martes, 19 de octubre de 2010

En los sueños






Autor: Tassilon-Stavros








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EN LOS SUEÑOS


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No pongo vallado a mi ser, pero me entrego a los sueños, donde me oculto solo y ávido, libre como las olas, en un extraño viaje sin objeto y sin fin. La claridad olvidada del día, siempre reinante al borde del mar y de los desiertos, anduvo de nuevo llamando a mi puerta, exaltada en el paisaje. Y saciada de nubes, me buscó extraviada, antes de que yo me embarcara en mi nocturna y protectora nave. Y vuelve, vuelve siempre a esta tierra mía, desnudando ante mí los muelles o duros susurros que siguen brotando en el aire del mundo. Y yo, que ya no me alimento de sus prodigios de diosa, sigo mendigando los astros. Y ella, a mi puerta, sigue esperando, cansada, como el vuelo incesante de un ave.
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Voluta de membrana luminosa, aunque se abran tus velos en las luces mañaneras, vana es tu persuasión. Ya te di mi grano de trigo y te tendí mis brazos vehementes. Déjame ahora en el reino de mis sueños. Mi gozo es esperar que se marchiten los vislumbres del crepúsculo, porque la vivacidad y la atmósfera de los corros de gentes rehuyo. Sus pompas, tumultuosas y rituales, ya no me tientan, ni alzo mi voz en rutas irresistibles, ni lloro por los emblemas que atormentaran mis días enardecidos. Y me aparto de las rutas que dominan el mundo, como una imagen sin pensamientos entre diminutos resplandores de los que, en buena hora, aparté resabios y pasiones. Y otra vez me oculto en mi noche de cánticos, en mi hontanar somnoliento, en mi cautiverio tierno bajo los gavilanes de marfil de mis cielos encendidos.
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Si bajas de tu trono, dádiva del día, y te vienes a mi puerta, búscame en los sueños, una vez la tarde que palpita se apague ocultando los confines. No me duermo por vanagloria, ni por mis culpas, ni por los textos donde dejé mis ojos enfermos. Tolera que me escape de noche y que recorra marismas, cuestas y prados. Mas no me llames espectro, porque resucito entre mis alucinados parpadeos de estudiante, y en las memorias felices de mis días de salud. Quiero avanzar desnudo y sin impedimenta. Déjame dormir cincelado por la luna del camino. Y que sigan formando las palabras mi cortejo de júbilo mientras vuelo de nuevo, soñando, en el carro impetuoso de mi juventud.
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Yo sigo adormilado en un disimulo secreto; y tú, nimbo solitario y celeste, como si acecharas la soledad humana, arrastras las últimas honduras y los vestigios de la noche. Tu escudo candente impele de nuevo los afanes de los hombres. Y dejas tu oro en el dintel de mi puerta. Pero no has de herirme ni caeré de nuevo besando la tierra. No niego tu divinidad ni te ofrezco una mueca rencorosa. Pero déjame en mi terquedad, en mi amplia noche de servidumbre, mientras el cielo se incendia de luna, como si persiguiera antorchas de estrellas que se compadecieran de mi sombra. Tan sólo me recojo en mi último cautiverio, duermo en un albergue de recamado pórtico, y otra magia unge mis ojos. Y si me pierdo en nuevas rutas de exaltación y complacencia, únicamente los sueños acogen mi imagen descolorida, mi humanidad primitiva, la quimera que me alimenta, la soledad interior que nadie nombra.

jueves, 7 de octubre de 2010

El gran secreto de H. G. Wells Parte II -IX-






Autor: Tassilon






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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -IX-


