miércoles, 15 de marzo de 2023

LAS CRUZADAS -5-



 

 

 

 

Autor: Tassilon-Stavros  

 

 

 

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         LA CUARTA CRUZADA (1202-1204)

                                          

 


                         Conquista de Zara o Zadar (1202)



                

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Un fanático seguidor de la anterior Cruzada había sido un tal Fulco de Neuilly, cuya fecha de nacimiento se desconoce, aunque fue en Neuilly-sur-Marne, Francia, pero sí el año de su fallecimiento en la misma localidad en 1201. Su dogmatismo exacerbado se debía a las prédicas de algún que otro evangelizador de los que recorrieron Europa por mandato del Papa Inocencio III en el año 1198. Fulco había tomado los hábitos y era párroco de aquella ciudad, tras una ociosa juventud entregada a los mayores excesos sensuales, a una total depravación y al juego. Pero al igual que Saulo de Tarso también había dado con "su camino de Damasco", y así, fulgurado por la más ferviente fe, no dudó en convertirse a partir de ese momento en su más ardoroso campeón. En realidad, era un hombre analfabeto y de groseros modales, pero robusto y pendenciero contra todo aquel que dudase de su celosa conversión cristiana. Muy pronto, se echó a los caminos de Francia a lomos de un macilento rocín, vestido de harapos, con una mochila en bandolera y un crucifijo de madera al pecho, alimentándose exclusivamente de hierbas y pan seco. Predicaba en las plazas, en las esquinas de las sucias callejuelas de las aldeas, y, con su impetuoso deseo de hacer cuantos más prosélitos pudiera, llegaba a internarse de nuevo en los burdeles, pero con sus nuevas intenciones santificadoras de la crápula. Sus seguidores, que empezaron a proliferar, decían de él que por su boca hablaba el Espíritu Santo. Pero en sus sermones farfullaba terriblemente, porque le fallaba la síntaxis y el orden de ideas, mientras era abundante el tono amenazador al que siempre había estado acostumbrado y ahora apocalíptico. Se cuenta que, tras haberlo oído, los ladrones devolvían el producto de sus robos, las concubinas abandonaban a sus amantes, las prostitutas que tanto había frecuentado vestían cilicio y se encerraban en un convento. Pero la especialidad de Fulco eran los milagros que realizaba  en las condiciones más desfavorables y entre el público más escéptico, compuesto especialmente por aldeanos fáciles de engañar y tan analfabetos como él. Así lo explica, al menos, un cronista de la época que había estado presente cuando los llevaba a cabo, pero que se guarda bien de referirlos, con el claro pretexto de que no habría dios que lo creyera. El párroco de Neuilly fue el infatigable propagandista de Inocencio III en los campos y pueblos, y hasta en en las Cortes de Francia. Llamó a las puertas de cientos de castillos, recogió por todas partes limosnas y promesas, y dispensó a cambio, en nombre del Pontífice, bendiciones e indulgencias.
 

Por muy increíble que parezca, lo cierto fue que fueron muchos los nobles que se dejaron seducir por aquel analfabeto y agitprop Papal. Entre ellos se hallaron el conde Gualterio IV [en francés: Gauthier IV le Grand de Brienne 1205 - 1246) y Juan de Brienne [en francés: Jean De Brienne, 1158-23 de marzo de 1237].

Mateo de Montmorency [Mateo II o Mathieu II -fallecido el 24 de noviembre de 1230), llamado el Grande o el Gran Condestable, fue señor de Montmorency desde 1189 y Condestable de Francia  desde 1218 hasta 1230], Simón IV de Monfort [1160-Tolosa, 25 de junio de 1218. Fue señor de Monfort-l'Amaury, quinto conde de Leicester, conde de Tolosa, vizconde de Béziers y de Carcasona], el Conde Teobaldo III de Champaña y Brie [13 de mayo de 1179-24 de mayo de 1201] y el Mariscal Geoffroy de Villehardouin [Castillo de Villehardouin, Aube, 1164 - Mesinópolis, Tracia, 1212], historiador oficial de la Cuarta Cruzada. Inflamados por las palabras de Fulco corrieron a alistarse en el Ejército de Cristo para exterminar a los infieles e izar la Cruz sobre el Santo Sepulcro de Jerusalén.



