sábado, 27 de junio de 2009

La niña chica

 
 
 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros













 
 
 
 
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LA NIÑA CHICA


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... Era en verdad una muñequita. La niña más linda que yo había visto en mi vida. Al añito y pico empezó a andar, y uno se embobaba viéndola retozar por el vecindario, con aquel cuerpecito sonrosado, redondín y blandito, como de bizcocho de magdalena, balanceándose sobre la dulce carnosidad de sus piernecitas rechonchonas; y con aquel rubio pelo de querubín, y el hondo azul zafíreo de las bolitas de sus ojos. Era una peponita tierna y preciosa; y yo la adoraba.

Recuerdo que, para hacerla reír, cosa que a mí me encantaba, cuando se hallaba en su cunita, sentada a la espera de que alguien la bajase de allí, o entretenida con algún juguetito, mi hermano mayor me agarraba por la cintura, o me pasaba los brazos por las axilas; y, en esta trabazón, nos llegábamos hasta su cuarto; yo fingiendo ser un muñeco sin vida; él haciéndose pasar por el mago que habría de reanimarme. Y, entonces, cuando estábamos frente a ella, todo mi cuerpo se entregaba a una serie de movimientos casi desarticulados, como si realmente fuera yo una marioneta tontuela que empezase a cobrar vida. Luego, cambiaba la voz, y, simulando el tono jocoso de algún personaje de película de dibujos, le preguntaba infinidad de cosas, todas desatinadas.

Y ella, al tiempo que me miraba fijamente, entre la duda que, sobre lo falso o cierto de mi transmutación, se suscitaba en su cerebro, acababa por reírse entusiasmada, y palmoteaba divertida, insistiendo con una "¡má!" "¡má!", inocentón y entrañable. Y toda su risa de muñequita candorosa se desgranaba por el cuarto como una llovizna rojiza y fulgurante de una granada recién abierta; cual una cascada de dulces fantasías y alegres tonalidades cromáticas. Y yo me dejaba arrebatar por mi interpretación de polichinela loco, y seguía y seguía hasta que mi hermano se cansaba de agarrarme, o mi madre nos reñía.

-¡...!

-Déjelos usted.- Exclamaba la madre de la niña, que, muchas veces, se hallaba presente, y gustaba de seguirnos la corriente, y hasta de entrar en el juego, disfrutando de la diversión que con mis histrionismos infantiles yo procuraba a su hermosa criatura.



... Atardeceres de mis lecturas, en las que, sentados en un rinconcito acogedor de mi habitación, trataba yo de agasajar su mente pura y cándida, echando mano de la inigualable égloga poética de Juan Ramón Jiménez, recientemente descubierta por expresa intervención de uno de mis más queridos profesores, quien, además, me había provisto de un estupendo ejemplar de "Platero y yo".

Yo le leía el pasaje blandito y doliente, uno de mis preferidos, de "La niña chica", cuya personalidad yo no podía por menos que asociar con ella:

-"La niña chica era... la gloria de Platero"- Endulzaba yo mi voz todo lo que podía, mientras los azules ojos de ella se hallaban fijos en mí, pendientes del tierno conjuro con que mi lectura la envolvía- "En cuanto la veía venir hacia él, entre las lilas, ... con su vestidillo b... blanco y su sombrero de arroz..."

-¡Andáa!...- Prorrumpía ella risueña, entre el derroche precioso de aquel rostro inmaculado, tratando de imaginar un "sombrero de arroz"

-"... llamándolo dengosa: - (Gestos extrañados ante lo incomprensible del calificativo, que tampoco yo hubiera podido aclarar)- ¡Platero, Platerillo"- (Se atiplaba voluntariamente mi voz con un tono más y más aniñado cada vez).

Y luego me detenía un instante, observando sus reacciones; forzando también el inocente desbarajuste de nuestra fantasía, pues ambos tratábamos sin conseguirlo de evocar la presencia de uno de esos pobres pollinos (que jamás habíamos visto) referenciado en mi lectura de Platero, mientras en su carita enternecida se dibujaba una sonrisa constante.
 


... Y aquella tarde de nuestra primera escapada: la calle. Cauce verbenero de nuestro bullicio infantil. Nosotros éramos la bandada de vencejos que revoloteaba a ras del suelo por aceras y callejones. Éramos el tierno hato de cachorrillos que se adentra en el primer bosque de sus despertares a la vida. Éramos la avidez inocente, el terremoto incruento, la ilusión desperdigada, que fastidiaba al transeúnte.

Y mi iniciático afán. Y mis cuatro calambritos a lo cicerone que me llevan a un laberinto de calles desconocidas, de solares extraños y caminos sin salidas, que hacen que me tiemblen las piernas, que mire de reojo a mi jovencísima compañera con el espanto de quien anda extraviado, y que el estómago se me encoja observando su cara esperanzada; sus ojos, que no saben nada, encandilados ante tantas novedades como voy abriendo ante ella, y su boca preciosa que no deja escapar la más leve queja de cansancio... Luego, por fin, el camino reencontrado, el primer sueño de libertad esfumado, el regreso tardío a casa... Y la regañina desesperada de nuestras madres, que ya nos daban por perdidos, y la firme promesa, para mi capote, de no permitirme nunca jamás nuevos lujos a lo "aventurero extremeño"
 

... Trajo el tiempo esos ecos lejanos que arrastran la artimaña desnuda del recuerdo; esas trampillas del sentimiento en que se aprisiona la espina de las despedidas. Y el adiós desnudo,... el que te hiela con sus lágrimas; el de la nostalgia,... el que te acuchilla el alma. El que desgarra tus tapices virginales y trastorna el entronque de tus savias. Y el que te acorrala y atenaza entre la maquinación enmarañada del ayer perdido.

Fue así como aquella muñequita preciosa, tierno fervor entre el brillo infantil de los sueños, inmersa desde un principio en el intercambio blandito e inmaculado de mi apego y de su inocente devoción, se desgajara del tronco acomodaticio que sustentó nuestra niñez. Y, crisálida al fin, tras revolotear entre las dulces texturas irisadas que tejen nuestra pubertad, desapareciera luego entre los boscajes intrincados, de penumbrosos derroteros, por los que nuestra existencia transita, se desorienta y desparrama, ... desvaneciéndose evocadora.
 


 

lunes, 22 de junio de 2009

El Republicano




Autor: Tassilon-Stavros


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EL REPUBLICANO


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Don Jacinto Cortés era hombre de talla mediana, de muy esmirriada envergadura y aflamencado paso, muy dado, por tanto, a la gran zancada, que solía acometer siempre con machacón vaivén, y cierto amago de desplome que, naturalmente, y por suerte para él, nunca se producía. Era la suya, en consecuencia, traza de muy perfiladas facciones, habida cuenta su extrema delgadez, rostro atravesado por hondas arrugas que agrietaban sus resecas mejillas como pronunciados costurones; ojos un tanto abombados que se ensartaban apenas en unas cuencas de marchita flaccidez, recto apéndice nasal, y rala cabellera que se recortaba en forma de cepillo, muy a lo nazi, y totalmente encanecida.