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"... En efecto, dicho escrito llevaba implícito, además del tono feroz y cruel que no parecía haber abandonado a Hyde, la más certera actitud reprobatoria en cuanto concernía a mi ingrata conducta. Y naturalmente una acusada resolución por herirme haciendo mención a las grandes sumas que yo le adeudaba y que me habían permitido subsistir desde que, en 1887, perdí mi beca en el Royal College de Ciencia, y mis posibilidades de supervivencia quedaron completamente mermadas. Hasta el caserón que habitaba pertenecía a Louis Jekyll (mi bondadosa y fiel ama de llaves, Mrs. Higgins, no percibía tampoco, desde hacía mucho tiempo, el menor devengo -que jamás reclamó- por su consagración al cuidado no sólo de mi persona sino de mi absurdo santuario doméstico. Sus únicos ingresos, que en cientos de ocasiones compartiera conmigo, provenían de una ínfima renta ahorrativa que le legara su difunto esposo). Apartándome del escenario de las fechorías asesinas de Louis, caía yo mismo en un nuevo estado de desvalimiento, pues fueron los provisionales préstamos, siempre substanciosos, de mi odioso compañero (hombre adinerado, heredero de una suculenta fortuna familiar que él disipaba a placer con sus investigaciones, ediciones literarias, y molicies depravadas), los que me habían permitido, durante aquellos últimos años, no hundirme por completo en la más angustiosa de las estrecheces. Ominosa supervivencia la mía, no voy a negarlo. Me constituí en una especie de anacoreta, al tiempo que protegido por un monstruo, árido, escéptico, casi despótico (muchos me apodaron "Wells el teatral"), y terreno, no tan sólo por mantener mi amistad con Louis Jekyll, amistad que en todo momento hubiera debido conjurar como si se tratase de una relación con el mismísimo demonio, sino por declarar constantemente y sin tapujos que la vida terrena era la única realidad para el hombre, y que el infierno estaba representado por la "buena salud" de la que tanto alardearan los conservadores, adinerados y predilectos habitantes de la invicta Inglaterra Victoriana. Tras consagrarme a mis profundos estudios científicos (como Louis se entregaba a su literatura aventurera y a sus desquiciadas investigaciones y descubrimientos químicos), me apartaba del mundo (un mundo que, como yo había repetido en cientos de ocasiones, avalaba mi tesis despreciativa), y renunciaba así a las formas exteriores de aquella vida londinense detestable, únicamente concentrada en la ostentación jactanciosa, para mí vulgar y hueca, de su preponderancia social y enriquecida, en busca siempre del arriendo temporal de la adulación, pues cuando se trataba de incensar a su endiosada aristocracia, los londinenses de entonces, incluso el pueblo bajo, tosco y no menos terreno, tampoco se hacía de rogar. Londres se hallaba en decadencia, no era más que una ruina solemne que, no obstante, se preciaba de gozar del Gobierno más fuerte, poderoso y rico de Europa, y, por supuesto, de la garante aceptación de sus súbditos. Inglaterra, potencia económica y política que fruncía la nariz al percibir el hedor de cuadras que emanaba el pueblo bajo, y cuyo rancio linaje, extravagantemente ennoblecido, contenía su aliento dominado por el orgullo de casta y por su preocupación de prestigio, sazonando su blasonado gallinero (me burlé yo infinidad de veces) con la aplicación metódica de sus horas de té. Herbert George Wells no sería jamás admitido en la acción político-social de un mundo de intransigencia y estupidez que aplicaba el garrote y la cruz a toda posible disensión frente al autoritarismo acreditativo de los llamados Grandes de Inglaterra y su Parlamento. Así lo expuse yo también en repetidas ocasiones en aquella especie de "Sociedad de las Torres Florentina" (la bauticé, en recuerdo de la monopolizadora autoridad de la Florencia de Dante) que era la Debating Society, donde aflorara tan recalcitrante aristocracia londinense como la que era capaz no sólo de conjurar, sino de exorcizar mis peligrosos estudios o posibles descubrimientos científicos. "La Debating Society te expulsa como único remedio para salvar la diplomacia arrogante de sus prerrogativas contumaces", había asegurado, y he de reconocer que no se equivocaba, mi, por aquel entonces, democrático, incondicional y generoso amigo Louis Jekyll, que jamás había deseado pisar sus salones (pese a que él mismo fuera uno más de esos altivos reaccionarios). No obstante, yo sabía que una mínima parte de aquella burguesía acomodada no se sometía a las cuestiones diplomáticas impuestas por el Gobierno Monárquico y Parlamentario. Muchas figuras representativas de una ideología democrática que no se daba por satisfecha y prefería mantenerse retirada de aquella especie de "Liga de Maestros Menores", magnates reverdecedores de la aristocracia Victoriana pronta a entrar en el ya irremisible declive político y económico de la Inglaterra de las castas, patrocinaba sus disidencias