lunes, 21 de marzo de 2011

Jónico




Autor: Tassilon-Stavros






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JÓNICO


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Kerkyra jónica, guarida del nómada, solitario camino, pulso de mis sentimientos.

Tú me trajiste un antiguo canto de libertad y vida. Yo dejaba tras de mí sonrisas frías, amores desfallecidos, miradas oblicuas que penetraban en los hogares como vendavales de arenas de los desiertos. Y, embarcándome solo, con un goce secreto en mi corazón, fui tras tu canto antes ignorado, olvidando conceptos aprendidos, sumisiones y rituales que los hombres convertían en doctrinas peligrosas, de las que hieren el aire y castigan los pensamientos.

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Kerkyra, hermana limosnera, blanca cicatriz de playas, avidez elegida de mis llantos y rogatorias.

Tú me acercaste lo distante entre palabras viejas, que yo utilicé para que mi amor por la tierra me concediera frutos todavía útiles a las memorias. Me trajiste amigos. Busqué amores que aliviaran mi pequeñez cotidiana, aquélla que siempre se alza entre tantos pedestales mutilados por el trueno de las glorias.

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Kerkyra, crónica de mi conciencia, puerta de piedra entre cipreses, silencio de pureza que aún se renueva entre la magia del amanecer.

¡Terquedad y sigilo de las razas, pueblos no indultados que guardan sus furias soñadoras, de primitivos eslabones, donde quedaron presos los coágulos de su sangriento acaecer! ¿Por qué el viento cálido del mundo sigue esparciendo los humos de los sacrificios mientras del reposo mural parte algún grito de mujer!

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Kerkyra, antorcha de compasión, atmósfera sacra de mis templos, tentación de mis escritos que abrieran cortinas de terciopelo, tras los cuales buscó mi imaginación sueños de arqueología radiante.

¿Sabe alguien por qué el hombre, que ya no añora el sueño que transita, jubiloso, por los ojos del niño, no medita sobre esa dádiva amiga que fosforece en una mirada, y en la melodía que enriquece el instante? Flor junto al camino, brisa de un tiempo más contenido y humilde, como promesa de la noche, y que arrancar puede de la inquietud histórica su culto vivificante.

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Kerkyra, fermento de luz prendida sobre el Jónico, fronda de solemnidades clásicas, de la eucaristía filosófica mi claustro fortuito.

Si no me hablas de nuevo, canto vagabundo, yo seguiré anhelando completarme en ti. Y te esperaré, paciente y mudo, dejando que, sobre mí, vuelque el cielo su delirio estrellado, o su luna marchita o una de sus horas lluviosas, blanduras embebidas por el mito. Y me hallarás quieto frente a ti en el afán de la mañana, buscando, callado y anhelante, la ofrenda que dejó tu canto, aquél que trajo un arpa entre las olas; y que arrastró la afilada palabra de los magos como a una estrella de sangre que atravesara el cielo, espejo silencioso del mundo que de su mal desconoce el rito.

sábado, 5 de marzo de 2011

El gran secreto de H. G. Wells Parte II -XI-




Autor: Tassilon-Stavros





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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -XI-

