viernes, 11 de noviembre de 2011

Nilo





Autor: Tassilon-Stavros





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NILO



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De tu secreto envejecido, ascua azul entre sepulturas, parten fantasmas viajeros que la noche del desierto vela como lengua de limpia estirpe, memoria desbordante de fuentes y hontanares. Ecos y calcinación, pueblo y sacerdocio, casta de arenales. Siembra de espejismos, latidos que se colman de tenebrosas inquietudes, de sacrificios irremediables y de voluptuosidades maltratadas. Dolientes gracias humanas que ante la mirada terca y adusta de las dunas quedaron extraviadas.

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Nilo tatuado de azul, estrépito de misericordia de tu vivir encerrado entre palmeras. Antojo primigenio de imperios, sueño de los tiempos rendido entre los orígenes paganos de Amón. Guarda y salvación. Anhelo de un dios... ¡Nada podrá borrarte de mi vida, herida de luz, cruda claridad abrasada! Fuego y ahogo suntuario de todo cuanto me es sagrado. Túnica del misterio, pórtico púrpura del crepúsculo, pupila de crisolito que hasta Egipto baja huida, afanosa como águila, implacable como león.

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Consumación de un amor inocente, que pone su bendición sobre mi frente. Hebra de lumbre poseedora de una vida que entre la fastuosidad carnosa de la tierra deposita la doctrina milagrosa de sus dones. Río andariego, felino, blando y campesino. Oasis de aves solitarias, dócil linaje de tiempos prometidos. Deificado por los secretos del crimen legendario; del hombre clamor litúrgico, y frente al paisaje de arena y piedra, afirmación de raza y tradiciones.

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Nilo, fruto del desierto, halcón despacioso de párpados ungidos, agua de los fangos, tierra de sangre donde las palmas granan sus ascuas de verdor... Miedo tengo de mis días cortos cuando me alejo sin huirte. Servidumbre de Egipto, pechos de madre, exquisito dolor. Y vuelan mis complacencias silenciosas, las memorias que me angustian, hasta la negrura de acero que ondula en tu valle íntimo, de peldaños fértiles y ruinas roídas por los testimonios. Tu cicatriz de río sajado por luna delirante, y tu gigantesca hornacina del papiro y del loto siguen al dios de la noche. Dardo antojadizo lanzado en un jardín de fatigada belleza, maltratado por las enseñanzas quiméricas de los sacerdocios.

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Nilo de los hombres dioses, de los cánticos recios y altivos de la espera, del carbunclo destilado por la tierra, de las aguas del berilo, del rizo sacrílego e incestuoso de sus coronados siglos. Nilo de los imperios, de las escalinatas torrenciales de los mármoles blancos, de los cromáticos mosaicos faraónicos al abrigo de los templos, de los ergástulos y tormentos, de las mieses que granan en los vergeles fangosos... Río de los barrios de adobe, de la transportada roca sepulcral, y de la ensalzada santidad eterna de los jeroglíficos. Agua de la sed, pozo patriarcal, espejo extenuado, hondo latido de las lejanías. Nilo azul, inocencia del agua, carnalidad verde, aliento divinizado, emisario de luna entre valles rubios, maduros y olorosos.

viernes, 7 de octubre de 2011

Templo




 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros




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TEMPLO



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Yo siempre te he soñado por entre el misterio de tus criaturas, en siglos de magos medianeros entre los dioses y los hombres. Y te busqué de generación en generación, como arrancándote de una tierra deseada que murió escondida, apagado su sol, empozoñada por serpientes, y donde permaneció tu efigie inmaculada descarnada por las hiedras. Y aunque nada quedara de tus tiempos, templo que regocijó a gentiles y sacerdotes, te vi de nuevo bajo un poniente de memorias, volviendo desde el filo de los límites, entre los ecos de las piedras.

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En mis sueños, me ungiste de tus esencias lejanas. Y creyendo leer una súplica, caminé entre ciudades hundidas por fuegos proféticos, entre cuyas ruinas aún resonaban, de los visionarios, sus caravanas. Y en algún pórtico perdido, como una luz extraviada en las vigilias, se alzaba la sabiduría de los testimonios del ayer, y hasta de los curiosos e inspirados, sus afanes conmovidos. Náusea, hedor y perfumes, aires del mundo. Yo te seguí buscando, con esa mirada tan humana de las bestias salvajes que sufren sin remedio. Mi templo y su reino aún excitan mi imaginación. Es mi súbito denuedo, la vinculadora osamenta de mi carne estremecida, y del recóndito superviviente el gorjeo último que dejan tras de sí las aves cuando abandonan sus nidos.

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De las estepas del Éufrates a Assur, arrullado por el Tigris, gloria efímera de Zoroastro. Adivinaciones de Balaam. De los valles del Nilo, oráculo de Amón Ra y ensueños de Atón, a los horizontes azules de Fenicia, ara sangrienta de Melqart. De los jardines de placer de la Hélade, eco infinito, crótalos y cítaras, himnos y fuego de Zeus, a las graderías de Jerusalem, David y Salomón. Jueces y Reyes cautiverio de las Escrituras. Rutas de Oriente. Los dioses, una vez ungidos por el óleo pingüe, permanecen viejos y sin cielo... Y me despertó un revuelo de grullas entre los olivos y viñedos, los pastos y colmenas henchidas, mientras, desde los pozos dulces, pasaban las doncellas con ánforas en sus cinturas.
 
 
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Templo de signos divinales. Viejos propileos que buscan el refugio del pasado. Mansión retoñada en la callada hora que devoró la liturgia de tus ornamentos. Y donde sabios y déspotas, logreros, exactores y publicanos tributaron su herejía, y justificaron sus enconos, buscando un parentesco teogónico en tus recintos... Cuando la tarde palpita coronada de palomas, tus mármoles exhalan humedad de luna; de luna que ensarta pilares y caminos. Templo, dragón de hierro y jaspe, con lámparas de cobre que iluminaron pergaminos.

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Palmeras bajo una lumbre torva entre un tumulto de olas de arena. Montes y hoyadas, anchura de campos, naves que surcan los mares de Oriente por entre mañanas de bronce, que acarician y muerden al claro amor de tus soledades dilatadas. En tus desiertos viejos soy un caminante sin camino. Polvo y rebaños, aceros y crines; sombras moradas tras las breñas calcinadas. Templo de profecías y lamentaciones agoreras. Ruinas de reinos que dejaron tras de sí sus ferocidades disparatadas y equivocaciones plañideras... Y vuelvo a mis sueños. Pompa blanca de mantos en el vacío oscuro de sus gangrenas seculares. Instante de complacencia y desfallecimiento. Soy como el hijo postrero, en tu hora oprimida, engendrado. Una sombra trémula en tu tiempo inmóvil, una mirada extasiada que renace en tu ámbito olvidado.
 

 
 

martes, 30 de agosto de 2011

Huella





Autor: Tassilon-Stavros





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HUELLA


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Como prueba de alianza me llega, recóndita, la virtud del aire. Isla perfumada donde la tierra se enjuga inocente y zumbona al sol. Hierba aromática de todas las simientes. Olivo y ciprés, vínculo de sencillez. Jónico desafiante de roca arrebatada a los afanosos siglos entre fraguas de ruina y noches de negra seda, goce de flores húmedas y luna sensual. Tras la sorprendida disciplina del mar, que en túnica rizada se embalsama, tu vislumbre vegetal me inunda de violeta, y tu lugareña tibieza de piel frutal.

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Kerkyra, en mi agasajo de hombre se fervoriza una sangre infantil y devota. Heme aquí en medio de la creación, impulso primitivo que siempre te busca en el vaho del día. Voz de vasallo, frágil de tanta ternura. Agua inmóvil y celeste. Me interno en tu silencio de cipreses y quebradas abruptas; me hundo como un dardo en tu olivo labrado de imperial ramaje y ensortijada arquitectura.

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Quede ahí mi voluntad a la que tú añades un trono. Y cuando de nuevo me tengas apartado de tu recinto, permanecerán mis manos cruzadas por la súplica, ¡ay vida ancha de tu ascua arqueológica! Isla de los montes, de las sendas y playas que alcanza la permanencia de las formas en su espontánea amplitud arquitectónica! Jónico de sensaciones. Tibio y carnal, estricto y tierno. Cuando acabe la tarde, lumbre tostada y profunda de tu ocaso rojo, me alejaré de ti con el éxtasis de tus siglos, ancianidad de Olimpo, mundo que consagra el desnudo temblor de mis emociones.

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Kerkyra, anillada de cumbres, calmas solaneras y verdes intactos. Mar, ademán de persuasión y parcela aromática de mis azules espacios. Fórmula de belleza que, hoy, compensa mis realidades. Horizonte de mis anonimatos. Ansia y delicia de mi tiempo. Cuando el campo se quede más hondo, sin medida en la distancia, estático y callado, sabré que tu creación me contempla, y que en tu mundo dormido de estrellas quedó el albergue de mis arrebatos.

