domingo, 22 de julio de 2012

Safo se desvanece en la noche






Autor: Tassilon-Stavros





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SAFO SE DESVANECE EN LA NOCHE


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Desde el parabrisas se quedó observando la figura del hombre. Él se despedía ahora de los compañeros del taller. Su silueta, tras la bajada de la persiana y el extinguido brillo del rótulo, se escurría ya por una bocacalle muy iluminada. El cielo nocturno permanecía invisible. Sus sombras no lograban adueñarse de las hondonadas. Más allá de la callejuela, flanqueada por nostálgicas plantas bajas que parecían tratar de mantenerse en compartimentos estancos no vinculados a los modernos esquemas constructivos actuales, el atiborramiento masificado de los grandes edificios, la zona más concurrida del barrio y fruto del abrumador expansionismo con el que la ciudad adoptara en los últimos años una forma definida de significativo engrandecimiento, se perfilaba el paisaje de sus caprichosas arquitecturas profusamente encendidas: el inmenso y artificial rostro lumínico del fin del día, de una intensidad casi insoportable, tan aguzado y vivo era. El bochorno veraniego se desbordaba sobre los transeúntes como si se sintieran bajo los efectos de alguna droga.

Haciendo acopio de paciencia, ella había callejeado sudorosa bajo la tarde plomiza de julio. Luego, dirigiéndose hacia el coche, había permanecido a la espera. Una vez inmersa en las calles llenas de animación, había adoptado una definitiva expresión seria y malhumorada. Sudaba de nuevo, sentía arder su cuerpo bajo las escasas ropas veraniegas, pero tenía la frente helada. Sabía que aquella persecución insensata resultaría difícil entre la profusión atosigante del tráfico. Pese a todo, ya nada podía detenerla. En realidad, estaba aterrorizada... El hombre se perdía de vista. Cruzaba ahora una pequeña zona ajardinada, junto a la cual se abría un amplio túnel iluminado de la moderna autovía que atravesaba aquella parte de la ciudad, itinerario que indistintamente repetía cada tarde cuando regresaba a casa y que ella había comprobado durante días anteriores. Sin detenerse a pensarlo la mujer aceleró bruscamente. Muchos automovilistas tuvieron que echarse a un lado. Estallaron algunos insultos. La inveterada aversión masculina que acostumbra a poner en tela de juicio la conducción femenina. Ella mantuvo la carrera directamente hacia el túnel, a toda velocidad, como si un impulso diabólico la condujera hacia la nada. Se limitó a sonreír burlonamente entre la confusión que había creado, pero sin apartar los ojos del hombre que, ajeno a todo, había tomado la amplia acera izquierda perfectamente visible bajo la bóveda refulgente del túnel. Los gruñidos de protestas se multiplicaban. Sin dejar de experimentar una fugaz sensación de vértigo, ella logró situarse en la dirección adecuada a la acera. Calculó que la distancia que separaba a ambos era de unos seis o siete metros. No había ya forma humana de retroceder, seguida como iba de automóviles por todas partes. Se divisaban dos o tres transeúntes más por la acera. El último era él...