El eco de la predicación de Fulco y de la adhesión a la empresa de la nobleza más notable de Europa fue recogido en Flandes por el conde Balduino IX conde de Flandes [nacido en Valenciennes, Francia, en 1171-fallecido en Veliko Tarnovo, Bulgaria, en 1205]. En realidad, escuchó la predicación para una Cruzada de labios de los monjes Erluin y Pierre de Roussy, enviados a Flandes por el Papa. Balduino IX {luego Balduino I de Constantinopla}y su esposa, la condesa María de Champaña [1174 - 9 de agosto de 1204], una mujer ceñuda, beaturrona y celosa, {El cronista Gilberto de Mons describió a Balduino como un auténtico Romeo muy enamorado de su joven cónyuge María, quien, sin embargo, prefería la oración a la cama matrimonial} La condesa quiso seguir a su marido, aunque su salud, pese a su mal genio, era endeble, y, por si fuera poco, se hallaba en cinta. No obstante, tomaron la solemnidad de la Cruz el 23 de febrero de 1200 en la iglesia de San Donaciano de Brujas, seguidos por una multitud de caballeros flamencos. Pasó los siguientes dos años preparándose y finalmente partió el 14 de abril de 1202. Había jurado pasar personalmente a cuchillo a cuantos sarracenos se topara. Con tal de salir bien de sus dominios, Balduino promulgó dos estatutos de gran importancia para el condado de Henao {Comté de Hainaut, en neerlandés: Graafschap Henegouwen, que era una región histórica en los Países Bajos} Uno detallaba un extenso código penal, basado al parecer en otro que ya había emitido su padre Balduino V de Henao, llamado "el Valiente" [1150-fallecido en Mons,17 de diciembre de 1195]. El otro estatuto establecía normas específicas para la herencia. {Los dos estatutos son hoy una parte importante de la tradición jurídica de Bélgica} Balduino dejó a su esposa embarazada y a su hija de dos años.

Y María gobernó durante su ausencia en Flandes y Henao, pero a principios de 1204 dejó a sus dos hijas para reunirse con su esposo en Constantinopla. Se esperaba que regresara en un par de años, pero al final no volvió a ver a sus hijas o a su tierra natal.​ En su ausencia, su cuñado Philippe de Namur gobernó en Flandes y se encargó de cuidar a sus hijas. El tío de Balduino, Guillermo de Thy-le-Chateau, hijo ilegítimo de Balduino IV, gobernó en Henao.




Los Cruzados se citaron en Compiègne, en la región Alta, Francia, y nombraron jefe de la expedición al conde Teobaldo III de Champaña, [Troyes, Francia, 13 de mayo de 1179- Troyes 24 de mayo de 1201] hijo de Enrique I y María. Después enviaron embajadas a Venecia para pedir a Dux Enrico Dandolo [Venecia, c. 1107 - Constantinopla, 1205] que pusiera su flota a disposición del Ejército, a fin de permitir el paso a Oriente de cuatro mil quinientos caballos y veinte mil infantes. La Serenísima Venecia proveería también durante nueve meses a los servicios de alojamiento y manutención de los Cruzados. Dandolo quiso en compensación ochenta y cinco mil marcos de plata, que los jefes de la Cruzada se comprometieron a pagar, por más que no tuvieran ni un centavo. Entretanto, el Papa Inocencio -que para financiar la guerra había hecho fundir vasos de oro vaticanos, sustituyéndolos por vasos y platos de barro y cubiertos de madera- lanzó nuevos llamamientos a Lombardía y Piamonte, donde el poderoso marqués Bonifacio de Monferrato [Piamonte, Italia, 1150-Mosinópolis, Grecia, 4 de septiembre de 1207- muerto en combate], estaba armando un ejército. Cuando los enviados regresaron de Compiègne hallaron a Teobaldo febril y presa de un violento ataque de disentería. En cuanto le refirieron el buen éxito de la misión, el conde de Champaña se levantó -contra el parecer de los médicos-, vistió su túnica de cruzado, montó a caballo y, blandiendo la lanza, salió al galope al grito de "¡Dios lo quiere!" Pero con tan mala suerte que a los pocos pasos del corcel cayó derribado al suelo. Fue recogido ya moribundo y al cabo de unos días expiró, dejando todos sus bienes a los Cruzados. Su puesto fue ocupado entonces por el marqués de Monferrato. Un altercado surgido a causa de ciertos judíos que exigían se les pagara anticipadamente, retrasó por algunas semanas la partida.
 



