jueves, 27 de diciembre de 2012

La huelga del panettone - II -

 




Autor: Tassilo-Stavros








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LA HUELGA DEL PANETTONE      - II -



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Los abogados

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Vivimos tiempos de zarabanda económica totalmente incontrolable. Ya los hubo. Y también con sus iterativas y nefastas multiplicaciones del número de parados. Y aunque siempre esperamos la revelación de la esperanza, mejor no retrotraernos a otras centurias porque se nos pondrían los pelos como escarpias. En consecuencia es más beneficioso para nuestra logística capacidad mental, casi siempre tan maltratada, que no nos pongamos tontos con aquello de que "quien olvida su historia"..., porque el mundo no la ha olvidado, y seguimos repitiéndola. En fin, que por mucho que políticos y economistas sigan insistiendo en que el pueblo llano es muy listo y que no se chupa el dedo, y que por eso se lanza a la calle a desgañitarse contra tanta corruptela, a reivindicar derechos que nunca se le conceden, y a amenazar con poner una nueva guillotina en la plaza de la Concorde o en la de Villatorta de Abajo, la teoría de estado del bienestar no sigue siendo más que una patraña secular, y la clase media siempre será un circo de peleles a los que únicamente mueven los hilos de los más afortunados, ya que no los del azar.

Quizás por todo ello, Malacozza Annunziata, pese a haber hecho la primera comunión a la tierna edad de doce años, nunca supo con seguridad qué era lo que Dios deseaba de ella. Y reflexiona que te reflexiona, sobrevive que te sobrevive, lo único que aprendió es que al parecer el tiempo sólo tiene sentido entre los linderos del dolor, circunscripciones estas que podían abarcar en la vida de cualquier ser humano amplísimas extensiones. Y su vida andaba sobrada de dicha vastedad. Por consiguiente optó por volverse atea. Eso sí, tuvo siempre muy clara en su conciencia la frontera entre el bien y el mal. Pero observando y observando el mundo del hoy y quizás previendo también el de mañana, ella, que siempre anduvo falta de temperamento contemplativo, no podía por tanto conformarse con ejercer de "mirona" ante ese sendero de la existencia donde tantas mujeres el único porvenir que lograban labrarse era, como decían las abuelitas, el de las labores propias de su sexo, y que dejaran a los varones barbudos, bigotudos, rijosos y peleones soñando con sus discursos sociales y repartiendo leña frente al duro camino de su vida efímera.

Annunziata tuvo que aprender, como gran cantidad de mujeres, que para desligarse de ataduras y otras clases de urgencias entre las que se contaban las buenas disposiciones para el hogar, había que ser viuda, y si a eso se le añadían tres hijos y un cuñado inservible, tenía que ponerse el mundo de los hombres por montera. Sí, por más que ese mundo, con sus estamentos, no tan sólo religiosos, sino socio-políticos, que tanto le había calentado el cacumen y hasta alguna que otra víscera, se empeñase en cantarle el manido salmo profético con temas de purezas anímicas (que no dejan de ser más que la  mugre ruin que se condensa en la prieta historia de las desmedradas crónicas humanas; y porque la mentira, en su fraude, suele poseer más racionalidad y sentido común), condenando nuestra primitiva inocencia con cuentos chinos a lo Kung Fu-Tse o a lo Jesusín del alma mía. Ella se hallaba ya en la encrucijada de todos los caminos terrestres. ¿Dónde estaban la leche y la miel? La maldad y las desigualdades jamás desaparecerán del esta tierra, los pueblos nunca dejarán de jorobarse unos a otros, y feliz aquel que algún día conozca un mundo en el que todos acabemos siendo hermanos, porque a semejante ensalada no la adereza más que el vinagre.

Y echando mano una vez y otra a su tronada filosofía proletaria Malacozza Annunziata no podía por menos que seguir reflexionando: "Ufa, yo, por lo menos, no he manchado mi vida con ninguna mala conciencia ni con ningún acto de esos que llaman criminales. Y una huelga justa cada año contra estos mafiosos vividores que nos chupan la sangre no puede ser considerada una mala acción, así que ¡un cuerno para el comendatore Favareto y para toda su camarilla de abogados gordinflas que nos arriman los estacazos injustos de sus códigos y para los lameculos asesinos como el Binladen!"

... El piquete femenino de la huelga parecía como aislado del mundo. Era como un pequeño batallón olvidado que adorase a un dios bárbaro, haciendo de la esclavitud económica su guerra, símbolo de una nueva fe que habría de mantenerlos en su puesto de combate noche y día, aferrado a otros ideales, y dispuesto a sustituir a los viejos dioses con la nueva doctrina de su lucha solitaria, entusiasta y reivindicativa. La Fábrica "Panettone Mimo" se hallaba cercada por una enorme verja que se levantaba ante las huelguistas como la muralla de un mal sueño, tras la cual no había ahora signo alguno de vida. La ventisca se había calmado y el cielo nocturno, pese a frío, empezaba a mostrar de nuevo su refulgente mosaico de estrellas. Parecía, pues, que el firmamento, con su negrura titilante, se abría tras la tormenta con miles de pequeñas antorchas dispuestas a interrumpir la pesadilla oscura y desamparada de aquellas mujeres decididas a soportar contra viento y marea los agitados acontecimientos en que se hallaban inmersas. Sus demandas, convertidas de nuevo en grandes dilemas ante los enigmas del destino proletario cuyo porvenir no puede nunca preverse, seguían buscando una respuesta o una pequeña ilusión capaz de abrir camino a una sencilla promesa de dignidad que las ayudara a seguir soportando la vida. Todos sabemos que el simple hecho de existir es ya de por sí un riesgo inhóspito, y por ello mismo hombres y mujeres siempre nos seguiremos viendo condenados a vivir en ese eterno siglo de la espera. No hay otra visión del mundo.

La noche fue muy larga y fría. El entorno aparecía iluminado por el fuego que las huelguistas, durante varios días con sus noches, procuraban mantener encendido en el interior de una de las cubetas metálicas que habían sustraído de la fabrica, antes del cierre de la misma (ahora a oscuras), y que se utilizaban para almacenar la levadura de los panettones. No obstante, perseverando con firmeza frente a aquéllos que no habían sabido escucharlas, vivieron de nuevo con emoción y cierto sentimiento de orgullo el retorno de la mañana. En ningún momento, durante las negras semanas de huelga, habían renunciado a la esperanza de que sus reivindicaciones económicas fuesen por fin aceptadas. "Paz y aumento de salario". Pese a todo, la paz, cuando se somete a una huelga, no es más que la paz bajo el miedo. 

Asomó tímidamente el sol. Hacia la zona izquierda aparecían antiguas dehesas donde, ya con la amanecida, empezaban a pastar, con su habitual parsimonia, muchas vacas y corderos; y hacia la derecha, al otro lado de la carretera comarcal proveniente de Torino, se abría una pequeña zona fabril donde se hallaba enclavada la Fábrica "Panettone Mimo". Las huelguistas desayunaron sus únicas provisiones: pan y queso, e ingirieron un hirviente café que ellas mismas habían preparado al calor del fuego. Torino, a lo lejos, parecía una ciudad perdida para siempre, desgajada de sus vidas como un mundo extraño que ya no podían reconstituir ni con el pensamiento ni con la imaginación. Frente a sus calles y monumentos, su esencia notable y su supuesta alegría de vivir, las ilusiones de los no privilegiados caían como plumas inútiles. Pero, pese al miedo y al frío, el paro fabril debía imponerse a los hombres que las explotaban, que por descontado seguirían mintiendo para obtener su triunfo. Y cuando, hacia las diez de la mañana, apareció un camión cargado de esquiroles (todo mujeres),  precedido por un cochazo en el que se acomodaban dos abogados del comendatore, cientos de piedras entraron en acción, arrancando los gritos de las ocupantes de la bandeja de carga posterior del camión. Una de las ventanillas del chasís se hizo añicos, y para que el enorme vehículo no avanzara, varias huelguistas, al grito de "¡No, no pasaréis, esquirolas de mierda!" se tumbaron sobre el asfalto helado frente a las enormes ruedas del mismo. El tumulto femenino, pese a hallarse agotado por tantas noches sin sueño, se unió como una roca inconmovible dispuesto a enfrentarse al canonizado organismo jurisdiccional a sueldo de Don Favareto. Fue toda una manifestación furiosa y amenazadora que encabezaba Malacozza Anunziata con el brazo derecho en cabestrillo (su propia bufanda). Un gran desbordamiento compuesto por rostros que temblaban de frío y de ira. La repulsa femenina iba acompañada además de grandes pasquines (cartones clavados sobre palitroques) que sobresalían por entre el pandemónium de cabezas, y cuyos testimonios escritos parecían poseer voz propia entre aquella atmósfera de resonancia profunda y reivindicativa: "El comendatore Favareto es un puerco", "La mujer del comendatore es una repipi que le pone los cuernos al comendatore hasta con Berlusconi", "La hija del comendatore toma drogas", "El patrón nos niega el aumento y con lo que nos roba engorda a la piara de cerdos de sus abogados"... Y cuando uno de los letrados, adiposo y con los mofletes sonrosados, salió del coche, además de abucheado fue recibido por tal lluvia de podridas hortalizas de todo tipo que las pleiteantes no pudieron por menos que lanzar sonoras carcajadas, pese a que la esencia de la amenaza de que sus demandas no fueran escuchadas y ni mucho menos aceptadas parecía definitiva con la presencia de las "esquirolas" y los dos juristas cabreados. Era como si entre las huelguistas y el universo existiera ahora una muralla invisible que las protegiera momentáneamente del miedo. Pero en verdad eran sus gritos reivindicativos los que aumentaban el tamaño de la muralla, rodeándolas así de otra protección más sutil.

-¡¡Tenemos hambre!! ¡¡Ya estamos cansadas!! ¡¡Basta, basta!!...¡¡Queremos el aumento!! ¡¡Que el puerco del comendatore deje de explotarnos!! ¡¡Hijos de mala madre, dadnos nuestro dinero!!

-¿Queréis escucharme de una vez?- inquirió el abogado, limpiándose algunos restos de tomate de su impecable abrigo- Hace tres semanas que no cobráis vuestra paga...

-¿Y qué?- saltó Annunziata enfrentándose al picapleitos.

-Pues que si esperáis a que el comendatore afloje, andáis muy equivocadas, porque Don Favareto aguantará hasta el infinito y todas vosotras vais a acabar con el agua hasta el cuello.

-¡No, nosotras aguantaremos!! ¡Así que métete tus amenazas y las del comendatore...!- no acabó la frase Annunziata porque el otro abogado, no menos amondongado y muy ceñido a su buen abrigo, bajó del coche con la mano en alto.

-¡¡Pelotas, traidores, lameculos..., títeres del comendatore!!- fue aquel un nuevo griterío unánime de todas las mujeres.

-¡¡Chicas, chicas!! ¡Prestad atención! Tenemos que acabar con esto de una vez. A ver ¿quiénes son vuestras representantes?