Se lanzó en picado sobre su cuerpo. El coche se había bamboleado al enfilar los tres o cuatro centímetros del bordillo, y en unos segundos atrapó a su perseguido por la espalda, concentrando en él toda la ferocidad de la embestida. Cayó de boca sin exhalar una exclamación y la sangre llenó en seguida toda la acera. El vehículo retrocedió entre el grito angustioso de dos mujeres que habían caminado delante del hombre inexplicablemente atropellado, y quienes, sin dar crédito a lo que acababan de presenciar, se arrinconaron contra la pared del muro, aterrorizadas, lanzando ayes histéricos entre gestos no menos frenéticos. El hombre se retorció todavía. Luego, sobre el estremecedor charco de sangre quedó inmóvil. ¡¡Está muerto!!, exclamó una de las mujeres conmocionada, acercándose a él. !Dios mío, pobre muchacho!... Mientras tanto, su asesina aprovechaba para escudriñar en torno suyo. "¡!Lo ha matado esa loca!!... ¡!Que alguien llame a la policía!!..., gritó la otra mujer. Resultaba imposible retroceder porque algunos automóviles, que permanecían parados, colapsaban el túnel. Un hombre corrió hacia la acera donde se había cometido el atropello y golpeó repetidas veces con una pesada mochila las ventanillas del coche aún detenido, mientras gritaba: ¡¡Salga de ahí, maldita loca!!... ¡¡La policía,... usen el móvil... llamen a la policía!! La conductora no se asustó al oírlo. Su pecho, tras el polo veraniego, se tensaba precipitadamente a cada respiración que emitía atrapada como estaba en el interior del coche. Pero no había fallado en su objetivo y ahora se imponía abandonar la acera cuanto antes. Los golpes sobre la ventanilla surtieron efecto. Algún objeto contundente guardado en la mochila hizo añicos el cristal. La mujer se agachó a fin de evitar la lluvia de cristales desmenuzados, pero no cesó en sus bruscas maniobras. Sintiéndose atenazada, la asesina lanzó algún improperio ininteligible. Se vio su rostro enrojecido y tenso a la luz de los fluorescentes que iluminaban el túnel, como si experimentara ahora una súbita sensación de impotencia. Varias personas se agolpaban sobre el cuerpo caído, bañado en su propia sangre; y como si el tiempo hubiese permanecido en suspenso, no prestaron atención a los últimos movimientos desesperados de la culpable de cuanto allí había sucedido. El automóvil se hallaba ya en marcha, y en una fracción de segundo pasó ante todos. Mil voces se recobraron aterradas, y probablemente hubiesen deseado cerrarse a su alrededor. Una vez contemplada la muerte, se imponía castigar el mecanismo de su realidad implacable. Pero el miedo atirantaba también sus rasgos de cobardía en todos los allí presentes, y nadie se atrevió a entorpecer su camino. Muchos jurarían que el automóvil había emitido un rugido horrísono entre la algarada automovilística, como si llevase sobre sí el peso de su castigo, pero había logrado avanzar casi sin darse cuenta siquiera de que se abría paso entre una vorágine de mil peligros, dado el tránsito inacabable que se acumulaba en la salida del túnel. No obstante, pronto se halló fuera de la iluminada bóveda. Y corrió, corrió, sin mirar a su alrededor. La autora del brutal atropello parecía conocer muy bien aquella zona de la ciudad, circunstancia que propiciaba su huida. Cuanta animosidad se había volcado sobre ella, aunque pareciera increíble, se había esfumado efectivamente en la distancia. Se sintió como si estuviera saliendo de una especie de baño de vapor que la hubiera impregnado por doquier.

En la hora perezosa de la anochecida, a la salida de aquel amenazador embudo, el cristal del parabrisas semejaba un espejo crepuscular donde los reflejos rojos y amarillos de cientos de luces jugueteasen ahora con la angustia infinita que se podría haber detectado en aquella cara, parecida a la de un pálido muñeco que se desvaneciera en el vacío del asfalto, y que todo cuanto había dejado tras de sí se tratase únicamente de una fantasmagoría capaz de abolir la diferencia entre la vida y la muerte. Pero, en realidad, aquel rostro mostraba una expresión tan grave que era imposible decir si experimentaba angustia o furia. En medio de la noche humana, no era más que un punto perdido, un fragmento más de esa tragedia terrenal a la que nos destina la confusa significación del vivir. Y con respecto al hecho cometido, su mente se negaba en tales instantes a reconstruirlo. Como tantos seres humanos que eligen asomarse libremente a la profunda noche atormentadora del espíritu, había alcanzado su instante de predestinación y decepción, trazando con ello la línea que separa los sentimientos de la razón. Y por ello mismo no es raro que, ya sin miedo ni orientación, se llegue a verter sangre... El automóvil se volatilizaba así en el espacio. Tras él nada parecía ya respirar. Tan sólo los edificios, ora surgiendo a la luz de las altas farolas, ora como moles suntuosas de las calzadas cuyos miles de ojos encendidos permaneciesen hipnotizados frente a la gran animación de la noche, que mostraba el ritmo cadencioso impuesto por el calor a las gentes que recorrían las aceras o se sentaban frente a los bares estivales. Lejos quedaba ahora el dramático escenario del crimen, como si aquel nuevo acto de violencia se hubiera perdido en los confines del mundo, y una onda voluptuosa librara del mismo los ojos de la tierra toda. Un nuevo horror inesperado que se confundiera con su infinitud. Y que sin explicación había entrado en despiadado contacto una vez más con una de esas dolorosas y terribles verdades de la vida: las que no hallarán nunca el menor consuelo profundo o una caricia cálida y penetrante. Inextricables impulsos que impelen a los humanos a cometer actos monstruosos.

