viernes, 23 de agosto de 2019

Cola di Rienzo: ¡del nacionalismo a la locura! -I-



Al alborear el año del Señor de 1300 Roma languidecía. Sobre sus esquilmados monumentos, aquellos a los que durante siglos se les confió la grandeza geométrica de la más absoluta belleza, sobrevolaba ahora únicamente una emanación de oquedades pestilentes. La histórica urbe arrastraba el eterno desgarro de sus enfrentamientos entre banderías y sus incesantes contubernios clericales. Brumas que inficionaban las inhóspitas calles, y las intrigantes salas de los palacios y del  Vaticano. Los protocolos, cada vez más embarazosos, se alimentaban de angustiosos y vengativos descontentos, de infames odios y rebeldías, de canallescas felonías y homicidios. Se unían a todo ello los periódicos y sangrientos tumultos de la plebe. La "Caput Mundi" vivía sumida en un absoluto caos de intereses particularistas entre sus ciudadanos y miras ambiciosas de aristócratas y prelados que litigaban por mantener una hegemonía de nobleza y cargos eclesiásticos frente al trono Papal, tan debilitado como su ciudad. En siete siglos, desde la caída del Imperio Romano, el mapa geográfico de Italia había vacilado sobre sus bases de grandeza, cambiando cuatro veces de amos, provenientes todos ellos de los más diversos rincones de Europa. La creación del "Reino de Italia" no suponía más que un cataclismo de perturbaciones entre las que se cobijaban sus ciudades en lucha constantes entre sí. Las más significativas fueron Milán, Cremona, Florencia, y Pavía. Ciclos dispares que se extinguían antes en un lugar que en otro como un vaivén, una transmisión, un intercambio continuo de acciones intangibles, aunque no por ello menos reales. Italia era un reino sin confines delimitados. Un país rural, donde florecía una agricultura propulsada por los duques, marqueses y condes que gobernaban en las ciudades limítrofes. Pero entre aquel calidoscopio de acaudalados independientes la honorabilidad y la disciplina se hallaban minadas.


Las mismas causas obraban siempre. Sus mundos, que eran cerrados y anárquicos, seducían por su fuerza al inerme vasallaje que les rodeaba, pero también se perdían en una grandeza tan ondulante como fugaz. Aquella aristocracia de terratenientes carecía, pues, de vínculos y se mostraba en todo momento refractaria a toda posibilidad de miscelánea. Los inmensos campos que se hallaban distantes de las ciudades (algunas no eran sino grandes pueblos con unos miles de habitantes donde el gobernador de turno y su cuerpo de guardia que patrullaba por las calles inspiraban un terror "saludable") poseían un jaspeado verdor, áspero y soñoliento. Los monasterios aparecían de repente en la campiña. Y la altanera y algo descascarillada argamasa de los castillos (que habían nacido y vivido al mismo tiempo que aquellas desperdigadas abadías), sobrepasaban las montañas menos elevadas, mostrándose como ensartados en las escabrosas superficies roqueñas. Sus imponentes moles brotaban así, en completa soledad, de la tierra, como si la luz de sus vivencias guerreras hubiera podido existir tan sólo por un lado y las tinieblas por otro.

El poder de los gobernantes únicamente se hallaba constreñido por el del obispo. Una clerecía altiva, enérgica y poco paternal, que aún obrando en función de sagradas reglas: religión, territorio y círculo sacerdotal, no siempre se hallaba dispuesta a hacer distinciones entre el espíritu y la "letra". Una pugna chocante que sondeaba y propiciaba la legitimidad de un poder que los convertía en multitud de ocasiones en grandes terratenientes. Este clero y sus prelados, que tenían tras de sí un enriquecido cimiento económico, acaparaban por ello una influencia enorme, capaz de mover también los resortes de la política. En su nacimiento, infancia, adolescencia y edades provectas se amalgamaban cientos de narraciones. Fuentes de conversión para multitudes. Y de la fábula se trataba siempre de escribir una historia. No era tampoco de extrañar que el pueblo llano admitiera que las alegorías fuesen más verdaderas que las verdades de los historiadores. Así se sustentaba la doctrina de un clero cuyos doctores, de mayor o menor envergadura, trazaban, cual avezados estrategas, sus planes de acción por gozar de las ventajas que les permitía amonestar y excomulgar a reyes y aristócratas, aleccionar a  las gentes, y exhortar a aquel constreñido mundo de vasallos con la oración y sus discutibles ejemplos éticos, a fin de levantar su arquitectura en una única Verdad. Una Verdad que prescribía anatemas de terror contra las buenas gentes, y contra la cual todo raciocinio resultaba inútil. Pero el azufre ardía acorde con las aspersiones benditas. El diablo seguía aposentado en los secretos instintos de falsarios, calumniadores y usureros, y la señal de la cruz se multiplicaba ante los sodomitas, adúlteros y herejes. El preconizado ente invisible también establecía una suerte infinita de preceptos inamovibles. Ortodoxia que daba vida a los mitos y se corrompía muy a menudo en su ingénita "sciencia nuova" que otros apologistas desengañados no podían por menos que celebrar.

