sábado, 26 de noviembre de 2016

A High Wind in Jamaica (Huracán en Jamaica)

Autor: Richard Hughes
 
"Quienes contemplaban en ese momento a la reservada Emily la vieron palidecer sobremanera y echarse a temblar. De repente dio un chillido: un segundo después comenzaba a sollozar. Todos escuchaban, en helada inmovilidad, con un nudo en la garganta. A través de las lágrimas de Emily, se escaparon estas palabras: ... “Estaba allí, tumbado en su sangre... ¡Qué horrible estaba!... Y... y se murió... ¡dijo algo y luego se murió!”... Esto fue lo único articulado que pronunció la niña.... Dejaron a su padre que la sacara de allí... Vio por primera vez –desde hacía tantos meses- al capitán Jonsen y a la tripulación, amontonados en una especie de jaula. ¿Qué le recordaba aquella terrible expresión en el rostro del capitán, cuando sus ojos se encontraron con los de ella?... Los juicios terminan pronto. La noche antes de la ejecución se las arregló Jonsen para darse un tajo en el cuello..."
 


Resulta sencillo proyectar sobre el lector esa simplicidad temática, a través de la cual se barajan los esquemas, casi siempre intensos y apasionantes, del mundo de las aventuras. Y en el que esperanzas, frustraciones y dificultades se convierten en un arquetipo idealizado de una fantasía sana, casi deportiva, sonriente, teñida a veces de cierta ironía, entre marcos exóticos o épocas pretéritas, mitificadas por superhombres optimistas, acrobáticos (fácilmente extrapolables a la pantalla), o adalides sabelotodo, capaces de alcanzar con su impacto, a través del cómodo y sutil vehículo de la literatura, a ese heterogéneo lector cosmopolita.




 
El barómetro intelectual, satisfecho (casi siempre) de su pasado historiográfico, supo, pues, volcar en los libros, ya desde sus primeros tiempos, ese toque ingenuo que otorga precisamente la grandeza épica, sin perder de vista una cierta proximidad cronológica y, a poder ser, geográfica, de cuantos pueblos habitan este planeta, ensalzando a sus héroes, auténticos o ficticios, que siempre han ejercido un magnético poder sobre las lectoras turbamultas, hasta convertirlos en mitos. Homeros de los nuevos tiempos, orientados hacia los grandes y ya desvanecidos fastos vividos por la humanidad, y que, sintiendo la vieja fascinación romántica y épica de algún remoto “color local” (según el país en que la confesada voluntad del escritor situase su potencial estilístico, emparentándolo con la temática de las gestas que allí hubiesen tenido lugar) vertían en sus técnicas narrativas un ritmo prodigioso, que, muchas veces, por desgracia, podían llegar a formar un rompecabezas histórico sin sentido. 
 
 
Paralelamente sobre estas obras pesaba la sombra de vastas polémicas entre historiadores, que, por sistema, rehuían de su festines babilónicos de autenticidad historiográfica, los aspectos folletinescos, el tono sensiblero, el uso dramático excesivo, el falso esquematismo psicológico de personajes que jamás existieron, y el no menos peligroso alegato ideológico de cuantos héroes, tiranos o núbiles doncellas recorrieran sus páginas. En efecto, porque en muchos de los grandes libros de aventuras, entre otros aspectos creadores del artificio, sus personajes (sin dejar de ser interesantes y resistir bien la carcoma de los siglos) demuestran poseer una psicología rudimentaria, banal, y a galope del encuadre subjetivo que crea, en el terreno de la creación literaria, el gran evento conductor de la grandilocuencia, ya sea trágica o romántica, más exasperada. La importancia o la extravagancia de las existencias de sus campeones se hallan, las más de las veces, encerradas en una absurda jungla de inaceptable contenido humano, y los conflictos en que también se ven inmersos, aparte de su elementalidad enloquecida, pueden acabar por transformar la herencia ilustrativa de la historia en un circo “ortopédico”
 

