martes, 29 de diciembre de 2015

Eusebio Sofronio Hierónimus: alias "San Jerónimo"

 





Autor: Tassilon-Stavros

 

 

 

 

***********************************************************************************

EUSEBIO SOFRONIO HIERÓNIBUS, 

 

 

ALIAS "SAN JERÓNIMO"



***********************************************************************************

Cronicón hagiográfico Medieval
.....................................................

Eusebius Sophronius Hieronymus o Eusebio Sofronio Hierónimus, en griego Εúσέβιος Σωφρόνιος Íερώνυμος, y que luego, convertido ya en “Padre de la Iglesia”, pasaría a los anales históricos como San Jerónimo, había nacido en el año 340 en Stridone, oppidum posteriormente destruido por los Godos en 392, y situado allá por la Panonia, la actual Hungría. Cuentan los cronicones que había sido un niño antipático, quisquilloso, violento, pedante y, muy en especial, sensualmente desmadrado. Quizás estas cualidades nada edificantes fueran exageraciones de “predicadores de Cuaresma”. Pero algo de verdad habría cuando muchas comentarios de la época, de esos que no se paran en pelillos, concuerdan en afirmarlo, y porque Hierónimus, más adelante, no dudó en largarse al desierto a hacer penitencia, según él mismo cuenta, por sus “innumerables  y vergonzantes pecados”. Todo ello, como es bien sabido, resultaba mala cosa en aquel malhadado Medioevo pleno de runruneos discordes y confusos, cuyo espíritu del tiempo parecía únicamente ocupado en llevarlo todo al paroxismo más desenfrenado, ya fueran cualidades y defectos; extremismos partidistas y anhelos de justicia; plegarias y blasfemias; piedades y herejías, y aspiraciones a la belleza, al placer sexual y a la tentación relajadora de los vicios, fueran estos los que fueran.
 


Quince años antes del nacimiento de Eusebio Sofronio, tuvo lugar el Concilio de Nicea, promovido por el emperador Constantino I el Grande por consejo del obispo Osio de Córdoba, donde se había consolidado la naturaleza divina de Cristo, contra la herejía  del presbítero de Alejandría, Arrio, quien había predicado y convencido al mundo bárbaro de los Godos –pueblo germano y gallito que andaba zascandileando contra Roma desde cientos de años atrás allende los famosos limes del gran Imperio-, de que Jesús, como primera creación de Dios al principio de los tiempos, no era, por  tal causa, Dios mismo. La Historia es muy escurridiza, no siempre terapéutica, pero también algo sumisa y hasta angelical. Aporta, para qué negarlo, muchas magulladuras craneales, y algunos, por más que se esfuercen, hasta ni la aprenden y menos la entienden. Y con la Historia del Cristianismo, mejor no meterse, porque, como explicó más de algún enteradíllo, por nacer de herencia con rabo divino, acabaría por convertirse en una de las más pasmosas leyes de la "biología anímica". Y aunque lleve ya más de dos mil años tan amojamada como una momia, no se pudre ni a la de tres. 
 

Lo del Concilio de Nicea, por tanto, anegó, después de años de paganismo, los sesos pensantes de los habitantes europeos, cada vez más flacos en carnes. Miles se mostraron refractarios a las buenas nuevas del Cristianismo. Y los más esperanzados y pobretones exultaron, pese a años de convencimiento, desde que el mundo era mundo, que su fin no era más que el de convertirse en polvo tras la muerte. Y se conoce que de la mala uva que arrastraban por andarse siempre lamentando por la miseria que les proporcionaba "el placer" de reproducirse como conejos y estirar la pata con todas las facilidades que les deparaba el hambre, las guerras, y la Peste Bubónica (las hogueras inquisitoriales, por suerte para el pueblo llano, no se habían inventado todavía), se encariñaron con la nueva idea de poseer un alma “metafísica", por muy raro y confuso que resultara comprenderlo, y ahora confirmada por el ente divino de Cristo. Un alma intangible como digo, pero que merced a la cual podrían, quizás, vivir ya in eternis, gozando ¿de mejor vida?,... “oiga, ustedes perdonen”, diría más de un calibrador de tuercas comprometido con los oxidados señores feudales que machacaban solariegos sin que Dios los cogiera confesados o algún enterrador de los que se pasaban la vida con el “sic transit gloria mundi”: ... "más bien como le diera la gana al Creador de la vida terrestre", una vez al fuelle de la existencia se le acabara la paciencia y nos mandara para el otro mundo. Hubo sabihondos que aseguraron que la eternidad se componía de trescientos años, como la vida de los loros, pero eso fue después del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, porque, como es de cajón, ni Constantino, ni Osio de Córdoba, ni Arrio de Alejandría llegaron a conocer los loros. Las únicas cacatúas que pululaban por aquel entonces eran las resignadas y piadosas doñas Urracas, “sin alma”, ya que, como aseguraba la Iglesia, las pobres mujeres carecían de la misma; damas y doncellas cómodas de conseguir en los fríos castillos, y que reprimían sus tendencias charlatanas, robusteciendo su juventud y vejez en la adversidad y la privación, ateridas por el rocío que penetraba por las ojivas de los torreones y aromadas con clavo, azahar y sopas de ajo. 
 