 
Por último, en la primavera de 1202, todo estaba dispuesto. Sólo un nombre faltaba al llamamiento: el del predicador Fulco. El párroco de Neuilly había muerto de repente y no precisamente en olor de santidad. En los últimos tiempos gravitaban sobre él pesadas sospechas de actos inconfesables, y alguno de sus fieles, dudoso ya de su honestidad, lo había acusado incluso de fraude con los diezmos que recibía de su fieles. Pero cuando descendió al sepulcro, el pueblo sencillo quiso que fuera enterrado con todos los honores en la iglesia de su parroquia, y un largo cortejo de caballeros y barones, los que habían puesto también en entredicho las acciones del predicador, siguió al féretro. 
 
 
Después los Cruzados se pusieron en camino hacia Venecia. Más que un ejército era una horda en la que los príncipes se confundían con los esclavos, los barones se mezclaban con los monjes, los aventureros con los idealistas y las prostitutas con las damas orgullosas, pero que ahora se rebajaban a tratar con dichas mujerzuelas por miedo a que concedieran demasiados favores a sus maridos. Antes de partir, todos hicieron confesión de sus pecados (que eran infinidad y muchos permanecieron en el más estricto secreto del subconsciente), y recibieron la comunión. Unos, para conceder mayor prueba de arrepentimiento, vistieron el cilicio, y otros (los que mayores pecados de todo tipo ocultaban) se lo quitaron. En Venecia, la población los recibió con grandes fiestas. El dux preguntó en seguida a Bonifacio que debía entregarle la suma pactada para el paso del mar en las naves venecianas, pero el Marqués de Monferrato no había logrado reunir más que unos miles de marcos, en parte porque algunos barones, en el último instante, prefirieron embarcar directamente en Marsella. Bonifacio había vendido las joyas y la platería de familia y obligado a los demás cruzados a hacer lo mismo. Pero no bastaba. Los armadores venecianos querían que se les pagara por adelantado y en dinero contante y sonante. Parecía que la empresa estaba destinada a abortar, cuando Dandolo estipuló con Bonifacio una reducción del coste del transporte de los hombres a Palestina, mediante la ayuda cruzada para la reconquista de la ciudad de Zara, arrebatada a los venecianos por el rey de Hungría Emerico [1174-30 de noviembre de 1204] [El sitio de Zara -actual Zarar-Croacia-] (10-23 de noviembre de 1202) fue así la primera gran acción de la Cuarta Cruzada. Fue el primer ataque cruzado contra una ciudad católica en poder del rey húngaro [El Papa Inocencio III se opuso a esta conquista debido a que Emerico era ferviente crisitiano y había anunciado su intención de acudir a la Cuarta Cruzada, pero no pudo evitarla, aunque excomulgó a los que habían participado en la conquista: Balduino VI de Henao, Bonifacio de Monferrato, y Enrico Dandolo]. El marqués de Monferrato aceptó, porque no tenía otra salida. No fue empresa fácil vencer la resistencia de los Cruzados frente a aquella desviación y aplacar las iras de Inocencio,  que ya los había amenazado con excomulgarlos a todos si no se devolvía inmediatamente a Cristo su Santo Sepulcro, oponiéndose, como ya se indicó, a la conquista de Zara.
El Papa consideraba que una guerra contra Emerico de Hungría era injusta y sacrílega. El dux de Venecia, que aunque superaba los noventa años era aún un hombre vigoroso, prometió al Pontífice que después de la reconquista de Zara él mismo partiría para Jerusalén. Fácil de expugnar fue el puerto dálmata. Sus habitantes, según costumbre bárbara de aquellos Cruzados fieles al cristianismo y a las predicaciones de amor y paz de Jesucristo, no dudarín, sin embargo, en pasar a cuchillo a todos los ciudadadanos de Zara, confirmándose así que más que un ejército de buenos Cruzados cristianos no eran más que una horda sedienta, si era necesario, de sangre aunque fuera católica. Así profanaron también las iglesias, y las casas de Zara fueron pasto de las llamas. La ciudad quedó dividida en dos partes. Los venecianos se instalaron en la residencial y dejaron la periferia empobrecida a los franceses que, descontentos con el botín, declararon la guerra al dux. Las calles de Zara fueron durante un tiempo teatro de toda clase de horrores llevadas a cabo por los Cruzados de Balduino VI, Bonifacio de Monferrato y Enrico Dandolo [con la aquiescencia silenciosa del Pontífice Inocencio] Las plazas quedaron cubiertas de cadáveres y las iglesias eran un hormiguero de heridos. Fue una carnicería con todas las de la ley que diezmó a los dos ejércitos y los cubrió de vergüenza.