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"Escoger el instante habría de llevarme tiempo. Los dilemas nunca son sencillos. ¿Qué decidir sobre Jekyll Hyde? Si partía de los hechos, el más simple de los mismos, ciertamente, no me exigía razones en exceso complicadas. El gran impostor necesitaba de nuevo de mi connivencia. Pero yo ya lo había decidido todo al respecto. No debía ser Dios (gran misterio frente a nuestra racionalidad de hombres que siempre reclamaron pruebas de su existencia) quien debía condenar y castigar al criminal ("El pecador es quien en verdad se condena a sí mismo" ¡Qué estupidez! Tal axioma podría conmover a los espíritus mediocres de la gran Inglaterra, pero para mí no era más que una expresión enfática, sin la menor trascendencia lógica y conveniente en nuestro mundo real), sino mi contenida cólera, mi hasta entonces reprimido sentimiento de impotencia, mi ya más fortalecido y particular orden moral de la justicia social (yo no tardaría en desaparecer de aquel Londres en el que se restableciera toda censura al individualismo exacerbado de Herbert George Wells, cuya insolencia se consideraba en verdad una "filosofía peligrosa" frente al dogma de intereses materiales que alimentara a los eternos amos de tan rectora y privilegiada burguesía imperante como la inglesa, bien que no menos aterrada ante el dictamen indiscutible de la Providencia, caso que sus doctrinas no pudieran llegar a hallarse permanentemente sustentadas) los que no podían ya absolver al culpable oculto en la sombra, al asesino ignorado por las leyes, ni disculpar sus crímenes, ni permitir la menor complicidad con el monstruo dejando vía libre a todos sus futuros excesos. La Providencia, propugné yo en infinidad de ocasiones, no puede por menos que ser negada cuando nos convierte en ciegos, necios u homicidas. La Naturaleza no creó al hombre con un fin. Yo siempre ratifiqué, para escándalo de mis reaccionarios conciudadanos, que la Naturaleza nos observa con mirada inquieta y destructiva: seísmos, catástrofes, epidemias (evidentemente a Europa siempre le gustó volver la espalda a sus tormentas. ¿Cómo olvidar las innumerables pandemias que durante siglos asolaran sus naciones convirtiéndola en un continente casi deshabitado? Un continente donde la Naturaleza y la Muerte caminaban muy juntas. Pero ¡no!, ni la gran epidemia de peste sufrida en el verano de 1858 en Londres, ni los hedores nauseabundos de nuestro gran río Thames causantes de la misma, ni los millones de ratas que hicieron de sus cloacas los más siniestros criaderos, y que invadiendo la ciudad acabaron provocando una nueva endemia aquel año de 1892 lograría afectar a la permanencia del dogma; ese dogma que administra los sacramentos de la Providencia, y que convierte al hombre en su mártir obligado, porque su Dios y su Providencia son en verdad los excesos deplorables de esa Naturaleza que nos odia y nos destruye) Así, la Naturaleza no se inmuta ante nuestras monstruosidades lo mismo que no lo hace ante nuestros aciertos o nuestra bonhomía. No existe, pues, un orden en la Naturaleza, sino una guerra; una guerra entablada por ella desde siempre, y cuyo fin oculto, desde el principio, ha sido también el de diezmar paulatinamente cuanta vida se generase en nuestro planeta. El hombre, hijo de la casualidad, tenía el deber de mostrarse consciente a través de su raciocinio del auténtico desorden que se halla implícito en ella. No, no hay ni hubo nunca más ley que la de los conocimientos adquiridos. Y todo conocimiento, por ser humano y por la ceguera de la Naturaleza o Providencia, es y ha sido siempre discutible. Asesinatos, guerras y masacres, dolor: todo cuanto los hombres hemos sustentado y sufrido a lo largo de los siglos no ha sido jamás regido por asignable justicia alguna. Nunca hubo una ley natural capaz de impedirlo. El hombre es quien determinó sus propios horrores, quien señaló siempre la balanza de su libertad de acción, quien liberó sus instintos más crueles o bondadosos. En consecuencia el hombre castigó y premió al hombre frente a la indiferencia de la Naturaleza que ya poseyó siempre sus sistemas de castigo indiscutible sobre la vida generada en este planeta. La Naturaleza no es más que una Idea irracional. Sólo nuestro racionalismo es real. Castigar individualmente la encubierta moral asesina de Hyde (por entonces, y quizás indefinidamente, desconocida e indemostrable para las leyes sociales inglesas) representaba dar testimonio por mi parte de mi razón de hombre libre idéntica a esa Providencia arbitraria que del mismo modo devino displicente e impía frente a las puniciones que nos ha venido infligiendo durante nuestros siglos de existencia... Hyde debía desaparecer y yo (dispuesto también a desvanecerme en el tiempo), y como conocedor de su verdad, debía