.
Y así, tras el Cristianismo, empezarían pues a pulular Santos con apellidos rimbombantes, coadjutores temporales de la administración de almas puras y pecadoras, telaraña de la nueva Transfiguración con que se iba ya a tejer la vida medieval. Y que hallarían en Italia y, por extensión, en toda la escasamente pimpante y no menos tosca Europa, los ahora más tradicionales corsés de intolerancia con los que inmovilizar el espontáneo fluir de nuestros libres albedríos sociales y éticos, valiéndose de la ignorancia, grande como las catedrales que no tardarían en irse construyendo ya por las periferias de los pequeños burgos, de un continente que hasta entonces había perseverado en las labores propias del instinto humano, séase el sexo y el belicismo, criaturas, si cabe, ¡y vaya si cabe!, casi en su totalidad con cabeza de adoquín o pedrusco de la Vía Apia que era más o menos lo mismo.
 


Claro que, con respecto a todo lo expuesto, cada cual que piense lo que “pueda” o quiera, porque en esto si que caben también y hasta sobran teorías. Pero como a lo que íbamos era a confirmar que la dolorosa presencia del Crucificado y su Evangelio convenció al mundo Medieval de que el Cristianismo era la mejor manera de propiciar la nueva existencia de los que andaban, aunque vivitos y coleando, algo trastabillados por el flamante concepto del pecado, ahora ya definitivamente, tras el concilio de Nicea, consubstancial con la idiosincrasia pecaminosa del ser humano, la recién nacida Iglesia, sus Santos, Obispos y Papas se labraron un inimaginable porvenir histórico, erigiendo  leyes y tribunales que hacían cuanto podían por el inmenso “necromio” (hoy "morgue") humano que habría de rendir cuentas en el más allá, valiéndose sin dudarlo de un torbellino de sumarias reglas punitivas de volatineros servidores de Dios, dispuestos en todo momento a comerse al mundo por los pies dadas las correrías heréticas de quienes seguían sin pedir perdón al mundo de jarana y cachondeo que los había criado antes de la llegada de Jesucristo.  
 

Y como las variedades, siendo innúmeras, eran fáciles de clasificar en sus corrales, la Santa plantilla de verdugos matarifes -cuyas oscuras memorias vivían en el recuerdo de los mataderos de cochinos-, se pusieron a administrar con gran oficio sus nuevas responsabilidades, trincando al prójimo entre los garbanzos fermentados de sus potajes de concupiscencia e inmoralidad, cuya carnalidad rufianesca se trajinaba entre el sebo pringoso, poco dado a la vida beata, de las tabernas y prostíbulos de las inciviles parroquias de burgos y ciudades del continente europeo, principal caldo de cultivo de turbias relaciones humanas en las que se promocionaban heterogéneamente rameras, pederastas, algún que otro monje de incógnito, y obtusos soldadotes aborregados por la barbarie militar y el vino. La jurisprudencia de los nuevos tribunales eclesiásticos hacía, como hemos dicho, cuanto podía, según las sumarias reglas de la época, que no eran otras –como lo habían sido en las civilizaciones precedentes- que la “ley del talión”, o sea "el ojo por ojo", y ahí te quedas más ciego que un topo por los siglos de los siglos.  
 