 
 
Aún no se había extinguido el eco de aquella carnicería cuando llegaron a la ciudad algunos embajadores suabos que pidieron ser recibidos por el Marqués de Monferrato. Los enviaba su principe Felipe, en cuya corte se había refugiado el hijo del ex emperador de Bizancio, Alejo I Comneno {Ἀλέξιος Αʹ Κομνηνός-1048-15 de agosto de 1118}. Felipe suplicaba a los cruzados que avanzaran contra el Bósforo y reinstalaran en el trono del Imperio de Oriente -usurpado por el tío de Alejo- a su legítimo titular. A cambio de esta ayuda, Alejo se comprometía a mantener durante un año el ejército de Bonifacio y la flota de Dandolo y a pagar doscientos mil marcos de plata por los gastos de la guerra, amén de enviar diez mil soldados a Palestina, y mantener, mientras él viviera, a quinientos caballeros como custodia del Santo Sepulcro. Por último, se encargaría de someter a la Iglesia griega a Roma, reconociendo el Primado ecuménico del Papa. Eran promesas halagadoras, pero todos se preguntaban cómo un príncipe en el destierro -y, por si fuera poco, sin un céntimo- podría tener medios para mantenerlas. Al dux no le disgustaba en absoluto la idea de otra desviación hacia Constantinopla donde Pisa había abierto importantes factorías y amenazaba con invadir mercados orientales que hasta entonces habían sido monopolio de los venecianos. Los Cruzados habían ligado su suerte a la de la Serenísima, de cuyos fondos y de cuyas naves dependían ahora, y no podían tomar iniciativas unilaterales. Alguien habló de traición e invocó la excomunión del Pontífice sobres los Cruzados que habían abandonado la causa de Cristo para abrazar la ortodoxa de Alejo.

 

Por fin, después de interminables discusiones, la flota franco-veneciana zarpó de Zara con dirección a Bizancio. Mientras las naves iban a verlas desplegadas hacia el Bósforo, frente a las costas de Corfú se cruzaron con un batel que llevaba a la patria desde Palestina a un grupo de peregrinos flamencos. Uno de éstos, cuando vio las naves venecianas, se tiró al agua y alcanzó a nado la galera de Dandolo, donde pidió ser alistado entre los Cruzados. En Bizancio, el usurpador, se hallaba rodeado de bufones, concubinas, pajaros exóticos y leyendo la Biblia. El Ejército imperial no podía contar más que con dos mil pisanos y cierto número de mercenarios. Las naves habían sido completamente desarmadas, los pertrechos, las máquinas de guerra y las obencaduras vendidas para financiar los juegos circenses. Cuando la flota veneciana estuvo a la vista de Constantinopla, Dandolo y Bonifacio avanzaron con sus naves hasta el pie de las murallas de la ciudad que daban al puerto y subieron a la proa teniendo de la mano a Alejo, mientras el heraldo, vuelto hacia los bizantinos reunidos en los bastiones, los exhortaba a reconocerlo como legítimo heredero. Pero los griegos, que odiaban a los venecianos, respondieron con salivazos, insultos y muecas groseras. Era sin duda la señal de guerra. Los sacerdotes tuvieron buen trabajo en confesar de nuevo a los Cruzados y con mucha satisfacción curial a recoger sus testamentos, porque casi todos ellos eran analfabetos, y los curas, los únicos que habían aprendido a leer y escribir, vieron aumentar sus futuros emulomentos gracias a la ignorancia que había presidido siempre la vida de gran parte de la nobleza europea y sus barones. Algunos Cruzados, esperanzados en conseguir su lugar en el Cielo tras su próxima muerte, aprovecharon la ocasión para dejar la herencia a Cristo y a la Virgen, con lo cual también los sacerdotes salían ganando.