y oposición a la misma. Entre ellas se movilizaba, para mi contento, la pequeñísima formación de mis únicos amigos. Última vela encendida que me abriera sus puertas, y que no creían en un Herbert George Wells cautivo de algún desequilibrio psíquico. Compañeros en rebelión contra la insoportable y aristocrática fanfarronería de sus epígonos londinenses, y que no conferían a mi entrega por la ciencia ni contradicciones ni penumbras, antes bien reafirmaban junto a mí su supremo liderato... Los siguientes acontecimientos iban, por tanto, a centrarse de nuevo en la figura de Louis Jekyll. El apuesto, despreocupado, galante y espléndido Louis Jekyll Stevenson. La breve correspondencia que hizo llegar hasta mis manos era, no obstante, apropiada tan sólo para la clase de emociones que movieran, antes y después de su desaparición, al fantasmal Hyde. Se centraban únicamente en el punto que más le dolía: sus impulsos delictivos sobre los que ya no podría mantener jamás el menor autocontrol. El mal coronaría muy pronto sus noches. Y por medio de su siniestra invitación trataba de contagiar nuevamente al antiguo compañero. Especulaba con mi amistad de modo teatral, como si el tiempo pasado y sus horribles crímenes hubiesen sido tan sólo una historia convencional que nada ni nadie pudiera censurar. ¡Pobre dramaturgo que, lejos de elevarse, se rebajaba ahora, pese a su capciosa nobleza, al decadente y relegado científico incomprendido que era Herbert George Wells! Sin embargo, su vuelta no había dejado de asestar el ya postrer golpe de gracia a cuanto horror despierta en nosotros toda idea de bajeza. Hyde volvía de sus profundas tinieblas para convertirse de nuevo en un árbol azotado por la tempestad. Yo podría aceptar cierto discernimiento especial, una capacidad de distinguir cierta relación de decoro moral en Louis Jekyll, conocido personaje todavía virtuoso, bien que por defecto y ceguera de la sociedad que le rodeaba. Pero en las palabras que ahora me transmitía a través de su nota se vinculaban las concepciones de sus dos personalidades. Pronto resultaría imposible descomponer entrambas partes: Jekyll y Hyde, puesto que el pensamiento y la idea, el impulso y el acto habían dejado de entenderse. Ambos habían dejado de reconocer los límites. En una palabra, la condición primera de la búsqueda científica de Jekyll había desembocado en un único principio: el ya irreversible Mal por antonomasia... No me perdería en más razonamientos. Jamás contestaría a ninguno de cuantos escritos siguió enviándome. Pero debía tener cuidado. La exasperación encubierta de Louis Jekyll no podía ser atacada. Sus pulsaciones enfermizas vivían ligeramente absorbidas por sus prerrogativas adineradas, por su importancia social. Londres desconocía al asesino somnoliento. No obstante, Jekyll-Hyde y Herbert George Wells vivían enfrentados por una distancia tan endeble que no tardaría en desencadenar sobre ambos nuevas imprudencias. Jekyll imploraba y Wells seguía rehuyendo la esclavitud... La siguiente nota me hizo temblar en el silencio. No daba crédito a lo que leía. Una oleada de repugnancia me invadió: Louis Jekyll comunicaba a su "gran amigo Herbert George Wells" su próximo enlace matrimonial con Miss. Beatrix Emery, hija de Henry Emery, uno de los más honestos y preclaros diputados del Parlamento Londinense, joven de extraordinaria belleza, excelente reputación, y cuya dulzura e inocencia brindaban uno de los más exquisitos ejemplos éticos frente a la inclemencia social del gran Londres. Era la suya, pese a su juventud, una de las más celebradas y bienhechoras influencias ante las orgullosas espirales de una sociedad cuyo despotismo no concedía más calor que el que ofrendara la asfixiante púrpura de su occidentalismo superior y grandilocuente. Por ello mismo, no pude evitar un recuerdo angustiado hacia la última víctima de Hyde: la prostituta Yvy Peterson. ¿No acabaría tarde o temprano la joven Beatrix Emery corriendo la misma suerte, desconocedora del monstruo que se ocultaba tras la seductora imagen de Louis Jekyll?... Unos días más tarde, Mrs. Higgins me anunció la inesperada visita (¡finalmente se había decidido a aparecer de nuevo ante mí!) de Louis Jekyll. Era una mañana lluviosa, de frío intensísimo, y yo me había refugiado en mi pequeña biblioteca junto al reconfortador fuego de la chimenea. Últimamente, casi no dormía. Me acuartelaba en mi laboratorio. Mis noches no poseían más horizontes que los que yo confería a mi proyecto. Rehuyendo el sueño, mi mente, que había cedido ya por indiferencia, ya por desidia, repugnancia u odio (por lo menos, así lo pretendía yo) al adocenamiento que al mundo proporcionaban "las cosas materiales", deliberaba, contendía, se extraviaba, mientras el resto de la humanidad comía, bebía, cantaba, rezaba o dormía. Yo continuaba mis estudios científicos. El único foco luminoso que irradiaba en mi existencia era el de aquellos contornos prodigiosos, ya casi definitivos, que había