martes, 17 de septiembre de 2013

Democracia y civilización: "Semper Fidelis?"









 Autor: Tassilon-Stavros









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DEMOCRACIA Y CIVILIZACIÓN: 

 

"SEMPER FIDELIS?"



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Tiroteo en base naval de Washington DC dejó 13 muertos y 10 heridos 16-9-2013

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La actitud del pueblo se mostraba vacilante y no menos confusa en el ostentoso anfiteatro parlamentario  donde los "gallináceos cacareos dialogísticos de las asambleas políticas" no paraban de "poner huevos" a fin de que nunca faltasen nuevos gallos de pelea. Se aseguraba al desfavorecido ciudadano de a pie que podía ya batir el mismo parche que el Gobierno entrante: o sea, el derecho a intervenir en los debates del Estatal gallinero y expresar cualquier tipo de reservas en la flamante apertura política sin temor a represalias. A tal efecto, se distribuían octavillas cargadas de  palabras ininteligibles y hasta de errores gramaticales. A fin de cuentas, de lo que se trataba era de alimentar como fuere aquel creciente conjunto de nuevas presiones en las tramas políticas sobre la masa más ignorante, analfabeta en su mayoría.


Los adalides parlamentarios volvían a levantar cabezas y tratarían de granjearse el vasallaje hacia su recién votada Democracia, de leyes sociales supuestamente más justas y equitativas, para que todo el mundo pudiera dormir tranquilo. Pero de tal festejo (ya había sucedido con su antecesor, cuyo sueño también había velado la citada élite) serían los dignatarios caballeros "untados" que habían recibido una sólida educación para ejercer la inhóspita intriga, capaz de convertir las ambiciones mundanas en sagrados deberes de incontrastable moralidad democrática, los que otra vez iban a ejercer su dominio sobre la ciudadanía, eternas víctimas propiciatorias entre las que propagar las consiguientes epidemias progresistas que suelen desatar los Gobiernos que debutan. El lema electoral se basaba nada menos en que “la corrupción no conviviría jamás con la corrupción”. A cualquiera con dos dedos de frente le parecería increíble que un credo semejante pudiera ganarse al pueblo para su causa, porque a fin de cuentas no era más que un “credo que reanimaba el conjurado tejemaneje del irredentismo", y no digamos de la desesperación para los que siempre andaban con las manos vacías. Pero a las incongruencias se las suele llamar "aparentes"

Y otra vez a vueltas con lo mismo. El "calentito" fundido gubernamental, ahora depurado por el talante “conquistador” del recién llegado Poder Democrático, sacaba provecho de lo aprovechable. Y se imponía un derecho ilimitado de supervisión y censura moral sobre el escandalosamente relajado Gobierno anterior. Sus finalidades se volcaban en el orden, la prudencia y la eficiencia. Había que liberar a la nueva autoridad de la conciencia individual, único camino para recuperar la fe del pueblo en el debutante Cuerpo Administrativo de la nación. Su postulado no dejaría de insistir en la incapacidad burocrática, intolerante y epicúrea del Mandato precedente. Y debidamente propugnadas ya las esperanzadoras conveniencias políticas de los votantes, duchos en la materia reconquistadora de posiciones y nombramientos mejor remunerados, volvían éstos a poner el acento de la Gracia en sus contraofensivas, sin importarles un bledo desangrar sus propias honestidades. Así son siempre las más elevadas empresas de las Administraciones Estatales, tanto del mundo antiguo como del moderno: no dejarse turbar por ningún remordimiento, embrollar con términos más impulsivos si cabe la vuelta de los modelos anteriores, y mantener la misma posición de falsa fidelidad que alimentaran para encumbrar al anterior Jefe de Estado. Las nuevas elecciones alcanzaron, pues, la consabida victoria aplastante. Y como la osadía tiene espíritu misionero, la triunfal Coalición Gubernamental volvía a componer su catecismo, gozándose, como se ha dicho, en promover el escarnio hacia el “conquistado”: el Presidente cesado, cuyo mandato jamás había logrado orientarse (se conjuraba el electorado traidor en sus más feroces críticas) entre las corrientes del liberal pensamiento contemporáneo.