-¡Malacozza Annunziata!..., ¡Cecchi Gigliola!..., ¡Laurentina Gisotti!- fueron las tres levantando la mano.

-¿Y quién es la responsable del Comité de la fábrica?

-Yo, Malacozza Annunziata.

-Bien, en vista de la insostenible tensión que se ha provocado, el comendatore Favareto ha decidido negociar con vosotras personalmente y os espera en su despacho de Torino.

-¿Que os había dicho yo? - se iluminó el rostro aterido de Annunziata, volviéndose hacia sus compañeras- ¡Se ha cagado en los pantalones!

-... Y ha puesto a vuestra disposición su coche- siguió el abogado, haciendo caso omiso del contento esperanzado de las huelguistas- Así iremos más deprisa..

-¡No!- exclamó Annunziata, renunciando a la proposición del jurista con un movimiento brusco y repetido del dedo índice de su mano izquierda- Nosotras no subimos en los coches de los patrones. ¿Qué os habéis creído? Nosotras vamos en bicicleta. Y aunque el aire huela a mierda, es mejor eso que contaminarse con vuestros coches perfumados con los purazos que os mete en la boca el patrón. Además, no os necesitamos, conocemos muy bien el despacho del comendatore... ¡Vámonos! Y vosotras (al resto de las huelguistas), aquí quietas, sin hacer jarana. Pero no perdáis de vista el camión de las "esquirolas", que para eso tenemos piedras de repuesto.

-¡¡Cántales las cuarenta a esos mafiosos, Annunziata!!...- Una súbita y nerviosa alegría se había apoderado nuevamente del piquete.

Comenzó la marcha en bicicleta hasta Torino. Las tres mujeres contenían la respiración. La carrera era agotadora, el frío excesivo. Y la conmoción que significaba supeditarse de nuevo a las injustas exigencias que sin duda esgrimiría el comendatore iba cuidadosamente clasificada en la mente de Annunziata, porque el recuerdo de las entrevistas anteriores no dejaba de incrementar la tensión nerviosa y mental a la que parecía tener que andar sometida de por vida. Además, no se engañaba, sabía que era absurdo hacerse ilusiones porque la huelga, a todas luces insostenible y la hostilidad del comendatore, las estaba echando a empujones de la fábrica. Ciertamente, ese Dios del que tantas veces le habían hablado en su lejana infancia, parecía realmente haber vivido, siglo tras siglo y oculto siempre a la mirada humana, en un circo (al que todos llamamos mundo), donde siempre luchaban el Bien y el Mal. Y cuando por fin se daba a conocer a la gente, tenía forma de toro con malas pulgas, poco dado a la generosidad y siempre pidiendo cuentas de nuestros actos, incluso de los más simples. Ese Dios en forma de toro era el comendatore Favareto.

El despacho de los leguleyos de Don Favareto era una sala enorme, bien caldeada, capaz de sugestionar y acobardar al más pintado. Enormes ventanales acortinados, puertas por todas partes que parecían crear un reino de misterios porque resultaba imposible saber a dónde conducían, estanterías con miles de libros aptos tan sólo para aquellos amos de la tierra, y una mesa desmesurada con amplias butacas en las cuales se sentaban los seis juristas. No hacía falta tener ojo clínico para advertir que aquella camarilla de prepotentes y bien remunerados picapleitos pertenecían, por decirlo de alguna manera, "al mismo tipo racial que Don Favareto": todos tenían pintas de osos gordinflones con sus ojillos perdidos entre la maraña de unas cejas caídas y espesas. El humo de sus puros se convertía además en una tortura de difícil solución para las recién llegadas, en especial para Annunziata que no cesaba de toser. Las tres mujeres fueron invitadas a tomar asiento frente a los rostros intranquilizadores de los abogados y observaron con recelo que el patrón no aparecía por ninguna parte.

-¿Dónde está, caugh, caugh, el comendatore?- inquirió la voz un tanto afónica de Malacozza Annunziata, oliéndose el chanchullo.

-Temo que no intervenga para nada- repuso uno de los abogados.

-¿Lo habéis oído?- se dirigió Annunziata a sus compañeras- En cuanto se sientan en sus tronos, ya empiezan a hablar con sus frases finolis. A ver, ¡caugh, caugh! ¿qué coño significa eso?, porque a nosotras, como no nos hablen en cristiano, no entendemos nada- Annunziata, decidida ya a lanzarse como una loba hambrienta al cuello de aquella caterva de embaucadores, trató de disimular cuanto pudo su tribulación.

-Eso significa, para que lo entendáis, que el comendatore Favareto tiene otras tres fábricas que atender, así que nos ha encargado a nosotros para que encontremos una vía de solución a vuestra absurda huelga.

-O sea ¿que no viene?- la mirada rabiosa de Annunziata recorrió los rostros de todos los presentes, que no cesaban  de emitir volutas de humo- ¡La madre que...! (a sus compañeras) ¡Venga, vámonos!- se alzaron con gestos frenéticos, pero la voz de uno de los abogados que parecía experimentar una fugaz sensación de fatiga, las detuvo:

-Pero, vamos a ver Annunziata, ¿no te das cuenta de que tenéis las de perder? El tema de la huelga tiene que quedar zanjado de una vez, y la solución  la tenemos nosotros.

-¡Pues claro! ¡Qué tonta soy!- replicó con ironía Annunziata.

-Entonces, no es improbable suponer que...

-Si va a volver a hablarnos en chino, ¡caugh, caugh!, tomamos el portante, porque no voy a seguir aguantando que nos toméis por idiotas.

Otro de los leguleyos se alzó, y pegó un manotón en el aire como para apartar, además del humo de su tagarnina, alguna inquietud que le enfurecía sobremanera:

-Pero vosotras ¿qué os habéis creído? En especial tú, Annunziata. Estamos a las puertas de Navidad, y como cada año cuando va a nacer el Niño Jesús, tú te montas una huelga general y paralizas la producción de panettones.

-¿Y cuándo quiere que la haga?- se le encaró Annunziata, procurando conservar esta vez un aire atento y grave, pero inteligentemente sagaz- ¿En pleno agosto? ¡Caugh, caugh! ¡Muy cómodo, ¿eh?.

-De acuerdo conque seáis todas unas ateas y unas materialistas, pero, vamos, ¡ir a aprovecharse del Niño Jesús!

-Nosotras seremos unas ateas, pero vosotros y el comendatore cada vez que viene por aquí ese Niño Jesús os ganáis un porrón de millones. ¿Materialistas nosotras? ¡Y un cuerno! ¡Caugh, caugh!

-¿Sabéis que en la fábrica hay toneladas de pasta con fermento que esperan, y que si no las metéis en el horno esta semana, se habrán de tirar?

-¡Claro que lo sé! Yo soy la que pone el fermento- explicó con aire de satisfacción Annunziata- Y por eso no tenéis más remedio que tragar.

-¿Ah, sí?... Abogado Vittorio explíquele a la señora Annunziata qué puede pasar si deja deteriorar la pasta.

-Ahora se sacan el Código Penal creyendo que nos vamos a desmayar- se dirigió Annunziata a sus compañeras con aire displicente.

El jurista Vittorio, de rostro feo y pelo encrespado, lanzó a las tres mujeres una mirada que les pudiera infundir terror y leyó con tono amenazador:

-Artículo 122 del Código de Procedimiento Criminal: "Aquél que provoque un deterioro o deje deteriorarse bienes de consumo de primera necesidad será castigado con una pena de dos a cinco años de cárcel y dos mil euros de multa"

-¿Cuánto ha dicho?- hizo trompetilla con su oreja izquierda Annunziata con cara de sorpresa guasona.

-... "De dos a cinco años de cárcel y dos mil euros de multa"

La figura inmóvil de Malacozza Annunziata encaró los rostros inmisericordes de los leguleyos, y les espetó exultante de odio una frase que había oído no sabía donde:

-¡Sois todos un disparate de la civilización! ¡Gentuza de los mandamases!... ¡Caugh, caugh!... ¿Por qué no venís alguna vez a defendernos a nosotras en lugar de estar siempre de parte de los patrones? ¡Habría que envenenaros a todos!

-Querida señora Malacozza, a los abogados les paga el patrón, y si no dejáis pasar el camión de las "esquirolas", como vosotras las llamáis, en base al artículo de la ley que acabáis de escuchar, nos veremos obligados a hacer intervenir a las furgonetas de la policía. ¿Está lo bastante claro?

-Siempre es lo mismo- repuso Annunziata, tragando saliva precipitadamente para no toser- Empiezan con el Niño Jesús y acaban con la policía.

-¿Diga entonces, señora Annunziata? ¿Podemos llegar a un acuerdo?

-¡No, no hay acuerdo que valga! Yo con los abogados no quiero negociar... Yo he venido a hablar con el comendatore Favareto...

-También os podemos llevar a los tribunales por difamar el nombre de Don Favareto, de su hija y de su esposa. ¡Hemos leído vuestros pasquines llenos de infamias!

-¡Váyanle con ese cuento de sus códigos y tribunales a los periódicos, que son los que las publican. Nosotras no hemos inventado nada... Y lo digo por última vez: si el comendatore Favareto no viene, yo ya no vuelvo a abrir la boca. ¿Está claro?

-Es inútil que esperes porque vuestro patrón no se va a rebajar a venir para hablar con vosotras- aclaró con tono hiriente otro de los juristas- Es más, ¿sabes que me ha dicho refiriéndose a ti, Malacozza Annunziata?

-¿Qué?...- sostuvo Annunziata la mirada fría del abogado.

-"Yo con esa zorra asquerosa no pienso hablar"

-¿Qué dice que ha dicho?- a Annunziata se le encogió el corazón.

-Que eres una zorra asquerosa y no se va a molestar en hablar contigo.

-¿Ah, sí?... Pues si ese hijo de mala madre no viene aquí, iré yo a su casa, y os aseguro que hablará con la zorra- aseguró Annunziata no sin humor, decidida a poner toda la carne en el asador- ¡Andando! (a sus compañeras).

Miraron en todas direcciones, mientras Annunziata trataba de recordar por donde habían entrado. Se dirigió por fin hacia una enorme puerta y la abrió: "¡Mierda!, es un armario... ¡Puertas y códigos, eso es lo que les sobra a toda esta pandilla de lameculos!"

Aunque interiormente se hallaba poco satisfecha con su protagonismo, Annunziata, después de observar las miradas desconsoladas de sus dos compañeras y tosiendo sin cesar, luchó por dominar sus nervios y temores. Tenía que ser fuerte y lanzarse de nuevo a la acción. Si Don Favareto era una nube negra y gorda que las oprimía, ella no estaba dispuesta a dejar que la aplastara. ¡No, ni a ella ni a ninguna de sus compañeras de la fábrica!

-Deja que te acompañemos, Annunziata- insistieron consternadas sus acompañantes, mostrando de nuevo su gran apego a la causa que perseguían, y temerosas de que para Annunziata enfrentarse a solas con el patrón pudiera resultar muy peligroso además de catastrófico.