Se sumía el hombre en el amargo pozo de la demencia, y aunque atacado por períodos de intensísimo mutismo, se desquitaba luego de improviso para ofrecer rico repertorio doliente y huraño, que lanzaba a los cuatro vientos cual vehemente pregonero acometido de rabiosa ojeriza por cuanto le rodeaba; como una imagen siniestra en busca de su mundo perdido.
Náufrago, pues, en esa estela irreversible del pasado, su agónica lucidez recluida en un horizonte desterrado, fuera su transitorio deambular triste espectáculo durante mucho tiempo representado a lo largo de aquellas frecuentadas aceras de nuestra calle. Probables reminiscencias de penosas etapas carcelarias caracterizaron sus rápidas zancadas, más arriba referenciadas, que, además, remataba con peculiar disposición tras la espalda de sus enlazadas manos, así como aquella enajenada terquedad andariega con que se sumía en una eterna coalición de imposibles intrigas.
Republicano acérrimo, su contundente credencial política persistía entre el pliegue ruinoso de su mente trastornada y a través del enigma substancioso de su parloteo exaltado, cuyas connotaciones de luchadora y rigurosa obstinación se sublimaban a través del un tanto indiferente ámbito callejero.
De igual forma, a sus acostumbrados lapsos de paseante empedernido, en similar línea con sus inconstantes períodos de obsesivo y melancólico mutismo o excesiva labia, se sucedían largos intervalos en los que desaparecía también de la monótona periferia de las aceras para recluirse monacalmente en el interior angosto de su pequeña habitación, situada en el sexto piso del inmueble en que vivía con sus dos hijas (a las que, sin duda alguna traía o llevaba, que es lo mismo, por el camino de la amargura), una casada y sin hijos, y otra soltera; enfundadas, por aquel entonces, en riguroso luto, prueba palpable de la viudez reciente de don Jacinto.
Emparentados con el terruño extremeño, procedían de Trujillo, espectacular villa Cacereña atrapada en el eslabón idílico de muy renombradas hechuras históricas, entre sus medievales crónicas "Almanzóricas" y aquel glorioso pabellón que cobijara la grandeza conquistadora de Pizarros y Orellanas.
Su relación con el vecindario del edificio se circunscribió, por supuesto, al piso que ocupaban junto con el resto de familias que habitaran en su mismo rellano. En cuanto a los demás vecinos, imagino yo, que, salvo una mera referencia ocasional, quedaría como única constancia la que se supeditaba a su conmovedora personalidad, claramente reflejada a lo largo de aquellos dos o tres años en los que coleó por el inmueble. Su azaroso politiqueo chispeante, tremebundo o volcánico, indescifrable las más de las veces, atesorado en el granero insondable de su neurótico cacumen, trazaba, no obstante, la senda lejana de su esforzado idealismo, una vez su verborrea incontenible lo transmitía al insensible auditorio callejero. Recibían las aceras el torrente indomable de su latente proselitismo político, años ha engrandecido por el estandarte tricolor de su perdido universo republicano. Y aunque nunca se supo la baza por él jugada en la un tanto olvidada (a la fuerza ahorcan) contienda civil española, él seguía perdido entre sus laberintos de sinrazón e imposibles proclamas triunfales frente al rechazo amargo de la victoria franquista.
Probablemente fue uno de los muchos errabundos apasionados que enloquecieron entre la penumbra siniestra de los presidios, entre el desasosiego irrefutable de las sentencias y sus incertidumbres postreras, y, por consiguiente, entre el fragor espantable de los fusilamientos. Su locura manifiesta, liberándole del mundo de los muertos, le convertiría así en el patético cadáver que, por aquellos días, deambulara entre los vivos... La gente le rehuía, y, según tengo entendido, el vecindario del rellano vivía en constante angustia y miedo, presintiendo algún que otro desatino o acometida inesperada por parte del pobre hombre; aceptando muy someramente los argumentos expuestos por sus hijas en cuanto a la bondad e indefensión que se daban cita en la infeliz figura de su padre, y con los que ellas trataban de calmar los temores expresados por los vecinos.
Era cierto que el hombre jamás arremetiera contra nadie, incluso en sus más fanáticos períodos "verborréicos", cuando declamaba en solitario por las aceras sus larguísimas polémicas entrecortadas y siempre tan difíciles de entender, ensombrecidas, eso sí, y con bastante frecuencia (expuestos canguelos de la vecindad y reiteradas intimaciones policiales) por groseros incisos de apasionado partidismo antiestatal que acompañaba de tremebundos reniegos amedrentadores, a pesar de su inofensiva apariencia de chiflado, y cuyos contenidos balbucientes, por imposibles, difícilmente podría transferir aquí. Eran constantes sus argumentos de total ojeriza al régimen establecido por los estamentos franquistas y sus desmedidos y un tanto desfasados alaridos antifascistas con que daba buen filo a su lengua mientras trotaba por las aceras que discurrían frente al edificio. Era mucha la gente que se escandalizaba ante el bramido insultante con que se disparaba de pronto don Jacinto, sin encomendarse a Dios ni al diablo. Sustos los hubo a miles. Muchos de los transeúntes que circulaban con total indiferencia junto a él, dado el inicial mutismo de que hacía gala nuestro hombre antes de lanzar el bufido obsesivo de su descontento, recibieron el trabucazo con que los agasajaba el expresidiario loco. El sobresalto con que, inesperadamente, se exclamaba el pobre viandante era de auténtico infarto. Y a veces saltaba por los aires el más cómico de los alaridos si el choque lo sufría alguna inocente mujer. Muchos salían zumbando como alma que lleva el diablo. Y más de uno al que no le apetecía pegar la olímpica zancada de huida, descargaba sus puyas indignadas sobre don Jacinto cuando aparecían sus hijas tratando de apartarlo de la calle.
-A ver, señoras, y si un día le da por pasearse en porreta viva, ¿qué?...
-¡Hombre, no sea usted ordinario!
-Supongan que otro día se le ocurra sobar a navajazos al primer transeúnte que pase por su lado. ¡Sabe Dios lo que puede cocerse en semejante olla de grillos como la que bulle en la cachola de este señor!
-¡Oiga! Pero ¿usted qué está diciendo? Que mi padre es muy noble,... un bendito de Dios.
-Pues, miren ustedes, señoras, por muy santo que sea, a ver si se enteran de una vez que está como una puta cabra... Que la guerra ya hace tiempo que se acabó... ¡Nos ha "jorobao" aquí el maqui resucitado este!
Don Jacinto seguía erre que erre, nómada senil de las calles, abismado en la glotonería de su paranoia. E incontables hubieron de ser las veces, como es fácil imaginar, en que la decidida intervención de sus hijas aportara, si cabe, mayor nota de incontrolado patetismo en aquellas jornadas presididas por un recrudecimiento de tan empachosa obsesión vociferante a través del desatado aluvión de sus rechazos universales. Y cuando sus hijas lograban relegarlo al oportuno retiro o cobijo protector de la alcoba (y cuya única ventana se abría al hondo precipicio del zaguán, más allá de la oquedad rampante de las escaleras, sus descansillo y el ascensor), don Jacinto, seguramente, se debía imaginar como atrincherado de nuevo en el perímetro sombrío y angosto de alguna celda de mal recuerdo.
El pasatiempo constante y favorito de nuestro personaje, según cuentan, muy en la línea de un predominante enciclopedismo popular, abogando en favor de su devocionario político, y, como era de cajón, de marcadas tendencias agnósticas, se extendía por todo el ámbito del inmueble en una exposición de guasones preceptos a los que acompañaba de tarareante musiquilla, y que así parabolizaban:
-¡Los Mandamientos de nuestra iglesia cinco son!:
"¡El primero: nos quitaron gobierno y dinero!"
"¡El segundo: lo sabe todo el mundo!"
"¡El tercero: no queremos curas ni extranjeros!"
"Él cuarto: no queremos a Franco!"
"¡El quinto: abrir puertas y cerrojos que pronto volverán los rojos!"
Y canturreaba y canturreaba, temerario y ufano, volviendo una y otra vez a la apasionada singularidad expositiva de sus mandamientos, por todos de sobra conocidos, entremetiendo tenaces alaridos en pro de la ya fenecida República Española, que luego sazonaba con melómano y "allegro molto Vivaldiano" estribillo entonador de aquella un tanto olvidada "Internacional", cuyos esplendores de apasionadas entregas y afiliaciones se extraviaran ya por siempre jamás entre aquellos ensueños, ahora muertos y enterrados, de tan efímeras como lejanas aspiraciones sociales.
-¡Ese hombre!... ¡Que alguien le haga callar!- Exclamaba enfurecido el vecino de enfrente, que no lo jamaba, asomándose al escenario sonoro del descansillo desde el que veía su ventana- ¡Que nos va a perder a todos, el muy jodido pastelero! ¡Se van a enterar ustedes bien enteradas el día que la Guardia Civil ronde por aquí! ¡A ver si se le atraganta de una vez tanto canturreo!... ¿Me oyen ustedes?...
-¡Padre, por favor! ¡Pare usted!- Aparecía entonces una de las hijas, intentando cerrar la ventana y apercibiéndole de que se recogiese en el interior de la alcoba.
-¡Con tanta cucamona nada se arregla!- Volvía a las andadas el vecino- ¡A ver si le compráis un bozal! ¡Que eso es lo que necesita, en lugar de tanto mimo! ¡Menuda leche con la familia esta!
-¡Haga usted el favor de callarse, señor mío, y no meta las narices donde nadie le llama!... Que de mi padre ya me encargo yo.- Se revolvía la hija del señor Cortés.
-Pues, ¡menudo encarguito, guapa!- Gesticulaba el vecino con su vulgar sonsonete achulado.
-¡Déjenos en paz de una vez! Que aquí el que necesita un bozal es usted... que, a fin de cuentas, grita más que mi padre.- Argumentaba con un aspaviento la otra hija del pobre orate.
-¡¡¡"Si los c... curas y los fra... iles s... supieran la p... paliza que les van a dar... s... saldrían despacio gri... tando: libertad, libertad, libertad"!!!- Seguía indiferente con su canturreo nuestro fanático personaje- ¡¡¡"Luchamos contra los moros, legionarios y f... fascistas"!!!- Continuaba el galimatías de sus entusiásticos cánticos republicanos, liándose ahora con "¡Ay Carmela!"
-¡Padre, basta ya! Cállese usted de una vez por todas... Y no se asome más.
El encolerizado vecino, al que, con toda seguridad, se uniría algún otro, seguía rasgueando el gorjeo sutil de sus reniegos.
-¡Bah!... ¡Váyanse ustedes por ahí!- Efectuaba recriminatorio y definitivo visaje la hija del demente anciano, cerrando por fin el ventanuco, que se encargaba de asegurar con la correspondiente falleba.
Seguían las exclamaciones enardecidas del vecino, al que, como ya dije, se asociarían los descompuestos jeribeques de algunos más:
-La República y sus ideales, ¡vaya un cuerno!, ¿qué hacían sino arrastrar al país hacia el desastre total? ¡Mano dura es lo que siempre ha necesitado España! ¡Más control y menor irse por los cerros de Úbeda!- Seguía el fachendoso títere afecto a la Dictadura- Y si no, ¡a ver!, ¿cuándo hemos estado mejor que ahora?
No dudo de que cierta estupefacción se reflejaría en la cara de más de un vecino. Pero...
-Para mí- Mascullaba, finalmente, el locuaz y entusiasta contemporizador del Régimen- que ese señor Jacinto tan loco andaba cuando la República como ahora, y el muy mochuelo donde mejor estaría es en Leganés y no jorobando a toda la vecindad del edificio o a la pobre gente que anda por las calles. ¡Aún no me explico cómo coño pudo salvarse del paredón!...

... Llovía a cántaros. Un atardecer desapacible y helado. El inmueble todo se recogía en el periférico hermetismo de sus paredes, cobijando el rebullir apagado de sus habitantes de la inclemencia invernal. Los rellanos ofrecían la mortecina lucecilla de sus encendidas bombillas que transformaban los superpuestos cuadriláteros en colganderas hornacinas, y cuyas mezquinas claridades se volatilizaban desde la inmensidad cavernosa que constituía el zaguán hasta la alta claraboya anublada, tan sólo inflamada de vez en cuando por la instantánea luminosa que dibujaba el intervalo de los relámpagos.
Algún rumorcillo errabundo, alguna vocecilla "cantaora" o musical nota radiofónica casi imperceptible (la televisión por aquellos días, significaba todavía, dado su precio, un ensueño proletario casi imposible), era inmediatamente absorbida por el retumbo de las tronadas y el tecleo avasallador que la lluvia provocaba sobre el apagado tragaluz.
La penumbra supo de sus movimientos bajo la monotonía machacona de la tormenta. El abismo se desparramaba ante él en hondo silencio despejado, embriagándole con una persuasión viciosa y solitaria, acorde con su desequilibrio melancólico, y con aquella perdida connotación solidaria de su extinta identidad. Su cuerpo temblequeó probablemente un instante, sigiloso y callado, al desperdigarse en la hendidura seductora del vacío, estrellándose con seca percusión contra el gris embaldosado, ya desconchado por el tiempo y las pisadas, del oscuro zaguán.
La rebelde envoltura con que enmascaró su existencia don Jacinto Cortés yacía ahora bañada en pavoroso charco de sangre entre el patético asombro de la vecindad y el llanto desgarrado de sus hijas, y cuyo predominio ambiental contrarrestaba sensiblemente la indolente tiranía estrepitosa con que los aporreaba el lluvioso atardecer.