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Ya tu pasado, en mi conciencia de ahora, se me acerca. Ídolo soy más que hombre, atrapado entre el olor de tus germinaciones, entre la eternidad de tu vida primitiva y mítica. Súbdito de tu sustancia de siglos. Gavilán que se desploma ciego en tus originarios fuegos. Jónico de resonancia pausada e íntima, hermano de mis deseos. En tus multiplicadas promesas dejo mi nuevo nacimiento puro, y perdiéndome en la tierra, acudo a la llama de tu gloria,... y alejo de mí las noches llorosas de mis ruegos.

lunes, 4 de julio de 2011

Caminos





Autor: Tassilon-Stavros





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CAMINOS


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Cuando el camino se sumerja en una encarnación reveladora entre flores de espliego, yedras, romeros, cactos y ribazos de breñales torvos, guardaré en una dulce quietud escrupulosamente muda el secreto de mis retozos. Y frente al olor antiguo de la colina que, del ocaso rojo, aún palpa la cansada huida, ascenderé por entre los instantes eternos de mis horizontes, como un halcón hambriento que, siempre deseoso de la mata prolija de los bancales, revoloteara hacia cumbres remotas de roca viva, llevando misterios azules en las alas, disolviéndome en el tiempo como las nubes, exacta expresión de mis miradas que viven dormidas en un telo de luna, campo íntimo de mis ídolos rurales.

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Las soledades bullen de mi ansiedad humana. Y en el día desnudo, anillado de brisas, de horizontes, y de oleajes de cúspides, me consagro al amanecer del mundo entre la calma solanera de los caminos. Campos que renuevan la piedra, senderos de exquisita mesura, regocijo de granados contornos. Mi retiro es un sueño irremediable y letárgico. Y cuando rompa la tarde se abrirá mi templo, donde mi nomadismo cobra un temblor desbordante de himnos. Altar coloreado que confirma mi perpetua huida entre azules ríos, praderas y montañas verdes, tentadoras promesas de anheladas holguras. Mi imagen de caminante reduce allí su vanidad a servidumbre, y caeré besando la tierra mientras mis días de tributo y desventura mueren al fin en pasadas antesalas oscuras.

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Cuando el camino la hoz del sol poniente siegue, lejos ya de los afanes de los hombres, y lo rodee la paz como un nimbo de lámpara, me perderé entre los ecos de las piedras velando la noche, su olor, su relente, su hondo cauce de luz en la tiniebla. El mutismo de mi boca será la única respuesta al viejo grito interior de toda una vida, donde tantas veces quedara mi voluntad encogida. Y dejaré el nuevo tiempo pastoral y sosegado, mi sangre, carne y forma prendidas de otra voluntad, lejos del rito de las memorias que duermen dentro. Menudo, frágil y distante hallará mi cuerpo su más persuasiva esencia, una emoción agreste como ensalzada vestidura de su destino. Días desnudos, lluvias campesinas, rescoldos de las tardes. Y palpitante en su serenidad, seguirá mi respiración en el camino.

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Horas y lugares de mis andaduras. Mis caminos abren un pomo de olor de años. Y las soledades me comunican sus complacencias, y toda la gloria de sus sonrisas. Y fraguo allí mi nido bajo un alboroto de golondrinas. Más aprobación no busco que la que me ofrendan los tránsitos ciegos. Ramblizos y torrentes, vahos de tierra empapada, árboles de la ribera, aliento crecido del gorjeo, donde duerme el viento entre las frondas endrinas. Pronto atravesará la umbría un humo de sol, y manará la noche callada. Hallé mi tiempo apacible. Mueca no hay de inquietud en la mirada ni en el recuerdo. Y quedará vibrando mi silueta, primitiva, libre y viajera, como si viviera en la memoria de un sueño, por los caminos arrullada.

viernes, 27 de mayo de 2011

Esa luz

 

 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros




 
 
 
 
 
 
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ESA LUZ


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Esa luz me convierte en siervo de un mar posesivo y no menos infinito que alimenta una plenitud de promesas, un coloquio íntimo de peregrino al que tienta toda esta tierra ignorada. Veras blandas que se desposan con las aguas. Orillas de jornada venturosa, contorno evocador de una huida callada...

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Esa luz y ese mar poseen, de todos los confines, un pequeño secreto no descifrado. Son mi santuario y mi último sueño. ¡Ay si me agasajaran con una nave blanca que me llegara desde su horizonte calcinado!

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Y como si vinieran los tiempos prometidos, me humillaré como el siervo en su presencia. Desapareceré con mis culpas, pero no como el reo al que se sentencia... Esa luz es la antorcha que devora mis negruras, la que trae el fruto que me arrebata, la que me arrastra hasta un rito de purificación. Y la dejo, a voluntad, vibrar en mis ojos. Fuente que mana de la oscuridad, y calma esta sed de caminos, de esperas, de espumas en mi lengua que guardan un misterio de comprensión.

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Anhelos de humanidad primitiva, fuegos del mañana, llantos por la madre muerta, hombres que perdieron sus pasos en la umbría del miedo y del silencio. ¡Cuántos espectros por los muros! ¡Cuántas palabras extraviadas en ondas de hipocresía y apologías del menosprecio!... Luz ¡asísteme!, y renueva tus designios. Conozco, del presagio, los signos. La impaciencia hostil que atormenta el instinto. Sé de nuevo mi lámpara, arranca de mí la piel del león, condúceme hasta esa nube púrpura donde se estampa el ocaso, y que mi carne viva en sosegado recinto.

 
 
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Esa luz me consagra en la liturgia resonante del huracán aventurero al que se rinden mis afanes, un fausto de imágenes y plegarias andariegas a las que me esclavizo sin codiciar más salud que la lucidez de su aliento. Hondos latidos de lejanías que pregonan sus hogueras en las cumbres. Valles rubios y olorosos, refugios donde resucitan los pozos que dan de beber al hombre sediento...

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Esa luz y ese huracán describen, de todos los sentimientos, una armonía dormida no determinada. Son mi brutal ebriedad y mi demencia. ¡Ay si me acogieran como al enfermo centinela de frágil fantasía afiebrada!

 
 
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Y como si me dejara atrapar por una vehemencia de sed devoradora, la amaré profundamente perturbado. Mi complicidad recorrerá sus rebrotados pasadizos de sol, liberando del veneno mi sangre... Esa luz despierta un eco de quimeras sobrecogedoras, es mi realidad tal como la quisiera, tiene un nido enigmático en el que a la gratitud se suma el amor. Y la busco, toda ella un símbolo, en mis espejos confusos. Dueña de ideas y sentimientos, voluptuoso alivio del dolor, del recuerdo, de las decepciones que convirtieran en simiente trágica mi juvenil clamor.

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Estirpes que olvidaron la misericordia, crasitud podrida de cosechas venturosas, hijos amados que se perdieron, moradas sombras de caminantes que sufrieron el furor implacable de una historia que, al fin, nos hizo fuertes. ¡Cuántos desiertos sin oasis! ¡Cuantas pasiones sin vínculos, que no hallaron sentimientos de alivio y murieron en un mundo sin ternura!... Luz ¡albérgame!, muestra tu heredad. Atravesé, del pedregal, su sequedad. Y vi en las pupilas glorificadas la violencia cobarde. Sé de nuevo mi fuego, aparta de mí la fría voracidad de la hiena, acógeme en tu caravana que se inunda de cielo, y que me adormezcan las palmas a la caída de la tarde.
 
 


 
 


 
 
 

domingo, 15 de mayo de 2011

El gran secreto de H. G.Wells Parte II -XII- Final



Autor: Tassilon-Stavros





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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -XII- FINAL