                            Sitio de Constantinopla (1204)

El asedio resultó más arduo de lo previsto. Constantinopla estaba bien defendida y las murallas parecían inexpugnables. Todos los habitantes fueron movilizados y armados con piedras, cubos de aceite hirviendo y gruesos bastones. Sobre los torreones se colocaron las catapultas. Los Cruzados se lanzaron repetidas veces al asalto, tratando de escalar las murallas, pero una y otra vez fueron rechazados. Dos soldados flamencos, hechos prisioneros por los griegos, fueron llevados ante el emperador que, encerrado en su palacio, jugaba con sus pájaros, al parecer, dándosele un ardite de lo que sucedía más allá de las murallas y casi convencido de que su ejército y sus conciudadanos lograrían frenar el ataque de los Cruzados y su invasión de la ciudad. El emperador, en cuanto vio a los dos soldados flamencos, creyendo que la guerra había concluido y que los bizantinos eran los vencedores, no tuvo más ocurrencia que la de ordenar un gran baile público. Pero cuando le dijeron que los combates no habían cesado y que el dux se disponía a atacar la ciudad desde el mar, dio orden de armar lo mejor posible la flota y lanzarla contra los venecianos.

                              CALÍNICO DE HELIOPOLIS

Las gabarras fueron cargadas de toneles llenos de una pólvora especial llamada "fuego griego" cuya fórmula, inventada en el siglo VII por un tal Calínico de Heliópolis, en el Líbano, antiguo nombre de Baalbek. Según el emperador Constantino Porfirogénito- Κωνσταντῖνος Ζ΄ Πορφυρογέννητος - Constantinopla , 2 de septiembre de 905- 9 de noviembre de 959] Καλλίνικος- era un refugiado sirio que llegó a Bizancio en época de Constantino IV - Κωνσταντίνος Δ' IV- [650-10 de julio de 685], y compartió su conocimiento del fuego líquido con los bizantinos. La fórmula de Calínico fue guardada celosamente en secreto y todavía se desconoce. [Los ingredientes posibles incluían resina, asfalto, sulfuro, nafta, cal viva fina y fosfato de calcio]. La fórmula, como se ha dicho, era un secreto militar mantenido por Bizancio. Y con esa arma, los griegos habían vencido las más difíciles batallas navales incendiando en pocos minutos la flota enemiga y mandándola a pique con todos sus hombres que, presas de las llamas, pocas veces y con gran trabajo lograban salvarse. Media docena de galeras venecianas atacadas por el fuego griego se hundieron; pero la mayor parte consiguió llegar casi indemne a la orilla, mientras el usurpador, instigado por los cortesanos, se disponía a abandonar la ciudad a escondidas, en compañía de sus tesoros más preciados que al parecer eran sus bellas jaulas repletas de pájaros exóticos.