Pepito




Autor: Tassilon-Stavros



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PEPITO
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La calle lo tenía todo. Era, sin más, el ámbito perfecto para una infancia que acostumbraba a volcar la mayor parte de su vehemente mundo de fantasías, toda la sugestión de sus aventuras imposibles, todo el reverso de la moneda real que era la vida hogareña y escolar, en aquel perímetro espontáneo, libre y tan accesible de las calles. Así, aquellas vías urbanas, circunscritas a nuestro entorno, podían, a nuestro antojo, transformarse en parques de ensueños, en valles de quimeras, en horizontes de prometedoras hazañas por vivir. Eran igual que un universo sin sumisiones (excepto las de la ilusión), que abría de par en par ante nosotros los grandes portalones del gratuito mundo de Jauja.

Nuestra calle, transmutada en el gran estadio sin límites esencial para desbravar la desazón constante de esos calambrillos que, desde la mañana a la noche, asaetaban nuestras piernas (una vez su decorado entrañable se dejaba atrapar por cualquiera de esas descargas cavilosas de la inventiva), podía, en un instante mágico, o loco, convertirse en un mar enfurecido: marco imprescindible para toda vivencia rayana en “Odisea”; en un valle rodeado de avizorantes montañas: artificio enmarañador de enfebrecidas “Reconquistas”; en vericuetos insidiosos: furtivo embozo de huidas precipitadas o ingratas deserciones; en gargantas encajonadas: bocas de lobo no menos siniestras para las escalofriantes emboscadas “Siouxs”; o en boscajes confusos: intríngulis recónditos de toda aventura medieval y mitomanías a lo “Sherwood forest”

Y de esta forma tan sencilla la calle de uno se constituía en su más importante juguete. El que lo llenaba todo; el que lo satisfacía todo, porque en ella, todo lo inmaterial se materializaba; toda ficción cobraba vida; todo latente ímpetu se expansionaba en un paraíso de amistades únicas que deseaban vibrar contigo; y donde, como dije, cada invención, cada idea compartida, fuese la que fuese, hallaba su repentino fuego de hechicería y encantamiento, llama vital para esa “fabulandia” de los niños.

La calle tenía sus horas. Tenía sus limitaciones. Su vórtice peligroso. La calle podía ser también esa pequeña jungla de contagios virulentos que a todos nos enfermaba de ansiedad... Pero era, de igual modo, nuestro paraíso, nuestro jardín de experiencias (porque no había otro); nuestra habitación de juguetes. La calle era, en fin, el crisol forzado de nuestra urdimbre primera a ese telar de la existencia que aún nos venía tan ancho; la fragua atropellada, ingenua y cruel, que impulsaba una parte de esa marea insondable en que se mece el mundo loco de los niños hacia sus primeros remolinos de autenticidad. Era el gran teatro de nuestros diálogos más sinceros, coloristas y morbosos.

... Luego, cuando ya no estuve, mi subconsciente herido soñó mil veces con ella.

Aquella tarde, cuando yo aparecí por allí, Adolfo (uno de los integrantes de la pandilla) andaba ya degustando el correspondiente plato del día; cucharón a rebosar de aquella especie de alucinógeno brebaje con que fomentábamos los juegos locos del momento, aderezados siempre por la insensatez característica de la edad. Potajes aquellos a los que esta vez añadíamos un nuevo condimento: la ciega audacia que se guisaba al calor de nuestras borracheras de velocidad, fuegos chavetas que ahora nos eran servidos en bandeja de plata, gracias a la estupenda bicicleta que le habían regalado sus padres, y de la que, según él nos había prometido, podríamos gozar todos por riguroso turno. Tras mi amigo, emitiendo gritos de contento y comprobando con las frenéticas carrerillas que inflamaban nuestras piernas la rapidez victoriosa de la “bici”, corrían Diego (interesante personaje del que ya ofrecí cierta filiación) y Crescencio, un aragonés más bruto que un “arao”.

-¡Ahora yo...!- Exclamaba Diego, entusiasmado- ¡Me toca a mí, chaval!... Déjame la “bici”,... tú... Adolfo... ¡Ondia, chaval! ¿A que te mato?

Y allá, calle abajo, calle arriba, se iban los tres (y yo detrás), a repecho, desde el punto de partida (una vieja casona a la que llamábamos “Roca encantada”, de estilo rústico, cuyas paredes descascarilladas parecían de caramelo de crocanti) hasta el tope previamente decidido.

-Oye... ¿y a mí cuándo me va a tocar? Que yo ya no corro más, “osti”...- Reclamé el privilegio de mi turno, que ya me habían usurpado un par de veces.

-Antes estoy yo- Exclamó Crescencio.

-Pero tú ya te has montado dos veces.

-Haber llegado antes, chaval.

-Pero...

-¡Que te vayas por ahí, leñe!, que Adolfo sólo nos la deja a Diego y a mí. ¡Eh, “esperarme”!... – Salió flechado tras los otros dos que se deslizaban enfebrecidos calle abajo- ¡Ojooo, que sube un cocheee!...

-¡Bah!...- Me senté yo en los gastados escalones de la “Roca encantada” para ir haciendo tiempo y boca, aunque me temía que, con aquel par de cafres de por medio, mi turno para saborear la “bici” de Adolfo se iba a eternizar.

Se hallaban también allí, con cara de cabreo, Manu, Quique y Pepito (vecino de mi mismo rellano), tres integrantes más de la pandilla.

-¿También estáis esperando a que Adolfo os deje la “bici”?- Inquirí yo.

-Nosotros ya nos hemos montado, pero éste...- Se sonrieron Manu y Quique, mirándose entre sí.

-¡A mí la “bici” me importa una “me”!- Exclamó de pronto Pepito, muy serio y despectivo.

-¡Es un gallina!- Se chanceó Quique, que era un avispón insoportable.

-¡Te vas a ir a la “me”, chaval! – Se encendió Pepito, cuyo estoico aguante (a buen seguro que la murga metijona venía ya enzarzada entre los tres desde bastante rato antes) se iba abocando a un inminente final.

En esto, el trío restante subía ya la cuesta de la calle, dispuesto para un nuevo torpedeo con la bicicleta.

-¡Vámonos, tú!- Se levantó entonces Manu, achuchando a Quique- Deja al mierdoso ese con su amigo- Enjaretó todavía, refiriéndose a Pepito y a mí, y pasándole la mano por el hombro a su compañero del momento (que así de loca suele ser la amistad en la infancia, fácil presa de veleidosas inclinaciones, sujetas casi siempre a la humorada del día)

-¡El mierdoso lo serás tú!, ¿vale?- Me indigné yo, devolviéndole el pildorazo al muy zascandil y tornadizo Manu, por cuanto toda aquella mordacidad desdeñosa y malintencionada descargaba su chorreón sobre ambos.

Y como fuese así que los dos encizañadores decidieran de pronto unirse al cortejo bullanguero de la "bici", Pepito y yo nos quedamos solos en los escalones de la “Roca encantada”

-¿Por qué no te quieres montar en la “bici”?- Le pregunté entonces, sin ánimo de incordiar.

-Porque no- Respondió lacónicamente mi amigo.

Tenía yo ligeras referencias (por algún que otro comentario captado al azar entre los chachareos vecinales del rellano y por más de una explícita y reiterada prohibición, objeto de burlas constantes entre los de la pandilla, con respecto a Pepito y por parte siempre de la señora Ana, su madre, a que aquél formase parte en todo lo concerniente a nuestros desquiciados esparcimientos callejeros) de que su estado de salud se hallaba seriamente afectado por una extraña dolencia cardiaca que, previsiblemente, imposibilitaba cualquier conexión de mi pobre amigo a cuanta tónica vitalista corona y vivifica por lo general esa gran pleamar de la infancia. (En efecto, Pepito murió a la edad de quince años de una insuficiencia aórtica, lesión vascular de una de las sigmoideas, que ya arrancaba de su nacimiento)

... Alguna inquietud oculta (amén de la gresca desatada por el implacable achuchón de que había sido objeto su malentendida renuncia a gozar de las delicias competitivas de la bicicleta de Adolfo, ensombrecía aquella tarde el rostro de mi amigo. En efecto, aprovechando la ausencia del resto de la pandilla, Pepito, movido por esa confianza que le confería mi vecindad de rellano (bien que vacilante en un principio, gachos los ojos, y bailándole la danza de las dudas a los correspondientes rabillos), la decisión a punto ya de caramelo (no descarto tampoco cierto pesar, desde luego, propenso a los escozores de un culpabilizador remordimiento, pues, hay que tener en cuenta, que tan sólo tendríamos unos doce años), y esquivada al fin su inicial vacilación, me enjaretó la siguiente pregunta:

-Oye, Stivi...- Dudó aún- ¿Tú sabes lo que es el... sexo,... y cómo se hace con... las chicas?

Flotaba todavía la frase en el abierto ámbito de la calle y ya se le andaba trasluciendo a Pepito el gran peso que le confería tan hondo sentimiento de culpabilidad, la carga escandalizada de su provocativo atrevimiento, la espachurrada mística de toda una concienzuda y bien elaborada ingenuidad vilmente traicionada.