*

Aparcar el automóvil a aquellas primeras horas de la noche no resultaba tarea fácil. Se trataba de dar vueltas y vueltas y era poco probable hallar un hueco en aquella zona atestada de vehículos que se amontonaban aquí y allá, como si resultase imposible poderlos controlar en un orden lógico. Una plaza muy frecuentada enseñoreaba la ancha calle, y ella llevaba recorriendo los aledaños de la misma desde hacía ya más de una hora. Tantos automóviles daban a la noche un aspecto casi inhumano. Los viandantes, sin embargo, iban y venían con una aplicación que, bajo el calor, les prestaba más lentitud, pero felizmente arrebatados ahora por una especie de mágica embriaguez al liberarse, la mayor parte de ellos, de aquellas pequeñas prisiones de cuatro ruedas. La iluminación de la calle se imponía a la insipidez de la noche con ese estremecido brillo de contrafuerte que parece anunciar un adiós al mundo real, y que va dejando su rastro amarillento entre los edificios, que semejan extrañas cumbres salpicadas de luz, hacinadas unas junto a otras sin orden ni concierto. Frente a todos aquellos inmuebles coloreados de crepúsculo por una luminaria tan refulgente como la mismísima puesta de sol, corría la amplia vía, y los automóviles y autobuses seguían encargándose de poblar con su bullanguera y monótona salmodia de motores ambas direcciones de la casi infinita calzada.

Reanudar hasta la exasperación la tarea de hallar aparcamiento da casi siempre paso a la casualidad. En el parque se conservaban antiguos olivos retorcidos que hablaban de la desaparición de viejos campos. Todo lo demás ofrendaba, entre acacias, escalinatas, bancos, parterres de flores y fuentes, un nuevo aspecto de modernidad. Un grupo de jóvenes que lanzaban risotadas y corrían por allí, se lanzaron alegremente sobre un automóvil aparcado no muy lejos de la zona donde habían estado retozando, y dejaron libre su hueco. Una vez liberada del coche, el punto de atracción lo constituía ahora uno de aquellos edificios que se hallaban situados frente al parque. Un inmueble de unas ocho plantas con balcón. La vida en la ciudad, por supuesto, no se había interrumpido al ponerse el sol. La noche posee una fiesta propia, maravillosa. Es como un cuento que se adornase de melodías, gritos, risas y fogatas, y que se va reconstruyendo con luces de mentirijillas, con personajes que viven al resplandor de las llamas, y que no pueden dejar de fijar sus ojos los unos en los otros con actitud de trastorno.

-¡Mamá Elia!

Una niña de seis o siete años corrió hasta ella, como si se tratara de un milagro de belleza que se abriera paso en aquel reino imaginario de cientos de luces abiertas en flor bajo el espejo entenebrecido del cielo nocturno.

Inmediatamente otra mujer trató de retener a la niña:

-¡Caro, ven aquí...!

-Pero si es mamá Elia- imploró con gesto impaciente la chiquilla sin comprender aquel rechazo que la otra mujer esgrimía con gesto impaciente.

-Carito, hola cariño...- fue un cambio de expresión turbador hasta la tristeza. La joven abrazó sin pensárselo a la pequeña, presa súbitamente de nerviosos sollozos que apenas lograba reprimir.

Ambas mujeres se observaron, inmóviles y rígidas. Resultaba imposible averiguar si lo que experimentaban sus rostros era estupefacción, angustia o cólera.

-Ana, me he pasado toda la tarde llamándote "al móvil"...- hubo ahora un duro cambio de expresión en la recién llegada- No entiendo a cuento de qué has estado evitándome. No irás a decirme que se te había olvidado...

-No me he olvidado de nada- exclamó con sorprendente firmeza la otra. Luego trató de atajar con fría sequedad los abrazos que la niña insistía en prodigar a Elia: -¿Quieres estarte quieta de una vez?... ¿El móvil?- ironizó con gesto impaciente- La verdad es que no sé ni donde lo tengo... No ando muy boyante, ¿sabes?