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"... Deliberé tan sólo unos minutos. Rendí mi ansia insatisfecha. Me había sobrecogido la idea del crimen. Traté de imaginarlo todo bajo las formas de mis últimos días y noches cerradas. Pero la única y postrer reflexión a la que me acogí es que el mundo que yo conocía seguía avivando mi tristeza con indignaciones cotidianas. Había pretendido reconciliarme por un instante con él tratando de consumar un asesinato: acabar con Hyde, monstruo nacido de su savia. Pero, con toda probabilidad, no lo había conseguido. Acto seguido, sentí sobre mí el peso de toda la tierra. Y el mundo volvió a perder importancia. Jamás lograría equilibrarse, como ya me había repetido miles de veces. Extirpar el cáncer conocido por Louis Jekyll para el bien de la especie humana (sabiendo que más pronto o más tarde la Naturaleza, en su miseria, reanudaría su irrefrenable procreación monstruosa porque su podredumbre inalterable durante los siglos no era más que un hambre insaciable por la destrucción de la propia vida que genera), en realidad, había dejado de consolarme como individuo que seguía creyendo en la necedad de la existencia y ya no la toleraba. Las lágrimas humedecieron mis ojos, pero no por amargura sino porque comprendí que la muerte, en realidad, no existe. Posee un olor horrible, es voraz porque bulle de gusanos, pero se regenera tras su aire lúgubre. Al morir devolvemos a la Naturaleza lo que ésta nos dio tan sólo de prestado. Y esa Nada que nos aguarda no es ni mucho menos más espantosa que la que dejamos atrás. La Naturaleza que nos acoge en su masa terrosa donde nuestra carne habrá de pudrirse, usa de nuevo nuestra carroña para despertar poco después con nuevos colmillos que acabarán por destrozar a sus nuevas generaciones humanas. Por eso nuestra vida, esa vida prestada, siempre,... eternamente, será una existencia monótona, disparatada y sin esperanza. La Naturaleza es infecta, es una burla, es una ofensa, un monstruo mucho peor que sus Hydes pasados y futuros, porque sus procedimientos destructivos y regeneradores ya están, desde sus orígenes más remotos, decididos para quienes habitamos este absurdo planeta, ya seamos hombres, animales o plantas. No volvería a dejarme arrebatar ni por la ira ni por la demencia que se me achacaba. La vida así, como yo la había conocido, era un infierno; prefería mi inmediata "supuesta muerte", es decir mi huida, internándome en esa Naturaleza que determina y arrastra nuestra existencia, y que, al mismo tiempo, como un monstruo destructivo que jamás delibera sobre las propias motivaciones de su monstruosidad, se mantiene inerte en sus vicios y propiedades: la oscilación sísmica y casi continua de todos los horrores con los que nos provee: tempestades, epidemias, inundaciones, terremotos... Mi desaparición, mi suicidio, no obstante, se acogería a su parte más amable: la bruma de sus horizontes ignotos, la invisibilidad de sus brisas, el misterio de cuantas innumerables estrellas brillan en el cielo... "¡Basta!", exclamé, "No habrá más ternura por los humildes hijos de la tierra, más defensa de los pobres, más ira hacia los poderosos, los corruptos y los asesinos; no me plantearé ningún otro tipo de indulgencia más que la que despliega la Nada..." Y mis pensamientos borrascosos se dulcificaron como los oleajes que se apaciguan tras la tempestad, al rechazar preceptos y dogmas,... aleluyas de nuestra absurda teología. Mi respiración en aquel momento se semejaba por completo a un estertor. La brisa, encubierta por la niebla, era helada. Me había olvidado de cerrar la portezuela del laboratorio que daba a la parte posterior del jardín, y más allá de la cual desapareció para siempre la imagen terrorífica, probablemente herida por mis disparos, del monstruoso Hyde. Aún sonaban en mi mente sus abominables amenazas: "¡Maldito traidor!... ¡Cobarde!". Cerré de un golpe la portezuela. Guiado por las linternillas suspendidas a lo largo de mi salvadora nave, mi "Máquina del Tiempo", estallé en un canto interno de alegría al mismo tiempo que lloraba. La Naturaleza, y ésa, su Nada desconocida, a la que llamamos muerte, la veía yo resplandecer, sin embargo, ante mí, ¡oh milagro inimaginable!, como un nuevo sol: "El inescrutable Tiempo". Y a la vez que lanzaba un reto a mi viejo mundo: "¡Jamás volveréis a encontrarme!", me aprestaba a sumirme en aquella tantas veces soñada infinitud del Tiempo. Cuando mi Máquina se elevó, rotando, como un cirio gigantesco que se irguiera entre llamas rojas y luces multicolores, en medio de la neblinosa medianoche del viejo Londres decimonónico, una punzada complaciente, pura, poderosa y clemente hacia mí mismo se manifestó en lo más hondo de mi corazón. Soñé, por un instante, que era como uno de esos seres, los que llamábamos querubines, que en las iglesias se veían pintados sobre un cúmulo apacible de nubes. Y fue como si en mi corazón se abriera algo como una infinita y deliciosa aurora... Mas las respuestas que yo esperaba fracasaron. Mi "Máquina del Tiempo", en un principio, parecía haberse comportado perfectamente. ¡Todo había marchado tan bien! La pantallita con su cilindro de pergamino, y aquella especie de dedo mágico que era su plumilla tintada, empezó a provocar en mí asombro tras asombro. En aquel marco extravagante, el Tiempo me puso a prueba de inmediato. Allí se "propagaba" como en una desmedida página en blanco, ahora convertida en medio expeditivo de conocimientos, la importancia de la Historia, y todo el despliegue prodigioso de sus mil misterios. La acción magnética de aquella velocidad, especie de vorágine, en la que yo viraba y viraba como si se tratasen de convulsos movimientos espasmódicos, me debilitaba por minutos. Mi mano, sin dejar de sujetar la palanquilla de oro que debía dirigir mi navegación espacial, perdía fuerza debido a los estremecimientos que sacudían todo mi cuerpo. Primero fueron mis párpados que se entrecerraban como en una violenta duermevela por completo involuntaria; luego noté que mis labios eran acometidos por un temblor igualmente irrefrenable; las palabras no acudían a mi boca. Me resultaba imposible emitir cualquier sonido gutural, y mi cuerpo se abrasaba, mientras aquel irreprimible deseo de dormir seguía apoderándose de mí. Una fuerza inaudita, como si se tratase de un garfio enorme, me atraía hacia el pequeño fondo de mi Máquina. Mis fuerzas perdían todo su aplomo, perdí el equilibrio, caí del sillón de mando y quedé balanceándome, casi de rodillas. Toda tentativa de moverme resultó imposible. Me rechinaban los dientes, mi mano se quedó sujeta a la palanquilla. Mi propio cuerpo parecía impalpable, como si un ataque de hemiplejia me hubiera convertido en un ser sin voluntad. Mis ojos ya no poseían luz, mientras que miles de abigarradas llamas brillaban por doquier. Mi espanto aumentaba, pero el sueño me vencía. Sentí terribles dolores intercostales y calambres de muerte apretaban mi epigastrio. En el cilindro de pergamino se reanudaban enloquecedoramente, anotadas por la plumilla tintada, las "búsquedas" más inaccesibles del Tiempo y de su Historia. Lo que pude llegar a leer antes de caer en trance, contradecía toda concepción de las crónicas aprendidas en mis libros. La pluma tintada se había transmutado en una varita adivinatoria que descubría un tesoro histórico poco probable. Todos los sucesos allí expuestos y multiplicados sin cesar convertían verdades remotas en una especie de sacrilegio. La Historia, que ahora me hablaba por medio de la escritura en la pantallita de mi fantástica Máquina, desenterraba sus razones menos defendibles. Las fechas desandaban lo andado, las fábulas que allí me eran reveladas eran probablemente más verdaderas que las verdades aprendidas de los historiadores, y las mismas aparecían y desaparecían como murciélagos en las sombras;... inspiraban terror. ¡Cuántas virtudes y hazañas soñadas que ahora resultaban dudosas! La veracidad de cuanto allí se reflejaba era un trazado viejo de los anales del Tiempo imposible de reconocer, y menos de creer. Perdí todas mis facultades de raciocinio y caí definitivamente en el trance más largo y aterrador de toda mi existencia. Mi Maquina no era más que un monstruoso dragón metálico, refulgente, que despedía sus vaharadas infernales, y que se hallaba perdido en una terrorífica y gigantesca infinitud inmaterial. Y mi cuerpo, que jamás había ofrecido testimonio de la necesidad de un Creador, que rechazara durante toda su vida la Divina Substancia, a la que nunca adjudicó causa ni origen, vagaba ahora, entre terribles pesadillas, en la Extensión que carece de límites... Fue entonces cuando aspiré un aire nuevo, el sol había reaparecido otra vez en mi mundo de llamaradas y sombras.Y me vi envuelto por una espesura de bosques luminosos, de árboles enormes que desplegaban sus grandes ramajes verdeantes sobre mí. Era como si volviese a los orígenes del planeta Tierra en busca de una inimaginada inspiración para seguir viviendo,... como si mi mundo perdido inventara motivos capaces de interesarme otra vez. Era mi "momento primigenio", y el resto tan sólo había sido una simple locura. Mis pupilas se inundaban de luz y... de pronto un ciclópeo y carnívoro Allosaurus o "reptil extraño", quizás uno de los dinosaurios más siniestros y fieros que habían poblado nuestro planeta Tierra, 156 millones de años atrás, me devoraba sin piedad... Desperté así de mi pavorosa pesadilla. Mi "Maquina del Tiempo" se había detenido. Sentí palpitar mi corazón como si fuera a desvanecerme de nuevo. Me sentía enfermo y somnoliento. Mis ojos, espantados, se detuvieron en la pantallita. La plumilla había garabateado en el cilindro un demencial recorrido, casi indescifrable, de fechas, hechos y lugares que formaban un negro listado sobre el que yo seguí paseando mi vista. Trataba por todos los medios de recobrar mi aliento. Suponiendo que todo aquel recorrido hubiese sido cierto, ¿en qué edad primitiva podía haberse detenido mi Máquina? Moví el cilindro. La estadística mostrada me dejaba perplejo. Traté entonces de desentrañar la complicada anotación donde la plumilla se había detenido. El descubrimiento resultó espeluznante. Lancé una especie de estertor: Zona: Westway Street. Ciudad: Londres. País: Inglaterra. Año: 3.856 AD. ¡No daba crédito a lo que había acabado de descifrar de aquellos garabatos exasperantes que la plumilla entintada había borroneado sobre el cilindro de pergamino!... Eché una mirada en torno flexionando el mentón y mis aterrorizados ojos sobre la ventanilla ligeramente velada de mi Máquina. No conocía nada. El horizonte se perfilaba como una inmensa curva lejana. El cielo estaba gris, pero tras él se adivinaba un colosal fuego central, algo debilitado por las nubes. Desde donde me hallaba, la que sin duda fuera mi Westway Street londinense decimonónica, no se divisaba más que un suelo rocoso, hinchado, que formaba pequeños huecos volcánicos que desprendían un humillo negro. Cuando abrí la portezuela de mi