cobrado mi "Máquina del Tiempo". Para mí la ciencia estaba minada en toda Inglaterra. Mi época se resumía en un cataclismo. No quería saber nada más de nadie. Jekyll-Hyde también formaba parte de mi mundo perdido. No era más que un mar de tempestad con su flujo y reflujo de inmoralidad y maldad. Y pese a la repulsión que me había ocasionado el anuncio de su compromiso matrimonial, tampoco deseaba tener nada que ver ni con su persona, ni con su dualidad maléfica, ni con su pretendida labor en pro de la ciencia, ocupación esta de la que tanto solía alardear y a todas luces nefasta. Su vida intelectual -alguna novela de aventuras que había publicado unos años antes- tampoco había despertado jamás en mí la menor curiosidad. Y por fin, cuando lo tuve frente a mí, sufrí una tremenda incitación: le hubiera "echado a patadas" de mi gabinete (lo primero que hice fue ocultar a su mirada de buitre algunas de mis privadas correcciones, que se hallaban diseminadas encima de mi escritorio, sobre el proyecto que ocultaba en mi laboratorio). Nuestro reencuentro representaba un momento tan intenso de confusión, que no supe como allanar todas las dificultades que entrañaba. Louis vacilaba. Se hallaba helado y se sentó junto al fuego. Llevaba entre sus manos un manuscrito que yo, por supuesto, desconocía. Observó las llamas, fascinado e inerte. El manuscrito cayó al suelo, y ninguno de los dos nos molestamos en recogerlo. "¿No te interesa, verdad?", gesticuló con aire dolorido, "Pero es tu precio,... el precio que Herbert George Wells debe pagar a su benefactor Louis Jekyll". Su amenaza no desató en mí la menor inquietud. Conocía bien las miserables prerrogativas con que acostumbraba a barnizar sus pretendidos juicios de moralidad. Su amenaza era digna de esa engañosa ética. En Louis jamás había existido un cuadro de virtudes basado en la devoción y en la clemencia. Los rasgos caballerescos de su moral se basaron siempre en la venganza. Era su más violento culto. Con sus actos satánicos había pretendido crear historia. Pero su historia era robespierrista: un historiador sospechoso que, proponiendo un nuevo tipo de moralidad, se vengaba al mismo tiempo de ella, guillotinándola con sus tendencias autoritaristas sobre esa sociedad que formaran sus propios adoradores... No protesté. Me dirigí al ventanal tras el cual soplaba un viento áspero y helado. El cielo estaba gris como de costumbre en aquel árido Londres. Louis, ante mi indiferencia, temblaba de furor. "¿Ya no deseas mi ayuda?"... Le observé impertérrito. "¿Quién pide ayuda a quien, sino tú? ¿Has olvidado tu primer escrito, aquél en el que implorabas de nuevo mi amistad? Tan sólo te faltó ponerte de rodillas ante mí" ..."¡Tú sabes muy bien que no fui yo, Louis Jekyll, quien lo escribió!", se expresó efectuando un aspaviento avergonzado, "sino..." "Hyde, desde luego", no sentí el menor escrúpulo en dejarlo claro. Louis enrojeció, y tiró ahora del otro hilo, el más extraño, el que lo había llevado a presentarse ante mí: "¿No te interesa mi manuscrito?"... "No creo que seas capaz de inventar motivos capaces de interesarme"... Su dedo señaló violentamente el título del manuscrito que permanecía en el suelo. "¡Este argumento puede interesarte, te lo aseguro!", revolvió sus ojos contra mí; su voz poseía el arranque artificioso y absurdo de un confidente, la máxima perversa que tan bien describía el dramatismo de cualquiera de sus muchas intrigas. Tomé el manuscrito. Al leer su título, pese a mi estupefacción, traté de que en mi rostro no se dibujase la menor contrariedad, aunque, interiormente, para que negarlo, me avergonzaba la abyección monstruosa de Louis. Me observó con la misma furiosa atención de antes. "A quién crees que hará más daño cuando salga a la luz: ¿a ti o a mí?"... "¡Estás completamente loco! Dudo mucho de que te atrevas a publicar esta monstruosidad", declaré con un énfasis de total indiferencia, pese a que me invadiera de nuevo una oleada de repugnancia. "¿Tú crees? ¿Olvidas que soy un escritor ampliamente reconocido en toda Inglaterra? Mientras que tú...", sonrió radiante y virulento, "¿Qué has sido capaz de crear tú? ¡Tus absurdos y pretenciosos estudios científicos no han logrado interesar jamás a nadie! ¿Qué habría sido de ti sin mi ayuda... sin mi amistad, sin mi dinero? ¿Cómo puedes arrogarte el derecho, tú un pobre paria en esta Inglaterra coronada por la exigencia de la nobleza adinerada, a conceptuar mi último escrito como monstruosidad?". El rostro de Louis se hallaba nuevamente descompuesto, pero, pese a todo, me observaba con una especie de vago terror ante mi displicencia. "¿Qué otra cosa si no pueden esconder esas cuartillas nacidas de tu mente trastornada? ¡Pobre Jekyll, desgraciado Hyde!" Dejé caer de nuevo el manuscrito sobre el suelo alfombrado. El título del mismo resaltaba ahora frente al resplandor convulso que le conferían las llamaradas de la chimenea: "El extraño caso del Dr. Jekyll, George Wells y Mr. Hyde"..."