-No, ni pensarlo- los ojos oscuros de Annunziata brillaban con una intensidad rigurosa, sintiéndose consolada y animada por la adhesión que mostraban sus compañeras- El comendatore Favareto es cosa mía. Lo conozco bien, y a mí ese cornudo no me insulta más.

-Pero Annunziata...

-¡Nada de peros! Vosotras os volvéis a la fábrica y me esperáis allí. ¡Mucho ojo con que no se presenten otros fantoches del código  y os quieran convencer! ¡Las "esquirolas" no han de pasar, y si lo intentan, os volvéis a liar a pedradas!... Es mejor que vaya yo sola a ver al comendatore. Acordaos de la manifestación que montamos el año pasado frente a su casa, y de la carga de policía que ese mal bicho nos echó encima para que nos molieran a palos.





lunes, 17 de diciembre de 2012

La huelga del panettone - I -







 Autor: Tassilon-Stavros







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LA HUELGA DEL PANETTONE   - I -



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Los pobres
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 -¡¡Guidooo!! ¡¡Guidoooo!!

Malacozza Annunziata bajaba en un viejo biciclo heredado de su padre por la cuesta resbaladiza y embarrada que había dejado tras de sí la fría y lluviosa jornada. Llegaba del súper cargada con vituallas de primera necesidad en la cestilla trasera de la bicicleta y con dos bolsas que colgaban a izquierda y derecha del manillar. Traía la cara aterida, con un tinte amoratado, y se agarraba con fuerza al húmedo manubrio, conteniendo la respiración y tratando de superar la sensación de vértigo que le producía la bajada por el declive fangoso que conducía a una de las jocosamente llamadas case a schiera (casas adosadas), que se alzaban aisladas en medio del silencio y de la rural soledad en los hibernados campos próximos al bullanguero laberinto de calles medievales que formaba la capital del Piamonte, la histórica Torino. La proporción geométrica de la rústica barriada formaba en realidad una hinchazón de pobreza que contrastaba con el conglomerado multiforme y bullicioso de la gran ciudad de la "Sábana Santa" a la que, por su distancia y por hallarse enclavada en la zona industriale, parecía no pertenecer. No muy lejos, en la parte alta del declive, se hallaba la carretera comarcal que entraba en Torino por su lado más antiguo, la Venaria Reale, apartada así de las modernas autovías que la unían a Génova y Milán. Cercanas al barrio de clase media corrían también las vías ferroviarias que comunicaban la capital piamontesa tanto con Milán como con Roma al sur.


El grito de Annunziata, que se abría paso entre una tos perruna, parecía congelarse por el intenso frío. El cielo estaba completamente cubierto por un inmenso telón opresivo y negro, y una llovizna fina le azotaba el rostro como si el plomizo cielo vertiera sobre el mismo un carcaj inabarcable de diminutas y dañinas flechillas que se diseminaban entre la ventisca, atacando sin la menor consideración a la pobre ciclista. En la carretera comarcal, poco transitada, su pedaleo había constituido un auténtico tormento, ya que resultaba imposible defenderse del ataque invernal que la zarandeaba con el acoso de aquella ventisca helada. La atmósfera de la desapacible tarde no poseía en efecto más lenguaje que el de la expresión traidora y gélida de aquella lluvia deshilachada, que cortaba su cara como una cuchilla de afeitar. Una bufanda enorme intentaba proteger sus rubios cabellos algo hirsutos, que ahora impulsados por el húmedo viento de la carrera se parecían a las serpientes que adornaran la cabeza de Medusa. Un par de guantes con los dedos fuera trataban sin conseguirlo de abrigarle las manos heladas, y sobre los tejanos el apretado anorak le impedía maniobrar con comodidad la bicicleta, cuyas ruedas, cada vez más enfangadas, chocaban amenazantes contra los pedruscos del declive embarrado, y a punto estuvo de darse de bruces dos o tres veces.

-¡Mi madre! ¿A que me la pego?- jadeaba Annunziata entre toses, tratando de mantener el equilibrio con los ojos bien abiertos pese al azote de la llovizna- ¡¡Guidooooo!!... ¡Maldita suerte!... ¡¡Guidoooo, ¿pero dónde andas, so "atontao"?,... no ves que me voy a pegar un morrón de muerte. Y como yo me mate, ¡no sé de qué vamos a comer!

De la primera case a schiera, junto al declive, apareció un tipo estrafalario, bajito y desnutrido, feúcho y mal afeitado, de unos cincuenta años, cuñado de Annunziata, que embutido en un abrigo enorme con más inviernos que la historia del mundo, y por debajo del cual asomaban unas botas no menos desproporcionadas, trataba de sortear el terreno entre saltos. Se cubría la cabeza con una gorra militar, probablemente de la guerra de Abisinia, con pliegues caídos que le protegían la nuca del frío, y una bufanda que mantenía la montera sujeta al cráneo. Tras él aparecieron dos críos de unos siete y diez años, abrigados con grandes anoraks de colorines y viejas deportivas que se hundían en el barrizal.

-¡Annunziataaaa, que te vas a matar!- exclamó Guido

-¡Mamá, mamaaaa, que te la pegas!- sonaron también con voz alertadora las voces de los niños que corrían  hacia la cuesta detrás de su tío.

-¿Que me voy a matar?- se puso frenética Annunziata, tosiendo sin cesar- Pero, ¡serás chalado! Y encima me lo repites. ¡Quieres venir aquí de una vez y aguantar la bici antes de que me la pegue! Y agarra la cestilla y las bolsas, que se me va a caer todo. No ves que voy cargada como una burra. Y vosotros dos -a los niños- entrad en casa, que sólo me falta que cojáis una pulmonía.

-¡¡Annunziataaaa!!, ¿has conseguido algo?- dos o tres cabezas femeninas asomaron de pronto de algunas ventanas del resto de casas que formaban el barrio. Eran rostros a los que, como el de Annunziata, no se les podía medir su verdadera edad, porque la necesidad aumentaba en ellos una especie de vejez prematura, casi una simiente que parecía crecer día a día hacia un fin desesperanzador.

-¿Que si he conseguido? ¡Todo lo que me ha dado la gana! Y si me lo llegan a negar, ¡la armo!- afirmó con rapidez y decisión Annunziata- Me puse a gritar como una loca en el súper, y me han llenado la cestilla, ¡caugh, caugh! (tosiendo)... y dos bolsas. Todo caducado, pero con este frío lo único que caduca son las telarañas. Como decía mi Tulio, el hambre no sabe de fechas. Aquí traigo yogourts, leche, lentejas, garbanzos, zanahorias y cebollas, tocino, dos paquetes de zuppa di farro y fagioli, macarrones, spaghetti, y hasta dos pollos "congelaos" que nadie quería porque los mataron hace tres meses. Y mantequilla, harina, cacao, y hasta seis panettones de la fábrica.

-¿Seis panettones de los que hacemos nosotras?- rieron las mujeres.

-Están "pasaos", pero no hay más que tostarlos y mojarlos en la leche. Además (hizo un corte de mangas), así se joroba el comendatore Favareto, porque con la huelga nadie compra panettones. ¿Quién hizo la masa? Nosotras ¿no?, Pues nos los comemos como estén hasta que ese hijo de mala madre nos dé el aumento... ¡Caugh! ¡caugh! (tosiendo otra vez) Y vosotras ¿conseguisteis algo esta mañana?

-Un poco de todo, pero panettones ni uno.

-Yo tengo para todas- ofreció Annunziata.

-Pero ¿cuando coño se acabará esta huelga?- preguntó Guido mientras cargaba con la cestilla y las bolsas.

-¡Cuando el director se baje los pantalones!- replicó Annunziata con un sonoro gruñido- ¡Mi madre, qué frío! Venga, venga, que hay que meterse en casa- jaleó a su cuñado y a los niños.

Una vez dentro, se acercó a una vieja estufa de leña. Sus manos y partes traseras avanzaron hacia el calorcillo impulsadas por la decadencia térmica a que habían estado sometidas.

Ufa, qué gusto!... ¡Caugh, caugh!...¿Cómo andamos de leña?

-¿Qué?- inquirió Guido haciendo trompetilla con una de las orejas porque el hombre, para más inri, era algo sordo.

-¿Que cómo andamos de leña?

-Carleto y Pietro estuvieron por ahí rebuscando, y algo encontraron- indicó Guido.

-Nos cargamos una valla- rieron los críos.

-¿Tú qué quieres? ¿Matarme a los niños?- exclamó Annunziata dando un característico revoleo a sus manos que acompañó de dura mirada dirigida a su cuñado- ¡Carleto y Pietro que no salgan más! ¿me oyes? Y menos a romper vallas. Con la que tenemos liada, ¿qué queréis? ¿Que se nos eche encima toda la bofia de Torino? ¿No hay mierda de vaca por ahí?, pues tú, Guido,... ¿me estás oyendo o qué?- alzó de nuevo la voz Annunziata.

-Sí, sí- siguió su cuñado haciendo trompetilla con la oreja- ¿Qué quieres que haga?

-Que te eches el saco a la espalda y lo llenes con mierdas de vacas, que el campo estará lleno. Y con este frío estarán más duras que el carbón, y así queman mejor. Pero los niños que no se muevan de aquí- siguió con sus discrepancias Annunziata mientras se acercaba a una enorme cama donde dormía una niña de pocos años. Puso su mano en la frente de la criatura, y añadió: -Parece que nuestra Annunziatina tiene menos fiebre. Si le sube, llamáis a Silvana. Dadme un beso que yo me tengo que ir otra vez al piquete de la fábrica. Que vuestro tío os caliente leche con cacao, y os coméis un panettone.

-De la huelga del año pasado te libraste. Pero al final vas a conseguir que te metan en la cárcel de una vez- vaticinó su cuñado.

-Deja que me metan en la cárcel, ¡mejor para mí!- fingió despreocuparse Annunziata- Así haré vacaciones,... que nunca las he tenido. Y ayúdame a subir la cuesta con esta maldita bicicleta, que me duelen todos los huesos... ¡Maldita sea!, como me den el aumento, te juro que me compro una moto.

Al esfuerzo muscular para subir la cuesta se unió también Sandrino el tonto, una especie de fantoche con cara de murciélago (de hecho le apodaban "pipistrello"), que vestía unos pantalones enormes y una guerrera militar hecha jirones que parecía de la época fascista. Se envolvía también en un desastrado capote, se calzaba con unas enormes botas y se cubría con un absurdo sombrero emplumado, todo hallado Dios sabía donde. El pobre Sandrino vivía en un chamizo cercano, y solía pasearse por el barrio mendigando la caridad de sus habitantes. Su lenguaje, que se articulaba entre palabras ininteligibles, iba casi siempre acompañado de sonoras carcajadas.

-¡Caugh, caugh!, ya está aquí el tonto este- Carraspeó nerviosa Annunziatta mientras pipistrello se emperraba en empujar junto a Guido la bicicleta por la cuesta- ¡Cuidado, que me vais a matar entre los dos! Y el idiota, míralo, no para de reír.