Máquina, la respiración se me hizo insoportable. Soplaba un viento áspero y enardecedor,... tan abrasante que las capas de aire vibraban sobre mí como una catarata de llamaradas que se desbordara desde aquel cielo grisáceo que encubría el sol. Comprendí al instante que la presencia de ozono en la estratosfera del planeta parecía haber desaparecido casi por completo. A falta de su protección, el filtrado de los rayos ultravioletas había desaparecido de la Tierra, y las radiaciones del sol habían incidido sobre la vida en nuestro planeta y probablemente habían acabado con la supervivencia en él. En consecuencia, la elevación de la temperatura había alcanzado su punto álgido. El calentamiento global que experimentaba era una prueba más de su desaparición. Recordé mis estudios sobre los tres átomos de oxígeno que lo formaban. Sin la presencia de ozono en la atmósfera la protección de la vida, y el ciclo vital del oxígeno que nos permitía respirar y existir era prácticamente nulo. Caminé un pequeño trecho penosamente. Gesticulaba como un asfixiado. Pequeñas explosiones producían una especie de eco de trecho en trecho. Londres no existía. Ante mí la tierra se mostraba estéril, descompuesta en miles de minúsculas bocas volcánicas. El planeta parecía haber sido aniquilado por algún cataclismo. Me ahogaba y tan sólo era consciente de que mi corazón seguía latiendo cada vez con más dificultad. ¡Cómo!... ¡Cómo era posible!. Aquel marco siniestro del mundo, tras el que se ocultaba el más impredecible misterio, me producía, además de un pavor inexpresable, un asombro que íntimamente me mortificaba más que el miedo que en aquellos momentos sentía. ¿Sería aquella en verdad la mayor trampa que el Tiempo me había tendido? Había regresado al mismo lugar que abandoné unos cuarenta siglos antes... Respiraba fuertemente. Sabía que no tardaría mucho en desvanecerme. Me sentí como un fantasma que persiguiera un recuerdo: aquel Londres que tanto odié y que ya no existía. Y, sin embargo, había vuelto a él... a morir cuatro mil años después al lugar de la tierra que me había "desheredado" ¡Qué infame travesura! Mi Máquina, ya definitivamente inútil, quedaba allí abandonada..., mis sueños no habían sido más que una enfermedad sin remedio,... y el Tiempo, ¡ah el Tiempo!, qué utopía imaginar que una sociedad, fuese del tipo que fuese, pudiera perdurar indefinidamente. Y mi rebelión: ¿qué fue sino una enfermedad? Huí enfermo, y seguí enfermo porque mi dolencia en definitiva no acabaría nunca... Jamás hubiese tenido remedio. El Tiempo se había encargado de demostrármelo... Me vino a la mente una frase: "herido de muerte y de inmortalidad", esa era mi afección. ¡Oh cielos, qué pesadez en el aire!... Mi asfixia iba en aumento. En aquel Westway Street, cuarenta siglos después, del que yo huí buscando nuevas promesas para lo venidero, la soledad del mundo era profunda, su aridez completa, no se oía ni un graznido de pájaro, ni tan siquiera un zumbido de insecto. Tan sólo permanecía aquel sol abrasante, oculto por aquellas extrañas nubes de color cobalto, intensas, la única mortaja que habría de cubrirme en cuanto muriera... Balbuceé alguna palabra,... no recuerdo... y de pronto empecé a sangrar por la nariz..., abría la boca sorbiendo mi propia sangre, me estremecí, contemplé por última vez aquel espacio que se extendía ante mí: tierra... formas etéreas como único espectáculo, un anuncio ya definitivo de muerte frente a un nuevo tiempo intangible aunque no por ello menos real. ¿Cuáles fueron mis percepciones postreras? Sacudir la cabeza ante un olor pestilente,... un espasmo acompañado de una hinchazón de mi lengua... Una sed terrible... Cerré los ojos y caí... He aquí toda la información que yo, Herbert George Wells, por medio de tecnologías que jamás soñé llegar a conocer, me prometí revelar a las generaciones que me habrían de suceder. Y aquí, en esta misma estancia, donde cuatro mil años después de mi desaparición fui acogido, surca mi voz el Tiempo como si se elevara hacia las hoy mortíferas estrellas que surcan el espacio envenenado de Wellyes. He patentizado ante este renovado mundo (movido por la promesa de que sus nuevas legislaciones futuras jamás pongan en peligro la supervivencia de mi Verdad, contenida en este maravilloso aparato holográfico como si se tratasen de milenarias percepciones hipnagónicas) los datos más heterogéneos de una vida que desbordó su tiempo para acabar penetrando en una nueva ebullición vital que el planeta había conservado, casi sigilosamente, durante largos siglos, junto con adelantos tecnológicos a los que no tardé en "hacer míos" (pese a que en un principio provocaran mi total desconcierto), e incluso llegué a convertirlos en remedios mejorados frente a la gran tragedia que asolaba el ya incolonizable planeta Tierra. Los extraños seres que me devolvieron a la vida conservaban el potencial cerebral de los humanos que durante miles de años habíamos habitado este mundo. No obstante, era una raza degenerada y con cierto grado de esquizofrenia, de estaturas muy reducidas, y cuyos cuerpos, embutidos en extrañas tejidos metálicos, habían sufrido insólitas transmutaciones, ofreciendo una poco agraciada mezcla de carnes arrugadas y, por ello mismo, prematuramente envejecidas. La comunidad que me había hallado casi a punto de morir no muy lejos de donde se detuvo mi "Máquina del tiempo" habitaba una amplia zona desértica de lo que sin duda había sido el viejo Londres, imposible de identificar, ya que todo se hallaba devastado. Aquel resto de civilización había sobrevivido milagrosamente a través de una pequeña Confederación de inquietantes lunáticos que, debido a constantes animadversiones, ponían en peligro su supervivencia. Odios aquellos que provenían casi siempre de la escasez alimenticia (cuidaban de un siniestro zoo donde se sacrificaban a diario unas especies animales que recordaban a los perros, y cuya roja carne constituía la única base nutritiva de la colonia. Dichos animales eran a su vez alimentados con los despojos de sus semejantes). Habían incursiones constantes en dicho zoo de seres desesperados por el hambre cuya condena inmediata era la muerte y servir de pasto a las mismas fieras de las que trataban de apoderarse. El agua provenía de un amplio caudal subterráneo que yo no dudé en reconocer como el primitivo río Thames. Aquellos seres infortunados que rehuían los aterradores rayos solares utilizaban viviendas de un metal desconocido para mí. Sus salas recordaban, no obstante, primitivos grabados de siglos pretéritos. Carecían de ventanas y era inútil buscar cualquier tipo de mobiliario puesto que descansaban en oquedades del mismo metal de sus construcciones comunicándose por intersecciones de galerías iluminadas merced a generadores de corrientes alternas polifásicas, heredadas y conservadas durante centurias, y que todavía proveían de energía a aquella caótica sociedad superviviente en mi viejo Londres (jamás llegaría a saber que fin habría sufrido el resto del planeta Tierra, aunque resultaba fácil adivinarlo). La energía solar era, no obstante, utilizada a través de unos extraños conductos hexagonales, llamados catalizadores, que proporcionaban cierto grado de oxígeno (acompañado también de una ínfima toxicidad producida por óxidos de nitrógeno) a las viviendas metálicas. Fueron muchas las acepciones y descubrimientos, milagrosamente conservados, a los que tuve que adaptarme e ir estudiando... Aquellos últimos supervivientes londinenses acabaron convencidos de que yo era en realidad una especie de deidad (¿podía resultar más inconcebible?), que había aparecido para salvar los restos postreros de la humanidad. No resulté en ningún momento una amenaza potencial en aquel minúsculo mundo que había sobrevivido a siglos catastróficos, pero que había sido capaz de conservar energías y hallazgos científicos que yo jamás habría llegado a conocer. La falta de ozono había tenido consecuencias fatales en la existencia de aquella comunidad humana: el cáncer diezmaba la población, y en sus turbadas mentes persistían torbellinos de auténticas neurosis que no habían cesado de luchar, pese a ello, contra la extinción de la raza humana. Con todo, los adelantos tecnológicos heredados no poseían virtudes dudosas: eran fuentes que seguían proyectando razones científicas soñadas y que trazaron desde mi viejo camino decimonónico una maravillosa ruta de extraordinarias invenciones al don no menos asombroso de una mente pensante, para la cual todo milagro tecnológico inimaginable sería practicable y que pondría a mi disposición la salvación del último resto de especie humana que llegué a conocer. Wellyes sería el origen de una nueva esencia de vida, un nuevo agente universal de la inteligencia humana. ¿Cómo pude llegar a ser el mago? La ciencia, avances científicos triunfales (milagrosamente conservados, como ya dije) de quienes me precedieron lo hicieron todo posible. La tecnología cuántica y su capacidad infinita para competir con el cerebro humano; el estudio de nuestro genoma, por fin desentrañado; la experimentación clónica a partir de las células (yo me constituí en el primer donante) de organismos vivos que salvaría a los hombres de una impotencia endémica y hereditaria que ya había llegado a manifestarse a cualquier edad, y que daría como resultado nuevas generaciones de criaturas pacíficas e inteligentes a las que denominé Albions, en recuerdo de aquella remota Inglaterra desaparecida; creación de seres robóticos invulnerables a los efectos radioactivos de nuestra atmósfera enferma, y a los que, por su cómica fealdad, califiqué como Hydes; un nacimiento idiomático que recuperaba un equilibrio perdido del habla; y, finalmente, una prodigiosa construcción, el mayor despliegue expositivo de la tecnología de Wellyes: nuestra colosal plataforma gravitacional dotada de las más avanzadas energías para la conservación de la vida humana en nuestro ya mortecino planeta y su bóveda refulgente, igualmente gigantesca y protectora, que envolvería a nuestra recién nacida civilización en un oxigenado aura, salvaguardador del terrible fuego solar externo, dotando a Wellyes de una nueva atmósfera de colores intensos y salubres... Wellyes afianzó de nuevo mi credulidad en la grandeza humana. Quisiera creer que, tras mi muerte en Wellyes, las respuestas a tantos horrores pretéritos: guerras, arbitrariedad, corrupción de poder, maldad, habían sido definitivamente "contrariadas" y erradicadas. Que mi muerte dejara tras de sí un rastro inefable de inmortalidad benefactora. ¿Fue Wellyes mi verdadero milagro, mi armónico sueño atenuador del mal, donde, afortunadamente, y merced a mi "Maquina del Tiempo", logré expandir ambicionados torrentes de fraternidad humana,... y abrir a la inteligencia y a la esperanza la más maravillosa puerta: la posibilidad de seguir existiendo, la no necesidad de un Creador, la perfecta organización de la ciencia, y el testimonio de una conciencia que no hiciera distinciones entre los hombres?..."