-¿Y el coche?- preguntó, más calmada.

-Hemos venido andando desde el colegio, mamá Elia- explicó con voz inocente la niña, aunque con cierto tono de reproche que parecía poner en evidencia a la otra.

-¡Cállate, papagayo!

-No le grites así a la niña- deslizó Elia con vivo ademán de ternura sus manos en la cara de la pequeña- Entonces ¿lo vendiste?... Malvendido, seguro- protestó ante el silencio de Ana.

-¡Qué ridícula te pones! Cualquiera diría que eso te importa mucho... Lo malvendí, ¡sí!... Con esta crisis ¿qué quieres? Además, ¿no era mío?...

-De las dos- aclaró tajantemente Elia.

-¡Ahora me vas a salir con esas!- alzó Ana el timbre de voz, casi encolerizada- "El coche para ti", y luego ¡portazo! ¿Tan pronto se te ha olvidado? Pues, tía, tan sólo hace tres meses que te fuiste.

-No vuelvas a las andadas, por favor. Me duele terriblemente la cabeza- replicó Elia, dispuesta a no aceptar aquella especie de desquite recriminatorio con que Ana insistía en castigarla. Y volvió a prodigar sus arrumacos a la niña- Ven Carito, explícame...

Con un nuevo ademán de brusquedad, Ana apartó a la niña:

-¡No tiene que explicarte nada!

-Pero, ¿qué haces?- Elia sintió que un estremecimiento de ira le recorría ahora todo el cuerpo. Tuvo que esforzarse en mantener cierta serenidad. Observó fijamente a Ana, que, súbitamente, sacudiendo la cabeza con despecho, dio media vuelta dirigiéndose hacia el portal del edificio y llevándose a la fuerza a la pequeña que no cesaba de llamar a Elia.

-¡Cometes un error!, ¿me oyes?... Haz el favor de esperarme.- Ana entró apresuradamente en el zaguán. Elia pudo aguantar la puerta antes de que ésta se cerrara. Se enfrentaron de nuevo sin encender la luz de la escalera que, iluminada desde el exterior, parecía ahora una brusca pendiente que derramara sobre ellas una sombría impresión de soledad- Tus reacciones me tienen ya muy harta... Además, sabes muy bien que nunca te concederán la custodia de Caro. Mañana, ante el juez...

Ana, con la niña de la mano, apresuró el paso hasta el ascensor, haciendo caso omiso de las palabras de Elia.

-No vuelvas a darme la espalda. ¿Estás loca o qué?...- exclamó Elia, tratando de retener a Ana- ¿Me vas a escuchar o no?

 No hubo respuesta. En aquel instante se oyó a alguien. Un matrimonio de edad avanzada acababa de entrar. La luz se encendió. Ana revolvía los ojos como una loba. Con un apenas audible "buenas noches" penetraron todos en el ascensor. Los vecinos se detuvieron en el tercero. Un cuchicheo malintencionado por parte de la mujer llegó todavía hasta ellas. Subieron hasta el quinto.

-Ah, ¿pero vas a entrar en casa?...- fingió sorprenderse Ana- ¿Ya no te importan las murmuraciones?... ¿Has visto cómo se han quedado esos dos (refiriéndose a los vecinos) al verte por aquí otra vez? Nos estarán poniendo buenas.

Caro, disimuladamente, había tomado de la mano a Elia, que la apretó con fuerza.

-Desde que dejaste de fumar, has engordado- observó Ana, cuando penetraron en el comedor, que tan sólo encendió una pequeña lámpara de rincón, dejando la estancia semi a oscuras.- Una lástima, porque tu tipo era...

-¡Deja de portarte como una estúpida!- replicó Elia, envalentonándose- No he venido aquí para hablar de mi tipo. 

-¿Por qué has vuelto?- se detuvo Ana divagando ante el abierto balcón de la estancia. El calor resultaba insoportable- ¿A qué has venido otra vez? ¡No puedes hacerte una idea de lo que sufrí cuando te fuiste!

-Tú decididamente has perdido la razón, y la culpa, por supuesto, no es mía. ¿A qué vienen ahora esas preguntas?- estalló Elia.

-No vas a volver a casa, ¿sabes?... Aunque quieras hacerlo, no vas a volver.