Cuando Annunziata logró enfilar de nuevo la vieja carretera, Sandrino empezó una absurda carrera junto a la ciclista.

-Pero ¿qué haces, "atontao"? ¡Aparta, que no me dejas ver! -exclamó Annunziata, mientras Sandrino, entre risas babosas y carrerillas, la saludaba ahora al estilo militar- ¡Que te quites, ya, coño, y no me saludes más!

De pronto, frente a ella, apareció una furgoneta de la Fábrica "Panettone Mimo" que parecía dispuesta a embestirla. Annunziata intentó maniobrar la bicicleta y estornudó un par de veces estrepitosamente. El ataque de la furgoneta se acentuaba por segundos. El conductor de la misma, que parecía haber salido de una repentina pesadilla,  iba flechado hasta ella con plena satisfacción.

-¡Mi madre! Pero, ¿qué hace el bestia ese? ¡Me quiere atropellar!- no salía de su asombro Annunziata.

Fue una pausa dramática, tras el súbito protagonismo de la furgoneta. Annunziata lanzó un grito. Sus sospechas fueron fácilmente comprobables. El vehículo había logrado despedir bicicleta y conductora hacía la cuneta, desapareciendo mientras Annunziata rodaba por la hierba húmeda creyéndose ya medio muerta, y pipistrello, que había asistido al accidente, no cesaba de reír y saludar militarmente, como a un caído en combate, a la pobre víctima.

-¡Mi madre, qué culetazo!- gritó Annunziata, sin poder alzarse del suelo- ¡Mi brazo, creo que me he roto el brazo! El muy hijo de mala madre... ¡quería matarme! ¡Tengo los huesos hechos trizas! ¡Y tú -a Sandrino- deja de reírte, "atontao"! ¡Caugh, caugh!... ¡Llama a alguien,... que me muero... vuelve al barrio! ¡Socorrooo, socorrooo,... que la voy a palmar!... Pipistrello, a ver si te enteras, ¡no te he dicho que llames a alguien de una vez! ¡Maldita suerte, yo muriéndome y la única ayuda que tengo es la del idiota este!

Sandrino, sin renunciar a sus risas y saludos militares, corrió hacia el barrio. Sin embargo, los gritos de Annunziata no habían pasado desapercibidos. Poco después se vio en volandas, transportada por dos vecinos hasta una taberna próxima. Pipistrello cargaba con la bicicleta, y detrás de él se amontonó más gente, y hasta el párroco por si la cosa resultaba grave y era preciso conceder la extremaunción a la desdichada víctima.

-¿Adónde me lleváis? ¿Qué es eso, el hospital?- inquirió Annunziata- ¡Que no vengan mis hijos!

-No, mujer, la taberna. Tienes que tomar algo para que entres en calor- le aclaró uno de los acompañantes.

-¡Ah, bueno!- aceptó Annunziata- Debo de estar muy mal porque no veo nada. ¡Ay madre mía, cómo me duele todo!... ¿Y mi bicicleta?- añadió presurosamente, temiendo haberse quedado sin ella.

-La bicicleta está bien. La lleva pipistrello.

Al oír su apodo, empezó a reír y a saludar a todo el mundo.

-Cuidado con ése, que tiene la mano larga- objetó nerviosa Annunziata.

Una vez en el interior, tumbaron a la accidentada en un largo banquillo que se hallaba junto a la pared.

-¡No, aquí no! Que todavía no me he muerto- se opuso Annunziata- Allí, en la silla. ¡Ahh, caugh, caugh! -tosió- me duelen todas las costillas, y el brazo derecho,... lo tengo roto, estoy segura. -se abrió el anorak como pudo y empezó a sacar de debajo del mismo un montón de papeles de periódico.

-Pero, ¿qué llevas ahí, todos los periódicos de Torino?- preguntó uno, entre las risas de los demás.

-¡A ver!, ¿qué quieres? Es lo único que la abriga a una contra este maldito frío- aclaró Annunziata- ¡Tonino! -al camarero-, ponme una grappa, a ver si me entono.

-Cuidado, que la vas a pillar- advirtió con voz angelical el cura.

-Está acostumbrada- replicó sonriente Tonino- La conozco bien. El día de su primera comunión entre ella y su abuela se bebieron más de veintidós chatos.

Annunziata, embocándose el vaso de grappa, empezó con su clásico revoleo de mano (esta vez la izquierda, porque la derecha no la podía mover) y exclamó:

-En cuanto a esos cabrones, ¡millones, millones me tendrán que pagar!... ¿Habéis avisado a Guido?

-No, mujer. Guido no se ha enterado de nada, y tus hijos tampoco.

-Mejor.

Tras el anuncio del suceso, había acudido a la taberna un carabiniere para oír la explicación de la accidentada.

-Pero, ¿vamos a ver?- inquirió- ¿Has reconocido el vehículo que te ha embestido?

-¡Claro que lo he reconocido!- admitió ufana Annunziata- Era la furgoneta de la levadura. La de la fábrica de panettones. ¡Quería atropellarme aquel criminal... quería acabar conmigo!

-¿Estás segura de lo que dices? ¿No te estarás confundiendo?

Ufa, con el carabiniere! - exclamó Annunziata- ¡No, yo no me confundo! ¿Y sabéis por qué? Porque soy yo, ¿me oís todos?, yo misma quien descarga todas las mañanas esa furgoneta que parece un tanque, y conozco muy bien al chófer. Un lameculos al que llaman el Binladen porque explotó una botella de butano cuando lo echaron de su casa y derrumbó medio edificio.

-¿Y no fue a la cárcel?

-¿A la cárcel, ése? ¡Y un cuerno! El comendatore Favareto, que es un mafioso, se encargó de que no lo trincaran, y encima -alzándose de la silla y parodiando gestos de servilismo: "gracias, gracias, querido comendatore"- nos lo instaló en la fábrica para que nos espiara a todas, y de camino hacerle los trabajitos fáciles al jefazo. Lo que ya os he dicho, un criminal en toda regla,... bueno, mejor dicho, ¡dos!, si añadimos al comendatore. ¡Y ese, ese y no otro es el hijo de mala madre que ha tratado de matarme esta tarde!

-Pero, ¿tú cómo puedes estar segura? ¿Le has visto la cara?

-No, la cara no, pero lo que es la furgoneta...

-¿No tendrá este Binladen alguno motivo de venganza contra ti? ¿De celos?

-¿De celos? ¡Qué celos ni qué mierda!... Y os digo más. Ha sido el comendatore Favareto, el dueño de la fábrica. ¡Él es el que ha dado la orden de atropellarme.

-¿El comendatore Favareto?

-Sí, ese gordinflas con cara de cerdo, que ya intentó meterme en la cárcel durante la huelga del invierno pasado. Antes de la huelga me hizo la pelota. Me llamó a su despacho y me dijo: "Bambina mía, bonita, si eres buena y nos ponemos de acuerdo, te hago jefa de sección" ¡Y un cuerno! -corte de mangas de Annunziata- ¡Ay, madre mía, mi brazo, que ya no me acordaba!

-Y como en lugar de eso, tú has seguido organizando huelgas, él ha intentado...

-Sí, sí, porque como lo he mandado a la mierda más de una vez, ha sido él quien ha ordenado al Binladen que me aplastara debajo de las ruedas de su tanque.

-Pero, a ver, signora Malacozza, ¿tiene usted algún testigo del hecho?- se impacientaba ya el carabiniere.
 
-Si, lo tengo- movió Annunziata la cabeza con un ademán desesperanzado, indicando a Pipistrello- ¡Ése! Pero es un pobre idiota que no sabe ni hablar- Pipistrello seguía babeando, riendo y saludando- ¿Lo veis?

Tonino, sirviéndole otra grappa, exclamó:

-Pero, vamos a ver Annunziata, si estás tan segura, ¿por qué no lo denuncias?

-¿Por qué?- repitió la víctima tras embucharse el licor y apoyarse en el mostrador- Porque el comendatore, el muy cerdo, tiene una banda de seis abogados tan gordos como él, y que sólo con mirarlos te dan diarrea. Y yo, ¿yo qué soy? ¡Caugh, caugh! Una pobre viuda con bronquitis, que vive en una casucha de barrio, con tres hijos que mantener- Annunziata patentizó su "tres" con los dedos en alto- ¡tres, sí, tres hijos!, y un cuñado medio tonto a mi cargo, y aún llevo los zapatos de mi marido que murió el año pasado en la cantera bajo un pedrusco- Annunziata agachó la cabeza con el revoloteo furibundo de sus dedos y observó que no llevaba puestos los zapatos- ¡Eh, qué ha pasado aquí! ¿Y mis zapatos? ¿Dónde están mis zapatos? ¡Que aparezcan ahora mismo mis zapatos!

El cura, un tanto achantado, se acercó a Annunziata con un envoltorio de papeles de periódico entre las manos, y confesó:.

-No sabía que fueran tuyos, hija mía, y me he dicho: hagamos un poco de beneficencia.

-¿Beneficencia?- tomó el envoltorio con toda rapidez Annunziata- ¡Ya salió la iglesia! ¿No os basta con la "Sábana Santa", a la que ya le sacáis sus buenos euros?...Venga ya, don sotana, no voy yo a andar descalza porque vosotros tengáis las manos largas.

-Lo siento, hija.

Annunziata se sentó de nuevo, tratando de ajustarse los fangosos zapatones heredados de su marido.

-¡Madre mía, caugh, caugh, cómo me duele el brazo! Se me va a gangrenar, ya veréis. Tonino ponme otra grappa que ya te pagaré lo que te debo cuando acabe la huelga.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Retablo Kiowa -V-






 Autor: Tassilon-Stavros






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RETABLO  KIOWA     -V-



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Los Estados Unidos americanos comenzaban ya a extender una atmósfera incómoda más allá de los territorios anexionados, siguiendo los dictados de la famosa Doctrina Monroe ("América para los Americanos" que, aunque elaborada por el diplomático John Quincy Adams, fue atribuida al quinto presidente de Estados Unidos, James Monroe en 1823, y que propugnaba -con la frialdad partidaria de esa "historia limpia" que siempre se atribuyen los conquistadores- el impulso y compromiso ineludible de la expansión territorial norteamericana hacia el Pacífico).Ya en la década de 1820 al 30 la invasión colonial blanca se había dinamizado entre algunas comunidades anglosajonas aisladas en las inmensidades de Texas junto a españoles, criollos y mexicanos. James K. Polk, Presidente estadounidense de 1845 a 1849, abogaba por las batallas francas, porque, con una acostumbrada mezcla de orgullo y sorna, su Parlamento aducía que en toda guerra abierta se sabía siempre donde estaban las fuerzas propias y las ajenas. El nacimiento del nuevo orden social y de la autoridad política norteamericana condenaba así, sin pestañear, a lo que se consideraban enemistades calladas como las de su vecino mexicano, o sangrientas de las que naturalmente formaban parte sus enemigos naturales, los Indios de las Llanuras, cuyas feroces guerras de resistencia con el hombre blanco se impusieron desde 1836 hasta 1918. James K. Polk, decidido a simultanear los movimientos de sus ejércitos en los Fuertes que ya se alzaban por la mayor parte de los recién nacidos Estados Unidos de América, no respiró en paz hasta lograr poner el pie en el inmenso territorio de Texas, perteneciente a México. Decidido a anexionarlo a su bandera, ambos ejércitos, el mexicano y el norteamericano, duchos en el terrorífico aprendizaje de la sangre contra las tribus indias a un lado y otro de la frontera que separaba ambas naciones, se enfrentaron en la disputada Texas en mayo de 1846. Y al año siguiente las dos naciones se declararon la guerra. Al presidente mexicano Valentín Gómez Farias, 1846-1847, había sucedido Antonio López de Santa Anna.