Yo le miré fijamente un segundo o dos, aunque sin verle, pues que la picazón suscitada por la palabreja en cuestión me había dejado un poco fuera de órbita. Y como sea que la encrespada turbulencia de mi búsqueda mental no tropezase más que con las dichosas y previsibles zarandajas de nuestros atenazados condicionamientos lingüísticos y culturales, y sus hisopos tradicionalistas y restrictivos, acrecentados, además, por la edad del calzoncillín (y conste que yo le había birlado unas semanas antes a mi hermano un ejemplar de “Sinuhé el Egipcio”, que empecé a leer, sin entender de la misa la media, y que me fue arrebatado cuando la Nefer Nefer Nefer ya me estaba empezando a poner en ascuas), alcé los hombros y repuse:

-Chaval, eso..., el sexo... pues es... – En mi vida me las había visto yo más negras.

No niego que conocía el paño, pero explicarlo, a nuestra edad, era internarse en terreno pantanoso. Además, Pepito era un redicho, y estaba seguro de que si yo me iba de la lengua, luego le iría con el cuento a su madre.

-¿A que no te atreves a decírmelo?... ¡Venga!, si no lo sabes, chaval,... ¿y sabes por qué? Porque es un pecado- Aclaró entonces Pepito muy seria y tajantemente, contra todo lo que yo hubiera podido suponer.

-Y ¿por qué me lo has preguntado, osti?- Objeté yo, rabioso- ¡Eres un idiota, chaval!... Yo sé lo que es el sexo, pero no te lo voy a explicar, ¿qué te crees?

-¡Es un pecado, es un pecado! – Insistió Pepito- Lo sé porque a mi padre se le escapó esa palabra un día, después de haber leído una revista... Y mi madre se puso muy colorada, y dijo que se callara, que no hablara de esas cosas delante de mí.

-¡Anda ya, chaval!- Gesticulé yo con un aspaviento.

-También se lo pregunté a mi abuela, ¿y sabes que me dijo?, que eran marranerías, y que me iba a lavar la lengua con lejía. Pero yo sé que mi padre y mi madre... lo hacen.

-¡Osti!- Se me quedó así de abierta la boca.

Crescencio, cansado de las carrerillas, apareció de pronto, y se sentó en uno de los escalones. Y yo, tensando el bordón del morbo, dije:

-Oye, Crescencio, explícale tú a éste como se hace...

-¡No, no quiero que éste me lo explique!- Saltó encendido Pepito.

-¿El qué?- Preguntó, ya intrigado, el aragonés.

-Quiere saber lo que es el... sexo y cómo se hace... para...- Dije yo, haciendo caso omiso de los dengues caprichosos de Pepito.

-¡Bah!...- Puso cara de suficienticillo decepcionado Crescencio el grandote- ¿Era eso?... Se coge la picha, se le da “pa” arriba y “pa” abajo,... – Riéndose a carcajadas- y te sale la "blancurria" ¡Y anda que el gusto...! Y si no, ¡a clavarla por ahí!

No voy a negar que tanto mi amigo como yo nos quedamos blancos de estupefacción, ya que, en honor de la verdad, también para mí aquella extrañísima facultad de “ordeñamiento” humano rasgaba por primera vez con su enigmática combustión el, hasta entonces, más o menos terso cielo de nuestra inocencia, prevaleciendo en ambos la terrible sospecha de que algo muy turbio y pecaminoso se ocultaba tras semejante explicación.

-¿Lo ves?... ¡Si éste es un “me”!- Me reconvino Pepito, cariacontecido y sofocado a más no poder, dado que, usando de nuevos adornos, la andanada con que nos había obsequiado el bastorro Crescencio había perforado de lleno, y con todo su “fuego prohibido” de osadías no permisibles, aquella cartulina de purezas místicas que era todavía nuestra aureola de Babia.

-Y a ti, ¿qué te pasa, “atontao”?- Se encaró Crescencio con el ofendido Pepito, observando el brillo de animosidad con que lo repasara.

-¡Vete a la mierda!- Desbarró Pepito.

-¡Y tú delante para que no me pierda, mariquita!- Se le enfangó la lengua al aragonés.

Súbitamente, rodaron lágrimas por las mejillas de Pepito, quién, alzándose del escalón en que nos hallábamos sentados, y tras obsequiarnos con un nuevo exabrupto machacado entre sus dientes, se lanzó a una carrera desesperada calle abajo, desapareciendo de nuestra vista en un segundo.

Y allí fue ello, porque Pepito acabó haciéndonos la Pascua a todos, que ¡piquito de oro era el suyo como para callarse! Y llegado que hubo a casa, no dio pie a la menor vacilación, ni ahorró “clímax” lloricón, para contarle detalladamente a su madre toda la infamante tortura a que había sido sometido por el muy verdugo de Crescencio. Y como era de esperar, a la señora Ana le faltó el tiempo para presentarse en el piso de abajo, cubil de la fiera, o sea, morada del matrimonio aragonés, progenitores del susodicho mochín; y con toda esa vehemencia maternal que rebosa la sangre de quien nos ha parido, manifestar, con cuatro eufemismos de “típico-tópico” corte “represivo-educacional” (¡sabe Dios cómo se las apañaría!), las canalladas argumentales con respecto a ciertos indecentes carices de la vida con que su hijo, el de la otra, andaba escandalizando la inocencia de la chiquillería del barrio. Y tras seguir exagerando la nota cuanto pudo, acabó por exigir la consabida punición (séase, paliza al canto) del muy deslenguado y sinvergüenza de su vástago.

La interpelada, señora Presentación, madre de Crescencio, aragonesa enorme y agresiva, oyó todo el rosario quejicoso con cara de pocos amigos; frenó más de una vez la lengua zahiriente de la vecina de arriba en cuanto a los epítetos con que se gozó en rebautizar a su único hijo, y a punto estuvieron las dos de echarse mano al pelo y de liarse a mamporro limpio de no haberlo impedido la oportuna intervención de las otras vecinas del rellano. Finalmente, la señora Presentación, harta ya del inesperado jaleo, resoplando como una ballena ante tanto incordio, zanjó la escandalera mandando al inocente corrillo a tomar viento a la farola, y muy en especial, precisó luego, a la señora Ana y a su niño.

Y aunque Crescencio no dijera nunca esta boca es mía, por el talante que nuestro desacreditado amigo lució en los días que siguieron a la pelotera, pongo la mano en el fuego y no me quemo de que la soba con que su madre debió tundirle fue de las de aúpa, ¡maño!

domingo, 21 de junio de 2009

Sombras chinescas



Autor: Tassilon-Stavros



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SOMBRAS CHINESCAS

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Ramona jamás había acopiado más experiencia que la de servir. Indagando por un lado y por otro, se sabía que en su juventud la habían ido despidiendo de todas las casas. Era algo vaga, muy dada a la desidia, anacrónica en sus anhelos, suspirona y mentirosa. Perdidas ya todas las combas de un muy improbable éxito en su vida de criada, ya vieja, fue recogida como asistenta por un matrimonio vecino, de buena facha y bolsillo agujereado, que lo único que no podían admitir en su existencia era quitarse el hipo de ser muy señorones y de dárselas de ilustres próceres dignificadores, bien que algo despóticos, del gregarismo menos proletario en su fase de sumisión frente a los estamentos de castas superiores, muy acordes con aquella contemporánea época de dictadura.


Lo cierto era que la desmarrida Ramona parecía un papón. Ese coco de sainete, algo destornillado de cabeza, cuya existencia tantas veces desasosegara los primeros años de nuestra niñez. Fea a rabiar y simplona, su imagen, por aquellas fechas, se proyectaba cual sombra chinesca sobre un fondo descascarillado, entre la penumbra delirante y recelosa de un presente caduco y amargo. Menguadita y con la expresión alucinada, andaba siempre enfundada en ropones bíblicos y polvorientos, como si viviera inmersa en un sueño de maná, por mor de sus atisbos constantes. No se le recordaba parlería alguna con la vecindad: "Para qué, si la pobre tontucia no cavilaba ni entendía pastelera leche de nada", comentaban por el barrio.
 
Ramona, siendo como era más vieja que Carracuca, andaba generalmente de estampida, brincando como un tití o dando bandazos contra el barandado cuando se plantaba en la calle o regresaba de la misma portando entre sus huesudas manos el cestón de la precarias compras encargadas por sus señores, aquel rancio vestigio ruinoso de patrimonial sedentarismo entre la ostentación perdida o degradado entorno de un inmueble que no conservaba ya, tras la Guerra Civil, ni el distante fausto de otros tiempos. Entre aquellos vivideros bastante desastrados que parecían conservar algo de los días rojos del no muy lejano almanaque de anteguerra, la un tanto furtiva cohabitación esponsalicia del matrimonio, por apellido Cuevas, se diluía entre un vaho de abolengo rancioso e insolvente, como ya se dijo, fúnebremente embalsamado, eso sí, entre pompas de conservadora altivez y estómagos descompuestos; y su conciencia de casta, hecha un auténtico cascajo, por mucha tos recia con que en vano tratasen de engalanarla, se paseaba, desmayada y bostezante, sobre deslucidas zapatillas de tafilete.

Ofreciéndose en holocausto a la aspereza amarga con que la más cruel de las indigencias, en las postrimerías de su vida, llamaba a la puerta, los Cuevas, empeñado ya hasta el mismísimo verbo, ejercían, no obstante, y sin el menor atisbo de renuncia por su parte, autoridad tiránica y huraña entre la vagarosa duermevela de aquellos años postreros. Era el suyo, además, un hermetismo intolerante, despectivo y clautrofóbico que se acantonaba tras el portón tercero del segundo piso, donde Ramona y sus señores, ocultos en su vivienda madriguera, se difuminaban tras la telaraña borrascosa de su aridez. En ellos toda cortesanía vecinal brillaba por su ausencia.

La pobre boba de Ramona, con su pinta de cecina y su cara de estupefacción, vivía, pues, sus últimos años en un puro susto. Sin jamarlo ni trincarlo (bueno, en cierto modo sí) el desvalido adefesio no era sino la propiciatoria víctima en quien supuraba la llaga venenosa y desesperada que consumía a sus señores. Sus mermadas facultades se debatían en una nebulosa de terrores; entre el impuesto pavor de una amenaza constante. Misteriosas trapatiestas recorrían la oculta atarjea de aquel cubil. Gritos horrorizados que ambos cónyuges trataban en vano de aquietar, tras el torpedeo amenazador:

-¡¡Noooooo!!...

