lunes, 27 de octubre de 2014

Noctámbulo





 



Autor: Tassilon-Stavros






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NOCTÁMBULO


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La noche nos arrincona. Algunas veces, se dice, que al tiempo que nos amortaja con su traje de estrellas, también nos atraviesa con el rayo de los estigmas, porque es la noche la que un día u otro nos enterrará con un manto de pésame. En ella, los seres humanos nos afligimos más, gritan más nuestros lloros, el ladrido de los perros se hace más intenso y siniestro. Pero también tiene algo de puerta entornada, a través de la cual se cuela esa presencia inesperada de unas realidades que interrumpiera la luz. Apariciones que se esconden de un brinco entre las sombras, y que nos revelan algún secreto amedrentador o excitante. Durante la noche habitamos también en las más retraídas de las parcelas filológicas, ¡tan locales!, ¡tan entrañables! La noche es un toro negro de insaciable furor que hace suya la exacta expresión de nuestras verdades. Y un sesteo tierno de civilización, que se oculta más allá de los porches, en los desvanes, en el cadalso cogitativo de nuestros despachos. Un vínculo con la sombra que nos emociona como si echáramos una nueva raíz en lo profundo de la tierra más vieja de la que nacimos, y por entre la que asoma esa docta pesquisa que cría la hierba de nuestras elucubraciones. La noche posee ese rasgo esencial de nuestras devociones, ansiedades y pasiones. Es la dueña de nuestro escritorio, el brote tierno en el que se reanuda una emoción dormida durante el día, el albergue donde guarecernos de la tormenta ilimitada del sol. Propietaria y creadora que entronca en el arco de la creación, y que estructura un nuevo paisaje de deseos, en el que no agarra más simiente que la que hace lo que se le antoja.

 
Rincón amarillento en el que se cumple el procedimiento recóndito de nuestras justificaciones, de los minutos esperados. Y yo, como noctámbulo que corto la rebanada de la noche con tan calenturienta complacencia, soy como una imagen escalofriada de gozo entre el tejido de esa corteza en penumbra que, noche tras noche, me quedo mirando con glotonería... Tiemblan los ramajes. Hay aleteos de lucecillas perdiéndose a lo largo de la autopista, aires de invierno que llaman al portal estrechito de mi edificio. Si miro a lo lejos, más allá del ventanal de mi despacho, todos los árboles, todos los patios, todas las calles solitarias gozan de lo suyo: azufradas luminarias, heredades en silencio, clamores automovilísticos que chirrían en alguna curva y luego se pierden en profundas distancias. Pero yo vivo mis trajines; rehuyo la alcoba, verdaderamente poseído de lo mío: a aquellos aleteos lejanos del asfalto contrapongo el más suave de los Mahlers; al ramaje removido de los polvorientos plátanos, el humillo ambarino de la estufa; al recreo escandaloso de la circulación apartada, casi a oscuras junto a las vidrieras de mi saloncillo, la procesión sumisa, estimulante, de un ámbito translúcido que me envía, con la bendición de un cristal sagrado, imágenes troceadas, viejos lienzos hechos de colorines y de blanco y negro: la película que embellece la noche, recamado barroco de la preciosísima cartulina cinematográfica, frente a la que hacemos pucherillos de emoción y ternura, o nos inquietamos entusiastas, o dejamos fundir el pliegue de nuestras durezas, derritiéndonos por fin tras una respiración perezosa y complacida.

 

Fuera, la noche sigue entornada, ancha, apagada y fría. No sé si para los demás sería espectáculo lo que para mí puede serlo todo. Hado que en la noche desciende hasta mi balconada llena de luna, de frío o de lluvia, poniéndome los dedos sobre los labios, dejando escapar un ¡¡chissssst!!, en casa recogido, y al que compro todas las estampas, que me devuelve los colores de la salud, entre otras razones, porque es un bien que a otros, por desgracia, les está vedado. Y cuando el “the end” me empuja a la disciplina del sueño, del invierno escondido tras la cortina, entre punzadas de humedad, el follaje hibernal aún arrastra hasta mi cama el piar escondido de algún pardillo extraviado. Si no arrancara estos testimonios de la noche, sería como un pecado de desamor al espacio de abundancias que me ha creado. Es mi retablo de voluntad legítima, mi huerto de complacencia, mi colorida inmensidad. Si esto no puede ser siempre, lamentablemente, una verdad absoluta, si puede convertirse en una verdad episódica.