México, cuya situación económica se hallaba en su peor momento tras la guerra de Independencia con España, se había mostrado un tanto confiado con las primeras familias anglosajonas que se instalaron en Texas, y a las que, para obtener nuevos fondos monetarios, había concedido cierta bienvenida vendiéndoles grandes extensiones de tierras (tierras mucho más económicas que las que el gobierno norteamericano ofrendaba a altos costos en el estado de Louisiana). Los nuevos colonizadores habían escogido establecerse y aprovechar las grandes probabilidades de expansión que les ofrendaba Texas, seguros de que su gobierno acabaría también por comprar dicho estado a México y permitir el libre asentamiento a sus coterráneos en la gigantesca provincia mexicana. Ya en 1820 un famoso empresario de Missouri, Moses Austin, había decidido negociar con España, dueña por aquel entonces de Texas, el traslado de unos 300 colonos a dichos territorios, y Stephen Austin, siguiendo los pasos de su progenitor (y luego conocido como "Padre de la República de Texas"), seguiría con esta política de arrendamiento con el gobierno mexicano. Serían estos colonizadores los que, años más tarde, se levantarían en armas contra el Presidente  Antonio López de Santa Anna, y los que ayudados abiertamente por sus compatriotas del "norte", trataron de obtener la independencia. Texas, donde los habitantes anglosajones eran más numerosos que los mexicanos, se establecería, pues, como República Independiente en 1836. Pese a todo, gran parte de la recién nacida República se mostraría casi inmediatamente partidaria de su anexión con Estados Unidos.


En aquella embriaguez que promovieran las colonizaciones y conquistas a las que se añadían lo pronósticos de nuevas victorias, el ejército norteamericano de James K. Polk, bien pertrechado con sus grandes compañías de infantería y varias baterías de artillería ligera, atacó a cuerpo descubierto a las tropas mexicanas que emprendieron su retroceso frente a la superioridad norteamericana. Antonio López de Santa Anna comprendió que tan sólo un loco se atrevería resistir. El aire mexicano olía a sangre y a pólvora, mientras el ejército estadounidense avanzaba por lo que se conocía como "La ruta de Cortés". El 14 de septiembre de 1847 los norteamericanos alcanzaron el zócalo de la capital e izaron en el mismo su bandera victoriosa, exigiendo al pueblo de México la rendición sin condiciones. El 2 de febrero ambos gobiernos firmaron el Tratado de Guadalupe Hidalgo, poniendo fin a la guerra. A México se le proponía alguna garantía menor de soberanía sobre Texas, no obstante gran parte de su territorio nacional pasaba a manos de los Estados Unidos de América.


Las infaustas circunstancias de la guerra con México quedaron atrás, y el pueblo norteamericano se limitó  con su acostumbrado acento bronco a proclamar la gloria ocasional de una victoria que en realidad tan sólo había servido para ensanchar los límites de unos territorios ya de por sí desconocidos por su inmensidad, sin que por ello las condiciones precarias de miles de ciudadanos mejoraran en absoluto. La dureza de vivir levantaba otra vez el campo, y las emigraciones forzosas en busca de tierras propicias en las que asentarse ofrendaron de nuevo sus imágenes inquietantes por medio de inacabables caravanas suicidas, cuyas infinitas carretas de mulas, como silenciosas comitivas fantasmales, atravesaban las grandes planicies del sur y del oeste durante millas y millas, peleando duramente con los indios, los eternos enemigos naturales de los no menos pugnaces norteamericanos, entre los que abundaban especialmente irlandeses y españoles mejicanizados. La definición moral del aborigen, escasamente gregario y verdadero héroe solitario que durante siglos recorriera entre cielo y tierra, sin más compañía que sus clanes, los gigantescos territorios americanos, era por parte del hombre blanco la del sanguinario individualizado e individualista. Cada pueblo indio, en su lucha por la existencia en una tierra donde nos existiera más normas que las de la Naturaleza, tuvo que hacerse su propia ley, y los primeros pioneros aparecidos en sus territorios provenientes de Europa con sus violentas leyes coloniales, buscando en los indígenas americanos cierto aire calmo, de mirada sumisa y amistosa, pronto hubieron de aceptar la imposibilidad de que algún tipo de orden plausible y fraternal, pacífico y legalista perpetuara el estandarte colonialista entre indios y conquistadores.


El vernáculo y primigenio piel roja, auténtico centauro americano, comprendió rápidamente que las nuevas culturas y las barbaries invasoras eran embriones de la destrucción de aquel mundo virginal al que ellos pertenecían desde la más remota antigüedad y que debía resistirse a desaparecer frente a los nuevos merodeadores de piel blanca que, creyéndose infinitamente superiores, se erigían sin lugar a dudas, extendiéndose como una pandemia incontenible, en portadores de anunciados infortunios para el pueblo indio. La imagen siniestra del conquistador blanco no tardaría, pues, en incendiar sus praderas inmaculadas, poblarlas en masa, erigir pueblos, entregarse al paroxismo del crimen, y convertir, sin remedio y para siempre, a la raza india en víctimas de su civilización delirante, feroz, casi podrida, y que en poco más de medio siglo, renovando la casta de sus miserias arrancadas de los ataúdes olvidados de la vieja Europa, llegara a los territorios americanos para cegar los horizontes de su primitivismo autóctono. Naturalmente tampoco hay que olvidar que durante siglos los clanes indígenas vivieron sumidos en un mundo basado en el misterio de una existencia que trataban de entender sin conseguirlo. Sus responsabilidades, frente al mero hecho de existir, fueron tan sólo simplemente humanas. Y su universo no era más que un gigantesco laberinto acochinado (término que usarían los pueblos hispanos aposentados en México) entre bosques, ríos, praderas y montañas sin salida posible a la oscuridad que presidía el origen de la vida, y donde la única ley que lograba imponerse, como ha sucedido siempre en el mundo de los hombres, era la de la sangre.


Ya muy avanzada la década decimonónica del 40, tras la guerra con México, a varias millas del río humeante aparecieron, tras años de silencio, largos convoys de colonos en busca de nuevas y fértiles tierras donde atrincherarse. Fue a finales de un otoño lluvioso que influiría decisivamente en los acontecimientos. El desbordamiento del Smoky Hill detuvo la caravana hundiéndola en un lodazal inmenso donde las mulas y caballos no pudieron seguir camino sin quedar atrapados en los barrizales. Soplaban terroríficas ráfagas de viento que se llevaban las voces de la infortunada comitiva como ecos gimientes que habían logrado sobrevivir a un recorrido increíble y amedrentador de cientos de millas, y en las que el tiempo, con una exasperante lentitud, les precedía descubriendo caminos en los que toda seguridad de supervivencia esgrimía ante ellos diariamente una guadaña como última y precaria esperanza. La carestía, los ríos insorteables, los horrores del clima y, en definitiva, la muerte se erigían en cómplices forzosos de todo convoy que se aventurara entre aquellas inmensidades que parecían resistirse a tolerar la presencia del nuevo colono blanco. Los Apaches de la Llanura, remontadores del río Pecos, y aliados con los Comanches, multiplicaban por aquel entonces sus escaramuzas sangrientas con otros pueblos indios, incluidos los Crows, Cheyennes, y, finalmente, los Kiowas. Poco antes de las torrenciales borrascas, las imágenes Comanches o Apaches se habían perfilado a la salida de algún desfiladero o en los alrededores de las vastas lomas que presidían el horizonte. Fue como una exploración intermitente y cada vez más nutrida que, en efecto, vivía por completo para su terrorífica aventura de sangre. Con la lluvia la siniestra amenaza india parecía haber "recogido velas", como aseguraron algunos de los aparentemente más esperanzados expedicionarios. Por el momento, tan sólo flotaban en la lluviosa atmósfera los fantasmas de los jinetes indios, en especial la de los Comanches, con sus intranquilizadoras lanzas emplumadas y escudos de pieles coloreadas.


La caravana se vio atrapada en la ribera derecha del río humeante. Muchas carretas desaparecieron arrastradas por las aguas embravecidas y cada vez más nutridas por la lluvia incesante. Los caballos, hundidos en el fango, sin poder avanzar ni retroceder, relinchaban aterrorizados, mientras sus dueños, azotados por el temporal, trataban de sostener las bridas y los niños y mujeres se mantenían refugiados en el interior de los carromatos. Era el de los colonos en verdad un destino dramático. Casi todos los integrantes del convoy habían sido siempre gentes de hogar. No obstante, viéndose ahora atrapadas por los grandes horrores que en verdad conllevaba la aventura colonialista, se aprestaban a no reaccionar por medio de la desesperación. Renacía en ellos esa naturaleza esperanzada que invita a hombres y mujeres a no creer ni en el infortunio ni en el mal que tenían delante. No se aceptaba, pues, la falta de suerte. Una vez deslumbrados por el sueño que los había conducido hasta allí, seguía imponiéndose la búsqueda, exploración, y asentamiento en los grandes territorios desconocidos de América donde poder crear un nuevo e idealizado hogar, el que no habían tenido o había sido relegado de la memoria entre las brumas de la lejana Europa. Esta creencia ingenua pero vehemente era la que les llevaba a aceptar la adversidad como un hecho casi irreal.