Todo el hemiciclo relampagueaba: las varillas doradas del artesonado, los espesos cortinajes, los amplios sillones de color rojo. El boato que siempre halagaba al Estamento Parlamentario y embobaba al pueblo. Apareció el  “Elegido” ante la totalidad de los allí congregados, muchos de los cuales ni siquiera le habían votado. Y expuso con palabras afiebradas los que habrían de convertirse en sus más notorios artículos de fe, medios por los que aquel principiante Régimen, bendecido, en definitiva, por una renacida Edad de Oro democrática, jamás se permitiría atentar contra el derecho colectivo de sus habitantes, nunca ejercería el menor abuso de fuerza, y de ningún modo volvería a ser explotado jerárquicamente por poderes fraudulentos. Y es que los Gobiernos casi siempre toman del Racionalismo griego lo que les es más cómodo (en este caso, el madurado protagonismo legislador de una Constitución –que hasta los analfabetos, cogidos siempre por sorpresa por las infecciones políticas, podrían llegar a solidificar- más robusta y tenaz en su prometida ética estatal), y descartan lo que les estorba.

-¡Nuestro orgullo, compatriotas, nunca más será incivil, porque jamás ejercerá de nuevo la violencia corruptora e hipócrita que alimentan los sobornos! ¡Somos los pontífices de una honesta y renacida Democracia! ¡Y el Gobierno tiene como misión obligarse a avanzar en sus designios de tolerancia y pluralismo, garantizando así la libertad de todos los hijos que integran nuestra gran nación! ¡Y los ciudadanos y el Estado deben, pues, a su vez comprometerse en defendernos de las desigualdades sociales con que la Naturaleza tantas veces nos ha castigado! ¡Esa desigualdad que siempre ha perdido al género humano! ¡Y así haremos de este mundo, donde lo que más impera es la violencia sin cuento, un lugar más seguro para toda la humanidad!

El conglomerado de la ciudadanía parecía prestar atención con cierta socarronería en la mirada, entre otras cosas porque, pese a su tosquedad, sabían que no escuchaban nada que no hubieran escuchado ya anteriormente. De lo que menos se había hablado era de la exención de impuestos, de la falta de trabajo, de la pobreza extrema y del hambre, y de una sanidad pública que sometía sus medios curativos a lavativas y sanguijuelas. Y es que cualquier Gobierno entrante debería aprender de una vez que aunque se proponga hacerse el ignorante con los ignorantes, casi nunca conseguirá la total credibilidad civil. Y pese a que cuanto se les prometía pudiera haber sonado de manera muy grata, los ciudadanos reconocían que, allí, en el pomposo gallinero Parlamentario, el nuevo Presidente electo lo único que hacía era incubar el mismo huevo puesto por el anterior; halagado en su vanidad por sus electores de “a dedo”, que eran los que en realidad le habían allanado el camino hasta la Jefatura del país. Y era la conciencia de los barones la que parecía inflamarse con los atractivos de una intelligentsia de lo más selecta, imaginando que la heterogénea audiencia de la iletrada población iba a prodigar con vítores de hiperbólica obsequiosidad a su Electo Jerarca, que era lo mismo que esperar que en media hora hubiesen recibido y asimilado una sólida educación humanística y social. Pero como más o menos dijo algún santo de esos que andan desperdigados por la historia del mundo, no hay sermón repetitivo que redima en bloque a las almas. En suma, que las buenas palabras de los Estados que se estrenan ya arrastran las penitencias que desacreditaran al que se fue, y su poderío las más de las veces consiste en hacer la pelota de la demagogia cada vez más gorda. Pero la lega ciudadanía tenía muy claro que “los buenos sentimientos no hacen a los buenos gobernantes”. Y eso sin haber oído hablar en su vida (por fortuna para ellos) de un tal Niccolò Machiavelli o Maquiavelo, que fue quien lanzó semejante afirmación.

Así, (a excepción de los barones), se generalizó el silencio: ni una sola aclamación, ni un solo aplauso por parte de los ciudadanos para el Presidente, que empezó a sudar. Tan sólo contaba ya con una última promesa que añadir a su discurso, y con la que esperaba  granjearse definitivamente la fidelidad del pueblo.

-¡Bueno, hijos míos!- ofrendó ahora un tono paternal el hombre que habría de regir los aparentemente brillantes designios de la patria- Mi última proposición...