El "Cautiverio de Babilonia" 










Tras la muerte de Bonifacio VIII, Felipe IV de Francia, que había demostrado su complacencia y lealtad hacia el nuevo Pontífice Benedicto XI, siguió agitando, no obstante, su odio contra el Papa difunto. El rey francés no había tolerado jamás los abusos del clero y, pese a la nueva elección pontifical, seguía sin hacerlo. Para desesperación del litigante Bonifacio, llegó a prohibir que los diezmos recogidos en sus Estados fuesen enviados a Roma. Aquella prohibición significó el golpe de gracia para las finanzas de la Iglesia, porque de los diezmos franceses, que eran los más abundantes, emanaban la  mayor parte de riquezas que henchían aquel saco sin fondo que era el Vaticano. Durante los siete años que siguieron al óbito del controvertido Pontífice, Felipe manifestó sus rencorosas exigencias al nuevo Papa Benedicto XI para que se abriera la instrucción de un proceso condenatorio contra el difunto Bonifacio. Su ansia de venganza se había convertido en una sed ardiente. Aunque el soberano de Francia manifestaba incoar sus razonamientos vindicativos sobre una base sólida, la impenetrabilidad de los hechos que atribuía a su acérrimo enemigo, ahora que había muerto, encarnizaban ante Benedicto la polémica del pleito vindicatorio. El nuevo Papa, Niccolò Bocassini, era un dominico de Treviso, pequeña ciudad por aquel entonces del Véneto. Su origen era modesto, hijo de una familia burguesa de notarios. En su juventud había ejercido de preceptor en Venecia. Se ganó fama como eminente teólogo, y no tardó en recibir las órdenes. Al subir al trono pontificio mostró en seguida sus excelentes cualidades de avezado diplomático. Dudamos como es lógico que pudiera haber llegado a preguntarse alguna vez si la táctica más efectiva para contender con Felipe habría sido la psicológica frente a la ontológica. La segunda suponía exponer fuera de los límites espirituales una excesiva aplicación hacia el mundo exterior propuesto por el resentido soberano francés; la primera resultaba más naturalista ya que lo reducía todo a la sensación. Y era la sensación la causa de los hechos y la que los hacía actuar. Pese a todo, Benedicto decidió no bajar a Dios al nivel de lo rentable. Absolvió a Felipe de la excomunión que pesaba sobre él, pero el 7 de junio de 1304 había castigado a los responsables de los desórdenes de Anagni, excomulgando al canciller del rey francés, Guillermo de Nogaret y a todos los partícipes del atentado. El  militar Giacomo Sciarra (en el habla popular de la época significaba "pendenciero") Colonna junto a Guillermo de Nogaret, atacó Roma con 300 jinetes a fin de deponer a Bonifacio VIII.

El Pontífice había huido de la urbe y se había refugiado en Anagni. El pueblo fue arrasado y el Papa cayó prisionero. Durante su cautividad Sciarra Colonna golpeó al provocador prisionero, que profesaba un odio profundo hacia la familia Colonna. El suceso se conocería con el nombre de Ultraje de Anagni (Oltraggio di Anagni). Benedictó creyó que con la condena a los culpables de los desmanes cometidos en Anagni restauraba el prestigio de la Iglesia. Pero aquel acto lo enfrentaba también con Felipe que se negó a aceptar acuerdo alguno con el Pontífice en lo concerniente a no llevar adelante el proceso contra Bonifacio.

Benedicto no consiguió disuadir a Felipe, aunque trató de ganar tiempo y sustraerse así a la sofocante influencia francesa que pesaba sobre Roma e Italia entera. De la que sería conocida como "quinta columna"  francesa, la más peligrosa era la facción "negra" de Florencia, que se había quedado como dueña de la ciudad. Benedicto envió a un legado de su confianza a dicha urbe en defensa de sus desterrados, pertenecientes a la facción "blanca" Papal, pidiendo que se les permitiera volver a la patria, y restaurar de esta forma en Florencia algo del equilibrio político perdido. Ello dio lugar a un alzamiento nefasto por parte de los "Negros", que previno las intenciones del Papa, y desencadenó tumultos sangrientos y múltiples incendios. Luego, toda la turbamulta "negra" hizo recaer las culpas sobre sus adversarios "blancos". Encolerizado por su fracaso, Benedicto  excomulgó a  la villa  florentina, y conminó a los jefes "negros" a que se presentaran en Perusa para justificarse por los desórdenes cometidos. Los interrogatorios por la parte pontifical empezaron el 6 de julio de 1304. No obstante, aunque todavía no se haya averiguado de qué, Benedicto XI moriría al día siguiente, 7 de julio. Corrieron, naturalmente, infinidad de rumores acerca de tan inesperada muerte, aunque el más aceptado por el pueblo llano fue el de que un joven vestido de monja le había llevado un cesto de higos envenenados. Fuese o no verdadero el hecho, hay que admitir que, dado el carácter de los personajes, lo hace verosímil.