Cuando el terrible temporal amainó tres días más tarde, la caravana siguió encajonada en aquel valle encañonado ahora por uno de los ribazos alto y fangoso del río. Salvo el ulular del viento otoñal y el bramido de los rápidos del Smoky, no se oía nada más. El cielo se mostraba como una gigantesca membrana irreconocible, vieja, donde los rasgos siniestros de inacabables nubarrones desgarrados parecían buscar nuevos itinerarios en la inmensidad, persiguiéndose furiosamente por encima del anfractuoso paisaje otoñal del valle inundado. Aparecieron algunas migratorias bandadas de aves en triángulo. Los integrantes de la caravana no parecían atemorizados. Se hablaba sin risas ni histerismos. Los únicos gorjeos de alegría partían de las expansiones infantiles que saltaban de unas carretas a las otras. La amenaza india parecía erradicada por fin tras los tres días de lluvias torrenciales. Las vituallas se habían salvado y los fuegos ardieron indolentemente durante la lobreguez de la noche. El amanecer avanzó entre un viento apremiante, angustioso y frío. El mortecino sol, entre las nubes, parecía una pequeña llama que se encendía y apagaba en el aire. Los expedicionarios concentraban en aquellos momentos todos sus esfuerzos en alejarse de aquel lugar, mientras los caballos seguían relinchando perturbados porque sus pezuñas resbalaban de continuo en los barrizales,  y el adelantamiento de las carretas, golpeadas por el viento, se convertía en un martirio insoportable. Como las nubes bajas dificultaban la visibilidad, la expedición caminaba a gritos mirando constantemente el escurridizo suelo. La caravana había decidido partir dispuesta a todo, y la visión de la ingente cantidad de jinetes Comanches que se hallaban apostados en una extensa loma habría desmoralizado a sus integrantes, porque para la avanzadilla india atacar al colono blanco consistía tan sólo en matar o morir. No había términos medios. El valle y las colinas del Smoky se extendían aquella mañana como un inmenso escenario a media luz y de fondo oscuro que no permitía visualizar el inmediato horror que iba a cebarse en la caravana. En efecto, tras aquella hondura invisible emergían ahora los rostros rojizos y las pinturas subversivas de una raza para la cual la violencia se hallaba, por aquel entonces, legitimada por algo que iba mucho más allá del deseo de venganza. Una concienciación de exterminipo hacia el hombre blanco porque éste coaccionaba  por primera vez a los indígenas americanos con la sensación de una imparable superioridad que tarde o temprano podría acabar por aniquilarlos.


La caravana no tuvo tiempo para vacilar ante la brutal sagacidad Comanche. Los expedicionarios habían sabido desde un principio que se adentraban en una nueva tierra donde no existía garantía alguna para la vida humana, tal y como ellos la entendían. Y aquella gavilla friolenta y vulnerable de inocentes colonos, como mendigos nómadas perdidos en un tiempo que les negaba hasta su más insignificante nombre en el mundo, perecería casi sin enterarse. Hombres, mujeres y niños cayeron como aves heridas sin que una mano enternecida las alzara de la tierra para consolarlas con un último gesto de amor tibio y esperanzador. Sus lamentos desaparecieron para siempre en medio del silencio, la distancia y la soledad. En aquel jardín abandonado del valle el hombre perdía de nuevo su apariencia, convertido en un pedazo de carne lanzado a un tigre. Luego se elevarían otros cánticos bajo un sueño de lunas verdosas, en otras soledades que amparaban a los hombres rojos, como escogidos por lo Creado para gozar de aquel palacio lugareño, y entregados desde tiempos primigenios a un acecho tan sanguinario como insaciable entre sus arboledas sagradas... Pero en lo profundo del ribazo del Smoky, tres sombras humanas habían permanecido hundidas en la cavidad producida por el enorme tronco de un sauce. Desde lejos, habían participado del pavor del ataque Comanche. El viento húmedo del atardecer exhalaba ahora su gemido lúgubre sobre ellos mientras se agazapaban todavía paralizados por el espanto. De nuevo había empezado a llover torrencialmente, y en la oquedad que les servía de refugio corrían el riesgo de ahogarse. Dos mujeres, de guedejas chorreantes sobre la sien, se incorporaron empapadas sobre el suelo fangoso. Era el suyo una especie de desconsuelo infantil que luchaba contra el ruido de la lluvia y el terror en que las sumía aquella soledad amenazante. Mustias, como animales torpones y fugitivos, semejaban dos imágenes que parecían arrancadas a la tierra entre el resuello penoso de un parto feroz e inverosímil. Sus manos se engarfiaban bajo el tronco del sauce, como si del árbol caído partiera el rencor desesperado de un fantasma. Aquella expectación, aquella inquietud bajo la lluvia incesante que las asfixiaba estremecía espantosamente sus pechos. La atardecida se presentaba ya como una noche anticipada. Ambas mujeres parecían cadáveres que se hubieran evadido de la matanza Comanche,  y que ahora tratasen de arrancar a la oscuridad un nuevo aliento renacido. En efecto, un hombre habría muerto bajo el tronco del sauce si ellas, sobreponiéndose al paroxismo mísero que semejaba haberlas devuelto a la vida, no se hubieran aplicado también en arrancarlo de su ataúd entre la lluvia y el fango. El hombre, una vez en pie, flaqueó un instante. Era como si despertara sin ver nada de cuanto les rodeaba. Cerraba más y más los ojos atrapado por la lluvia. Su paso, torpe, flemático, era el de un ser dormido. Las dos mujeres le sostuvieron, y anduvo arrastrado por ellas con gran esfuerzo. Las tres sombras habían emprendido una marcha silenciosa y decidida hacia la nada, como muertos que no se acordaran de haber fallecido, pero dispuestos ahora a no dejarse coger vivos.

domingo, 12 de agosto de 2012

En el recuerdo







Autor: Tassilon-Stavros 














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EN EL RECUERDO



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Aquel animal me ablandaba el corazón. Su olfato se perdía más allá de las altas tapias del patio en busca del verdor veraniego o de las hojarascas invernales, como una delicia prometida de campos abandonados; aquellos descampados de piedras y serojas barcelonesas que absorbían los aromas de la ciudad entre las abrasantes o frías tribulaciones del poniente. Era hembra agradecida y avasalladora. Desbordante cuando botaba del contento de escapar por una vieja calle traspasada de sol, ya moribundo, o por una llovizna que dejaba una gelatinosa humedad sobre el adoquinado empapado. Era un estampido ronroneante, una corriente inacabable de ternura, sin más estorbo que el de la correa que la sujetaba. Para ella la campiña olvidada de la vieja Barcelona poseía un aliento de jardines rotundos y vegas dulces. Sus carreras ponían una especie de elogio a la beldad de algunas criaturas, menospreciando en su irracionalidad las pesadumbres del mundo. Su alborozo ensalzaba la ciudad confusa y desconocida.

Como el joven e inquieto can que era, observaba con ansiedad mi frente ceñuda si la reñía; un rostro al que poco a poco se le suavizaba la faz. Todo olía a gente, a ciudad, a los profundos vahos, arrinconados como sollozos, entre los apretados callejones que se arrastraban hasta los campos baldíos. Pero ella poseía su planicie de verdes mortecinos, sus campos de lienzo viejo, entre los que todavía crujían los cardizales. Amaba la vieja Barcelona que se recostaba a través de los descampados del Guinardó, entre los remiendos de sus edificios históricos y ruinosos. Los sentía desde su patio. Aquellos campos, cuestas y callejones poseían un olor propio que le llegaba como desde una colina donde floreciera la verde jugosidad de un santuario bucólico. Luego, tras el recreo, se resignaba a su encierro.




Tenía ese brillo  dulce y turbio a la vez de pupilas socarronas, inteligentes. Sus ojos lo adivinaban todo. Cuando descendía la incansable lluvia invernal, añoraba una mano de suavidad. Y cuando se quedaba sola parecía recordar la felicidad de sus campos lejanos. Eran sus horas amargas y desesperadas frente a las hileras de ropas temblorosas tendidas en el patio, y contra las que ella arremetía, asustada, sin entender esas ráfagas de prendas que aupaban su carga o se arremolinaban como pequeños navíos en el aire. Conocía el cortejo de los suyos, añoraba al amo; y en sus ladridos se traducía como un romance perdido. La atareada familia la oía sin querer entenderla. Pero mi hermoso ejemplar de Pastor Alemán acechaba mi imagen, que llegaba para ofrendarle un mohín de cariño, y aquel dulce vagar entre la recóndita virtud que posee el viento. Y porque conmigo llegaba su día de plenitud, de gracias y malicias liberadoras.


... Anoche tuve un sueño. Había nevado y empezó a llover. Casi me vuelvo loco porque no veía a mi adorada criatura. Había mucha gente, y yo no sabía adónde mirar. Anduve y anduve por el fango y la nieve derretida. La gente no dejaba de hablar a mi alrededor. Y entonces, ¡cuánta tristeza!, de repente la vi. Estaba en el suelo, en medio del barro,... muerta. Me sentí desfallecer. Nadie más le prestaba atención. Y yo no paraba de llorar. Moría con ella. ¡Era un ser tan hermoso! Su pelaje marrón claro aparecía todo manchado de barro. Ningún viandante de los que transitaban helados por el frío se paraba a atenderla. Y yo tampoco podía quedarme. Tenía que huir. Los sueños son tan extraños.

Me desperté súbitamente, deshecho en lágrimas. "¡Vuelve, vuelve!", imploré con voz ahogada, agudísima. Oí un ladrido que regresaba hasta mí como un eco viviente para alejarse luego con una rapidez increíble. Fue como una llamada turbadora hasta el dolor que llegara melancólicamente desde un paisaje quebrado entre las líneas suaves del horizonte de mi sueño. Mi ventana era ahora un punto de atracción. Corrí hasta ella. Pero las entrañables arquitecturas de mi barrio del Guinardó, aquellos desfiles constante de edificios y calles barcelonesas con sus iluminaciones amarillentas que ofrecieran transparencia a la alta noche, se habían extinguido para siempre. La luna, ahora en menguante, reflejaba su vaga silueta sajada, como el juego del espejo, sobre el paisaje empañado del mar que, en su espléndida vitalidad dormida, desplegaba muy próximo a mi hogar su matiz azul oscuro y tímido. Era la primera vez que la belleza del Jónico suscitaba en mí un aumento ceremonioso de hondo abatimiento por aquella Barcelona perdida.


No he podido reprimir esta confesión. ¡Qué frágil es el hombre! Un sueño, tan sólo un sueño, hizo nacer en mí el deseo sentimental de la caricia torpe de un pobre animal. Y como si luchara desesperadamente contra la noche me empeñé en seguir nuestras sombras, discurriendo de nuevo entre las calles y campos barceloneses, donde mi arrebatada criatura tantas veces había hincado su hocico, y había gozado del esfuerzo gratuito de sus mil carreras inútiles...  Permanecí confuso y estremecido, pero abrí la ventana para arrojar fuera mi sueño como se arroja una palomilla perdida, reprimiendo un sollozo. Miré a lo lejos. Veía Barcelona y a mi fiel Pastor Alemán... que ya no existe. ¿Sabrá que mi voz lo llama todavía, ahora que descansa bajo una arboleda del Guinardó, viva, intensa, aún respetada por la voracidad ciudadana, cuyo alegre verdor secundaba nuestros juegos casi infantiles, y donde tienen todavía sus nidos los gorriones?

domingo, 22 de julio de 2012

Safo se desvanece en la noche






Autor: Tassilon-Stavros





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SAFO SE DESVANECE EN LA NOCHE


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Desde el parabrisas se quedó observando la figura del hombre. Él se despedía ahora de los compañeros del taller. Su silueta, tras la bajada de la persiana y el extinguido brillo del rótulo, se escurría ya por una bocacalle muy iluminada. El cielo nocturno permanecía invisible. Sus sombras no lograban adueñarse de las hondonadas. Más allá de la callejuela, flanqueada por nostálgicas plantas bajas que parecían tratar de mantenerse en compartimentos estancos no vinculados a los modernos esquemas constructivos actuales, el atiborramiento masificado de los grandes edificios, la zona más concurrida del barrio y fruto del abrumador expansionismo con el que la ciudad adoptara en los últimos años una forma definida de significativo engrandecimiento, se perfilaba el paisaje de sus caprichosas arquitecturas profusamente encendidas: el inmenso y artificial rostro lumínico del fin del día, de una intensidad casi insoportable, tan aguzado y vivo era. El bochorno veraniego se desbordaba sobre los transeúntes como si se sintieran bajo los efectos de alguna droga.