-¡Te quieres callar de una vez, desgraciada!- Retumbaba sonora la voz del señor Rafael Cuevas en el silencio del rellano.

Y apenas un leve susurro, la de la señora Mercedes de Cuevas:

-Ya tenemos bastante gritería por hoy... ¿Es que no me oyes, so estúpida?

-¡A la "casa locos" no!...- Se desgarraba el grito de la pobre Ramona- ¡A la "casa locos" no! ¡No quiero ir!... ¡Nooooo!... ¡Yo me mato antes!- Amenazaba luego, en su desespero horripilante- ¡Me mato antes!...

-¡Ojalá reventases de una vez!- Voz enfurecida del señor Rafael.

... Cedía el portón. Y Ramona, corriendo que se las pela, dejaba tras de sí el vendaval de sus ropajes como mantos; la bulla impetuosa de sus miedos.

Y tras ella surgía el señor Cuevas escupiendo la lumbre caliginosa de todo aquel incierto rescoldo conminatorio, mientras su esposa, oculta por la bruma en que se difuminaba el interior del apartamento, rebullía agoniada en la prisa y la repugnancia de los acechos provenientes del exterior:

-Cierra... Cierra de una vez. Y déjala... Ya volverá cuando quiera.

¿Y dónde creen ustedes que Ramona hallaba alivio a la desnudez de sus miserias? ¿Dónde el designio cenagoso de su destino se reclinaba en el sosiego de una inesperada generosidad y comprensión?

Ramona enfilaba como una flecha la amplia acera que bordeaba la adoquinada avenida, cruzaba manzanas, y en cuatro o cinco zancadas, inimaginables, como ya indiqué, por la edad que vestía y calzaba, desaparecía de nuestra vista en menos que cantaba un gallo. Era el suyo refugio de casi nadie conocido, cuya menguada pinta se acogía al amparo de una enorme acacia que ostentaba el torreón de su exuberancia en la confluencia de dos amplias calles no muy lejanas de su vivienda: un oscuro quiosquillo pobre y trabajosamente montado a base de viejas chapas metálicas, que conformaban su aspecto cuadrangular. Mezquino puestecito sobre el cual se desbordaban los pletóricos ramajes de tan gigantesca acacia, inundados de nemoroso verdor, y por ese albo bordado oferente de su florecillas.

Era tal la profusión con que la enramada esparcía, en aquel su vigoroso renacer primaveral, la gracia de su torrente verdeante sobre el quiosco, que el mismo, en la luminosidad esplendorosa de la estación, cobraba matices de templete, ondulando como una visión de pérgola a través de la colgandera y densa pedrería con que el sol era tamizado y los ramajes desnudaban la dádiva tentadora de sus festones y recamados.

Rebullía en su interior una dulce anciana, conocida por "señá" Francisca, arrugadita y desdentada, borrosillo el rostro, que enfundaba en negro pañolón, fuese verano o invierno. Oscuros ropones vestían su enjuto cuerpo, que el laminado del puestecillo ocultaba. Asomaban sus ojos, ribeteados de rojo, entre los tarritos de chucherías: anises, caramelos de todas clases, castañas pilongas, pipas de girasol, palomitas de maíz, garbanzos duros, fuentecillas de chufas y altramuces, cajitas de citrato Zara, chicles,... despidiendo el fosfórico repaso inquiridor de sus miradas desde la encuadrada trampilla en sombra.

Pues, Señor, en aquella angostura tristona era donde hallaba refugio y socorro a sus tribulaciones la acongojada y medrosa Ramona. Y allí, al calor comprensivo de la "señá" Francisca, como araña aplastada bajo el desamor de sus señores, le soltaba, tras sus cada vez más frecuentes escapadas, valiéndose de una entrecortada jerga, toda la torva asechanza de lo que le esperaba al volver a casa, mientras el tono conciliador de la dueña del quiosco trataba de suavizar la sombría desolación, doliente y aterrada, con que la vieja asistenta de los Cuevas enarbolaba el retrato de cancerberos en el que permanecía estampada la honorabilidad entronizada y cruel del matrimonio, convirtiendo sus días en un cementerio de desamor, incomprensión y exigencias.

La flaca Ramona, ya con mirada de perrito abandonado, toda ella sin porvenir, pero ilusionada en la confidencia de su ocasional bienhechora, como convidada a la parada del calvario, parecía una iniciada en la sacristía de su pequeño templo clandestino.

-¡Anda y entra, mujer!- Exclamaba la "señá" Francisca atisbando sus revoloteos de mustia tórtola alrededor del quiosco, abriéndole la trampilla o portezuela que se abría en uno de los lados- Y acurrúcate ahí como puedas, en la banqueta.

Y allí me las tenían a las dos ovilladitas en el reducido perímetro interior del chiringuito, aunque la figura menguadita de Ramona apenas si era visible desde fuera.

Ignoro si los señores Cuevas llegaron a conocer alguna vez la existencia del tal puestecillo y a la dueña del mismo, así como los cauces por donde discurriera el nacimiento de amistad tan singular, capaz de fomentar aquella caritativa inclinación por parte de la quiosquera hacia tan simplona y ridícula estampa como conformaba la vieja asistenta del huraño matrimonio. No descarto la posibilidad de que tal apego entre ambas ancianas tuviera su origen en una marcada inclinación herbolaria a la que, tanto la una como la otra, eran, al parecer, muy afectas. Y más dándose la circunstancia de que una parte del negocio que detentase la "señá" Francisca consistiera en la expendeduría herborista, conocimiento en el que la buena mujer era ducha como pocas, y cuyo obsesionante y módico consumo (al que se sumaba, imagino que por medio de su sirvienta, según ligeras referencias, la señora Mercedes) arrastraron con insistente perseverancia a la desconsolada Ramona hasta el quiosquillo de su afección.

En efecto, distribuidas (al igual que las chucherías) en tarritos de cristal y alineadas en dos anaqueles interiores, ofrendaba la "señá" Francisca todo su muestrario botánico (de cuyo conocimiento, dicho sea de paso, no anda uno muy sobrado), y entre cuya atractiva disparidad no dudo que sería fácil hallar, por citar alguna especie, la emoliente malva, el balsámico eucalipto, la olorosa retama y juncia, el aromático hinojo, las medicinales camomila, poleo y ruda, y las archiconocidas tila, valeriana, tomillo, romero, la melisa, el ajenjo, el heliotropo, etc. etc.

Fue precisamente una de aquellas tardes, allí compareciente un servidor, (inscrito cual tenaz consumidor de chucherías, en el infantil padrón de la golosinería), y mientras el sol se desvanecía por entre las remotas distancias con que el horizonte ciudadano encadena sus límites sin fin, y la angostura opresiva del chiringo se iluminaba ya con la llamita amarillenta de un par de bombillas, cuando descubrí a la pobre Ramona apretadita en un rinconcillo del quiosco, disfrutando del encubierto sosiego que el mismo le brindaba.

-Ramona, vete ya, mujer.- Se dejó oír la voz de la dueña del quiosco, al tiempo que yo enumeraba mentalmente las posibilidades adquisitivas con que las escasas monedas que apretaba en mi mano derecha podrían surtirme-... Vete ya, chica, que tus señores te van a armar la de Dios es Cristo... Anda, mujer, y no te hagas más la remolona.- Rogaba finalmente.

-Un poquitirrín más, "señá" Francisca.- Sonó, entrecortada, la cascada voz de Ramona, sumida en la penumbra del rinconcito.

-Déjate de poquirrininis ni de otras peinetas, Ramona, que es muy tarde, chica. Y yo tengo que cerrar el quiosco.

Y Ramona, surgiendo como la triste sombra que era, sumisa al igual que un niño despechado, obedecía a su benefactora amiga.

-Hasta mañana, "señá" Francisca.- Se despedía ya con hondo sentimiento, codiciosa de su refugio, respirando ahogadamente, y acometida de nuevo por el trastorno de sus miedos- ¿Vengo mañana también...?- Rogó aún la menesterosa Ramona.

-¡Huy, no hija! Mañana otra vez, no.- Exclamó de inmediato la quiosquera- Pero no ves, mujer, que aquí no nos podemos revolver. Descansa unos días, chica.

Y observando la mirada desolada de la otra, añadió luego dulcemente:

-Bueno, ya veremos... Anda... anda, que menudo peine estás hecha, hija... Pero vete ya, chica... ¡"Cuidao" que eres molondrona!

Y Ramona, apocadita, presa de aquel desvalimiento medroso, con amarga resignación en sus ojos, emprendía el regreso al piso de los Cuevas, obediente al ruego de su amiga, mientras sus andares zancones, cual si hollasen terreno pantanoso, se dejaban atrapar ahora por un premeditado e inusual ralentí, retrasador de su vuelta a casa.

La torva regañina con que la pobre huida era recibida, por más que la señora Mercedes tratase de solaparla, era claramente percibida por el resto de los habitantes del rellano, ya que el vozarrón del señor Rafael y su falta de contención, clavado ante la puerta, percutía con gran aparato en el silencioso ámbito de la escalera.

-¡Pasa, pedazo de bruja!... ¡Entra ya desgraciada!- Masticaba su aversión con sanguinolento centelleo en la mirada.

Y mientras Ramona se deshacía en lágrimas, surgía asimismo, entre desabrido y convulso aleteo de manos, aunque más velada, la queja despótica de la señora Mercedes:

-¿Qué vamos a hacer contigo?... ¡Loca, más que loca! Ya sabes donde acabarás... Irresponsable, que eres una irresponsable. ¡Hartos nos tienes ya!

-¡A la "casa locos" no, ...! ¡No quiero ir!- Se desgañitaba Ramona, acometida por frío temblor, pegándosele la piel a los huesos con transparencia de espectro.

-¡Allí es donde acabarás!- Amenazaba el señor Rafael- Grita, grita cuanto quieras... Porque allí es donde vas a ir a parar más pronto que tarde, so retrasada.

-¡¡Noooo!!...