-¿Qué te pasa?- la observó perpleja Elia- Tú no estás en tu sano juicio... Sabes perfectamente que mañana tenemos una cita en el Tribunal de Adopciones... ¿Quién quiere volver?...

-Querrás volver,... pero no podrás. No te dejaré. Y te quedarás tan sola como me he quedado yo.

La voz de Ana tenía algo de sobrenatural. Su cuerpo, junto al ventanal, se había transformado en una masa sombría, abrumadoramente recortada por la escasa luz de la lámpara, e individualizada ante el vacío de la noche dado que la luminosidad de las calles se mantenía como extraviada en un fondo lejano desde aquel quinto piso del edificio.

-Oye, Ana, vuelve en ti, porque si estás intentando asustarme, te advierto que lo tienes crudo.

-¿Crees que voy a perdonarte? ¿Que te vas a salir con la tuya, y que te vas a ir de rositas con ese novio que te has echado, llevándote, además, a Caro?- prosiguió Ana con inflexión amenazante- Mañana todo el mundo lo sabrá... ¡Tonta... tonta... sólo las mujeres saben amar! Tu Raúl no te esperará como te he esperado yo...

-¡Oye, Ana, basta ya! No quiero seguir escuchándote. Ni olvidas ni perdonas... En ese aspecto, siempre fuiste insoportable. Pero yo no tengo remordimiento alguno. Si me fui, sabes muy bien porque fue. Nuestra relación fue un error desde el principio. Tú la convertiste en algo insoportable, y Raúl ha cambiado mi vida por completo.

Valiéndose de un ágil movimiento, Ana atrajo hasta ella a la pequeña Caro, que escuchaba a ambas un tanto asustada. La niña había quedado atenazada por los brazos de su madre adoptiva.

-¡Mamá Elia!- exclamó con miedo, mientras Ana retrocedía hacia el balcón abierto, arrastrando con ella a la pequeña. La altura del inmueble, como una pendiente abrupta, resultaba fantasmagórica. Una sima donde la noche se mostraba más y más tenebrosa. Reinó ahora un vasto y singular silencio en el dramático escenario escasamente iluminado del comedor. Elia, aterrorizada, había enmudecido, porque los ojos de Ana la herían. Leía en ellos un dolor, ¡el dolor de estar viva!. Pasaron por su mente los años que cohabitaron, la angustia sin nombre y el peso infinito que significó aquella convivencia. Sintió un escalofrío. Una brisa que atrajera el hedor de la muerte. La cara amable del mundo jamás puede ocultar el delito y la maldad, y las facciones de Ana se habían atirantado en un sonrisa diabólica. Su mentón estaba levantado prolongando la línea del cuello. Empezó a inclinarse hacia atrás, mientras Caro seguía llamando a Elia.

-Ya he perdido demasiado tiempo para lo que he de hacer- dijo Ana- Aunque nunca olvidarás todo lo que me has hecho llorar. ¿Tu Raúl?... ¡Corre, corre a por él! Puedes estar segura de que no lo reconocerás... ¡Corre, apresúrate! El pobre no es ya más que un cuerpo muerto que yo, yo... ¿me oyes?,... yo he aplastado bajo las ruedas de mi... -esbozó una sonrisa siniestra y rectificó- de nuestro coche.

El de Elia fue un gemido convulso, un grito ahogado de los que nos abren la puerta para salir a la perdición del mundo. Ana aparecía ahora blanca e inanimada, como suele decirse de un ser humano cuando el alma ha abandonado el cuerpo.

-¿Has... matado a Raúl?

Fue como inocular ponzoña de serpiente en su corazón. Elia no llegaba a creer tan horrenda confesión. Pero el veneno seguía allí, escondido en su sangre y en sus huesos.

-Ven, ven tú también...- desvarió de nuevo Ana- No te quedes en la otra orilla.

-¡Maldita loca!... ¡Maldita Loca!- El grito desgarrador de Elia aterraba más y más a Caro, que se debatía tratando de liberarse de las manos que la atenazaban.

-Mamá Elia!... ¡Mamá...!

Elia avanzó como una llamarada voraz hacia Ana, pese a sentir el filo más hiriente del frío. Sus manos, como garras, trazaron en la penumbra una especie de símbolo terrorífico: la unanimidad terebrante del dolor que se reconcentraba en la opacidad y fermentaba en el peligro.

