viernes, 27 de agosto de 2021

LAS CRUZADAS -1-

 

 

 

 

 Autor: Tassilon-Stavros  

 

 

 

................................................................................................................................................................................................





 

Corría el año de 1088 (cuenta una vieja crónica), cuando un peregrino de regreso de Tierra Santa, el clérigo francés Pedro de Amiens, llamado "El Ermitaño" [1050-8 de julio de 1115], que sería considerado líder religioso de la llamada Cruzada de los pobres, llevó al Papa Urbano II [Lagery, Francia, 1042-Roma, 29 de julio de 1099] una carta de Simeón II, patriarca de Jerusalén [1084-1106]. En términos dramáticos, se describían en ella las persecuciones a que los musulmanes sometían a la grey cristiana y se invocaba la ayuda de Roma.


Los musulmanes no eran los árabes. Eran los turcos. Esta población mongólica, de pastores nómadas y guerreros ferocísimos se había movido lentamente a través de los siglos, en una busca desesperada de pastos para su pueblo hambriento y en especial de botín que arrebatar con su fiereza guerrera a cuantas poblaciones lograron llegar, que eran muchas, ricas y variadas. Sus razzias, terroríficas, como en los tiempos de Atila, se habían extendido, pues, desde las estepas asiáticas del Cáucaso (cordillera euroasiática que atraviesa las actuales Georgia, Armenia y Azerbayán). Impredeciblemente, al entrar en contacto con los árabes que se habían extendido también por allí porque se hallaban, como estos pueblos nómadas mongólicos, en plena euforia expansionista y convertidos por Mahoma al Islam, dichos mongoles se alistaron bajo las banderas musulmanas como mercenarios. Con las cualidades militares que los distinguían (y que aún los distinguen como sucedió en la Primera Guerra Mundial del siglo XX) hicieron espléndidas carreras además de conquistas. Más tarde, una dinastía turca, la de los Selyúcidas-selchucos o selyuquíes- (1037-1063), clan de la rama Qiniq de los turcos Oguz, que se instalaron en la vasta península de Anatolia, se rebeló contra el califa de Bagdad, y fundo un emirato independiente en Asia Menor Dicho emirato se adueñó de Jerusalén en 1070. 



Hasta aquel momento, Jerusalén había sido tratada por los árabes vomo una especie de "ciudad abierta". Los árabes se mostraron siempre muy tolerantes para con las otras dos religiones -la hebraica y la cristiana- que en la urbe santa tenían su cuna, y por ello mismo respetaron sus iglesias y sinagogas. Pero los Selyúcidas eran neófitos en el Islam y llevaban a él un fervor puritano y un celo intransigente y cruel. La persecución que dio comienzo contra judíos y cristianos fue despiadada y sanguinaria. Y las víctimas, que habían disfrutado de la tolerancia de los primeros conquistadores musulmanes fieles a las enseñanzas de Mahoma, se dirigieron en vano a Constantinopla, a cuya provincia pertenecieran antes de la conquista árabe.


Reducido por aquel entonces a un rincón del Asia Menor, el Imperio bizantino de Oriente tenía ya bastantes dificultades que superar para mantener la propia independencia, amenazada por la cercanía turca. El pueblo  Búlgaro, que hacia remontar hacía remontar sus orígenes al huno Atila, y el ruso, de antepasados Eslavos -que habían habitado en la zona de los montes Cárpatos- y Varegos (Vikingos de Escandinavia), se habían extendido por los centros de provincias europeas. Y los Selyúcidas, ya instalados como dueños y señores  e en Edesa (ciudad de Mesopotamia), Antioquía (ciudad de Hatay, rebautizada como Turquía), así como Tarso, al suroeste costero de Antioquía y Nicea (antigua ciudad de Bitinia, al noroeste junto al Ponto Euxino -Mar Negro-), no tardaron en asomarse al Bósforo (el gran estrecho de la futura Estambul). El ejército imperial bizanino enviado para desalojarlos de allí, fue aniquilado en la batalla de Manzinkert [26 de agosto de 1071]. 

 


Al frente del ejército turco se hallaba Alp Arslan, (20 de enero de 1029 en Corasmia-asesinado el 24 de noviembre de 1072), segundo sultán de la dinastía del sultanato Selyúcida de Rum; y al mando de la tropa griega el estratego Andrónico -Andronicus- Ducas, (Constantinopla 1006-14 de octubre de 1077. Se había casado con la princesa búlgara María, hija del emperador Trajano de Bulgaria), perteneciente a una familia rival al basileus Romano IV Diógenes, militar, que organizó un ejército de 70.000 hombres para reconquistar el terreno perdido ante los turcos. Su fecha de nacimiento se desconoce. Herido de flecha y detenido, tras la derrota, por los turcos fue puesto en libertad por Alp Arslan. Mientras que Andrónico, al verse perdido, se había dado a la fuga dejando desamparado al basileus, y volvió a Bizancio a apoyar sus propios intereses políticos. 