Muchos se miraron entre sí, más desconfiados que optimistas, esperando verse conmocionados por alguna sorpresa electoral que pudiera aniquilar los fermentos angustiosos de sus eternas carestías, porque hasta aquel momento, como ya se indicó, el propagandismo presidencial no había hecho más que repetir las archiconocidas consignas de toda la vida.

-... es el gran as de mi baraja electoral: ¡¡la pena de muerte será definitivamente abolida a partir de ahora!! 

Y fue un frágil hombrecillo de edad avanzada, lengua más viva que la de un camaleón, aprendiz de brujo, de los que, pese a su ignorancia, se sabían al dedillo las triquiñuelas por las que suelen regirse las estructuras típicamente ciceronianas de los gobernantes, quien sobrepasó las proporciones del acontecimiento, y acaparó la expectación y el entusiasmo de todos sus congéneres:

-¡Oiga, mister Presidente,... qué diablos, si eso es lo mejor que nos va a ofrecer durante su mandato, por lo menos que empiecen primero los asesinos en serie!

martes, 3 de septiembre de 2013

Aquel mar

 




Autor: Tassilon-Stavros







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AQUEL  MAR



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Las tardes de agosto traían su promesa de alegría, cuando tras de mí quedaban huertos y casas, balcones y azoteas, y el mar aparecía en lontananza. Yo montaba en la borrica mansa, para sentirme extraviado y satisfecho entre soledades restallantes. Y el horizonte y el pinar se quemaban en una luz rigurosa, de mieles encendidas, aturdida en un ahínco de agua y espejismos.

La borrica se regocijaba por entre el pinar de sol, ya muy pálido y cansado, devorando hierba bajo la querencia de los gorriones, pino a pino, abrazada a la sombra,  e inmersa en la abundancia. Y gustosa del palmito, hocicaba luego en los bordes dulces del barro, tránsito fugitivo del manantial que se agitaba entre la breña. Aparecía en seguida una hondonada arenosa y amplia, ya a la vera del agua. Álveo blando de mi ensenada escondida. Un concepto de aislamiento arrancado al tiempo y a la codicia viva de sus hormigueros.

Y me concedía la soledad una jerarquía, una magnitud  tibia en la que se exprimía toda mi humilde sensibilidad para tentar la tierra y el clamor de sus aguas. Luego, una rápida dulzura sutilizaba mis sueños. Un latido intrépido, un vuelo candente de gavilán entre un cóncavo azul de brisas enroscadas. Y era mi lenguaje el silencio del pinar, mi acústica la crepitación fresca del incansable oleaje, y mi sosiego la vastedad del mar. Olor de germinaciones que contenía la apetencia de mi homenaje.

Y en el palpitante temblor sensitivo, vaciado en la luz fugitiva de la solana, cuando la transparencia aún diáfana me recibía en su lecho fresco, yo le hablaba al mar como a un abuelo que me trajera, en gigantesca orza vidriada, un verde jugoso de racimos desde el ejido de sus viñas. Urna del agua, recreo benéfico de mis baños agosteños, último rayo de sol eternamente perdido entre un coro cristalino.

Ya la anochecida se alzaba cojeando. Y más y más lejos se arrinconaba. Y a mi borrica mansa le vibraba el espinazo, temerosa de no tener más camino que la rambla. Ladraban los perros aldeanos. Y las revueltas y las sendas que pasaban por la bulla del pinar, las pitas y chumberas, los tapiales, las techumbres y balcones nítidos del burgo, y el río de polvo de la vieja carretera, o la gran alberca que el sol encendiera, todo se alborotaba por la brisa que desde el mar entraba. Internarse en el pueblo, aún iluminado por los terrados blancos, era ya seguir un camino de andadura amiga, mientras las lucecillas limítrofes, las huertas románticas, las arboledas barrocas, y el abanico titilante de los campos se iban trocando en afueras.

Y el mar, aquel mar, caricia reconfortante de mis siestas, recogía en su sombrilla lejana el vapor rollizo de sus olas, desvanecido todo rastro de algarabía y prisa. Y como el labrador suelta su carro frente al portal, dejaba yo, libre y saciado, mi paseo marinero, mi confín acuático, mis gaviotas en su cielo.