-¡Suelta a Caro... devuélvemela!-

Estallaban los ojos de Elia y su voz, aquel clamor que manaba torrencialmente, implacable, las iba envolviendo a las tres como una placenta monstruosa. Las respiraciones de ambas mujeres se rompían en un jadeo enfurecido. Elia logró asirse a la niña, que pataleaba aterrorizada. La sujetó con la tenebrosa rabia de una leona, invadida por un odio de fatalismo contra la otra mujer. Fue como una sombra monstruosa que, rompiéndose sobre el espacio, se volcara sobre Ana para absorberla. En la quietud del comedor, el forcejeo desechaba toda razón para justificar el daño. Eran pasos rotos que buscaban violentamente su desquite.  Ana, el mal oscuro, sintiéndose perdida sin la niña, se agitó como si la furia que sentía se volviera contra sí misma. Y para rehuir aquella especie de maleficio, mordió el brazo de Elia, cuyos labios helados y juntos, sin soltar a Caro, no experimentaron la menor expresión de dolor. Finalmente, Ana sintió un golpe impetuoso sobre su vientre como si una espada infinita la hubiese atravesado. Se inclinó hacia atrás impulsada por la fuerza que imprimiera Elia a su empujón. Y de pronto, toda la resistencia viva de aquel cuerpo, su rigidez amenazante, se desvaneció en el vacío, convertido en un simple monigote que hubiera conservado una increíble flexibilidad, una blandura inverosímil para hallar tan sólo su desorden fatal cuando se estampara contra el suelo.








domingo, 1 de julio de 2012

Retablo Kiowa -IV-





Autor: Tassilon-Stavros






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 RETABLO KIOWA   -IV-







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Dotar de una clara significación trascendente que pudiese precisar en criterios determinantes los actos conceptuales o emocionales de aquel pueblo Kiowa, como los de otras tantas miles de tribus que habitaron el gran continente americano, es como proyectar sobre su dimensión corporal una figura poética que el tiempo se encargaría indefectiblemente por descomponer. Las comunidades indias jamás serán redimidas. Fueron imágenes omnipresentes de una civilización que, viviendo a merced de la Naturaleza, contrajeron una enfermedad incurable e inesperada: la invasión depredadora del hombre blanco. Ello subrayó una casi total imposibilidad de realización material en cuanto a fraternidad humana se refiere, ya que el largo proceso secular de terrorífica convivencia con sus invasores blancos corrompería, como una lacería incurable, no sólo sus cuerpos sino también sus espíritus. La misma lepra que descompondría el mundo en que vivieron y en el que también se libraron muchas guerras fratricidas con otros clanes autóctonos de la América precolonial. El núcleo originario de las tribus indias, tenebrosas, vigilantes, reivindicativas y, por ende, sanguinarias, no se aprestó jamás a respetar la jerarquía que trató de imponerle el colono blanco, que a su vez se empeñó en sufrir la actividad de matarife emprendida por los pueblos invadidos, otorgando un sentido de salvajismo y crueldad inimaginable a la violencia vejatoria con que se identificaría el odio entre indios y blancos; y a través del cual éstos últimos trataron por todos los medios de obtener los bienes y provechos de un culminante sometimiento y colonización de tan gigantesco paraíso, efímero, dado que durante casi doscientos años se desmoronaron miles de vidas familiares de ambos lados, pero cuya conquista lograron llevar a buen puerto en medio de tanta ruina y muerte. Todo ello nos hace volver nuevamente la mirada a los horizontes cegados por los temporales pasionales de las criaturas, de sus dioses, de sus guerreros y de sus santos, de sus resabios de casta y de sus desolladuras sangrientas. El ímpetu feroz de la vida se estrella eternamente sobre el inmóvil peñasco como las olas rugientes de un mar embravecido, y las enseñanzas históricas, sean para lo que sean, han de seguir repitiéndose.