Entonces, los bizantinos liberaron al padre de Alejo, Isaac II Ángelo [1185-1195 y 1203-1204], al que el emperador hiciera encarcelar, y lo colocaron con gran pompa en el trono. Después, abrieron de par en par las puertas de la ciudad a los Cruzados que irrumpieron en la capital llevando sobre sus escudos al joven Alejo, que fue proclamado corregente y coronado en la basílica de Santa Sofía. Había llegado el momento de saldar cuentas. Bonifacio y Dandolo estaban impacientes por cobrar la suma que alejo les prometiera y que debía servir para financiar la Cruzada. El emperador vació las arcas del Estado, multiplicó los impuestos, hizo fundir las estatuas y los vasos sagrados, pero no consiguió reunir más que unos miles de marcos. La ciudad fue horriblemente saqueada por los Cruzados y decidieron establecer un Imperio Latino en lugar del caído griego. Además, sobre la ciudad extenuada por el asedio gravitaba la amenaza del hambre. 
 
 

Una noche estalló un sangriento tumulto en el barrio judío entre los habitantes y algunos caballeros flamencos que los habían insultado. Durante la pelea, alguien prendió fuego a la sinagoga y en un abrir y cerrar de ojos el incendio [similar al famoso incendio de Roma del año 64 D.C.durante el reinado de Nerón] avivado por el viento, se propagó a toda la ciudad, envolviendo barrios enteros. Presos del terror, la gente irrumpió en las calles y abarrotándolas de carros y muebles y otros objetos embarazó la acción de los encargados de combatir las llamas y de los grupos de socorro. El fuego arreció durante una semana, y las víctimas, entre mujeres, ancianos y niños que no habían perecido en el asedio de los venecianos, se contaron esta vez por miles.  


 
Alejo se convirtió esta vez la víctima propiciatoria de todas las calamidades que se habían abatido sobre Constantinopla. Los griegos le aborrecían porque simpatizaba con los venecianos y se pasaba las noches bebiendo y jugando a los dados con ellos; los sacerdotes no le perdonaban que hubiera capitulado ante el Papa Inocencio; su propio padre le acusaba de inclinaciones perversas que desconocemos, y no perdía ocasión de maltratarlo y mortificarlo ante sus súbditos, con la secreta esperanza de hacer que lo depusieran y así poder reinar a solas. Isaac Ángelo, rodeado de monjes y astrólogos, llevaba una vida retirada en su gran palacio, oraba y adoraba imágenes de los santos y de la Virgen. Una mañana, el pueblo, azuzado por un aventurero llamado Marzufio [Αλέξιος Ε' Δούκας Μούρτζουφλος-Alejo Ducas Murtzouphlos o Murzuflo-1140-fallecido el 5 de febrero de.1204 a causa de una caída], lo depuso junto con su hijo, que fue encarcelado y estrangulado. En su puesto fue proclamado emperado el mismo Marzufio, como Alejo V [Tras su coronación, comenzó a reforzar las defensas de Constantinopla y puso fin a las negociaciones con los latinos. Pero era demasiado tarde, ya no había tiempo para el nuevo emperador: durante el combate que se produjo, defendió la ciudad con coraje y tenacidad. Los cruzados demostraron ser demasiado fuertes y Alejo hubo de huir a Tracia poco después de que la ciudad cayese]
 
 
En efecto, Marzufio, ya como emperador,  preparó una conjura para asesinar al dux y a los jefes de los Cruzados y liberar así Constantinopla de sus enemigos latinos, quienes, tras haberla saqueado, estaban acuartelados en la ciudad  a la espera de reanudar la marcha hacia Jerusalén. Descubierta la conspiración de Alejo Ducas, Dandolo y Bonifacio ordenaron la represalia, que fue masiva y tan despiadada como acostumbraban a poner en práctica aquellos beatones Cruzados de la cristiandad. Los bizantinos se echaron a los pies de los Cruzados e invocaron su clemencia, mientras la soldadesca flamenca se entregaba a un nuevo y feroz saqueo. Ni siquiera se perdonó las tumbas de los emperadores, y hasta la de Justiniano fue abierta y desvalijada. En la basílica de Santa Sofía, los caballeros francos, tras haber rasgado el velo que lo cubría, hicieron trizas el altar de la Virgen y jugaron a los dados a sus pies, brindando con los cálices de la iglesia y ensuciando con sus deposiciones los ornamentos sagrados. Ello nos da una idea de la fe cristiana en que se basaba su Cruzada cristiana. Una prostituta, levantada sobre el altar, se deshizo de sus vestidos y se entregó a una danza obscena entre el alboroto y las blasfemias de los Cruzados de la Fe. El historiador bizantino Nicetas Coniata [Νικήτας Χωνιάτης- 1155-1216-]- o en latín Nicetas Acominatus, que fue testigo ocular de tales sucesos, cuenta que los cristianos superaron en barbarie a los sarracenos. Los grandes monumentos de Constantinopla fueron derruidos a golpes de ariete y los de bronce fueron fundidos para acuñar moneda. Ni siquiera se salvaron las obras maestras de los eximios Fidias, de Praxíteles y Lisipo, ni la célebre estatua de Juno que en otros tiempos había adornado el templo de Samos. 
 