 
Y cuando Jerónimo, ya mocetón, estudiante en Roma, y que, ¡escribirlo para creerlo!, sentía una fascinación “old fashion”, (bueno esto es un barbarismo mío, porque el inglés todavía  no era más que un churro pringoso mal escupido y sin futuro entre las nieblas druídicas de Stonehenge, que tampoco se llamaba ni “stone” ni “henge”, sino “Kkkrgingtonnnicjsssjoggos”, ¡a ver!), por la cultura clásica y había aprendido griego en los textos de Platón, Aristóteles y Tucídides, lo que era el Clero de Oriente y Occidente, pese a Nicea, donde habían dado el do de pecho Constantino, Osio y Arrio, seguía sin ponerse de acuerdo acerca de la naturaleza creada o increada de Cristo, y camorra va y camorra viene, seguía dividido y se excomulgaba mutuamente.


Y por eso, aunque me repita, hay que insistir en que el Cristianismo, por aquel entonces, es doloroso pero hay que reconocerlo -en el hoy por hoy, mejor me callo- era una ciencia, otros la llamaban disciplina, muy casquivana e inconstante, vamos que se comportaba como si llevase en sus entresijos una cabra montés que no dejaba de patear el Este ni el “Western” (y eso que no se había inventado todavía el cine, ni había nacido Nostradamus, que seguro que les habría predicho, aterrorizándolos, la llegada de un inquietante y venidero "eco" de "carnicera rosa conventual", y hasta de un monje guapetón, risueño y gafudo -¿qué sería eso?- que sonaría a “chonncconnneryyyyyyy” –... el "eco"-), bien, a lo que iba,... pues eso es lo que decían algunos desconfiados, redichos y listillos (los menos) que todavía concedían una importante “anuencia”, esa palabreja medieval hoy en desuso, a la Razón como ya hicieron los griegos, para buscar en ella una explicación de lo Creado.
 


Eusebio Sofronio Hierónimus, ahora casto Jerónimo, que todavía no era santo ni padre -de la Iglesia, no seáis mal pensados- se trasladó entonces a Aquilea, ciudad italiana, antigua colonia romana de la Iliria del 180 a.C., situada en el Adriático. Por allí pasearon, pues, muchas pantorrillas peludas de las cohortes de Roma y dos cónsules con inclinaciones imperiales, Flaminio Nepote y Manlio Acidino, ambos con rango  consular y pretoriano. Seguro que con esos apellidos debieron acabar mal: el Nepote envenenado por algún pariente al que tras haberle concedido la “meritocratia”, acabaría luego corrompido por el poder; el segundo con acidez perruna (yo me inclino más por las almorranas malignas, que hacían estragos por aquel entonces entre las vencedoras cohortes de a caballo). Lo mismo da, la historia no lo aclara ni nos importa. Pero como buenos romanos, les debió ir mucho eso de la adivinación del futuro, esa ciencia tan sumisa, pero que es muy escurridiza y demoníaca. Alguna pitonisa romana “bajo la incierta luz de la luna” les debió apolillar los corazones con el ansia de conquista; cruzaron los Alpes Julianos, armaron la de “Gladiatorus”, porque el emperador era el destornillado Comodo (sin tilde), séanse, las Guerras Ilíricas, y sin  ponerse nerviosos ni perder la calma, que así era como cosechaban los pimientos de la victoria los grandes romanos, apalearon y descabezaron (cortar cabezas, no echar un sueñecillo, que conste) las voluntades malavenidas de los pobres "illyrois", griegos que habitaron la Iliria durante siglos. Y la colonia quedó establecida con plenos derechos latinos. 
 


Eusebio Sofronio Hierónimus que, según decían, había alcanzado tal grado de concienciador aliento cristiano, capaz de encandilar a ingentes cantidades de marmotas medievales y señoritas casaderas, abjuró de los filósofos, fundó un monasterio y empezó a sermonear a los desmarridos aquileos que por allí pasaban más hambre que un lagarto tras una pita. Era un gritón melancólico, algo sepulturero porque siempre andaba liado con los fuegos del infierno, vegetariano convencido, que se sometía a vigilias y ayunos, y se pasaba el día de rodillas, reza que te reza, mientras ponía de vuelta y media al gordinflón Obispo de la villa, que en punto a moral y buen yantar, era bastante acomodaticio, y las enseñanzas de humildad y pobreza del mismísimo Jesucristo se la traían al pairo. A los aquileos también, para qué negarlo. Y eso de ¡”Arriba los corazones en nombre de la fe verdadera"! y ¡”Qué labia tienes, Jero, pareces la Sibila de Cumas”! no les levantaba demasiado el espíritu, más bien acababan todos con dentera por no poder contradecir ni mandar a que tomara baños en el Adriático, que eran muy sanos, al monje manso pero escandaloso, que tampoco tenía motivos para quejarse tanto, al fin y al cabo le esperaba un futuro en los Altares de la Cristiandad.