Haciendo acopio de paciencia, ella había callejeado sudorosa bajo la tarde plomiza de julio. Luego, dirigiéndose hacia el coche, había permanecido a la espera. Una vez inmersa en las calles llenas de animación, había adoptado una definitiva expresión seria y malhumorada. Sudaba de nuevo, sentía arder su cuerpo bajo las escasas ropas veraniegas, pero tenía la frente helada. Sabía que aquella persecución insensata resultaría difícil entre la profusión atosigante del tráfico. Pese a todo, ya nada podía detenerla. En realidad, estaba aterrorizada... El hombre se perdía de vista. Cruzaba ahora una pequeña zona ajardinada, junto a la cual se abría un amplio túnel iluminado de la moderna autovía que atravesaba aquella parte de la ciudad, itinerario que indistintamente repetía cada tarde cuando regresaba a casa y que ella había comprobado durante días anteriores. Sin detenerse a pensarlo la mujer aceleró bruscamente. Muchos automovilistas tuvieron que echarse a un lado. Estallaron algunos insultos. La inveterada aversión masculina que acostumbra a poner en tela de juicio la conducción femenina. Ella mantuvo la carrera directamente hacia el túnel, a toda velocidad, como si un impulso diabólico la condujera hacia la nada. Se limitó a sonreír burlonamente entre la confusión que había creado, pero sin apartar los ojos del hombre que, ajeno a todo, había tomado la amplia acera izquierda perfectamente visible bajo la bóveda refulgente del túnel. Los gruñidos de protestas se multiplicaban. Sin dejar de experimentar una fugaz sensación de vértigo, ella logró situarse en la dirección adecuada a la acera. Calculó que la distancia que separaba a ambos era de unos seis o siete metros. No había ya forma humana de retroceder, seguida como iba de automóviles por todas partes. Se divisaban dos o tres transeúntes más por la acera. El último era él...

Se lanzó en picado sobre su cuerpo. El coche se había bamboleado al enfilar los tres o cuatro centímetros del bordillo, y en unos segundos atrapó a su perseguido por la espalda, concentrando en él toda la ferocidad de la embestida. Cayó de boca sin exhalar una exclamación y la sangre llenó en seguida toda la acera. El vehículo retrocedió entre el grito angustioso de dos mujeres que habían caminado delante del hombre inexplicablemente atropellado, y quienes, sin dar crédito a lo que acababan de presenciar, se arrinconaron contra la pared del muro, aterrorizadas, lanzando ayes histéricos entre gestos no menos frenéticos. El hombre se retorció todavía. Luego, sobre el estremecedor charco de sangre quedó inmóvil. ¡¡Está muerto!!, exclamó una de las mujeres conmocionada, acercándose a él. !Dios mío, pobre muchacho!... Mientras tanto, su asesina aprovechaba para escudriñar en torno suyo. "¡!Lo ha matado esa loca!!... ¡!Que alguien llame a la policía!!..., gritó la otra mujer. Resultaba imposible retroceder porque algunos automóviles, que permanecían parados, colapsaban el túnel. Un hombre corrió hacia la acera donde se había cometido el atropello y golpeó repetidas veces con una pesada mochila las ventanillas del coche aún detenido, mientras gritaba: ¡¡Salga de ahí, maldita loca!!... ¡¡La policía,... usen el móvil... llamen a la policía!! La conductora no se asustó al oírlo. Su pecho, tras el polo veraniego, se tensaba precipitadamente a cada respiración que emitía atrapada como estaba en el interior del coche. Pero no había fallado en su objetivo y ahora se imponía abandonar la acera cuanto antes. Los golpes sobre la ventanilla surtieron efecto. Algún objeto contundente guardado en la mochila hizo añicos el cristal. La mujer se agachó a fin de evitar la lluvia de cristales desmenuzados, pero no cesó en sus bruscas maniobras. Sintiéndose atenazada, la asesina lanzó algún improperio ininteligible. Se vio su rostro enrojecido y tenso a la luz de los fluorescentes que iluminaban el túnel, como si experimentara ahora una súbita sensación de impotencia. Varias personas se agolpaban sobre el cuerpo caído, bañado en su propia sangre; y como si el tiempo hubiese permanecido en suspenso, no prestaron atención a los últimos movimientos desesperados de la culpable de cuanto allí había sucedido. El automóvil se hallaba ya en marcha, y en una fracción de segundo pasó ante todos. Mil voces se recobraron aterradas, y probablemente hubiesen deseado cerrarse a su alrededor. Una vez contemplada la muerte, se imponía castigar el mecanismo de su realidad implacable. Pero el miedo atirantaba también sus rasgos de cobardía en todos los allí presentes, y nadie se atrevió a entorpecer su camino. Muchos jurarían que el automóvil había emitido un rugido horrísono entre la algarada automovilística, como si llevase sobre sí el peso de su castigo, pero había logrado avanzar casi sin darse cuenta siquiera de que se abría paso entre una vorágine de mil peligros, dado el tránsito inacabable que se acumulaba en la salida del túnel. No obstante, pronto se halló fuera de la iluminada bóveda. Y corrió, corrió, sin mirar a su alrededor. La autora del brutal atropello parecía conocer muy bien aquella zona de la ciudad, circunstancia que propiciaba su huida. Cuanta animosidad se había volcado sobre ella, aunque pareciera increíble, se había esfumado efectivamente en la distancia. Se sintió como si estuviera saliendo de una especie de baño de vapor que la hubiera impregnado por doquier.

En la hora perezosa de la anochecida, a la salida de aquel amenazador embudo, el cristal del parabrisas semejaba un espejo crepuscular donde los reflejos rojos y amarillos de cientos de luces jugueteasen ahora con la angustia infinita que se podría haber detectado en aquella cara, parecida a la de un pálido muñeco que se desvaneciera en el vacío del asfalto, y que todo cuanto había dejado tras de sí se tratase únicamente de una fantasmagoría capaz de abolir la diferencia entre la vida y la muerte. Pero, en realidad, aquel rostro mostraba una expresión tan grave que era imposible decir si experimentaba angustia o furia. En medio de la noche humana, no era más que un punto perdido, un fragmento más de esa tragedia terrenal a la que nos destina la confusa significación del vivir. Y con respecto al hecho cometido, su mente se negaba en tales instantes a reconstruirlo. Como tantos seres humanos que eligen asomarse libremente a la profunda noche atormentadora del espíritu, había alcanzado su instante de predestinación y decepción, trazando con ello la línea que separa los sentimientos de la razón. Y por ello mismo no es raro que, ya sin miedo ni orientación, se llegue a verter sangre... El automóvil se volatilizaba así en el espacio. Tras él nada parecía ya respirar. Tan sólo los edificios, ora surgiendo a la luz de las altas farolas, ora como moles suntuosas de las calzadas cuyos miles de ojos encendidos permaneciesen hipnotizados frente a la gran animación de la noche, que mostraba el ritmo cadencioso impuesto por el calor a las gentes que recorrían las aceras o se sentaban frente a los bares estivales. Lejos quedaba ahora el dramático escenario del crimen, como si aquel nuevo acto de violencia se hubiera perdido en los confines del mundo, y una onda voluptuosa librara del mismo los ojos de la tierra toda. Un nuevo horror inesperado que se confundiera con su infinitud. Y que sin explicación había entrado en despiadado contacto una vez más con una de esas dolorosas y terribles verdades de la vida: las que no hallarán nunca el menor consuelo profundo o una caricia cálida y penetrante. Inextricables impulsos que impelen a los humanos a cometer actos monstruosos.

*

Aparcar el automóvil a aquellas primeras horas de la noche no resultaba tarea fácil. Se trataba de dar vueltas y vueltas y era poco probable hallar un hueco en aquella zona atestada de vehículos que se amontonaban aquí y allá, como si resultase imposible poderlos controlar en un orden lógico. Una plaza muy frecuentada enseñoreaba la ancha calle, y ella llevaba recorriendo los aledaños de la misma desde hacía ya más de una hora. Tantos automóviles daban a la noche un aspecto casi inhumano. Los viandantes, sin embargo, iban y venían con una aplicación que, bajo el calor, les prestaba más lentitud, pero felizmente arrebatados ahora por una especie de mágica embriaguez al liberarse, la mayor parte de ellos, de aquellas pequeñas prisiones de cuatro ruedas. La iluminación de la calle se imponía a la insipidez de la noche con ese estremecido brillo de contrafuerte que parece anunciar un adiós al mundo real, y que va dejando su rastro amarillento entre los edificios, que semejan extrañas cumbres salpicadas de luz, hacinadas unas junto a otras sin orden ni concierto. Frente a todos aquellos inmuebles coloreados de crepúsculo por una luminaria tan refulgente como la mismísima puesta de sol, corría la amplia vía, y los automóviles y autobuses seguían encargándose de poblar con su bullanguera y monótona salmodia de motores ambas direcciones de la casi infinita calzada.

Reanudar hasta la exasperación la tarea de hallar aparcamiento da casi siempre paso a la casualidad. En el parque se conservaban antiguos olivos retorcidos que hablaban de la desaparición de viejos campos. Todo lo demás ofrendaba, entre acacias, escalinatas, bancos, parterres de flores y fuentes, un nuevo aspecto de modernidad. Un grupo de jóvenes que lanzaban risotadas y corrían por allí, se lanzaron alegremente sobre un automóvil aparcado no muy lejos de la zona donde habían estado retozando, y dejaron libre su hueco. Una vez liberada del coche, el punto de atracción lo constituía ahora uno de aquellos edificios que se hallaban situados frente al parque. Un inmueble de unas ocho plantas con balcón. La vida en la ciudad, por supuesto, no se había interrumpido al ponerse el sol. La noche posee una fiesta propia, maravillosa. Es como un cuento que se adornase de melodías, gritos, risas y fogatas, y que se va reconstruyendo con luces de mentirijillas, con personajes que viven al resplandor de las llamas, y que no pueden dejar de fijar sus ojos los unos en los otros con actitud de trastorno.

-¡Mamá Elia!

Una niña de seis o siete años corrió hasta ella, como si se tratara de un milagro de belleza que se abriera paso en aquel reino imaginario de cientos de luces abiertas en flor bajo el espejo entenebrecido del cielo nocturno.

Inmediatamente otra mujer trató de retener a la niña:

-¡Caro, ven aquí...!