Entre los rasgos épicos más comunes de las tribus indias emerge siempre lo que hoy se podría llamar  "una indiscutible viabilidad autónoma del más misterioso de los silencios". Un silencio que se elevaba en su mundo como una niebla palpitante que, no obstante, escondía el trueno. Pero también los hileros de luz presidían los poblados, y en las miradas bravías de sus hombres y mujeres espejaba una exaltación inextinguible de fuerza, audacia y linajes de conciencia espiritual con la tierra que les había concedido la vida. Por ello mismo todo cuanto sucedía se debía a una invisible voluntad que otorgaba a la existencia una pequeña heredad de abigarrada anchura de colores y dones, donde su tránsito humano era aprobado entre íntimas magnificencias. Inmensos y aislados ámbitos que conferían a cada pequeño pueblo un surco entre sus misteriosos follajes. Espesuras donde poder aspirar el perfume tibio del mundo, y en el que les era dispensado también el imprescindible aliento a su dignidad de hombres libres. Es difícil evaluar el estado embrionario de los pueblos. Sus mortales luchas competitivas por los territorios ocupados. Siempre existe una ilimitada carga de pasión y fantasía que surge para animar sucesos mínimos y grandes, un instinto de supervivencia en los tránsitos angustiosos por esta tierra que puede llevarnos hasta el paroxismo, antes de encontrar la paz definitiva. Pese a todo, algunas crónicas suelen circular con bastante libertad, y enseñan más bien poco. Hurgar en el pasado, encontrar huellas de épocas es poblar el infierno y el paraíso de los hombres. El tiempo de los pueblos indios nos provee así de un decorado de ornamentos, arneses, armas y creencias que hoy nos parecen absurdas, pero necesarias para trabar sus turbias relaciones entre las que siempre sobresalen sus más acabadas expresiones dramáticas. Las ideologías y los intereses humanos estallan siempre por contagios de pasiones, y han crecido respirando un aire saturado de odio y de amenazas. Hemos conservado la palabra, más para elogio propio que para confiarla al cuidado de la memoria donde los rostros acaban por borrarse. Y el hombre ha ido dejando en todas partes, sin poderlo evitar, su descrédito total entre las espirales de sangre en que se ha visto envuelto.


Es preciso dejar a los genealogistas la continuación de los tiempos entre cuyos contornos nunca precisos la vida vuelve siempre, inspirada por sus exigencias hereditarias. Los Kwu-da (también llamados "Ga-l-Gwy" o "Ka-l-Gwai" que significaba "Pueblo Doninante-Señores de los Valles"), probablemente "reptaron por las cavidades de sus árboles" en la cuenca del río Missouri, y hacia 1650 se habían instalado ya en las llamadas Colinas Negras, compartiendo los territorios con los clanes Crow o Absarokee (Tribus Cornejas). El flujo amenazante de otros pueblos, los Sioux y los Cheyennes, más numerosos y provistos de un ignorado y terrible vigor, debilitaron la fuerza Kiowa, que, aunque muy guerrera, se adecuaba  más a otros conceptos de vivencias pacíficas con la geografía y con sus tradiciones de sangre, nacida de una Naturaleza que les había conferido, según sus creencias, un feudo místico e idealista con la tierra. Enzarzados, pues, en pequeñas guerras tribales,  los Sioux y Cheyennes trastornaron el orden primitivo de los Kiowas, y los arrojaron hasta la cuenca del río Arkansas. En su descenso hacia el sur llegaron hasta Oklahoma, Kansas, Colorado, Nuevo México y Texas donde, tras algunas vicisitudes con los levantiscos Comanches, habitantes de aquellos territorios, concibieron después de sus primeros enfrentamientos lo que en realidad resultaba mucho más cómodo: la unión de sus tribus, pues aquel primitivo mundo indio amenazaba con desmoronarse, dadas sus interminables luchas intestinas, aun antes de la invasión total del hombre blanco. Hacia 1790 el único tejido conjuntivo posible entre tribus enemigas había logrado por tanto afianzarse en lazos de indisoluble amistad que aumentaba así sus fuerzas. Kiowas, Comanches y un nuevo pueblo más disgregado y conocido por Apaches de la Llanura (famosos por su violencia sin límites), a fin de prevenir el peligro de incidentales carestías y la ya inminente aparición cada vez más numerosas de sus conquistadores llegados del mar, cazaron búfalos, viajaron y se enfrentaron juntos, e incluso individualmente en numerosísimas ocasiones, al poder del invasor blanco.


