honra; cualidad, a fin de cuentas, que nada tenía de excepcional, ya que era precisamente ese hechizo el que arrebataba al macho isleño hacia una especie de mágica embriaguez. Y es que también todos los hombres son hombres, incluidos los destinados al Infierno de Dante.

El prolongado aullido de Malatesta Agrippina, frente a los cadáveres familiares y sus plañideras correspondientes, ponía la carne de gallina hasta en las mejillas:

-¡¡Padre!! ¡¡Hermanos, cuñados, primos,... amigos!! ¡¡Todos se han matado,... todos están muertos!! ¡¡Nos habéis dejado solas para que lloremos por vosotros, plañideras de tanto horror!!... ¡¡Padre,... hermanos, primos, cuñados, amigos!!... ¿Por qué? ¿Por qué toda esta sangre? ¿Quién ha sido el culpable?... ¿Qué será de nosotras, hermanas, primas, cuñadas, amigas? ¡¡Santa Teodolinda de los Siete Dolores,... mira a tus siervas, tus inocentes siervas, estaremos de luto el resto de nuestras vidas!! ¿Y por qué? ¿Por qué?...










miércoles, 2 de mayo de 2012

Retablo Kiowa -III-







Autor: Tassilon-Stavros




*************************************************************************************





RETABLO KIOWA -III-






*************************************************************************************

Todo aquel inmenso territorio se hallaba custodiado por las tribus Kiowas. Rubén Zacarías salía a campo traviesa acompañado de Chucho, su perro. Por aquel entonces mantenía ya algún tipo de esperanza, aun sin saber bien en qué. Desde el pequeño porche de su cabaña veía pasar aquellas comitivas alarmantes y silenciosas de los indios. Pero lo cierto era que las expresiones de los Kiowas no parecían adustas. Si hubiesen querido acabar con él, habían tenido ya mil oportunidades. Los Kiowas mantenían ante Rubén aquella especie de actitud misteriosa que (por los hábitos de violencia achacables a las tribus autóctonas, entre las que se contaban, además, los Cornejas -Crows-, los Cheyennes, los Sioux, los Ojibwa, y los Comanches) llevaba implícita, sin arriesgar nada, toda iniciativa de aniquilamiento (o voracidad ante la muerte, como aseguraban los saqueadores blancos de los primeros territorios indios), por lo que habría sido un auténtico suicidio hacerles frente. Por vez primera, comprendió Rubén que el indígena, al que, por la naturaleza esquilmadora y falta de escrúpulos de los pioneros blancos, había que aborrecer y combatir invariablemente, no era siempre el enemigo genuino y sanguinario, codicioso de la cabellera del invasor.



En los territorios ocupados los hechos sangrientos se contaban a cientos desde tiempos pasados. Pacíficos emigrantes, hombres prudentes que jamás habrían desafiado las fuerzas aborígenes ni creado atmósfera incómoda a los indios, pero que habían acabado por rendir sus esperanzas y su alma en una guerra abierta entre indefectibles hechos de sangre, porque aventureros de toda laya y gentes de horca, bien armados y pertrechados, extendieran al mismo tiempo sus pupilas de animales carniceros frente al violentado espacio de aquellos indígenas aguerridos. Desde la antigüedad la hollada naturaleza de la tierra ha respondido al hombre que la pisotea con tan angustiosa pesadilla como la que comporta cualquier tipo de barbarie dominante y devastadora, al tiempo que aquél (muchas veces contra sí mismo) ha ido imponiendo sus leyes y sus armas. Y en consecuencia su incongruente grito de contento acostumbra a conducirlo, por lo general, hacia el odio, la sangre y las más irracionales carnicerías. Pese a todo, como suele suceder en todo clima humano en el que impera la búsqueda de nuevos horizontes y se prepara para su conquista, tanto los más fuertes como los más débiles, acaban perdiéndose en él. El hombre blanco, al movilizarse en aquellos grandes territorios, trató de imponer sus nuevas leyes, sus costumbres, sus prejuicios, incluso un dios sanguinario, lo cual significó una nueva guerra llevada a un país y a unos hombres que desde un tiempo inmemorial vivían de un misterio todavía indescifrable y de una armonía con la naturaleza que los circundaba. Mas siempre es difícil para los pueblos aceptar nuevas leyes; se necesitan siglos, y pese a cambiar hasta cierto punto en su aspecto exterior, en el fondo de los corazones suele conservarse el recuerdo de las viejas leyes.