-Pero si es mamá Elia- imploró con gesto impaciente la chiquilla sin comprender aquel rechazo que la otra mujer esgrimía con gesto impaciente.

-Carito, hola cariño...- fue un cambio de expresión turbador hasta la tristeza. La joven abrazó sin pensárselo a la pequeña, presa súbitamente de nerviosos sollozos que apenas lograba reprimir.

Ambas mujeres se observaron, inmóviles y rígidas. Resultaba imposible averiguar si lo que experimentaban sus rostros era estupefacción, angustia o cólera.

-Ana, me he pasado toda la tarde llamándote "al móvil"...- hubo ahora un duro cambio de expresión en la recién llegada- No entiendo a cuento de qué has estado evitándome. No irás a decirme que se te había olvidado...

-No me he olvidado de nada- exclamó con sorprendente firmeza la otra. Luego trató de atajar con fría sequedad los abrazos que la niña insistía en prodigar a Elia: -¿Quieres estarte quieta de una vez?... ¿El móvil?- ironizó con gesto impaciente- La verdad es que no sé ni donde lo tengo... No ando muy boyante, ¿sabes?

-¿Y el coche?- preguntó, más calmada.

-Hemos venido andando desde el colegio, mamá Elia- explicó con voz inocente la niña, aunque con cierto tono de reproche que parecía poner en evidencia a la otra.

-¡Cállate, papagayo!

-No le grites así a la niña- deslizó Elia con vivo ademán de ternura sus manos en la cara de la pequeña- Entonces ¿lo vendiste?... Malvendido, seguro- protestó ante el silencio de Ana.

-¡Qué ridícula te pones! Cualquiera diría que eso te importa mucho... Lo malvendí, ¡sí!... Con esta crisis ¿qué quieres? Además, ¿no era mío?...

-De las dos- aclaró tajantemente Elia.

-¡Ahora me vas a salir con esas!- alzó Ana el timbre de voz, casi encolerizada- "El coche para ti", y luego ¡portazo! ¿Tan pronto se te ha olvidado? Pues, tía, tan sólo hace tres meses que te fuiste.

-No vuelvas a las andadas, por favor. Me duele terriblemente la cabeza- replicó Elia, dispuesta a no aceptar aquella especie de desquite recriminatorio con que Ana insistía en castigarla. Y volvió a prodigar sus arrumacos a la niña- Ven Carito, explícame...

Con un nuevo ademán de brusquedad, Ana apartó a la niña:

-¡No tiene que explicarte nada!

-Pero, ¿qué haces?- Elia sintió que un estremecimiento de ira le recorría ahora todo el cuerpo. Tuvo que esforzarse en mantener cierta serenidad. Observó fijamente a Ana, que, súbitamente, sacudiendo la cabeza con despecho, dio media vuelta dirigiéndose hacia el portal del edificio y llevándose a la fuerza a la pequeña que no cesaba de llamar a Elia.

-¡Cometes un error!, ¿me oyes?... Haz el favor de esperarme.- Ana entró apresuradamente en el zaguán. Elia pudo aguantar la puerta antes de que ésta se cerrara. Se enfrentaron de nuevo sin encender la luz de la escalera que, iluminada desde el exterior, parecía ahora una brusca pendiente que derramara sobre ellas una sombría impresión de soledad- Tus reacciones me tienen ya muy harta... Además, sabes muy bien que nunca te concederán la custodia de Caro. Mañana, ante el juez...

Ana, con la niña de la mano, apresuró el paso hasta el ascensor, haciendo caso omiso de las palabras de Elia.

-No vuelvas a darme la espalda. ¿Estás loca o qué?...- exclamó Elia, tratando de retener a Ana- ¿Me vas a escuchar o no?

 No hubo respuesta. En aquel instante se oyó a alguien. Un matrimonio de edad avanzada acababa de entrar. La luz se encendió. Ana revolvía los ojos como una loba. Con un apenas audible "buenas noches" penetraron todos en el ascensor. Los vecinos se detuvieron en el tercero. Un cuchicheo malintencionado por parte de la mujer llegó todavía hasta ellas. Subieron hasta el quinto.

-Ah, ¿pero vas a entrar en casa?...- fingió sorprenderse Ana- ¿Ya no te importan las murmuraciones?... ¿Has visto cómo se han quedado esos dos (refiriéndose a los vecinos) al verte por aquí otra vez? Nos estarán poniendo buenas.

Caro, disimuladamente, había tomado de la mano a Elia, que la apretó con fuerza.

-Desde que dejaste de fumar, has engordado- observó Ana, cuando penetraron en el comedor, que tan sólo encendió una pequeña lámpara de rincón, dejando la estancia semi a oscuras.- Una lástima, porque tu tipo era...

-¡Deja de portarte como una estúpida!- replicó Elia, envalentonándose- No he venido aquí para hablar de mi tipo. 

-¿Por qué has vuelto?- se detuvo Ana divagando ante el abierto balcón de la estancia. El calor resultaba insoportable- ¿A qué has venido otra vez? ¡No puedes hacerte una idea de lo que sufrí cuando te fuiste!

-Tú decididamente has perdido la razón, y la culpa, por supuesto, no es mía. ¿A qué vienen ahora esas preguntas?- estalló Elia.

-No vas a volver a casa, ¿sabes?... Aunque quieras hacerlo, no vas a volver.

-¿Qué te pasa?- la observó perpleja Elia- Tú no estás en tu sano juicio... Sabes perfectamente que mañana tenemos una cita en el Tribunal de Adopciones... ¿Quién quiere volver?...

-Querrás volver,... pero no podrás. No te dejaré. Y te quedarás tan sola como me he quedado yo.

La voz de Ana tenía algo de sobrenatural. Su cuerpo, junto al ventanal, se había transformado en una masa sombría, abrumadoramente recortada por la escasa luz de la lámpara, e individualizada ante el vacío de la noche dado que la luminosidad de las calles se mantenía como extraviada en un fondo lejano desde aquel quinto piso del edificio.

-Oye, Ana, vuelve en ti, porque si estás intentando asustarme, te advierto que lo tienes crudo.

-¿Crees que voy a perdonarte? ¿Que te vas a salir con la tuya, y que te vas a ir de rositas con ese novio que te has echado, llevándote, además, a Caro?- prosiguió Ana con inflexión amenazante- Mañana todo el mundo lo sabrá... ¡Tonta... tonta... sólo las mujeres saben amar! Tu Raúl no te esperará como te he esperado yo...

-¡Oye, Ana, basta ya! No quiero seguir escuchándote. Ni olvidas ni perdonas... En ese aspecto, siempre fuiste insoportable. Pero yo no tengo remordimiento alguno. Si me fui, sabes muy bien porque fue. Nuestra relación fue un error desde el principio. Tú la convertiste en algo insoportable, y Raúl ha cambiado mi vida por completo.

Valiéndose de un ágil movimiento, Ana atrajo hasta ella a la pequeña Caro, que escuchaba a ambas un tanto asustada. La niña había quedado atenazada por los brazos de su madre adoptiva.

-¡Mamá Elia!- exclamó con miedo, mientras Ana retrocedía hacia el balcón abierto, arrastrando con ella a la pequeña. La altura del inmueble, como una pendiente abrupta, resultaba fantasmagórica. Una sima donde la noche se mostraba más y más tenebrosa. Reinó ahora un vasto y singular silencio en el dramático escenario escasamente iluminado del comedor. Elia, aterrorizada, había enmudecido, porque los ojos de Ana la herían. Leía en ellos un dolor, ¡el dolor de estar viva!. Pasaron por su mente los años que cohabitaron, la angustia sin nombre y el peso infinito que significó aquella convivencia. Sintió un escalofrío. Una brisa que atrajera el hedor de la muerte. La cara amable del mundo jamás puede ocultar el delito y la maldad, y las facciones de Ana se habían atirantado en un sonrisa diabólica. Su mentón estaba levantado prolongando la línea del cuello. Empezó a inclinarse hacia atrás, mientras Caro seguía llamando a Elia.

-Ya he perdido demasiado tiempo para lo que he de hacer- dijo Ana- Aunque nunca olvidarás todo lo que me has hecho llorar. ¿Tu Raúl?... ¡Corre, corre a por él! Puedes estar segura de que no lo reconocerás... ¡Corre, apresúrate! El pobre no es ya más que un cuerpo muerto que yo, yo... ¿me oyes?,... yo he aplastado bajo las ruedas de mi... -esbozó una sonrisa siniestra y rectificó- de nuestro coche.

El de Elia fue un gemido convulso, un grito ahogado de los que nos abren la puerta para salir a la perdición del mundo. Ana aparecía ahora blanca e inanimada, como suele decirse de un ser humano cuando el alma ha abandonado el cuerpo.

-¿Has... matado a Raúl?

Fue como inocular ponzoña de serpiente en su corazón. Elia no llegaba a creer tan horrenda confesión. Pero el veneno seguía allí, escondido en su sangre y en sus huesos.

-Ven, ven tú también...- desvarió de nuevo Ana- No te quedes en la otra orilla.

-¡Maldita loca!... ¡Maldita Loca!- El grito desgarrador de Elia aterraba más y más a Caro, que se debatía tratando de liberarse de las manos que la atenazaban.

-Mamá Elia!... ¡Mamá...!

Elia avanzó como una llamarada voraz hacia Ana, pese a sentir el filo más hiriente del frío. Sus manos, como garras, trazaron en la penumbra una especie de símbolo terrorífico: la unanimidad terebrante del dolor que se reconcentraba en la opacidad y fermentaba en el peligro.

-¡Suelta a Caro... devuélvemela!-

Estallaban los ojos de Elia y su voz, aquel clamor que manaba torrencialmente, implacable, las iba envolviendo a las tres como una placenta monstruosa. Las respiraciones de ambas mujeres se rompían en un jadeo enfurecido. Elia logró asirse a la niña, que pataleaba aterrorizada. La sujetó con la tenebrosa rabia de una leona, invadida por un odio de fatalismo contra la otra mujer. Fue como una sombra monstruosa que, rompiéndose sobre el espacio, se volcara sobre Ana para absorberla. En la quietud del comedor, el forcejeo desechaba toda razón para justificar el daño. Eran pasos rotos que buscaban violentamente su desquite.  Ana, el mal oscuro, sintiéndose perdida sin la niña, se agitó como si la furia que sentía se volviera contra sí misma. Y para rehuir aquella especie de maleficio, mordió el brazo de Elia, cuyos labios helados y juntos, sin soltar a Caro, no experimentaron la menor expresión de dolor. Finalmente, Ana sintió un golpe impetuoso sobre su vientre como si una espada infinita la hubiese atravesado. Se inclinó hacia atrás impulsada por la fuerza que imprimiera Elia a su empujón. Y de pronto, toda la resistencia viva de aquel cuerpo, su rigidez amenazante, se desvaneció en el vacío, convertido en un simple monigote que hubiera conservado una increíble flexibilidad, una blandura inverosímil para hallar tan sólo su desorden fatal cuando se estampara contra el suelo.