... La enorme puerta roja de la sala se abrió con violencia. Varios componentes de las patrullas restrictivas Hyde hallaron, finalmente, el último blanco todavía vivo de la rebelión en Clonic Science Institution: la indetectada, hasta aquel instante, criatura Albion. La metálica urdimbre visual de localización de objetivos a destruir del robot Hyde se dirigió de inmediato hacia el clon que se enfrentó a ellos con una expresión inauditamente insolente, una facultad humana que la imagen holográfica de Herbert George Wells había descubierto para él. Un principio adormecido, una propiedad análoga a la virtud del imán que le hizo proferir por primera y última vez en su corta existencia como esclavo de Wellyes:

"¡¡¡Humanoo!!!... ¡¡¡Humanoooooo!!!..."

Fue apenas un instante. La criatura Albion se desvaneció tras la primera descarga de energía láser que abrasó su cuerpo. El dispositivo holográfico no había sufrido el menor daño. Un ser Bosswellyes había recorrido el pasillo de extremo a extremo tras las patrullas Hyde. Los robots había sido nuevamente concentrados. De inmediato el ser Bosswellyes se dirigió hasta la gran sala, observó la proyectada imagen de Herbert George Wells, y exhibió una sonrisa de triunfo. El parecido entre ambos era extraordinario, producto de la Symbiosis Cloning-Therapy practicada en Clonic Science Institution. Prestó atención a las últimas palabras de la figuración cinemática:

"... Conservad ese despliegue emocional de la benevolencia, de la fraternidad humana y de la más benigna sinceridad del sentimiento. Todo ello debe movernos por toda la eternidad hacia la comprensión entre los hombres. Y a la razón de la no violencia. Huid de toda contingencia de futuras dificultades... Abarcar toda la Extensión y todo el Pensamiento del amor es englobar una serie de términos indisolubles vinculados entre sí por leyes de una necesaria magnanimidad..."

"-Profeta de la inmortalidad... -murmuró despreciativamente el ser Bosswellyes, acometido por un profundo malestar- No eres más que una apariencia... ¡Nada!... Acabemos..."

"... Porque ¿qué es la vida sino una eterna despedida?...

La frase de Herbert George Wells se fue tras el último fotón de luz de la proyección holográfica, ahora conmutada por la criatura Bosswellyes. La vida mortal, su esperanza, y su tiempo brumoso jamás parecieron tan lamentables.

lunes, 21 de marzo de 2011

Jónico




Autor: Tassilon-Stavros






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JÓNICO


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Kerkyra jónica, guarida del nómada, solitario camino, pulso de mis sentimientos.

Tú me trajiste un antiguo canto de libertad y vida. Yo dejaba tras de mí sonrisas frías, amores desfallecidos, miradas oblicuas que penetraban en los hogares como vendavales de arenas de los desiertos. Y, embarcándome solo, con un goce secreto en mi corazón, fui tras tu canto antes ignorado, olvidando conceptos aprendidos, sumisiones y rituales que los hombres convertían en doctrinas peligrosas, de las que hieren el aire y castigan los pensamientos.

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Kerkyra, hermana limosnera, blanca cicatriz de playas, avidez elegida de mis llantos y rogatorias.

Tú me acercaste lo distante entre palabras viejas, que yo utilicé para que mi amor por la tierra me concediera frutos todavía útiles a las memorias. Me trajiste amigos. Busqué amores que aliviaran mi pequeñez cotidiana, aquélla que siempre se alza entre tantos pedestales mutilados por el trueno de las glorias.

*

Kerkyra, crónica de mi conciencia, puerta de piedra entre cipreses, silencio de pureza que aún se renueva entre la magia del amanecer.

¡Terquedad y sigilo de las razas, pueblos no indultados que guardan sus furias soñadoras, de primitivos eslabones, donde quedaron presos los coágulos de su sangriento acaecer! ¿Por qué el viento cálido del mundo sigue esparciendo los humos de los sacrificios mientras del reposo mural parte algún grito de mujer!

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Kerkyra, antorcha de compasión, atmósfera sacra de mis templos, tentación de mis escritos que abrieran cortinas de terciopelo, tras los cuales buscó mi imaginación sueños de arqueología radiante.

¿Sabe alguien por qué el hombre, que ya no añora el sueño que transita, jubiloso, por los ojos del niño, no medita sobre esa dádiva amiga que fosforece en una mirada, y en la melodía que enriquece el instante? Flor junto al camino, brisa de un tiempo más contenido y humilde, como promesa de la noche, y que arrancar puede de la inquietud histórica su culto vivificante.

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Kerkyra, fermento de luz prendida sobre el Jónico, fronda de solemnidades clásicas, de la eucaristía filosófica mi claustro fortuito.

Si no me hablas de nuevo, canto vagabundo, yo seguiré anhelando completarme en ti. Y te esperaré, paciente y mudo, dejando que, sobre mí, vuelque el cielo su delirio estrellado, o su luna marchita o una de sus horas lluviosas, blanduras embebidas por el mito. Y me hallarás quieto frente a ti en el afán de la mañana, buscando, callado y anhelante, la ofrenda que dejó tu canto, aquél que trajo un arpa entre las olas; y que arrastró la afilada palabra de los magos como a una estrella de sangre que atravesara el cielo, espejo silencioso del mundo que de su mal desconoce el rito.

sábado, 5 de marzo de 2011

El gran secreto de H. G. Wells Parte II -XI-




Autor: Tassilon-Stavros





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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -XI-