Rubén Zacarías, sin armas, no se mantenía en la inacción. La experiencia pacífica que, a distancia, mantenía con los Kiowas, le había conferido nuevas fuerzas. Tendía sus trampas para capturar conejos sin poder osar a empresas más arriesgadas como habría sido la caza del búfalo. Al estilo de los mexicanos, y cuando hablaba con Chucho, llamaba a su pequeña choza mi "ranchito". Hombre y perro eran inseparables. Recorrían el valle a cuerpo descubierto. Salvo los rostros cautelosos y atisbadores de los indios, las indomables manadas de caballos y las testuces precavidas y abundantes de los búfalos, todo aquel pequeño universo primigenio que le rodeaba semejaba al mismo tiempo un campo gigantesco sosegado, silencioso y acogedor. En su trato con los peligrosos apaches de Mexcalero, nómadas y asoladores de cualquier territorio, y que siempre avanzaran en busca de alimentos allí donde los hubieran, completó Rubén su adoctrinamiento en desatadas locuras de dolor y sangre, pero también en otras habilidades y nociones que ahora, en su soledad, le llenaban de satisfacción: como arrancar el fuego a la Naturaleza con los recursos que el transmutado follaje ponía a su disposición; confección de ciertas armas primitivas...

Y así, en su aislamiento, liberada su imaginación, controlaba los más insospechados pormenores que el generoso valle le ofreciera. Ingenió cierta especie de hacha de cuarzo, que recordaba a las prehistóricas segures de sílex, y que le permitió reforzar con ennegrecidos troncos su ranchito; y un par de pequeñas lanzas para la caza, que utilizaba con ojo sagaz. Muchas veces, con instintiva admiración, observaba aquellos extraños acantonamientos Kiowas, tan bien organizados que sus habitantes semejaban ancestrales y recatadas criaturas, muy alejadas de la cruel frialdad asesina y del ulular amedrentador que, al igual que hechiceras histéricas, solían emitir en sus ataques los mexcaleros, chiricaguas, apaches y navajos que habitaran las fronteras mexicanas.

Para desafiar con éxito el invierno que se avecinaba, anduvo Rubén algún tiempo calculando cómo emplear sus propias fuerzas frente al enemigo climático. Cubrió cuanto le fue posible la endeble techumbre y las pequeñas empalizadas exteriores. Su ranchito pasaba a convertirse en pequeña fortaleza capaz de salvaguardarlo de las inminentes lluvias y más que probables nevadas. Rehuyó de nuevo el ataque abierto con los búfalos (merced a sus pieles, combatir el frío habría resultado menos duro), pues, dada la precariedad de sus armas, no había que hacerse ilusiones. Podría verse medio asediado por los lobos, y acrecentó sus cacerías y acumuló cuanta leña pudo conseguir, todo lo cual haría que su situación y la de Chucho fuese más que segura durante el crudo invierno del valle.

Una mañana, con las primeras nieves, halló frente a su ranchito una magnífica piel de búfalo. Vivamente emocionado, aceptó Rubén el ofrecimiento de aquellos vigilantes a los que también él acechaba.

-Ansina parece no más que estos inditos se decidieron a no madrugarnos, ¿eh Chucho?- comentó Rubén.

Perro y amo. Dos sentires inherentes. La expresión vivísima de la fidelidad animal le seguiría siendo adicta incluso hasta después de la muerte, pensó Rubén.

-¡Me dejaste a "mersed" de esos pendejos!

Su muerte había llegado a hacerse tan verosímil, que todo cuanto ocurría a su alrededor se hacía irreal. La alta fiebre le impulsaba a no creer en lo que tenía delante. Dos mujeres Kiowas: una le abrigaba, otra le daba a probar una sopa picante y caliente. Ambas se le acercaban confiadamente, sin comprometerse con palabras ininteligibles. Y luego le observaban con fijeza, sin pestañear, mientras Rubén, hambriento, débil y calmoso, aceptaba el ofrecimiento de aquel alimento desconocido que parecía rastrear el ramaje deshojado de su estómago, concediéndole nueva savia a su sangre. Una parte del muro de troncos del ranchito se hallaba cubierta con enormes pieles de búfalo. Apenas si entraba la luz. Y la pupilas observadoras de Chucho, tumbado junto a un reciente fuego interior, sin temor ninguno a los nuevos habitantes de la cabaña, se adhería, en una paz idílica, a la orden de Rubén, cuyos gestos tantas veces le habían repetido que se quedara a su lado.

Aquella embriaguez febril de Rubén lo mantuvo varios días sumido en tremendos desvaríos espontáneos y pueriles de habla española a los que, entre paréntesis de silencio, los guerreros Kiowas que rondaban el ranchito atendían con curiosa deferencia. Curadas sus fiebres, enflaquecido y barbudo, se admiraba Rubén de la paciencia y del candor aniñado de las mujeres Kiowas, que, alimentándole, le habían ofrecido a un tiempo el mudo consuelo que tanto había necesitado. Nunca, hasta entonces, había reprimido Rubén sus expansiones sexuales, a cuya necesidad había recurrido regularmente de forma peregrina. Inspeccionaba ahora el cuerpo de las dos hembras indias y surgían sus viriles anhelos soterrados. Observaba con cierta codicia las redondeces femeninas. Las dos mujeres que le cuidaban se movían con jovial confianza ante Rubén. Todo el pueblo Kiowa parecía serle adicto ahora, después de haberle arrancado de las garras de la muerte. Los indios parecían tenerlo todo calculado. Aquel hombre blanco no representaba ningún peligro, pero era un ch'i (hombre), y los Kiowas no se tomaban los transportes sexuales a la ligera.