antes ser la mano ejecutora. Actuar frente al monstruo como esa libre, privativa e insensible Providencia correctiva... Transcurría febrero, con sus nieblas lamentables y perpetuas. Londres me aplastaba el corazón. Mi soledad era profunda. Únicamente vivía para las promesas de lo venidero, la seducción del tiempo desconocido que me aguardaba. Pronto me sumiría en una profundidad infinita, rumbo a un nuevo mundo que ocultaba para mí deslumbrantes fulgores de misterio. Pero antes de partir tenía que decidirme a poner fin a la abyección homicida de Hyde. Mi decisión, audaz y terrible, no precisaba del consentimiento de la Providencia. Le escribí una nota a fin de convencerle de que no dejaba en suspenso nuestra amistad (a todas luces insensata, aunque me guardé muy mucho de indicárselo así). Concerté la cita a una hora avanzada de la noche en el caserón. No dudaba de que asistiría al encuentro dado que era yo el único que conocía la imperiosa necesidad que movían sus aberrantes pasiones, su aislamiento sin esperanza, la insoportable fatalidad que significaría para él no recuperarme como compañero y cómplice del nocturno estertor que lo vinculaba al horror de una temida soledad frente a sus actos monstruosos. Había decidido, como si de una última y desesperada carga de milicia se tratase, presentarme en la "Debating Society" donde, como ya sabía de antemano, no sería bien recibido por los "inquietos y bienpensantes espíritus" de sus socios, íntimamente mortificados por las extravagantes provocaciones allí inferidas durante largo tiempo por Hebert George Wells. Cuando aparecí todos se quedaron estupefactos. Los rostros denotaban una profunda incomodidad. Me moví con expresión insolente ante aquella sociedad masculina tan ofendida por mi escepticismo en pasados debates. Se me acercó uno de los ujieres de la "Debating" a quien se le había encomendado el desagradable encargo de despedirme. "El señor... debería... -musitó con voz apenas audible mientras muchos de los miembros del "Club" próximos a mí seguían nuestros movimientos sin despegar los labios. -Caballero... yo... en fin"... "¡Sí, sí, lo entiendo perfectamente -exclamé yo, expeditivo y mirando fijamente a muchos de mis antiguos compañeros- No necesito más explicaciones, tan sólo he venido hasta aquí en busca de Mr. Henry Emery. Es importante que hable con él de inmediato"... Inesperadamente, un viejo y fiel amigo, Mr. James Dawn, me tomó del brazo: "Querido Herbert, venga conmigo"... Nadie se atrevió a contradecirle, el ujier fue despedido, y ambos nos dirigimos hacia la Gran Sala de la "Debating", acompañados por ciertas gesticulaciones frenéticas de varios miembros del "Club" que no aprobaban mi comparecencia allí. "Su presencia me llena de contento esta noche... No se preocupe, déjelos que refunfuñen cuanto les plazca -me indicó observando las miradas de desagrado que nos observaban- y asista conmigo, les guste o no, al debate en que se hallan enzarzados en la Sala,... ya sabe cuánto valoro sus argumentos y para mí es un honor volver a gozar de su compañía"... "¡No, no, Mr. Dawn! He de salir de aquí cuanto antes, tan sólo deseo hablar con Mr. Henry Emery. Es muy importante para él y para su hija, Miss Beatrix, cuanto he de contarles. El tiempo apremia y..." "Pero Mr. Henry Emery y su encantadora hija se hallan de viaje, querido amigo" -me aclaró Mr. James Dawn- En París. Por compras. ¿Acaso desconoce usted el próximo enlace de Miss. Beatrix con Louis Jekyll?"... No sé exactamente que fue lo que sucedió después. Tan sólo recuerdo ruidos de paseos por los pasillos, exaltaciones que iban en aumento en la gran Sala de la "Debating", voces que parecían salir de todas las paredes. Fui observado con curiosidad por unos, otros sintieron temor a tenerme de nuevo entre ellos. Yo me sentí cada vez peor. Me desquité con aire enfático, lo reconozco; contento de dominar y desafiar de nuevo con mis palabras, como si arrojara puñados de azufre sobre los contertulios, el malestar indecible que mis argumentos racionalistas provocaran entre el auditorio... Huí poco después, es cierto, ante el desasosiego de Mr. James Dawn, que me acompañó hacia el exterior movido por su devoto afecto. No sé cuáles fueron las últimas palabras con las que me despedí de tan generoso conciudadano. Recuerdo su mirada dubitativa e inquieta. Debí asegurarle con toda seguridad que a partir de aquella noche el universo se hallaría a mi disposición... Llegué al caserón en un estado errático, lanzando miradas furiosas a todo cuanto me rodeaba. Reinaba la oscuridad y recuerdo que al penetrar en el mismo tropecé con un busto de Charles Darwin que se hallaba en el vestíbulo de entrada. Además, tal era la ira que sentía, que lo pateé. La cabeza de Charles Darwin se partió por la mitad. Mrs. Higgins, mi entrañable ama de