Muchos fueron los comentarios que promoviera entre la vecindad del rellano, y no sé si del resto del inmueble, aquel declive ciertamente lastimoso en que se diluía, de puertas para adentro, la existencia de aquellos tres seres; y cuyo encuadre de amarillenta pátina configuraba sus imágenes, ahora míseras y decadentes, en una perdida nebulosa de vanidad suntuaria y tiránica, a la que tan patéticamente se aferraban los Cuevas.

Las huidas de la cuitada Ramona se producían con mayor regularidad. Ante el desconcierto del viejo matrimonio, desaparecía durante tardes enteras. Luego, a su vuelta a casa, todo aquel rosario de imprecaciones y recibimientos descompasados, ya auténtico sainete de un imposible disimulo, y por mucho que dichos cónyuges tratasen de recatar el adobo ácido de agonía semejante, arremetió contra ellos, entre la mofa constante de gran parte del rellano y resto de la escalera. La señora Mercedes, siempre tan despectiva y circunspecta en su trato (más bien inexistente) con la vecindad, ruedo de sus suplicios, perdiendo la compostura en más de una ocasión, acabaría por lanzar a sus convecinos el típico y cochambroso agravio con que su altanero porte, caduco y venido a menos, y, por supuesto, secundada por el señor Rafael, etiquetara los coleantes ringorrangos del resto de los habitantes del inmueble:

-¡Gentuza!- Exclamaba la muy descompuesta, arqueándose huesuda y angulosa desde sus carcañales- ¡Muertos de hambre!

... Inopinadamente, durante una de aquellas semanas, las trapatiestas y tronantes iras, por no decir cabreos, a que dieran lugar las escapadas frecuentes de la vieja Ramona, brillaron por su ausencia. El mutismo, ya habitual, en que se fundía la existencia del matrimonio Cuevas, una vez la anciana asistenta se las guillaba, se acentuó a la sazón de forma misteriosa. El vozarrón bronco y escarnecedor del señor Rafael, así como la constante queja, arrogante y amenazadora, de la señora Mercedes, se hundieron en la penumbra inquietante de un incierto mutismo.

Día llegó en que la imagen empequeñecida de la pobre Ramona mantuvo el más embozado de los sosiegos, recorriendo el departamento como una sombra, y dejando tras de sí un rastro de silencio impenetrable, sin que el gran portón volviera a abrirse para ofrecer aquel tranco huidizo que caracterizara el menesteroso anhelo de sus escapadas hacia el puestecito de chucherías regentado por la bonachona "señá" Francisca.

... El sobrecogido vecindario, entre el desgarro apagado y convulso de sus murmullos, rebotaba de escalón en escalón, arremolinándose, con acometidas de auténtico tumulto, en el cuadrilátero angosto que formaba el rellano. El porte imponente de varios policías, a través de aquel enjambre pegajoso y ávido que se agolpara en las escaleras, destacaba penosamente entre la rebujiña embotellada que conmovía la tarde en el interior del gran inmueble. Arremetiendo contra el gentío, y entre la opresión sobresaltada que se desprendía de aquella cuña asfixiante, trataron de organizar un pasadizo que los condujese hasta el descansillo. Se ribeteaban las cabezas en la umbría enorme de los rellanos, aplastándose unas contra otras.

El portón que atrancaba el acceso a la vivienda del matrimonio Cuevas sufría ya el aporreo inmisericorde en que se enzarzase el cuerpo policial. Tras él resonaría luego el triunfo medroso y hondo del más completo sigilo. Fue requerido el concurso de un cerrajero para que el portón cediera al apercibimiento de la autoridad. Un hedor súbito, nauseabundo, y ya barruntado en las jornadas precedentes, conmovió la gritería vecinal.

Tan sólo una sombra, cautelosa y muda, se retorció en el apagado ángulo del comedor. Un enorme cortinaje encubría el amplio ventanal, sumiendo la estancia en una especie de tenebrosa y expiatoria oquedad. El matrimonio Cuevas, en pertinente proceso de descomposición, yacía a corta distancia el uno del otro, ovillada ella sobre un amplio butacón, que rememorara lujos efímeros; encogido él sobre una gran cama de churrigueresco antepecho metálico frente al cabezal; ambos a dos ofrendando chocante imagen contorsionada; ya lamentables difuntos perpetuamente retratados por un tremebundo rictus de dolor.

En un rincón, descolorida y estrujadita, perdida en la noche de sus miedos, se acurrucaba la desdichada Ramona.

Cerrándose el vecindario en pos del cuerpo policial, rechazado una y otra vez por el mismo, y entre aquel hervor condenatorio y asfixiante, se percibió claramente un grito lastimero, como el ulular de una loba, que atravesó el apartamento y brincó sobre la voraz masa vecinal

Y tras el prodigio silencioso de un segundo anhelante, viscoso de muecas, prorrumpiría desgarrada aquella conocida salmodia de la vieja Ramona:

-¡¡A la "casa locos" no!! ¡¡No quiero ir!!...¡¡A la "casa locos" noooo!!...








miércoles, 17 de junio de 2009

¡Allí fue Troya!



Autor: Tassilon-Stavros


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¡ALLÍ FUE TROYA!

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-¡Pues, mamá, que éramos pocos y parió la abuela!- Saltó con su incandescencia la voz descompuesta de Manoli ante el simún abrasador que, de puertas para dentro, embistió su enturbiado ánimo.

Y es que la llegada al piso de Lola, la novia de su hermano Juan, unos ocho años mayor que ella, acrecentaba ahora los agobios impuestos por un espacio vital ya suficientemente saturado. Y por ello no hay más remedio que ser justos y enfocar el asunto con todo el carisma de una auténtica tragedia, que lo era, pues no estaban los tiempos como para más "pan y peces". Y, en consecuencia, no es de extrañar que tanto a la madre como a la hija les hubiera dado de verdad el sopitipando ante el premio gordo que ahora les caía encima.

Luisa, la siempre sufrida madre de Manoli y Juan, dadas las exigencias filiales de este último (y por muy manifiestos que se pintasen los agravantes de la más insostenible de las situaciones), no tuvo más remedio que doblar la cerviz, tragarse los morretes de anciana, y acoger, pese a las quejas de su hija, en lo exiguo de su jardincito de muy trabajado sosiego, el retortijón que, en forma de amorosa berza, le aparecía de golpe en el sembrado. Y nada, que aparte de venir a comérsele lo mejor del huerto, dispuesta estaba a exigir de ella, por si fuera poco y después de toda una vida de abnegación y privaciones, algún que otro sacrificio más. Todo muy aliñado, además, con cuatro santidades empachosas de las que hieden a sartén martirizadora, y cuyas primicias suelen basarse en el tan traído y llevado dramón popular de: "Para eso están las madres", a fin de poder ser noblemente servida (pese a que su pobre hija menor, Manoli, viuda para más inri, le rechinaran los dientes) como refrito de víctima propiciatoria en aquel nuevo potaje de miserias, puesto a punto esta vez, para "gourmets" de segunda fila, por el cachondo y entrometido Eros.

De la problemática de vivienda, aunque sea meterse un poco en camisa de once varas, teniendo en cuenta que era una especie de tabuco de unos treinta metros cuadrados más o menos, lo único que viene a cuento recalcar es que, sin lugar a dudas, debieron vérselas y deseárselas para poder rebullirse los cuatro en tan reducido perímetro. Y en cuanto al grado de ignición a que llegó la convivencia con Lola, chispas hubo más de una, y siempre por los motivos de rigor.

Entrar lo que se dice entrar con buen pie, no entró, eso es cierto. Además de que ya venía misis Lola bien preparadita con su trabuquillo en bandolera. Trabuquillo cargado de agresividad y con aires del Moncayo, que no en vano era ella digna hija de Aragón y jotera por más señas. Y es que, respirándose como se respiraba en la casa un ambiente de "mucha, pero que mucha decencia" (digo yo que sería por tal razón), su, vamos a llamarle, delicada situación de "cónyuge en cierne", cohabitando con novio, futura suegra y cuñada antes del sacrosanto himeneo, ... pues eso, que no resultaba muy digerible del todo. Y como fuera que nuestra flamante Lola, con tanto alfilerillo zahiriendo el medio, no se esforzase en absoluto, ni cuando entró ni durante los primeros tiempos, en limar un poco su quisquillosa y mosqueante posición frente a la candente susceptibilidad "decentísima" de Manoli, no tiene por qué extrañarnos la fría acogida que ésta le dispensara en un principio y con que la mantuvo un tanto a raya más de lo que se hubiera podido prever.

Lola y su coleo entre el género humano en calidad de novia de Juan, al igual que la Adah bíblica del Caín, cuyo origen, desde que el mundo es mundo, preocupara siempre a los intelectos comadreros, aderezó pucheros de misterio y conjeturas entre madre e hija, desconocedoras de su existencia hasta aquel mismo instante en que apareció por el piso. Había estado sirviendo desde que viniera del pueblo. Y hete aquí que Juanito, sin contar con su madre y su hermana (costurera de oficio, que era quien en realidad mantenía a todos, pues el muy cantamañanas de Juan era un perenne tarambana sin trabajo), la sacó de servir, se la trajo a casa y se la endilgó a las dos. Esa era toda la historia, y lo demás (desbarró Juanito al ser fiscalizado) "fisgoneo puro y meter cuchara en guiso ajeno" Y como, al parecer, de lo que se trataba era de que los hados de la fortuna "propiciaran" la gran aventura matrimonial (muy desdibujada ante la inestabilidad laboral ofrecida de continuo por el novio), allí se quedo Lola, en espera del, llamémosle, ansiado momento, tan tranquila y reservada, aprovechando la bicoca de manutención que, antes de hora, le ofrecía su futuro esposo (contando con los cuatro chavos que del gobierno recibía su madre y el cose que te cose de Manoli), repantigada, y un poco "aquí-me-las-den-todas, que-yo-ya-he-dejado-de servir" (¡"dolce far niente"!), y sin que, por lo visto, le quitara demasiado el sueño el negro montaje con que habían tenido que apechugar la infatigable hermana del novio y la agotada madre que se acomodó en todo momento, con bilis o sin bilis, ¡vayan ustedes a saber!, a las exigencias planteadas por el hijo de sus entrañas.