Auténticos arietes del mercado aventurero literario, que resonaron como gigantescos artífices en la culminación emocional de la acción por la acción, convirtiéndose en patrimonios culturales de primer orden de la creatividad frente a aquella nueva gramática que proponía el recurso de la inventiva histórica, fueron, entre otros miles, Walter Scott, Robert Louis Stevenson, Herbert George Wells, Rudyard Kipling, Alejandro Dumas Sr., Emilio Salgari, y, muy especialmente, Julio Verne. Pero al citar estas formulaciones teóricas de tan bello arte literario, en el que muchos de estos autores, con sus óptimos relieves descriptivos, descubrieron una furtiva macrofisonomía dramática del hombre, a veces ignorada, es obligado también mencionar que al espolear esta cultura épica, trataron, al mismo tiempo, de asir el secreto estético del tiempo, captando en sus escritos porciones de realidad elegidas con determinada y agradecible perspectiva. No cabe duda, sin embargo, que cualquier seísmo, por muy pequeño que sea, puede sacudir cimientos. En consecuencia, al límite de las contradicciones artísticas, exuberantes, y visionariamente épicas ya mencionadas, se halla esta distorsionadora, espléndida y antológica reflexión sobre la novela de aventuras que supuso “Huracán en Jamaica”
 



El lector capaz de librarse de ese sarampión intelectual, tantas veces contagiado por un formalismo más plausible, y que sea capaz de separar la ganga más convencional de lo “realmente válido”, se verá, en un instante, sumergido en el remolino luminoso de esta tragedia aventurera, tan lírica como angustiosa, tan poética como magistral, en todo lo que se refiere a su transpiración de auténtico amor hacia la tierra, el paisaje, el cielo y el mar, bien que inquietante en su objetivo, negativa en su heroicidad, y ambiciosa e inflexible en cuanto a la complicada psicología (intrincado camino en el que ahondar) de sus personajes infantiles. Y a través de ellos (una irracional, aunque verosímil, cohabitación única entre niños y hombres), asistiremos a una macabra “vuelta de tuerca” de cuanta potencial explicitación puede arrastrar consigo la “nefanda crueldad que el insondable candor de la niñez encubre”.Y que depurado en esencia hasta sus últimas consecuencias, más allá de los arcanos implacables de la fantasía (desde la lógica que promueve el involuntario reflejo moral del desequilibrio en que vive la mente infantil), puede llegar a vampirizar, tiranizar, y transformarse en el ogro monstruoso, que, como en la novela, convierta a una pequeña colectivización de hombres, anacrónicamente sumidos en el seno de las viejas mitologías del pirateo en los mares caribeños, en una espectral procesión de cadáveres vivientes, faltos de toda voluntad, y hasta de la más elemental malignidad, y que tan sólo parecen habitar en la “subjetividad maliciosa” de los niños, ingenuamente maltratados por su pueril imaginación, si nos atenemos a la contrapartida que supone su inocencia. 
 
 


Y dado que la niñez siempre enmudece ante lo que no alcanza a comprender, los patéticos filibusteros de “Huracán en Jamaica” (una vez acentuando el extremismo de las soluciones formales frente a unos actos de pirateo y secuestro “más que sabidos, intuidos”, a los que les será aplicada la futura e irrefutable condena de la sociedad adulta de las naciones más civilizadas) acabarán por recorrer, atrapados por tan “deletérea” convivencia, esa especie de campo de batalla que resulta tan mortífero como todos aquellos en los que se fecundaran tantas semillas “hedonísticamente heroicas”, y que maduraran en el ciclo espectacular de aquellos nuevos recursos estilísticos y documentales que inspiraron las más representativas hazañas de los relatos aventureros en tantos escritores de renombre. 
 