Romano IV Diógenes aceptó renunciar al trono y retirarse a un monasterio, a cambio de que fuera respetada su vida. Esta promesa, sin embargo, no fue respetada. Andrónico y el nuevo basileus Miguel VII Ducas (1058-1079), ordenaron que se le sacaran los ojos y fue paseado sobre una bestia de carga durante varios días. Murió en la isla de Proti, en el mar Jónico, el 4 de agosto de 1072, en un monasterio que él mismo había ordenado construir, a consecuencia de la infección de sus heridas, pero antes, otro de sus enemigos, el cronista Mikhaēl Psellos [Miguel Psellos]  le escribió una cruel carta felicitándole por su buena suerte al haber sido cegado, ya que era seguramente porque Dios le había encontrado digno de una luz superior.

Jerusalén había quedado aislada por completo, y su patriarca Simeón II, aunque el cisma entre ortodoxos y católicos había hecho de él un hereje con respecto a Roma, no dudó en dirigir su petición de ayuda al Papa Urbano II. La idea de una expedición a Tierra Santa para la conquista de la patria de Jesús había tentado ya  a otros Pontífices. El ex-papa Silvestre II (Gerberto de Aurillac, Auvernia, Francia, c. 945 – Roma, 12 de mayo del 1003), convocó durante su pontificado un programa a fondo, mal preparado y peor dirigido, que abortó en Siria  inmediatamente después del año 1000. Gregorio VII (Hildebrando di Soana, Sovana, 1020 – Salerno, 25 de mayo de 1085) hubiera lanzado con toda seguridad otra ofensiva en Tierra Santa si la lucha feroz que mantuvo con su acérrimo opositor y enemigo Enrique IV [Goslar, 11 de noviembre de 1050–Lieja, 7 de agosto de 1106- Rey germánico desde 1056, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico desde 1084, hasta su abdicación en el año 1105. Excomulgado por Gregorio sus súbditos quedaban libres de prestarle vasallaje y obediencia, por lo que el Emperador, temiendo un levantamiento de los príncipes alemanes, que habían acudido a Augsburgo para reunirse en una dieta con el Papa, decidió ir al encuentro del Papa y pedirle la absolución. El Papa Clemente III (25 de febrero de 1080-8 de septiembre de 1100), nombrado arzobispo de la sede vacante en Rávena por Enrique IV, y sucesor pontifical levantó a la ciudadanía romana contra Gregorio,  que se vio obligado a retirarse a la ciudad de Salerno donde fallecería el 25 de mayo de 1085. Un comentario famoso de Gregorio VII fue: "Prefiero arriesgar la vida para la liberación de los Santos Lugares que reinar sobre el Universo" En fin, el proyecto no era nuevo. Y la carta de Simeón le devolvió actualidad. Pero tal vez hubo otros motivos que hicieron atractivo el llamamiento.
 

El primero de tales motivos era de carácter estratégico. Aunque los califas árabes se dedicaran ya más a las artes que a la guerra, el Islam gravitaba siempre desde el Medio Oriente, desde África y España, como una amenaza sobre la Europa cristiana. Por escasas que en aquel tiempo fueran las nociones de geografía, era bastante claro que si Constantinopla caía, caerían también los Balcanes, donde sería difícil frenar la conversa musulmana de la recién aparecida marea turca, ahora que los Selyúcidas le habían otorgado un repentino y feroz vigor. Era mejor, por lo tanto, tratar de bloquearla en sus flamantes bases asiáticas, tomando la más necesaria de las iniciativas por parte del resto de países europeos. El segundo motivo fue, probablemente, a rivalidad con la Iglesia ortodoxa griega. Y un tercer motivo eran las ambiciones de las Repúblicas maritimas italianas, Génova, Pisa, Amalfi, pero sobre todo Venecia, que, dueñas ya del Mediterráneo occidental, querían serlo también del oriental, aún dominado por las flotas musulmanas. Estaba en juego el comercio entre Este y Oeste, la más atractiva de las prendas. Pero, naturalmente, ninguna de estas solicitaciones apareció en la inflamada oratoria de Urbano II. Este Papa francés era gran tribuno y conocía bien a sus pichones, sumisos y fanáticos como él. No obstante, sabía que la empresa estaba llena de riesgos y que un fracaso hubiera sido un duro golpe para el prestigio sacrosanto de la Iglesia Católica y sus enfervorizados reyes y nobles de Europa.