Claro que para regurgitar bilis, ya estaba Manoli, que se la tenía jurada al muy pomposo y fantasmón de su hermano por cierta tunantada que le había jugado unos meses antes, y que, por supuesto, no le había perdonado (y dudo mucho que, conociéndola, le perdonara jamás, pues era ella hembra de temple sublime y rebufes vindicativos bastante precisos y equitativos). Juan había aparecido un día con una enorme caja de cartón llena a rebosar con los cuerpecitos desnudos de unas cincuenta o sesenta muñecas, remedos humanos fabricados en goma, y propuso a su hermana la confección de un adecuado vestuario para embellecerlas, con lo que, aparte lo poco complicado de la faena ofrecida, podría, a instancias suyas, porque él tenía mucha mano en la entidad fabricadora de las mismas, proporcionarles una buena remuneración. Que no era por nada, pero aquella tarea no se la brindaban a cualquiera. Y la tontaina de su hermana (dados los agobios crematísticos en que se hallaban cada dos por tres) aceptó.

Conseguidas las cuatro telitas necesarias (que pagaron madre e hija), Manoli se enzarzó con toda presteza en la esperanzada labor remuneradora; y con toda la meticulosidad que siempre la caracterizara, vestidito va y vestidito viene, cosiendo como una loca, pedaleando igualito que una locomotora humana en aquella Singer inglesa que adquiriera de recién casada (gracias fueran dadas a los muchos sacrificios de su fallecido marido), eterna compañera de noches en blanco y de habilidades costuriles bastante mal retribuidas por lo general, en dos semanas, y casi, como digo, sin tomarse un respiro, puso de punta en blanco a todas las pobres peponitas desnudas, y con tanto primor que daba gozo verlas de tan hermosotas ahora y tan engalanaditas, listas para salir a la luz en cualquier escaparate de juguetería.

¡Ay!, pero el asunto del cobro, por desgracia, fue ya otro cantar. Juan, más satisfecho que un bajá con su harén, y después de haberles prometido el "oro y el moro" a su madre y a su hermana, desapareció tal como había aparecido con la preciada carga de monigotas, bien que, ahora, adecentadas y hermoseadas con todo el fililí del mundo. Adónde fueron a parar o qué demonios hizo con ellas es algo que las dos pobres mujeres no llegaron a averiguar nunca. Como nunca llegaron a saber tampoco los beneficios que la labor de Manoli pudo reportarle al muy culo de mal asiento de su hermano, porque, tan cierto como que sale el sol todos los días, que aquélla, después de batute costuril que se pegó, no vio ni una peseta recompensadora.

-¡Menudo golfo! ¡Así le caiga encima...!- Farfulló Manoli más de una vez, encendida ante la estafa de que la había hecho objeto su hermano.

-Hija, por Dios...!- Se exclamaba su madre.
-¡Que sí, mamá, que es un golfo y un perrángano! Después de las horas de sueño que me ha robado, y encima habiendo pagado nosotras los retales... ¡En Carabanchel tendría que estar durmiendo ése ya de por vida, el muy...! En mala hora se me ocurrió fiarme de él, porque, conociéndolo como lo conocemos, ya nos lo teníamos que haber olido. Y es que con este granuja, que en mala hora pariste,... ¡vaya que no!... ¡Que no acabaremos de aprender nunca!

El muy vivalavirgen de Juan, manteniendo la más cínica de las posturas, prometió repetidamente a su hermana que le pagaría el trabajo (cuando él, con toda seguridad, ya se habría zampado hasta el último tejeringo: "¡Así se le hubiera atragantado al muy soplagaitas"!, se dijo para su capote más de una vez la sufrida Manoli), pero, retomando la cuestión del afloje de la mosca, la fábrica estaba resultando, a pesar de su insistencia, un tanto morosa en cuanto a proceder a remunerar la mercancía entregada. Que, a fin de cuentas, también él tenía sus intereses en aquel asunto. Y, al cabo de una de las últimas trifulcas, llegando ya al colmo de la desfachatez, aún tuvo el bandujo de proponerle a su hermana la confección de otro vestuario para próximas monigotas.

-¡Sí, hombre, encima!- Exclamó frenética Manoli, mirando a su madre- ¿Pero es que este hijo tuyo no ha conocido nunca la vergüenza?... ¡Me tienes ya muy harta!, ¿sabes, guapo? Y, a partir de ahora, como no te mantenga mamá, lo que es yo no te voy a dar ni un mal mendrugo, ¡so haragán!... ¡Cantamañanas!, que sólo has venido a este mundo para chulearnos a las dos. Pero, te lo aseguro, conmigo esta vez has dado en hueso.

En cuanto a Lola, hay que reconocer que era un poco burra, y a Juan, por la noche, mientras cenaban las cuatro patatas fritas y un huevo que les ponía por delante su madre, le gustaba encocorarla:

-¡Pueblerina, que eres una pueblerina!- Se guaseaba mosqueando a su futura- Si el día que tiraste de la cadena de tu primer "wáter" casi te mueres del susto.- Y mirando a su madre y a su hermana, a las que tanta chunga les apetecía más bien poco, se tronchaba- Si allí en tu pueblo campáis todos por el monte, sueltos como el ganado, y tiene uno que ir mirando al suelo, como en un campo de minas, porque, a la que te descuidas, ¡zas!, te pegas el corte.

-¿Y tú qué sabes de mi tierra?- Inquiría de morros la avasallada Lola- ¿Acaso has estado allí alguna vez, so burro?- Y su deje mañico se hacía de lo más patente.

-¡Venga ya! ¡Que sois todos un atajo de bestias!- Volvía a las andadas Juan- Que si no fuera porque arreáis para Madrid...

-¡Mira, majo, a mí no me hables más!- Se enfurecía Lola- ¡Que mañana mismo cojo el portante!

Se iluminaba el rostro de Manoli por un instante.

-¡Tú que vas a coger!- Seguía riéndose Juan.

Y, claro, no lo cogía (el portante). Madre y hermana, al cabo, no concebían que semejante pareja pudiera alguna vez llegar a contraer matrimonio. Manoli estaba ya, por aquellos días, que se subía por las paredes, porque mucho enojarse por la noche, mucho hacer el numerito, mucho pasarse las horas muertas en el lavabo (que ésta era otra), pero de arrimar el hombro en cuestiones de limpieza diaria del piso ¡nanay!

Siendo, pues, muy notorio el tupé con que Lola, felizmente, campaba por sus respetos entre las angosturas tribales del dichoso piso, Manoli, ahuecados sus plumones, ¡faltaría más!, acabó, desesperada ya, por poner los puntos sobre las íes a la conducta y actuación de la (para su novio) bien hallada Lola. Y de que la "mademoiselle", a desgana, con retortijones en el estómago, con bilis, y con todo lo que ustedes quieran añadir, no tuvo más remedio que pasar por el tubo, doy buena fe. Así que, por narices, su mundillo de invitada con privilegios y de prometida de las de "aquí me las den todas", se fue, como tenía que suceder tarde o temprano, al carajo. ¡Toma ya!

Con todo y ello, como Lola también era de las que no hacían ascos a su época, y la influencia (tan arraigada ya entre el "populus" femenino) de los radiofónicos seriales calienta-caletres fructificaba naturalmente en los ya consustanciales y consuetudinarios (¡qué "paralelada", "mon Dieu"!) estados anímicos de las radioescuchas, entre las que, forofa como todas y por no desmerecer, se encontraba asimismo misis Lola,... pues, digo yo, que sintiéndose un poco heroína de novelón-río, vilipendiada por cuatro incomprensiones de turno, y también por aquello del gustirrinín que proporciona el sentirse víctima tontorrona de lo que sea, ideó (que es a lo que íbamos), para resarcirse, cual mala del cotarro, la venganza que más a gusto le vino; y que, por supuesto, artimaña ramplona, resultó muy acorde con las mentalidades fregatrices del momento. Aunque, ¡vamos!, la verdad fue que el premeditado desquite le salió dolorosamente rana, porque Manoli, que era a quien iba destinado, dio en hacer una "de populo barbaro" como réplica a tan directa provocación.

... Se paseaba Manoli aquella mañana por el pequeño comedor. Y en su constante ir y venir se reflejaba bien a las claras los síntomas de una profunda agitación. Su madre, no menos alterada, no le quitaba la vista de encima.

-Vamos, hija.- Rogó la señora Luisa- No te pongas así.
-¡Que no, mamá! ¡Que no aguanto más!- Repuso Manoli encrespada- ¡Voy a esperarla! No pienso moverme de aquí hasta que me aclare qué jueguecito es el que se trae amontonándonos toda la basura que barre y no friega debajo de las mesas y de las sillas! Pero ¿tú has visto cómo está el comedor? Llevo tres días aguantándome, ¡pero a mí con apaños de puerca, no! ¡A ver qué se ha creído ésa! ¡La muy... pingo! Y si hay que despabilarla, la despabilo. ¡Vamos!, que de hoy no pasa. Se va a acabar ya de una vez por todas este cachondeo.

-Que no se da cuenta, hija.- Sonó conciliadora de nuevo la voz compungida de la señora Luisa.

-Pues yo voy a hacer que se dé cuenta.- Repuso Manoli, cuya irritación iba "in crescendo"- Que yo estoy todo el día pegada a la máquina de coser, y tú, con tu edad, no tienes ni por qué darle a la escoba ni por qué agacharte con la bayeta, que ya has fregado bastante en esta vida. Y si ésa no sabe limpiar, ¡yo voy a enseñarla! Que ni tú ni yo nos dejamos rincones cuando le damos a la escoba y al agua. ¡Tiene ésa muy mala leche, ... y yo sé muy bien de quién se le ha pegado! Mi hermanito, ¡el caradura de tu hijo!, tiene..., si no toda, mucha culpa de esto, pero conmigo han dado en hueso los dos. Y si esa pedazo de pingo se cree que no sé yo por dónde va, ¡está fresca! ¡Se ponga tu Juanito como se ponga!... Mira, a lo mejor hasta tenemos suerte, y conseguimos que por fin cojan el portante los dos de una puñetera vez.