Los Cruzados desahogaron sus ansias de rapiña sobre todo en las infinidades de  reliquias que los basileos de Constantinopla y su clero griego habían hecho alarde de poseer, aunque probablemente todo formaba parte de las fantasías religiosas que siempre había fomentado la Iglesia tanto en Occidente como en Oriente. Cierto personaje llamado Martín Litz, que había ido desde Palestina a Bizancio para participar en el colosal saqueo, volvió a Jersusalén asegurando que llevaba consigo el esqueleto de San Juan Bautista y un brazo del apóstol Santiago. Un sacerdote francés partió de la ciudad contento porque se llevó de la misma la cabeza de San Mamed; y un clérigo de la Picardía, más afortunado, halló entre las ruinas las de San Jorge y San Juan. El dux tuvo que conformarse con un fragmento de la Cruz en la que había sido crucificado Jesucristo y que había pertenecido al emperador Constantino. A Balduino le cayeron en suerte la corona de espinas de Jesús y tres muelas del apóstol San Pedro. El increíble reparto de reliquias siguió dando frutos de auténtica insania: los jefes franceses dieron al rey de Francia, Philippe II Auguste, un botín consistente en otro fragmento de la Santa Cruz, de la longitud de un pie, y además cabellos del Niño Jesús y un pequeño paño que había pertenecido a la Virgen María. La pérdida de tanta joya  religiosa fue para los tragasantos bizantinos más dolorosa que la de la libertad. De hecho, las reliquias -según la creencia popular- curaban a los enfermos, devolvían la vista a los ciegos, el habla a los mudos, el movimiento a los paralíticos y la fecundidad a las mujeres estériles; obraban toda clase de milagros, mantenían a distancia las calamidades naturales y constituían un conjuro contra las epidemias. Pero no por eso pudieron llegar a librarse del saqueo latino en su milagrosa Urbe.

 
Conquistada Bizancio, los Cruzados nombraron al conde  de Flandes {9 de mayo de 1204} Balduino IX, nuevo emperador latino de Oriente, convirtiendo a su esposa María en emperatriz consorte. Según el cronista Godofredo de Villehardouin, debido a su embarazo, no pudo unirse a su marido, pero después del parto, se recuperó lo suficiente y emprendió la marcha para unirse a él en Constantinopla. Partió como una gran aventurera del puerto de Marsella y desembarcó en Acre. Allí recibió el homenaje de Bohemundo IV de Antioquía. Hasta dicha ciudad llegó la noticia de la caída de Constantinopla y la proclamación de Balduino como el nuevo emperador. María se dispuso a zarpar a Constantinopla pero cayó enferma y murió en Tierra Santa.​ La noticia de su muerte llegó a Constantinopla a través de los refuerzos cruzados de Siria. Balduino se afligió terriblemente por la muerte de su esposa. Villehardouin, el cronista oficial, escribió que la emperatriz Maria -que no llegó a disfrutar de su trono bizantino- "fue una mujer amable, virtuosa y enormemente honorable" El botín de guerra quedó dividio así: cada caballero tuvo una parte igual a la de dos soldados a caballo, y cada soldado a caballo una parte igual a la de dos infantes. Un consejo de doce patricios vénetos y de doce caballeros francos asignó la Bitinia, la Tracia, Tesalónica y Grecia a Francia; las Cícladas, la costa oriental del Adriático, Adrianópolis y otros territorios marítimos a Venecia. El Marqués de Monferrato obtuvo las tierras más allá del Bósforo y la isla de Candía, que vendió al dux por treinta libras de oro. Cada barón tuvo su pequeña tajada de Imperio a la que dio las mismas leyes feudales de su país de origen. Las iglesias de Constantinopla pasaron a los vencedores y el subdiácono veneciano Tommaso Morosini fue nombrado Patriarca.