"¡Esto es cosa de letrinas!" 




El Solio Pontificio pasa así de nuevo a convertirse en objeto de juego entre las facciones, que intrigarán disputándoselo por medio de la violencia, las intrigas, y las ambiciones más desmedidas. En 1305 se decidiría  la elección del nuevo Papa por medio de una conjura entre los cardenales de las familias Orsini y Niccolò da Prato, que no dudando en eludir la regla de aislamiento durante el cónclave, se encontraron durante las siguientes noches en una de las letrinas del Vaticano. Tras la proclamación del vencedor, el complot había ya recorrido los pasillos del palacio Y muy prontose halló en boca de todos los ínclitos correveidiles cardenalicios que habían negado su voto al nuevo Papa, al grito de "¡Esto es cosa de letrinas!"

El vencedor fue Bertrand de Got, arzobispo francés de Burdeos, que asumió el nombre de Clemente V. La Historia ha tratado con escasa misericordia a este Pontífice, atribuyéndole la catastrófica decisión de trasladar el Papado a Aviñón  (que se conocería como "Cautiverio de Babilonia") y hacerlo prisionero del rey de Francia durante más de setenta años. Pero la realidad es que, cuando Clemente ciñó la tiara, era ya preso de Felipe y de los cardenales franceses que constituían la mayoría del cónclave que lo había elegido. Y precisamente fueron ellos los que le impidieron instalarse en Roma. Clemente, en realidad, tuvo que ceder a la imposición real, dado que era hombre mesurado, piadoso y melancólico hasta extremos depresivos. El insomnio roía sus noches. La neurastenia también había hecho presa en él debido a una fístula infecciosa que lo llevaría a la tumba en pocos años. De todas formas, Clemente, en medio de tantas tribulaciones, no dejó, en su corto Papado, de trabajar en pro de los intereses de la Iglesia, y la elección de Aviñón fue, probablemente, fruto de un abstruso convenio, no dilucidado hasta hoy. Aviñón no pertenecía a la corona de Francia sino a la de Anjou de Nápoles. Clemente imaginó, quizás, poder llegar a gozar en ella de mayor inmunidad que en Roma, y de mayor albedrío que en París. Sin demasiadas posibilidades de triunfo, se defendió de las presiones que sobre él ejerciera Felipe, complaciéndole unas veces, resistiéndose débilmente otras, pero sin llegar nunca a rendirse por completo a las pretensiones absolutistas del intolerante monarca francés. En un último acto de audacia, mandó aplazar el proceso contra Bonifacio VIII, hasta conseguir echarle tierra encima. Fue uno de los mayores méritos de Clemente.

Habían alcanzado ya una gran divulgación las herejías proferidas por el blasfemo Bonifacio negando la resurrección de los cuerpos y de las almas, añadiendo que los dogmas no eran más que invenciones para mantener a raya al pueblo simple, dominándolo así con la amenaza del infierno; que la idea de que Dios era al mismo tiempo divino y humano, uno y trino era absurda, que resultaba totalmente ridículo que la Virgen hubiese dado a luz en estado de virginidad; lo mismo que un poco de harina, por el mero hecho de estar consagrada, no podía jamás trocarse en el cuerpo de Cristo. Bonifacio con todo ello -había declarado impulsivamente- "que sólo los imbéciles podrían llegar a creer semejantes estupideces. Las personas inteligentes -añadiría también despóticamente- han de fingir que creen en ellas, y después razonar con el propio cerebro tales inverosimilitudes" Lo cierto es que estas acusaciones atribuidas a Bonifacio recordaban demasiado al personaje para ser del todo infundadas.