En 1095, en un Concilio de obispos en Piacenza, los enviados de Bizancio pidieron en nombre del basileusAlejo la ayuda de Occidente contra los Selyúcidas. Era ya un triunfo moral para el catolicismo que la Iglesia Ortodoxa suplicara el socorro de la Europa papal. Tal fue por tanto la satisfacción de Roma, que Urbano sostuvo vigorosamente la petición bizantina y se hizo su portavoz más acérrimo. Durante todo el año, de forma incansable, fue de una parte a otra de Italia y Francia, predicando la Cruzada desde los púlpitos de todas las iglesias de ambas naciones. El entusiasmo no se hizo esperar, y se propagó de ciudad en ciudad. Cuando el Concilio se reunió en Clermont Ferrand para las decisiones definitivas, miles de personas acudieron de todas partes, plantaron sus tiendas y esperaron. 

[Fue un movimiento de fanatismo religioso comparable al que pudo mover a los antiguos egipcios de Menfis que fueron convocados para la construcción de la gran pirámide de Keops, como símbolo religioso de su Faraón, tumba eterna para un dios]. 

Urbano dio pues el gran anuncio a una enorme muchedumbre hincada de rodillas ante las rogativas provenientes de otro dios en boca del Pontífice de Roma. Describió con todo tipo de colores apocalípticos, especialmente el rojo sangre, las persecuciones musulmanas (turcas en realidad) contra sus hermanos cristiano de Jerusalén. Recordó a los franceses, aguijoneando su orgullo, que eran los hijos predilectos del Señor. 

 

 

 

 

Recordó su antigua y épica lucha contra el Islam en España. Carlomagno, Roldán, la sangre de Roncesvalles, que aún aguardaba a un vengador. Invitó a olvidar al ignorante pueblo galo (por supuesto, desconocedor de la superior cultura árabe que enriquecía por aquel entonces la Península Ibérica)  todo lo demás: sus inútiles vanidades y discordias, sus mezquinos intereses, sus propiedades y hasta sus familias (lo más cruel y propio del fanatismo religioso católico). "Algo más grande os espera -les dijo Urbano- la liberación del Santo Sepulcro y, al mismo tiempo, la de vuestras conciencias de los pecados que las manchan" (la eterna predestinación infernal preconizada por la manipuladora maquinaria de la Iglesia sobre su pobres fieles) "Quien se aliste para esta empresa -concluyó el Papa- se ha ganado el Reino de los Cielos"


Un hervidero de grandes masas de ciudadadanos se arrodillaron ante el Papa, y no dudaron en responder a voz en grito "Dieu li volt" ["Dios lo quiere"]. Y los nobles allí presentes, que también se prosternaron  a los pies del Pontífice de Roma, hicieron solemne renuncia de los propios bienes para dedicarse únicamente al servicio de Dios. Urbano siguió predicado durante meses y meses, suscitando verdaderamente una fiebre de Cruzada. Ésta sacó de sus monasterios a sus inútiles monjes y eremitas, que corrieron a vestir el uniforme dictado por el Papa, por lo demás muy parecido a su sayal monástico: una especie de saco con capucha y una cruz roja dibujada en el pecho. Hasta Roma, habitualmente tan reacia a estos fervores y sugestiones enfermizas del sectarismo católico (por su proximidad a los desmanes constantes y ostensibles de sus Papas y el Clero), quedó contagiada esta vez y acogió a Urbano, a su regreso, con oceánicas y delirantes manifestaciones propias de un Emperador Celestial. 


No obstante, el primer peligro que amenazó a la Cruzada fue el entusiasmo de sus celadores. Urbano había aplazado para el año siguiente la salida para dar tiempo de preparar un plan a los jefes que debían acaudillarla. Pero bandas de impacientes se pusieron en marcha por propia cuenta y media Europa quedó alborotada por ellos y su inepcia. Entre aquellos incompetentes había desde luego ciegos enfervorecidos por Dios. Pero eran tal vez más numerosos los empujados por móviles más terrenos. Estaban los siervos, hartos de la esclavizada servidumbre a que los sometían los nobles, y a quienes se había prometido la libertad. Estaban los contribuyentes, que se hallaban a punto de perderla a causa de sus muchas deudas y de los impuestos de los que los eximía el alistamiento. Estaban los criminales, a los que se consentía conmutar  la condena -aun la de muerte- en el servicio en Palestina por toda la vida. Estaban los mercaderes, atraídos por la perspectiva de algún buen negocio con los musulmanes, de cuya ferocidad no se hacían excesivo eco pese a las soflamas  catastróficas de las que se valía el Papa. Estaban los holgazanes y los "incomprendidos e idealistas", que iban a la busca de una "lotería" que les permitiera seguir más holgadamente de sus haraganerías. Pero estaban, sobre todo, los hombres a quienes sonreía el más absurdo de los afanes medievales: la aventura: Segundones de familias nobles, especialmente normandas, deseosos de conquistar un título y de hacerse a su vez jefes de familias y caballeros sin empleo, ahora que, en especial Francia, la anarquía feudal iba a ceder el puesto al orden estatal que sustraía la guerra a la libre y siempre alocada iniciativa.


 

 

 






 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

.