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"Escoger el instante habría de llevarme tiempo. Los dilemas nunca son sencillos. ¿Qué decidir sobre Jekyll Hyde? Si partía de los hechos, el más simple de los mismos, ciertamente, no me exigía razones en exceso complicadas. El gran impostor necesitaba de nuevo de mi connivencia. Pero yo ya lo había decidido todo al respecto. No debía ser Dios (gran misterio frente a nuestra racionalidad de hombres que siempre reclamaron pruebas de su existencia) quien debía condenar y castigar al criminal ("El pecador es quien en verdad se condena a sí mismo" ¡Qué estupidez! Tal axioma podría conmover a los espíritus mediocres de la gran Inglaterra, pero para mí no era más que una expresión enfática, sin la menor trascendencia lógica y conveniente en nuestro mundo real), sino mi contenida cólera, mi hasta entonces reprimido sentimiento de impotencia, mi ya más fortalecido y particular orden moral de la justicia social (yo no tardaría en desaparecer de aquel Londres en el que se restableciera toda censura al individualismo exacerbado de Herbert George Wells, cuya insolencia se consideraba en verdad una "filosofía peligrosa" frente al dogma de intereses materiales que alimentara a los eternos amos de tan rectora y privilegiada burguesía imperante como la inglesa, bien que no menos aterrada ante el dictamen indiscutible de la Providencia, caso que sus doctrinas no pudieran llegar a hallarse permanentemente sustentadas) los que no podían ya absolver al culpable oculto en la sombra, al asesino ignorado por las leyes, ni disculpar sus crímenes, ni permitir la menor complicidad con el monstruo dejando vía libre a todos sus futuros excesos. La Providencia, propugné yo en infinidad de ocasiones, no puede por menos que ser negada cuando nos convierte en ciegos, necios u homicidas. La Naturaleza no creó al hombre con un fin. Yo siempre ratifiqué, para escándalo de mis reaccionarios conciudadanos, que la Naturaleza nos observa con mirada inquieta y destructiva: seísmos, catástrofes, epidemias (evidentemente a Europa siempre le gustó volver la espalda a sus tormentas. ¿Cómo olvidar las innumerables pandemias que durante siglos asolaran sus naciones convirtiéndola en un continente casi deshabitado? Un continente donde la Naturaleza y la Muerte caminaban muy juntas. Pero ¡no!, ni la gran epidemia de peste sufrida en el verano de 1858 en Londres, ni los hedores nauseabundos de nuestro gran río Thames causantes de la misma, ni los millones de ratas que hicieron de sus cloacas los más siniestros criaderos, y que invadiendo la ciudad acabaron provocando una nueva endemia aquel año de 1892 lograría afectar a la permanencia del dogma; ese dogma que administra los sacramentos de la Providencia, y que convierte al hombre en su mártir obligado, porque su Dios y su Providencia son en verdad los excesos deplorables de esa Naturaleza que nos odia y nos destruye) Así, la Naturaleza no se inmuta ante nuestras monstruosidades lo mismo que no lo hace ante nuestros aciertos o nuestra bonhomía. No existe, pues, un orden en la Naturaleza, sino una guerra; una guerra entablada por ella desde siempre, y cuyo fin oculto, desde el principio, ha sido también el de diezmar paulatinamente cuanta vida se generase en nuestro planeta. El hombre, hijo de la casualidad, tenía el deber de mostrarse consciente a través de su raciocinio del auténtico desorden que se halla implícito en ella. No, no hay ni hubo nunca más ley que la de los conocimientos adquiridos. Y todo conocimiento, por ser humano y por la ceguera de la Naturaleza o Providencia, es y ha sido siempre discutible. Asesinatos, guerras y masacres, dolor: todo cuanto los hombres hemos sustentado y sufrido a lo largo de los siglos no ha sido jamás regido por asignable justicia alguna. Nunca hubo una ley natural capaz de impedirlo. El hombre es quien determinó sus propios horrores, quien señaló siempre la balanza de su libertad de acción, quien liberó sus instintos más crueles o bondadosos. En consecuencia el hombre castigó y premió al hombre frente a la indiferencia de la Naturaleza que ya poseyó siempre sus sistemas de castigo indiscutible sobre la vida generada en este planeta. La Naturaleza no es más que una Idea irracional. Sólo nuestro racionalismo es real. Castigar individualmente la encubierta moral asesina de Hyde (por entonces, y quizás indefinidamente, desconocida e indemostrable para las leyes sociales inglesas) representaba dar testimonio por mi parte de mi razón de hombre libre idéntica a esa Providencia arbitraria que del mismo modo devino displicente e impía frente a las puniciones que nos ha venido infligiendo durante nuestros siglos de existencia... Hyde debía desaparecer y yo (dispuesto también a desvanecerme en el tiempo), y como conocedor de su verdad, debía antes ser la mano ejecutora. Actuar frente al monstruo como esa libre, privativa e insensible Providencia correctiva... Transcurría febrero, con sus nieblas lamentables y perpetuas. Londres me aplastaba el corazón. Mi soledad era profunda. Únicamente vivía para las promesas de lo venidero, la seducción del tiempo desconocido que me aguardaba. Pronto me sumiría en una profundidad infinita, rumbo a un nuevo mundo que ocultaba para mí deslumbrantes fulgores de misterio. Pero antes de partir tenía que decidirme a poner fin a la abyección homicida de Hyde. Mi decisión, audaz y terrible, no precisaba del consentimiento de la Providencia. Le escribí una nota a fin de convencerle de que no dejaba en suspenso nuestra amistad (a todas luces insensata, aunque me guardé muy mucho de indicárselo así). Concerté la cita a una hora avanzada de la noche en el caserón. No dudaba de que asistiría al encuentro dado que era yo el único que conocía la imperiosa necesidad que movían sus aberrantes pasiones, su aislamiento sin esperanza, la insoportable fatalidad que significaría para él no recuperarme como compañero y cómplice del nocturno estertor que lo vinculaba al horror de una temida soledad frente a sus actos monstruosos. Había decidido, como si de una última y desesperada carga de milicia se tratase, presentarme en la "Debating Society" donde, como ya sabía de antemano, no sería bien recibido por los "inquietos y bienpensantes espíritus" de sus socios, íntimamente mortificados por las extravagantes provocaciones allí inferidas durante largo tiempo por Hebert George Wells. Cuando aparecí todos se quedaron estupefactos. Los rostros denotaban una profunda incomodidad. Me moví con expresión insolente ante aquella sociedad masculina tan ofendida por mi escepticismo en pasados debates. Se me acercó uno de los ujieres de la "Debating" a quien se le había encomendado el desagradable encargo de despedirme. "El señor... debería... -musitó con voz apenas audible mientras muchos de los miembros del "Club" próximos a mí seguían nuestros movimientos sin despegar los labios. -Caballero... yo... en fin"... "¡Sí, sí, lo entiendo perfectamente -exclamé yo, expeditivo y mirando fijamente a muchos de mis antiguos compañeros- No necesito más explicaciones, tan sólo he venido hasta aquí en busca de Mr. Henry Emery. Es importante que hable con él de inmediato"... Inesperadamente, un viejo y fiel amigo, Mr. James Dawn, me tomó del brazo: "Querido Herbert, venga conmigo"... Nadie se atrevió a contradecirle, el ujier fue despedido, y ambos nos dirigimos hacia la Gran Sala de la "Debating", acompañados por ciertas gesticulaciones frenéticas de varios miembros del "Club" que no aprobaban mi comparecencia allí. "Su presencia me llena de contento esta noche... No se preocupe, déjelos que refunfuñen cuanto les plazca -me indicó observando las miradas de desagrado que nos observaban- y asista conmigo, les guste o no, al debate en que se hallan enzarzados en la Sala,... ya sabe cuánto valoro sus argumentos y para mí es un honor volver a gozar de su compañía"... "¡No, no, Mr. Dawn! He de salir de aquí cuanto antes, tan sólo deseo hablar con Mr. Henry Emery. Es muy importante para él y para su hija, Miss Beatrix, cuanto he de contarles. El tiempo apremia y..." "Pero Mr. Henry Emery y su encantadora hija se hallan de viaje, querido amigo" -me aclaró Mr. James Dawn- En París. Por compras. ¿Acaso desconoce usted el próximo enlace de Miss. Beatrix con Louis Jekyll?"