-¡Ay, hija, por Dios, no digas eso! ¿Dónde podrían irse a vivir los pobrecillos, estando tu hermano sin trabajo?

-¡Mamá, por favor! ¡Menuda novedad!

-¿Es que no te dan pena?

-¡Qué pena ni pena!- Se deshizo en aspavientos Manoli- Que se busquen una chabola a las afueras de Madrid, o que los recojan en Leganés, que allí siempre hay sitio.

Serían, a todo esto, las diez, diez y media de la mañana. Y Lola parecía no dar señales de vida, encerrada como estaba en la minúscula habitación que compartía con su novio. Y aún tardó lo suyo en hacer acto de presencia. Tuvo que olerse, y, naturalmente, captar la "onda pesquera de gran marejada" que aguardándola estaba en el comedor. De dónde sacaría el valor preciso para enfrentarse al careo vindicatorio que la estaba esperando fuera, no lo sabemos. Es muy probable que la achuchara la imperiosa necesidad de hacer aguas menores y el no avenirse -¡más le hubiera valido!- a recurrir a los ocasionales servicios del muy prudente dompedro, vulgo orinal. Por fin, en un supremo acto de valentonada "a la maña", la puerta de la alcoba se abrió cansinamente, sin que bisagra alguna dijera este chirridito es mío, y la figura de Lola, en chancletas y con un horrible batón floreado, algo despeinada y ojerosa, aunque más tiesa que un poste de luz y con todas las trazas (forzada interpretación) de quien acabase de llegar de las tierras de Babia, apareció entre las jambas, portando entre sus manos un neceser que apoyaba contra el pecho. Saludó con un apenas audible "buenos días", y se vio muy predispuesta a cruzar el Rubicón y entrar triunfalmente en el retrete, donde (mera suposición) poder engalanarse con los cuatro o cinco perendengues de lo que ella pudiera juzgar su victoria.

Como era de esperar, se interpuso Manoli, cortándole así el paso hacia el retrete.

-¿Se puede saber adónde vas tú?- Le espetó encendida su futura cuñada.
-Al "wáter".- Repuso la otra, haciendo acopio de toda la serenidad posible, bien que, interiormente, el estómago debiera andarle de lo más encogido, presintiendo la tempestad que se avecinaba.- ¿Te importa?- Se atrevió a añadir todavía Lola, consciente o no, "chi lo sa"?, de que su primera zancada condenatoria ya estaba dada.

-¡Claro que me importa! ¡Mira tú!- Exclamó muy bizantina Manoli- Pero te has equivocado, guapa.

-¿Ah, si?...
-¡¡Sí!!, porque no vas a ir al "wáter", sino derecha al lavadero a coger la escoba, el cubo y la bayeta, y te vas a poner a fregar como una loca todo el piso ahora mismo, y a dejárnoslo a mi madre y a mí como los chorros del oro. Y si no sabes barrer y fregar, ya estoy yo aquí para enseñarte. ¿Qué te parece la idea, rica?- Acabó con rostro airado, los brazos en jarra, Manoli.
La señora Luisa las observaba espantada, sin atreverse a intervenir, mientras Lola permanecía callada, tensa y arrogante, como cualquier heroína barata que se preciase, aunque luciendo bien a las claras el ornato traicionero de la más palmaria indecisión en cuanto a qué cartas jugar en aquella encerrona de repelo inminente.

-¿Qué?...- Se impacientaba Manoli, echando lumbre por los ojos.
-Pues, mira, maña.- Se disparó muy frescachona Lola, contra toda suposición- Si tantas ganas tienes de buscarme las cosquillas, entérate de que no pienso volver a barrer ni a fregar este asqueroso piso. Ya se lo dije a tu hermano. Que yo no tengo por qué quitarle mierda a los demás si no me apetece. ¡Tanta jota ya!

-¡Mierda la tendrás tú y el guarro de mi hermano debajo de vuestra cama!- Exclamó fuera de sí Manoli- Y a ti y al otro bien os gusta que os la limpien,... aunque sea la pobre de mi madre, que ya no puede ni con su alma, la que os friegue el cuartucho.

-Entérate de que yo nunca le he pedido a nadie que me limpie nada.- Se fue por los cerros de Úbeda Lola.

-¡No, si no hace falta que lo jures! Bien sabemos mi madre y yo la clase de puerca que tú eres... ¡Y anda que mi hermano, va listo también!

-¡A mí no me insultes!- Se puso como un pimiento morrón la aragonesa- Y si te quieres meter con tu hermano, !a mí plim!... Y ahora haz el favor de dejarme pasar.

-¡Ni lo pienses, rica!- Gesticuló muy hitleriana Manoli- Ya te he dicho lo que vas a hacer. Así que, tómatelo como te dé la gana, ¡pero hoy tú me limpias el piso de arriba abajo!

-¡Otra!... ¿No me digas, maña?- Puso cara de chunga la aragonesa- ¡Ay qué risa, tía Felisa!- Se carcajeó a continuación. Al fin y al cabo, ya puestos, que más daba. Recibir iba a recibir de todas maneras.

Manoli apuró la última cucharada de su perol de bilis:

-¡¡Ah!!, ¿pero te vas a reír, encima, so pendón?- Rugió colérica, perdiendo ya los estribos.

A todo ello, fracción de segundo al canto, se había quitado uno de los zapatos (que afortunadamente para Lola eran de tacón bajo), y tras sostenerlo con furia, cegada, como digo, por la turbulencia incontenible de su burlada reivindicación doméstica, exclamó furibunda:

-¡¡Mal cólico te dé!!
Y lanzando al aire la ya super abultada gaita de todos sus resoplidos, añadió con tremebunda inflexión Manoli:

-Pues, mira, joyita de mi hermano, ¡so chula!, si tantas ganas de reír tienes, ¡¡¡toma risa!!!
Y tras hacer gala del más escalofriante tino que imaginarse puedan en cuanto a "valorizaciones distanciadoras" de una testa a la otra, le arreó en la ídem, con todo su salero madrileño, un zapatazo de padre y muy señor mío a la novia de su hermano.

-Hija, por Dios!- Saltó la madre, intentando detenerle el brazo a su hija.
-¡Déjame, mamá!- Bramó Manoli, con el rostro demudado- ¡Que ésta nos friega el piso o la mato a zapatazos! ¡Que ya estoy muy harta del cachondeo que se trae con nosotras! ¡La muy señoritinga!

Lola, como es sencillo suponer, atrapada y medio lela, degustaba todavía la pompa ornamental de titilantes estrellitas y entrañables ¡pío píos! con que la apañaran los resultados de tan tremenda embestida (que ya fuera milagro el haber aguantado aquel primer asalto sin rodar por los suelos cuán larga era). No obstante, reaccionó en unos segundos, y sin decir esta boca es mía, intentó retroceder en busca del salvaguardador refugio de su habitación.

-¡No, tú no te vas!- La agarró Manoli, impidiéndole así su retirada hacia la protectora alcoba.

-¡Suéltame!- Trató de desasirse violentamente Lola, y el neceser que llevaba entre las manos acabó por tomar tierra con un sonoro ¡pataplaf! que habló de botellitas rotas- ¡Suéltame de una vez, que de ésta te vas a acordar!- Amenazó la zapateada víctima.

-¡La que se va a acordar eres tú!... ¿Nos vas a fregar el piso, sí o no?- Y tras la interpelación, enarbolaba Manoli el "juramentado" zapato.

-¡¡Que me sueltes ya, maña!! ¡Que ni tú ni nadie me va a obligar a mí a hacer lo que de allí no me sale... ay qué jota!

-¡Pues toma y toma jota si eso es lo que tanto te gusta!- Volvió a las andadas Manoli, zapatazo va y zapatazo viene.

Luego, fuera ya de sí, asida como la tenía, intentó obligarla a que se arrodillara, con intención, digo yo, de que, por lo menos, fregara las baldosas con la lengua que ya la tenía medio fuera de tanto jadear.

-¡Hija, no le pegues más, por Dios!- Se desgañitaba la señora Luisa- ¡Que la vas a matar!

-¡Nos lo va a fregar! ¡Nos lo va a fregar!- Repetía Manoli como un disco rayado, el bofe saliéndosele por la boca.

Un par o tres de veces, recabando el auspicio de sus últimos bemoles (¡¡Ah!! ¡¡Oh!), trató Lola de detener el mazo ejecutor que recabara su vindicativo tributo, bellacamente promovido, eso sí, por la desidia fregatriz del reo. ¡Tarumba debía estar ya la pobre Lola con tanto zapatazo! Pero el torvo fuego, fustigador de semejante berrinche justiciero, abrasaba con tan fiera pompa el arma agresora y a su campeona, que no hubo garra virulenta y contraria (la de Lola) capaz de holgarse en pelambrera ajena, ni brava uñarada convenientemente propinada con que empatar y dar fin al curso enfebrecido de aquel romancesco y pérfido sainete doméstico contundentemente dirigido por Manoli.

Lola apenas rezongaba ya, pues, con toda seguridad, andaría devanándose los sesos (magulladísimos ya tras aquella somanta de zapatazos) de tanto discurrir la manera de zafarse de las garras de su agresora. Y ni que decir tiene que el resquicio posibilitador de su escapatoria le vino al pelo tras la oportuna intervención de su futura suegra. Todo fue notar que la atenazadora mano de Manoli debilitaba el potencial ejercido sobre su brazo, y verla desaparecer en un decir ¡ay!, intervalo propulsionador de un liberador tirón, al amparo de su habitación, que se cuidó de cerrar con la misma prontitud que había presidido su huida.

Juan, una vez enterado de la ridícula trapatiesta organizada por la tozudez de ambas mujeres, se estuvo riendo toda la noche. La pareja, dos semanas después, para contento de Manoli y disgusto de su bondadosa madre, terminó haciendo mutis por el foro. Juan y Lola (que sabe Dios cómo irían tirando), emulando una frase de don Victor Hugo, tuvieron al parecer un final trágico: ¡acabaron casándose!