llaves, un verdadero ángel, y extraordinariamente sensible al énfasis casi trágico que yo concedía en infinidad de ocasiones a mi por otro lado inexplicable comportamiento, me observó turbada y, ¿por qué no?, compadecida. Siempre recordaré aquellos pequeños despliegues de argumentos ilustrativos de su fidelidad hacia mi persona, y que ella me brindaba como elevados pensamientos reconfortadores, exhortándome con gran cortesía a iluminar de nuevo mi existencia con aquel equilibrio al parecer un tanto perdido últimamente. Mrs. Higgins subrayaba las palabras entre suspiros, y las mismas se perdían en una especie de murmullo confidencial y emocionado, como si, en su indudable bondad, se dejara llevar por un ideal materno: "¡Ay! mi muy respetado Mr. Wells, nunca entenderé por qué un hombre de tan altas cualidades se impone a sí mismo tales sentimientos dramáticos que no obrarán nunca en beneficio de su persona y de su talento. A qué perder el tiempo con semejantes trastornos. Se castiga usted inútilmente por faltas que jamás ha cometido. Nadie, y no hace falta que yo se lo repita una y otra vez, ha logrado nunca elevarse por encima de las miserias de este mundo. A qué empecinarse pues"... Mas aquella noche, ya inconmovible mi deseo de huida, aunque antes (algo que igualmente daba ya por sentado) se imponía dar fin a la existencia de Hyde, tenía que conservar firme mi cabeza. Mrs. Higgins se había entretenido un instante en recoger con gran esfuerzo las piezas esparcidas del busto de Darwin. "Déjelo usted, no vale la pena,... ese busto era un mamarracho -exclamé yo-, no pierda más el tiempo." Ella cuestionaba ahora mi estado de excitación de forma recelosa, aunque fijaba sus ojos, que brillaban escrutadores a la luz de la lámpara que había traído hasta el vestíbulo, ora hacia el suelo siguiendo con su labor de recogida, ora hacia mi rostro demudado. Luego, como si contuviera el aliento, me dijo: "Mr. Wells, creo haber oído de nuevo en el jardín los pasos que tanto me inquietan... esos ruidos que se han estado repitiendo tantas noches pasadas... incluso en el invernadero. Estaba tan aterrada que no me atrevía a salir de mi gabinete"... "Pues, siga usted allí y no salga, oiga lo que oiga"... "Mi sobrino, Mrmohorising ha estado aquí, preguntando por usted... La verdad, desearía que volviera..." "¡Qué demonios! Mejor que no vuelva. En cuanto a usted, enciérrese en su gabinete... Yo estaré en mi laboratorio. Permanezca allí, y no mueva un sólo dedo, no diga una sola palabra, intente calmar sus nervios, y se lo repito, no salga de allí bajo ningún concepto... No quiera saber nada, y alégrese de ello"... "Pero, Mr Wells" -gimió la pobre mujer-, ¿cómo he de entender esto? Se retira usted a su laboratorio y me deja con esta incertidumbre. Cada vez me asusta usted más... Y luego,... ¡esos pasos!"... Hice caso omiso de su asustada franqueza. "No quiero ser molestado bajo ningún concepto. No espero ninguna visita. -mentí- No estoy para nadie... ¡Para nadie!... La forma desaparecerá esta noche definitivamente... -creo que desvarié por unos instantes- ¡Y cuídese esa máscara!... -exclamé luego como un demente, dejando a Mrs Higgins totalmente desconcertada. La buena mujer no se dirigió a su gabinete hasta encender un par de lámparas más, y luego, supongo que sin dejar de estremecerse por mi comportamiento incomprensible, me dio las buenas noches en la semipenumbra con una voz que expresaba honda aflicción. La vi desaparecer por el largo pasillo que conducía al ala opuesta del caserón, y yo corrí hacia mi despacho con una de las lámparas en mi mano. Había perdido las llaves de los cerrados cajones de mi mesa de estudio. En uno de ellos escondía un revólver, allí depositado desde hacía mucho tiempo por gentileza de mi siniestro benefactor Louis Jekyll-Hyde, obsequio que yo jamás aprecié, y que él puso en mis manos como si quisiera fortalecer con aquel arma grotesca de la que jamás yo haría uso un imposible aliento de insinuante camaradería que reforzara, al mismo tiempo que la manifestación de sus propios horrores por venir, mi sometimiento (por él imaginado también) a sus siguientes experiencias de depravada criminalidad. ¡Cómo recuerdo su irracional estremecimiento de triunfo al entregarme el revólver!, exclamando: "Herbert, consérvala, posee el magnetismo de la muerte, justifica el castigo del hombre hacia el hombre, es una ofensa infinita hacia Dios, porque nos hace igualmente poderosos... Un arma es un dogma -y como si de un vaticinio se tratara, añadió: Alguna vez trastornará tu idea de la justicia divina, y deberás usarla"... En efecto, aquella noche mi "idea de la justicia humana" debía hacer uso de ella, y Hyde, que la puso en mis manos, debía ser el receptor de "su dogma punitivo": ¡la muerte!... Forcé los cuatro cajones de la mesa con el