... No sé exactamente que fue lo que sucedió después. Tan sólo recuerdo ruidos de paseos por los pasillos, exaltaciones que iban en aumento en la gran Sala de la "Debating", voces que parecían salir de todas las paredes. Fui observado con curiosidad por unos, otros sintieron temor a tenerme de nuevo entre ellos. Yo me sentí cada vez peor. Me desquité con aire enfático, lo reconozco; contento de dominar y desafiar de nuevo con mis palabras, como si arrojara puñados de azufre sobre los contertulios, el malestar indecible que mis argumentos racionalistas provocaran entre el auditorio... Huí poco después, es cierto, ante el desasosiego de Mr. James Dawn, que me acompañó hacia el exterior movido por su devoto afecto. No sé cuáles fueron las últimas palabras con las que me despedí de tan generoso conciudadano. Recuerdo su mirada dubitativa e inquieta. Debí asegurarle con toda seguridad que a partir de aquella noche el universo se hallaría a mi disposición... Llegué al caserón en un estado errático, lanzando miradas furiosas a todo cuanto me rodeaba. Reinaba la oscuridad y recuerdo que al penetrar en el mismo tropecé con un busto de Charles Darwin que se hallaba en el vestíbulo de entrada. Además, tal era la ira que sentía, que lo pateé. La cabeza de Charles Darwin se partió por la mitad. Mrs. Higgins, mi entrañable ama de llaves, un verdadero ángel, y extraordinariamente sensible al énfasis casi trágico que yo concedía en infinidad de ocasiones a mi por otro lado inexplicable comportamiento, me observó turbada y, ¿por qué no?, compadecida. Siempre recordaré aquellos pequeños despliegues de argumentos ilustrativos de su fidelidad hacia mi persona, y que ella me brindaba como elevados pensamientos reconfortadores, exhortándome con gran cortesía a iluminar de nuevo mi existencia con aquel equilibrio al parecer un tanto perdido últimamente. Mrs. Higgins subrayaba las palabras entre suspiros, y las mismas se perdían en una especie de murmullo confidencial y emocionado, como si, en su indudable bondad, se dejara llevar por un ideal materno: "¡Ay! mi muy respetado Mr. Wells, nunca entenderé por qué un hombre de tan altas cualidades se impone a sí mismo tales sentimientos dramáticos que no obrarán nunca en beneficio de su persona y de su talento. A qué perder el tiempo con semejantes trastornos. Se castiga usted inútilmente por faltas que jamás ha cometido. Nadie, y no hace falta que yo se lo repita una y otra vez, ha logrado nunca elevarse por encima de las miserias de este mundo. A qué empecinarse pues"... Mas aquella noche, ya inconmovible mi deseo de huida, aunque antes (algo que igualmente daba ya por sentado) se imponía dar fin a la existencia de Hyde, tenía que conservar firme mi cabeza. Mrs. Higgins se había entretenido un instante en recoger con gran esfuerzo las piezas esparcidas del busto de Darwin. "Déjelo usted, no vale la pena,... ese busto era un mamarracho -exclamé yo-, no pierda más el tiempo." Ella cuestionaba ahora mi estado de excitación de forma recelosa, aunque fijaba sus ojos, que brillaban escrutadores a la luz de la lámpara que había traído hasta el vestíbulo, ora hacia el suelo siguiendo con su labor de recogida, ora hacia mi rostro demudado. Luego, como si contuviera el aliento, me dijo: "Mr. Wells, creo haber oído de nuevo en el jardín los pasos que tanto me inquietan... esos ruidos que se han estado repitiendo tantas noches pasadas... incluso en el invernadero. Estaba tan aterrada que no me atrevía a salir de mi gabinete"... "Pues, siga usted allí y no salga, oiga lo que oiga"... "Mi sobrino, Mrmohorising ha estado aquí, preguntando por usted... La verdad, desearía que volviera..." "¡Qué demonios! Mejor que no vuelva. En cuanto a usted, enciérrese en su gabinete... Yo estaré en mi laboratorio. Permanezca allí, y no mueva un sólo dedo, no diga una sola palabra, intente calmar sus nervios, y se lo repito, no salga de allí bajo ningún concepto... No quiera saber nada, y alégrese de ello"... "Pero, Mr Wells" -gimió la pobre mujer-, ¿cómo he de entender esto? Se retira usted a su laboratorio y me deja con esta incertidumbre. Cada vez me asusta usted más... Y luego,... ¡esos pasos!"... Hice caso omiso de su asustada franqueza. "No quiero ser molestado bajo ningún concepto. No espero ninguna visita. -mentí- No estoy para nadie... ¡Para nadie!... La forma desaparecerá esta noche definitivamente... -creo que desvarié por unos instantes- ¡Y cuídese esa máscara!... -exclamé luego como un demente, dejando a Mrs Higgins totalmente desconcertada. La buena mujer no se dirigió a su gabinete hasta encender un par de lámparas más, y luego, supongo que sin dejar de estremecerse por mi comportamiento incomprensible, me dio las buenas noches en la semipenumbra con una voz que expresaba honda aflicción. La vi desaparecer por el largo pasillo que conducía al ala opuesta del caserón, y yo corrí hacia mi despacho con una de las lámparas en mi mano. Había perdido las llaves de los cerrados cajones de mi mesa de estudio. En uno de ellos escondía un revólver, allí depositado desde hacía mucho tiempo por gentileza de mi siniestro benefactor Louis Jekyll-Hyde, obsequio que yo jamás aprecié, y que él puso en mis manos como si quisiera fortalecer con aquel arma grotesca de la que jamás yo haría uso un imposible aliento de insinuante camaradería que reforzara, al mismo tiempo que la manifestación de sus propios horrores por venir, mi sometimiento (por él imaginado también) a sus siguientes experiencias de depravada criminalidad. ¡Cómo recuerdo su irracional estremecimiento de triunfo al entregarme el revólver!, exclamando: "Herbert, consérvala, posee el magnetismo de la muerte, justifica el castigo del hombre hacia el hombre, es una ofensa infinita hacia Dios, porque nos hace igualmente poderosos... Un arma es un dogma -y como si de un vaticinio se tratara, añadió: Alguna vez trastornará tu idea de la justicia divina, y deberás usarla"... En efecto, aquella noche mi "idea de la justicia humana" debía hacer uso de ella, y Hyde, que la puso en mis manos, debía ser el receptor de "su dogma punitivo": ¡la muerte!... Forcé los cuatro cajones de la mesa con el abrecartas. El revólver, cargado desde el primer día en que se depositó allí, se hallaba en el último. Corrí hacia el laboratorio, en el sótano, que poseía un ventanuco casi oculto por las enredaderas, y que daba al jardín delantero de la casona. La niebla era tan espesa que cualquier aparición o movimiento externo debía ser adivinado más que visto. Louis Jekyll, dueño de la casona, poseía todavía llaves de la entrada principal como de una pequeña portezuela trasera, al otro lado del jardín, que comunicaba con mi laboratorio. Sabía que no retrasaría su visita. Creí tener ya una ilusión efectiva de su presencia incluso a través de las inquietantes brumas que nos rodeaban por doquier. Mi "Máquina del Tiempo", extravagante, casi sobrenatural y perfectamente organizada para su finalidad última: arrancar mis vínculos a la época que me había tocado vivir y conducirme a un mundo nuevo, que yo habría de elegir entre los muchos que podría ofrendarme, se manifestaba ante mí como el testimonio más extraordinario (quizás monstruoso, pensé por un instante) de una inteligencia perfectamente organizada, y que siendo finita, había conseguido, no obstante, arrebatar la substancia de lo infinito a nuestro supuesto Creador. Esa substancia a la que llamábamos Dios, que no poseía Causa ni Origen, sino tan sólo Extensión de lo absoluto, que no tiene límites y los posee todos. Herbert George Wells y su "Máquina del Tiempo" jamás podría ya ser limitado. Era dueño del Pensamiento creativo más sublime y de su Extensión. ¡Oh, qué hermosa huida!... Sin embargo, aún tenía que mantenerme a la expectativa. Tan imposible resultaba ver desde el exterior la, en aquel momento, escasa luz de mi laboratorio como cuantos matorrales, árboles y macizos de flores poblaban el jardín envuelto en la espesísima niebla. Y mi visitante, desvanecido entre la misma, se dirigiría hacia la entrada principal, me buscaría en el gabinete, y, finalmente, a no dudarlo, aparecería por la puerta trasera del laboratorio, ya que la que daba a las escaleras del caserón había sido debidamente atrancada por mí con un cerrojo imbatible. Un pequeño destello atravesó la niebla y se detuvo delante de la verja. Un carruaje sin duda. No podía ser Hyde, pues jamás se habría atrevido a llegarse hasta la casona por medio alguno de transporte. Se trataba sin duda de visitas inesperadas, porque unos minutos después se dirigieron hasta la puerta del porche e hicieron sonar insistentemente la campanilla. Mrs. Higgins, con toda probabilidad, dormitaba en su gabinete y no abrió... No puedo precisar todo lo sucedido a continuación, pero sí puedo asegurar que Hyde se hallaba ya en el interior de las casona... Oí un grito, que me hizo comprender que algún siniestro encuentro se había producido entre Mrs. Higgins y Hyde. Estuve a punto de abandonar el laboratorio, cuando de pronto, tras lo que sin duda se trataba de un primer incidente con el monstruo, llegaron hasta mis oídos más voces, algunas reconocibles como las del joven sobrino de Mrs. Higgins, Mrmohorising. En inmediatamente el silbato de la policía nocturna... Aguardé. Mi aceptación de cuantas cosas terribles pudieran estar sucediendo en la casona no me absolvería jamás de mi vileza por haber sido el causante y permitirlo sin aventurarme a una observación personal de los hechos. La casona se había llenado de amigos conocidos, pues sus voces me resultaron extraordinariamente familiares. Confieso que me sentí muy reconfortado y casi aplaudí aquellas apariciones inesperadas. Di por hecho que Mrs. Higgins se hallaba a salvo. Y si Hyde había logrado escapar, cosa que también di por sentado, dado que conocía bien la excepcional agilidad y sus arteras artimañas para la huida (los silbatos de la policía seguían resonando entre la niebla, y no había para ello más explicación: Hyde no había sido apresado), ah, el lugar adecuado ahora para recibirle era sin duda el laboratorio, aislado de todo lo demás, lejos de la niebla, y Hyde podría hallar fácilmente su puerta trasera, la que no hallarían los demás. Vigilé la portezuela con una ansiedad contenida pero que a mis viejos conocidos bien podría haberles parecido locura si hubiesen tenido la oportunidad de observarme. Mas no mostré exceso de inquietud mientras mantenía el revólver apuntando hacia la portezuela. Tenía la certeza absoluta de que no tardaría en abrirse, como así fue. Hyde surgió como una visión infernal. ¡Oh aquel rostro! Me invadió una irreprimible oleada de la más insoportable de las repugnancias. ¡Y disparé... disparé repetidamente, hasta que el cargador quedó vacío por completo. Para entonces Hyde había escapado, herido de muerte quizás, aunque nunca llegaría a saberlo. Lo último que capté fue la recriminación dolorida y tremebunda que el monstruo me ofrendó: "¡Maldito cobarde!... !Traidor!"...