 
Los apabullantes episodios intimistas que encarrilan los sucesos colectivos de esta excepcional novela, de fuerte inspiración realista, abren una nueva dimensión, no meramente ornamental, dado el exotismo de que se reviste, sino dramática, en su vertiente, como dije, más racional y psicológica, dada la meritoria labor introspectiva que de la mente infantil hace gala su autor, Richard Hughes. Despojando la obra de todo el artificio que conlleva la aventura clásica, “acecha y ahonda” en el desasosegado pensamiento de los protagonistas del libro al tiempo que en el del posible lector. Una prolongación y una superación del realismo más incisivo, que se aleja años luz de los aquelarres fantásticos de los cuentos de Andersen. El sujeto emocional de la acción trasvasado a las perspectivas vivenciales del utópicamente inofensivo intelecto infantil. O lo que es lo mismo, la batahola de la existencia vista desde la fantasmagoría mental del niño, que es como un ribete onírico que lo separa del más explorado mundo adulto. Todo lo cual nos aniquila moralmente, pues no hay más monstruos ni más espectros que los de la acomodaticia elucubración capaz de situarse en el punto de vista de cada personaje, ya sea adulto, y poco inteligente, cuando no debería ser así; ya infantil, y por tanto irresponsable, como debe de ser, sin que por ello la presida la necedad.
 
 


 
... “Pasaron las semanas en un navegar sin rumbo. El transcurso del tiempo tenía para los niños –una vez más- la contextura de un sueño. Cada pulgada del barco les era familiar... Se dedicaron tranquilamente a crecer. Y entonces le sucedió a Emily un acontecimiento de importancia considerable. De repente se dio cuenta de quién era... Había estado jugando a las casitas en un escondrijo de proa, detrás del cabestrante, y cansada de jugar, vagaba por la popa, pensando confusamente en unas abejas y en una reina de las hadas, cuando de pronto le cruzó como una exhalación por su espíritu que ella era “ella”... Pero le bastaba para poderse formar una idea elemental del cuerpecito que –ahora se daba súbita cuenta de ello- le pertenecía. Se echó a reír: “¡Vaya!”, pensó. “Mira que haberte pasado esto precisamente a ti.” “¡Tendrás que resignarte a ser una chiquilla, y crecer, y envejecer, antes de que puedas salir de esta endiablada carraca!”... Así, con las exigencias inextricables de la evolución, logra determinar Hugues la emoción con que, en la inteligencia privilegiada de su protagonista infantil Emily, se produce, desde la confusión que en la mente de los niños genera el bien y el mal, la verdad y la mentira, lo real y lo imaginario, la “exhumación” individualista de nuestro cuerpo, la accidentalidad emergente del propio “yo” , transmutador y claramente discernible del de los demás.
 
 


 
Todo esto y mucho más alimentará, por tanto, nuestra devoción por penetrar en el texto literario. Detengámonos un momento en lo que sí es definible, pero devoremos como buenos lectores, cada una de las apetecibles individualidades que conforman el colectivo humano de la obra: “Paraíso jamaicano, a mediados del siglo XIX . Tras un huracán que reduce a escombros las posesiones de la familia británica Bas-Thornton y la criolla Fernández, siete niños (accidentalmente “secuestrados” al ser abordado el buque en que viajan rumbo a Inglaterra para su educación por la caricaturesca tripulación de piratas -último aliento aventurero del añejo mar caribeño- que preside el capitán Jonsen, y el cual dista mucho de ser el rudo y desalmado marinero al uso) se integran a la teatralidad irreflexiva del arcaico colectivo pirata. Una convivencia que da rienda suelta a ciertos métodos paradójicos de autoexamen: desde la inocencia a la crueldad, desde el humor al pánico. Una pirotecnia literaria que es capaz de pulsar gozosamente el sistema nervioso del lector, merced al subjetivismo en el que postula la hermética agresividad de la infancia, similar al espectáculo circense de la payasada risible, aunque discutible y desconcertante de la malicia humana, aunque sea en su faceta más primaria o pueril. Y que subyuga nuestro intelecto a través de tan impresionante despliegue de profundísima psicología narrativa como la que conforma ese arco reflejo de un mundo que va de la equívoca idea de la puericia irresponsable a la no menos equívoca exaltación del sentimiento, y del sentimiento fugaz e insostenible de ese fraude que tantas veces significa el cariño infantil, arrojado pero olvidadizo, a la idea de su casi imposible perdurabilidad en nuestra existencia.
 