abrecartas. El revólver, cargado desde el primer día en que se depositó allí, se hallaba en el último. Corrí hacia el laboratorio, en el sótano, que poseía un ventanuco casi oculto por las enredaderas, y que daba al jardín delantero de la casona. La niebla era tan espesa que cualquier aparición o movimiento externo debía ser adivinado más que visto. Louis Jekyll, dueño de la casona, poseía todavía llaves de la entrada principal como de una pequeña portezuela trasera, al otro lado del jardín, que comunicaba con mi laboratorio. Sabía que no retrasaría su visita. Creí tener ya una ilusión efectiva de su presencia incluso a través de las inquietantes brumas que nos rodeaban por doquier. Mi "Máquina del Tiempo", extravagante, casi sobrenatural y perfectamente organizada para su finalidad última: arrancar mis vínculos a la época que me había tocado vivir y conducirme a un mundo nuevo, que yo habría de elegir entre los muchos que podría ofrendarme, se manifestaba ante mí como el testimonio más extraordinario (quizás monstruoso, pensé por un instante) de una inteligencia perfectamente organizada, y que siendo finita, había conseguido, no obstante, arrebatar la substancia de lo infinito a nuestro supuesto Creador. Esa substancia a la que llamábamos Dios, que no poseía Causa ni Origen, sino tan sólo Extensión de lo absoluto, que no tiene límites y los posee todos. Herbert George Wells y su "Máquina del Tiempo" jamás podría ya ser limitado. Era dueño del Pensamiento creativo más sublime y de su Extensión. ¡Oh, qué hermosa huida!... Sin embargo, aún tenía que mantenerme a la expectativa. Tan imposible resultaba ver desde el exterior la, en aquel momento, escasa luz de mi laboratorio como cuantos matorrales, árboles y macizos de flores poblaban el jardín envuelto en la espesísima niebla. Y mi visitante, desvanecido entre la misma, se dirigiría hacia la entrada principal, me buscaría en el gabinete, y, finalmente, a no dudarlo, aparecería por la puerta trasera del laboratorio, ya que la que daba a las escaleras del caserón había sido debidamente atrancada por mí con un cerrojo imbatible. Un pequeño destello atravesó la niebla y se detuvo delante de la verja. Un carruaje sin duda. No podía ser Hyde, pues jamás se habría atrevido a llegarse hasta la casona por medio alguno de transporte. Se trataba sin duda de visitas inesperadas, porque unos minutos después se dirigieron hasta la puerta del porche e hicieron sonar insistentemente la campanilla. Mrs. Higgins, con toda probabilidad, dormitaba en su gabinete y no abrió... No puedo precisar todo lo sucedido a continuación, pero sí puedo asegurar que Hyde se hallaba ya en el interior de las casona... Oí un grito, que me hizo comprender que algún siniestro encuentro se había producido entre Mrs. Higgins y Hyde. Estuve a punto de abandonar el laboratorio, cuando de pronto, tras lo que sin duda se trataba de un primer incidente con el monstruo, llegaron hasta mis oídos más voces, algunas reconocibles como las del joven sobrino de Mrs. Higgins, Mrmohorising. En inmediatamente el silbato de la policía nocturna... Aguardé. Mi aceptación de cuantas cosas terribles pudieran estar sucediendo en la casona no me absolvería jamás de mi vileza por haber sido el causante y permitirlo sin aventurarme a una observación personal de los hechos. La casona se había llenado de amigos conocidos, pues sus voces me resultaron extraordinariamente familiares. Confieso que me sentí muy reconfortado y casi aplaudí aquellas apariciones inesperadas. Di por hecho que Mrs. Higgins se hallaba a salvo. Y si Hyde había logrado escapar, cosa que también di por sentado, dado que conocía bien la excepcional agilidad y sus arteras artimañas para la huida (los silbatos de la policía seguían resonando entre la niebla, y no había para ello más explicación: Hyde no había sido apresado), ah, el lugar adecuado ahora para recibirle era sin duda el laboratorio, aislado de todo lo demás, lejos de la niebla, y Hyde podría hallar fácilmente su puerta trasera, la que no hallarían los demás. Vigilé la portezuela con una ansiedad contenida pero que a mis viejos conocidos bien podría haberles parecido locura si hubiesen tenido la oportunidad de observarme. Mas no mostré exceso de inquietud mientras mantenía el revólver apuntando hacia la portezuela. Tenía la certeza absoluta de que no tardaría en abrirse, como así fue. Hyde surgió como una visión infernal. ¡Oh aquel rostro! Me invadió una irreprimible oleada de la más insoportable de las repugnancias. ¡Y disparé... disparé repetidamente, hasta que el cargador quedó vacío por completo. Para entonces Hyde había escapado, herido de muerte quizás, aunque nunca llegaría a saberlo. Lo último que capté fue la recriminación dolorida y tremebunda que el monstruo me ofrendó: "¡Maldito cobarde!... !Traidor!"...