Pero hasta los más encarnizados enemigos del herético Papa comprendieron que mantener viva la propagación de tales apostasías pontificales era asestar un golpe mortal no sólo contra Bonifacio y su nombre, sino contra la Iglesia y el orden constituido. Por último, hasta Felipe se convenció de ello y aceptó que el proceso fuera dejado para el Concilio ecuménico que debía celebrarse al año siguiente. Una vez reunidos, los cardenales declararon unánimemente a favor del difunto, de su ortodoxia y de su moralidad. De acuerdo con las reglas del honor, dos caballeros lanzaron al banco de los testigos sus guantes contra quien se hubiera atrevido a afirmar lo contrario. Nadie recogió el desafío. La prueba fue considerada concluyente y el debate ecuménico finalizó con un "no ha lugar a proceder". El colofón del Concilio procesal, aunque liquidado, significó, no obstante, un desastre para la Iglesia. Probablemente, ésta no se hubiera prestado a él de no haberse producido, en 1305,  el acontecimiento de excepcional importancia que significó el traslado del Papado a Aviñón, cuyas consecuencias estaban destinadas a dejarse sentir durante siglos.

Al débil, retraído y atormentado Clemente sucedió el astuto y mundanal Juan XXII, que consideró la Iglesia como una gran empresa de negocios, y como tal la gobernó. Le restituyó toda la pujanza de que gozara en tiempos de Bonifacio. Los arcones eclesiásticos recobraron su potencia crematística en perjuicio de las almas, ya que su pastor Papal brilló escasamente como teólogo. Con total frivolidad hacia todo lo sagrado, se permitió intervenir en una disputa sobre los atributos divinos de la Virgen María, y proclamó que también ella, para subir al cielo, debía esperar al día del juicio final. Había pobres desgraciados que acababan sus días en la hoguera por blasfemias menos graves. Juan salió con suerte de la gresca que armó, porque, naturalmente, era Papa, y porque tenía noventa años. Pero el huracán de protestas ante tal afirmación no tardó en propagarse. Su aseveración fue definida como herética por un sínodo que se celebró en Vincennes. El Papa no fue obligado tampoco a retractarse porque, de tan viejo como era, no llegó a tiempo.

Siguieron los acontecimientos alimentadores de las corrupciones papales en Aviñon entre la larga sucesión de Pontífices que allí tuvieron lugar. En aquel mundo cosmopolita francés, ingentes grupos de prelados y notarios que habían seguido al Papa a la lejana urbe francesa, no dudaban en gravitar en torno a la Curia, ofreciendo así mayor pábulo a la depravación del Papado, pero representando también para la nueva Iglesia allí enclavada una fuente de riqueza y una  inesperada nota de flamante vivacidad intelectual. Mientras tanto, en Roma, frente a frente se hallaban una aristocracia arrogante y una plebe andrajosa. No había ni un céntimo ni técnico alguno para reparar el pavimento romano. En Letrán (Palazzo del Laterano) estalló un pavoroso incendio que devoró la mitad del alcázar sin que nadie lograra sofocarlo: ¡no había ni bomberos! Los romanos no tardaron en darse cuenta de que con el traslado a Aviñon del Papado se había perdido su única industria. La Iglesia administraba muy mal su dinero, pero se atiborraba con los "estipendios místicos" que le proporcionaba Europa entera. Todo ello no se traducía en hospitales, escuelas o calles lujosas, pero se difundía en limosnas y "propinas" a lo que el pueblo ya estaba tan mal acostumbrado. Y, por supuesto, faltaba ante todo la mayor fuente de ingresos para los romanos: ¡el turismo! Con el Pontífice en Francia, nadie tenía ya motivo para acudir a una ciudad, en otro tiempo, "Caput Mundi", pero que ahora ya no era capital de nada. Así, la decadencia de Roma proseguía y la otrora venerable y no menos altanera capital iba reduciéndose, día a día, en una modesta y menesterosa aldea.

En 1343, la población, desilusionada y hastiada ya por la incapacidad de sus blasonados y orgullosos gobernantes a reinstaurar el Papado en Roma, decidió actuar por iniciativa propia, enviando a Aviñón una embajada especial. La dirigía un joven notario, Nicola di Rienzo Cabrini, comúnmente llamado Cola di Rienzo. Hijo de un tabernero y de una lavandera, nacido y crecido en el barrio más proletario del Trastevere, encarnaba los temperamentos sanguíneos y protestatarios de la plebe más ignorante que pululaba por las callejuelas suburbiales, exaltada ahora de continuo hasta límites impredecibles, y sobre todo amargada por la comparación constante entre las pasadas grandezas de la Urbe y la presente y caótica miseria en que se hallaba sumida. Nicola era un típico demagogo italiano, propenso a aperturas hacia lo que, en un futuro todavía muy lejano, se conocería por "marxismo", y que, al hablar, se embriagaba con sus propias palabras y acababa creyendo únicamente en ellas, perdiendo de esta forma el discernimiento de la verdad de las cosas y de la mesura frente a las mismas.