 


 

Nacido en Weybridge, localidad galesa, en 1900. Richard Hughes alcanzó la más alta notoriedad como magistral narrador con "Huracán en Jamaica", publicada en 1929. Famoso más tarde por especializarse en la literatura fantástica infantil, cuyo título más recordado fue "El perro prodigioso", y que se publicaría un año después de su muerte, en 1977. Inspirándose en las afamadas epopeyas de su amada Gales, fue autor de hermosos dramas poéticos. Murió en Talsarnau en 1976.
 
 



































domingo, 6 de noviembre de 2016

Hechizo azul







Autor: Tassilon-Stavros


 
 
 
 
 
 
 
 
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HECHIZO AZUL



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Cuando la visión de mi isla, que definía mi existencia, empalideció borrosa y ondulante; y, desgajada de mi realidad, creí perdidas en la oscuridad última aquellas playas de ondas cálidas y claras, me llegó tu casto aroma de paz.

Yo no lo sabía entonces. Atisbo de pasados entusiasmos. Activa desintegración de mi inexplicable dolor.

¿Será ése el auténtico prodigio de la vida? Absorta canción ahora sensitiva que de mí aparta todo  sentimiento desolador.

Conciencia persistente de gentiles encantamientos. Horas nuevas frente a la calma relajada del mar. ¡Promesa fue la queda lumbre de tu faz!


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Cuando tu distante luz tendiste a mi tedio árido, un aire tibio me trajo tu forma silenciosa. Azul intenso del inmemorial cuerpo vivificante del mar, para mí tan necesario.

Yo no lo sabía entonces, cuando te tuve con la sombra del otro hombre que fui. La tierra, al igual que el mar, parecía balancearse y oscilar, mientras yo seguía consumido por un jadeo lento, con la respiración de un conocimiento dormido y la ansiedad misteriosa de una desviada verdad.

¿Será esa gran masa de energía de preterido destello el verdadero reto de mi germen? Fuerza vital de un enigma inesperado frente al que se arrodilla con humilde sumisión mi nueva realidad corpórea, apartándome de la oscuridad.

Y ese nuevo fulgor alcanzado me despertó, arrancándome de una enfermedad incurable, cuando el mundo de los hombres reniega de sus deseos, y convierte la existencia en un colapso universal. Fue como una locura que dejaba tras de mí el trastorno ciego de mis postraciones. Nadie más podría, salvo tú, sobrenatural firmeza del azul, apartar de mí aquel paisaje interior, cruelmente empapado de invierno solitario.


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Cuando comprendí al fin que tu aura casi divina, de grandiosidad fascinante, me lanzaba su hechizo de liberación, supe que estuve perdido. Y que si tú no hubieses existido en el mundo, tampoco yo estaría en él, fuerza vital de un universo lleno de riqueza.

Yo no lo sabía entonces. Pordiosero de mis nocturnas peregrinaciones. Imaginación terebrante que somete  a nuestra carne viviente al yugo de la fría disolución y a la muralla de la tierra. Furia impaciente del tiempo, demencial captura que nos llena de indiferencia.
 
¿Será ese recuperado santuario de tu ofrenda mi veladora puerta? Porque llegaste cuando mi fragilidad,  enmascarada por un endurecimiento demente, enfriaba mi ser como un cuchillo de piedra. Y mi rostro, inmutable, estando mudo, cerraba sus ojos al fervor de toda preferencia.

Derrumbados tronos de vehemencias que se perdieron como amores que prefirieron enmudecer sus voces. Pero cuando desperté observando esa atmósfera potente de tus destellos, y ese añil en calma como un nuevo pathos de ternura, se alejaron al fin mis noches sin respuesta. Y frente al celeste movimiento, nítido, armonioso e inconmensurable de tu creciente marea, halagada por la luna, el hechizo extinguido recobró su aliento, la nostalgia su atractivo, y el acariciador júbilo de la esperanzada brisa su firmeza.