domingo, 9 de enero de 2011

El gran secreto de H. G. Wells Parte II -X-





Autor: Tassilon-Stavros




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EL GRAN SECRETO DE H.G. WELLS

PARTE II -X-


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En la oculta sala la criatura Albion se mantenía ajena a cuanto sucedía no muy lejos de aquel dédalo gigantesco que formaran las galerías del Clonic Science Institution. Ninguno de los especímenes Albion, atrapados entre aquellas celdas sumamente valiosas para la Confederación Bosswellyes Restricted Zone (múltiple banco de datos orgánicos en cuyos quirófanos miles de simbióticos seres clónicos, poseedores de un genoma recombinado, habían visto la luz como obra de un perfecto mapa de manipulaciones genéticas, siempre frente a la letra "K" de Krizalid que allí brillaba con la intensidad de un epígrafe luminoso), había sobrevivido al embate terrorífico de las robóticas unidades auxiliares Hyde. El recóndito salón de la imagen holográfica, no interceptado momentáneamente por las patrullas restrictivas, parecía hallarse protegido por un campo de inexplicable invisibilidad y carencia de captación frente a los sistemas de detección de los automáticos sensores enemigos. La gran puerta de rojo oscuro permanecía aislada, lejos del área de seguridad del gigantesco laboratorio, así como todo el inexplicable diseño de su rectangular arquitectura y remotas ornamentaciones, opuestas por completo a aquella modalidad constructiva de Clonic Science Institution, de tubulares túneles formados por pesadas aleaciones que se enlazaban entre sí con innumerables compuertas de entrada y salida a sus dependencias quirúrgicas, tras las cuales se concentraban unidades de energía fluorescente frente a monitores de enormes pantallas telemétricas ("rangefinders"), de escáneres siseantes; puntos iridiscentes que establecieran comunicaciones a largas distancias; laboratorio todo él dotado, además, con cientos de puestos informáticos de consulta y protección acústica. Clonic Science Institutión, auténtico universo de energías disgregadoras con sus dispositivos de autocalentamiento y ventilación, semejaba una gigantesca masa, de espectacular e indescriptible arquitectura, favorecida por millones de fotones que destellaban entre imperceptibles multiplicaciones infinitas de tensiones electromagnéticas. Todo el centro médico se hallaba en consecuencia atravesado por inagotables poros invisibles, fulgurantes, como excesivos latiguillos de luz que coruscasen en todos sus corredores metálicos. Un submundo cuántico de electrones orbitantes o atomismo lumínico inextinguible.

La criatura Albion, único superviviente por ahora de la masacre llevada a cabo por las patrullas restrictivas Hyde, permanecía bajo los puntos iridiscentes que se expandían también por toda la sala, iluminando la remota "protoforma", sobre cuyas inscripciones indescifrables: "HERBERT GEORGE WELLS: THE TIME MACHINE MCCCMXC" extraía sus primeras conclusiones. Podía tratarse de una letal mercancía. El avance más evidente que hubiera atormentado a la imagen que partía del reflector holográfico en aquel universo muerto del que sus extrañas palabras se hacían eco. La criatura Albion observaba ahora alternativamente el gran salón y a aquel enorme rostro que seguía, sobre el sugestivo fondo tridimensional, expresando sus enigmáticas vivencias en lengua Wellsenglish. El diseño, muy primitivo, del salón presentaba en efecto signos de deterioro, como si hubiese formado parte, junto a la estrafalaria y brillante "protoforma", de un museo de paradójicas tecnologías remotas. De aquella época precolonial de Wellyes cuya estimación en eras resultaba difícil de situar. Y el anticuado monitor holográfico, casualmente activado, parecía haber estado esperando allí, misteriosamente encubierto, preservado en el complejo y siniestro entramado tubular de aquel imponente laboratorio dedicado a la creación hereditaria (genética manipulada) de los clones Albion. Centro investigador escrupulosamente protegido por el espíritu corporativo de la Confederación Bosswellyes Krizalid Restricted Zone. La sala, pese a descansar en el más plácido de los sueños, parecía conservar la especialización funcional de antiguas energías paralizadas, ya obsoletas, frente a la opulencia de seguridad orbital conseguida por la tecnología de la orbitante plataforma Wellyes. Aquel ser simbiótico, hipnagónico, manifestaba emociones de un universo muerto. Su imagen activada por el reflector holográfico vivía de nuevo por un estímulo de luz. La "protoforma" de aleación metálica viscosa, que por algún motivo inexplicable no había sido destruida a su tiempo, semejaba un enorme cadáver retorcido y monstruoso. La actividad cinemática que daba anuencia a aquel ser ya inexistente era portadora de un secreto de viejas legislaciones, de un desmoronado período histórico: ya con toda seguridad, por cuanto había podido colegir, de una existencia planetaria oculta en el recuerdo, a través de la voracidad de infinitas eras pasadas.

Plenamente integrado en el misterio expuesto por la locuacidad de aquella sorprendente criatura hipnagónica que se denominaba a sí mismo como George Herbert Wells, el ser Albion se mantenía ajeno a los movimientos de vigilancia de las patrullas Hyde que recorrían las galerías tubulares del recuperado centro médico. Fruto de los últimos experimentos genéticos de Clonic Science Institution, la remota compilación evocativa de Wells había alcanzado una especie de ebullición vital de gran alcance y penetración en las circunvoluciones cerebrales de su manipulado tejido citoplasmático. Su seguridad ya no importaba. Sabía que la intrusión de las patrullas Hyde reducían la distancia en el inmenso centro y que no tardarían en hallar el oculto salón de puerta roja. La imagen de Wells seguía prodigándose en explicaciones, que pronto alcanzarían el límite de su verdad final. Sucediera lo que tuviese que suceder, para el ser Albion aquella confesión computerizada por antiguas concesiones tecnológicas de mundos desaparecidos, hereditaria y expoliada realidad que configurara, en las subsiguientes eras, las legislaciones intolerablemente restrictivas de la dictatorial Confederación Bosswellyes, le ofrendaban una emotiva percepción inteligible, que su córtex cerebral se encargaba de modular por primera vez en su breve existencia, formando una oleada de energía y calidez inteligente sumamente placentera, y a la que ya no se hallaba dispuesto a renunciar.

"... Han sido precisamente cuantas pasiones nuestra alma encierran, (siguió expresándose la voz de Herbert George Wells) las llamadas participativas, o las simplemente espirituales -de las que yo siempre carecí- y, por supuesto, las utilitarias o ególatras, las que siempre han acabado por perder al género humano. Las distributivas siempre han alienado nuestra libertad. Las anímicas se erigieron durante siglos en potestad emanante de un ficticio Dios para que el hombre asumiera su dominio sobre el propio hombre. Y las egotistas, a las que yo acabé por defender y a valerme de ellas, las que naturalmente abrieron camino al hombre hacia la desigualdad con sus semejantes. Mi comunidad londinense auxilió siempre su esclavitud hacia el egoísmo. Una esclavitud que aseguraba, para su protección contra la heterogeneidad que la circundaba, la explotación jerárquica de su teatro corruptor, de su dinero funesto, de su exclusividad política, de su conminatoria religión incluso bajo pena de muerte. Louis Jekyll fingió mostrar el puño contra todas esas pasiones, porque en su orgullo y presunción, se creó su propio monumento de superioridad, pretendiendo dominar una sociedad ante la que, preponderante y soberbio, jugó a retirar demasiado pronto su pie; mas, poco después, sintió vértigo, se asustó, y por medio de su boda con la joven Beatrix Emery, trató de afianzarse nuevamente en el marco preponderante de aquel mundo que él había minado con sus crímenes y su filosofía bastarda. Su libro, pese a que me amenazase, no vería jamás la luz. Habría significado reanimar la maquinaria de sus horrores. Pero la impulsión de Hyde era ya una constitución robusta, un clavo en su occipucio del que necesitaba liberarse, y para ello precisaba la ayuda de nuestro pasado sonambulismo criminal; extorsionarme mediante mis carencias a fin de que sus pasadas acciones y las que pudiera llevar a cabo en adelante siguieran como la oscilación de una balanza: entre dos pesos. Inmoralidad absoluta, valerse de mi ya irracional, y por ello mismo imposible amistad, poder dejar vía libre a sus excesos, disculpar sus crímenes, y que mi culpabilidad absolviese la suya propia."