En aquellos momentos, varios selectores de imágenes y sensores acústicos de Clonic Science Institution captaban ya la irrupción de los cuerpos restrictivos Hyde, que, rebasando el área de seguridad del inmenso laboratorio, programado para defender la importante institución médica frente a cualquier previsible intrusión (y tras cuyos dispositivos salvaguardadores había concentrado su escasa fuerza la ya fracasada rebelión Albion), desbordaban con su espantosa presencia muchas de las galerías que conducían a sus laberínticas salas. Las patrullas Hyde habían iniciado su siniestro ataque en casi todas sus dependencias. La imágenes emitidas por la terminal procesadora dotada de un número infinito de ordenadores, y que ocupaba una de las más amplias zonas del gran centro investigador, mostraban con aterradora crudeza la masacre. No existía discriminación. Reverberaban las explosiones con una acústica horrísona. Los robóticos cuerpos restrictivos Hyde, una vez puesta en funcionamiento la estructura electromagnética que suponía la operación devastadora para la que habían sido creados, se transformaba en un embate destructor de proporciones apocalípticas; una arrasadora maquinaria pesada cuya prioridad absoluta era el fuego: los seres Albion, responsables directos del levantamiento, eran alcanzados y abrasados como antorchas en movimiento que buscasen una huida imposible en las profundidades de aquel laberinto monstruoso. La temeraria resistencia Albión acabaría allí, aislada, lacerado el proceso de su creación y nuevamente desterrado por la Superior Confederación Tecnológica de Krizalid Restricted Zone Bosswellyes el credo misterioso de su auténtica naturaleza.