 

A pesar de todo, el contento de los Cruzados empezó a decaer a marchas forzadas puesto que empezaron en seguida a pelear entre sí porque, como era de esperar y siempre ha sucedido en cualquier reparto que venga a cuento, ninguno estaba satisfecho con los que le correspondiera en las citadas distribuciones de los botines de guerra. El tira y afloja empezó con  Bonifacio que acusó a Balduino de ser un tirano, y ambos hubieran llegado a las manos con toda seguridad de no haber intervenido con el peso de su autoridad y de sus noventa y tantos años el dux veneciano, que consiguió que ambos hicieran las paces. De todas formas, bajo las cenizas de la conquista se mantenían los rescoldos de la revuelta. Los griegos maquinaban su venganza y esperaban poder conseguirla lo más pronto  posible ante las insidias y rencores que se suscitaban cada vez más a menudo entre los Cruzados latinos. Así, cuando éstos asediaron la capital de Tracia, [región situada en la península de los Balcanes, al norte del mar Egeo, y enclavada en lo que hoy es Bulgaria, Grecia y la Turquía Europea] que se negaba a someterse, los derrotados bizantinos pidieron ayuda al rey de los búlgaros, Kaloyan de Bulgaria [1168/1169-fallecido en octubre de 1207 en Tesalónica, Grecia] que, con un ejército de feroces tártaros [originarios de Asia bajo el liderazgo mongol] avanzó sobre la ciudad, exterminó la caballería franca y capturó a Balduino.
 

 
Fue llamado a sucederle su propio hermano Enrique de Flandes y Hainaut [1174, Valenciennes-Francia-11 de junio de 1216, Tesalónica, Grecia], que pasó a convertirse en el segundo emperador latino de Oriente. Casi al mismo tiempo, a la edad de noventa y cuatro años, moría en Constantinopla Enrico Dandolo, y en una expedición contra los mismos búlgaros que habían capturado a Balduino perdía la vida Bonifacio de Monferrato, cuya cabeza, clavada en una lanza, fue expuesta al escarnio público.

 
El imperio latino de Oriente duró todavía 50 años, hasta el 1261, pero su vida fue pobre, pues estuvo desgarrado en su interior por pequeñas guerras fratricidas, amenazado a sus espaldas por los búlgaros y, por el mar, por los árabes. Los bizantinos mantuvieron viva la llama de su odio más profundo por los vencedores llegados de Europa, que los habían reducido al estado de esclavitud tras haberlos tratado peor que a los infieles a quienes los bárbaros Cruzados se habían aliado para expulsar de Palestina organizando la Cuarta Cruzada. Lo cierto es que el fracaso de la misma fue sonado ya que, en lo que respectaba principalmente a Italia, salvo Venecia, la Península había participado escasamente en cuanto a contribución en hombres en las cuatro Cruzadas. Pero, por un capricho del destino, Italia fue el país que más se había aprovechado de ellas, gracias a sus Repúblicas marineras, que, desde este entonces, hicieron su ingreso a velas desplegadas, como protagonistas, no sólo de los mares confluyentes con el Mediterráneo, sino también en la Historia Europea.

 
 
       


 

 

 



                    LAS ÚLTIMAS CRUZADAS (1212-1291)

ASEDIO DE ACRE EN 1291. LA CAÍDA DE ACRE MARCÓ EL FINAL DE LAS CRUZADAS DE TIERRA SANTA Y SU CAPITAL JERUSALÉN



 





ada (1189-1192)