Antes de que otros incursores blancos del valle del Smoky Hill hiciera acto de presencia, Rubén Zacarías sería aceptado por los Kiowas probablemente porque resultaba un ser curioso para los indios. Fue recibido por su doble condición de solitario y huido de un mundo distante, donde las extrañas criaturas que lo habitaban (las futuras incursiones blancas en sus territorios todavía no significaban la gran amenaza que pronto se volcaría sobre ellos) no parecían provenir de la madre tierra, sino del mar, y con los que, a excepción del desvalido Rubén, aquellos habitantes de las llanuras aún no habían entrado en contacto. Además, el chocante costumbrismo de aquel hombre barbado de palabras incomprensibles vivía ahora una evolución significativa y reveladora, adaptándose a la forma de vida superior del pueblo Kiowa. Así el sentimiento de inferioridad que conllevaba aquella convivencia forzosa y necesaria de Rubén resultaba grato a los indios, cuya esencia terrena, altanera y orgullosa, mostraba una vez más al ignorante y desamparado ser blanco la grandeza indiscutible del linaje Kwu-da. Rubén Zacarías nunca volvió sobre sus angustiosos recuerdos de México, ocultando a aquel pueblo indígena que lo había acogido y con el que convivió pacíficamente durante unos tres o cuatro años un pasado tras el cual se ocultaban las huellas de una época juvenil que también conociera turbias relaciones con las tribus indias habitantes de las fronteras de Río Grande, y que se enorgullecían de sus triunfos sangrientos frente a las indefensas comunidades blancas que habitaran el norte de México.


Rubén jamás infringió su secreto. Por su calidad de hombre blanco no fue aceptado en la orden militar más importante de la tribu "Koi-eet-sen-ko" (Kiowa soldados perro), pero aprendió a cazar búfalos en compañía de los guerreros, y tomó parte en la "Tai-me" (Danza del sol), la ceremonia tribal más importante, unión espiritual y física del pueblo Kiowa, y en una de las cuales se concertó la boda con su primera "ma" (mujer), que le dio tres hijos. Tuvo dos esposas más y nuevas descendencias, dado que las mujeres resultaban mayoría, y la poligamia era necesaria para engrandecer la población, en especial si se producían nacimientos masculinos, futuros cazadores y guerreros. La sociedad tribal india, en efecto, estaba orientada al varón, y las hembras ganaban prestigio al darlos a luz, así como por sus indudables logros venideros al hacerse hombres, en los que también tenían suma importancia las hazañas de los esposos y padres. Los niños varones permanecían con sus madres y hermanas hasta los diez años. Luego se les iniciaba en "El baile del conejo", lo que significaba su inmediato ingreso en alguna de las órdenes militares de la tribu: la "Adal-toyui" (Sociedad para los actos audaces y provocativos de los guerreros jóvenes); la "Tasain-tanmo" (Sociedad del caballo, caballo negro, silvestre o blanco, y sociedad del caballo sabio); la "Tiah-peah" (Sociedad de la calabaza); y la ya referida "Koi-eet-sen-ko" (Kiowa soldado perro). Las mujeres ejercían tan sólo el control sobre el hogar, el curtido de las pieles y el cuidado de sus imponentes y vistosos tipis. Los Kiowas también fueron llamados "Kom-pa-bianta" (Las gentes de los tipis de grandes solapas).


Rubén se dejó seducir por la lengua Kiowa, por la solemnidad de su misticismo, la indulgencia y a la vez el temor hacia la tierra en que los hombres se asientan. Jamás olvidó las exhortaciones incentivadas por el sabio apaciguamiento de los sabios chamanes de la tribu y que constituían muchos de los grandes momentos de la "Tai-me" : "Los malos pensamientos, aunque no se digan en voz alta, atraen la mala suerte. Son un paso tenebroso que conduce a la oscuridad. Pensar en cosas buenas nos lleva hacia el camino de la luz" "Cuando la voz del viento suena con fuerza, nos advierte que algo está a punto de ocurrir" "No dejemos crecer nuestros malos pensamientos, porque son como el veneno de la mordedura de la serpiente" "La belleza que nos rodea, el cielo azul, las montañas sagradas, el sol, la luna y la hierba verde que brota en primavera son las voces bondadosas de la tierra" "El canto del búho es un aviso de que los espíritus de los muertos, a los que no podemos nombrar, pueblan un lugar al que ningún guerrero debe acudir".