Eusebio Sofronio Hierónimus, harto ya del Obispo glotón, y de que la única intrínseca bondad e inteligencia que esgrimía el pueblo de Aquilea era la de razonar como besugos, dio el cerrojazo al monasterio donde había cohabitado con más ratas que hombres, cogió su zurrón escaso en viandas: una lechuga y un par de cebollas, se apretó el cinturón del sayal, digo yo que para mostrar a los aquileos su cinturita de avispa, porque el pobre debía estar hecho un espárrago triguero, y les expectoró, mitigando su pena de cristiano convencido y cabezota: “Me voy con Dios, y vosotros que lo veáis, aunque la última admonición que os esputo es que no disfrutéis de vuestras herejías con salud. ¡Ahí queda eso!" Y a la acomodaticia villa de Aquilea la bautizó como “La Sodoma de la Iliria”.
 

El futuro santo anduvo por Antioquia en el 379, y fue ordenado sacerdote. Tenía 39 años pero los cronicones cuentan que era ya un viejo enfermo, canoso y macilento. Más que santo fue un moralista batallador. El más huraño de los padres de la iglesia. Pero estaba obsesionado por el sexo que, desde su perniciosa y concupiscente juventud, jamás volvió a practicar. Había conocido en Roma a una hermosa joven llamada Eustoquio (con “o”), a la que le escribió una carta exaltándole los placeres de la castidad, quizás porque, en su rigor, como se dijo, había olvidado ya los de la lujuria. Aseguraba que podía perderse la virginidad incluso sólo con el pensamiento, y recomendó a Eustoquio y a otras doncellas, para conservarla, el cilicio y el ayuno. La abstinencia continuada acabó con la vida de una de ellas en el 384, y su familia romana: padres, hermanos, tíos, y algún pariente más, acabó por apalearlo. 



Eusebio Sofronio Hierónimus huyó a Belén junto a su obnubilada virgen Eustoquio, viviendo con ella en una cueva. La joven descendió a la tumba hacia el 415 consumida por la tisis. La pérdida de su no menos misántropa compañera lo precipitó al peor de los desconsuelos, quizás porque en el último momento se quedó con las ganas de probar lo que no había vuelto a probar desde su adolescencia. Y aislado definitivamente del mundo, el casto Jerónimo murió en la más completa soledad. Y corría tan sólo el año 419. 
 

Seguro que más de uno pensó que, andando el tiempo, las inclinaciones por repartir tanta torrija cristianizante y su divino soplo no pasaría de ser un sueño irritante de esos de los que se puede huir. Pero ¡qué va!, porque todo progreso acostumbra a empaquetar muy bien sus servidumbres, y de nada le vale al hombre querer substraerse a la evolución de la especie y de las instituciones. Y los áureos inflagaitas de la religión y otros incentivos han seguido, siglo tras siglo, domingo tras domingo, Navidad tras Navidad, con su molinillo parnasiano de que por la "Fe, te salvas, tío" "¿De qué?"... "No sé, pero fíate, hombre... ¿Y si te toca?"... Ya se sabe, que el que se pone nervioso, más pierde.
 


jueves, 24 de diciembre de 2015

Diciembres de mi infancia...




Autor: Tassilon-Stavros
*************************************************************************************


DICIEMBRES DE MI INFANCIA....



*************************************************************************************



Media Diciembre entre esos ambientes, lo confieso,
que nos ahogan de una suavidad verde y tierna.
Pesquisa ceremonial de una insondable revelación.
Perfumes navideños entre una permanencia impasible de tradiciones.
Fiesta de multitudes, aniversario que mueve la rueda del oropel,
como fastos extenuantes que se asoman a un jardín de devoción.

*

... Recuerdos de infancia, pasillos y alcobas de casa grande,
envueltos en una pueril animación nazarena,
cuando yo me levantaba para sentir el tiempo en sus sillares,
y me proyectaba en los caminitos viejos del Belén,
mundo magnífico de modelaciones con blandos sabores a edén. 

*


Bancalillos escalonados, lindes de musgo y de cartón.
Anhelos de presencias corporales. Desbordado prado de palmeral.
Masa torrencial de figurillas entre sueños de sarmientos.
Balcón de mis gozos infantiles, pórtico abierto a una rambla de cristal,
para que un dios predestinado, en la unidad clásica de lo mitológico,
transfundiera su tono de serenidad en la umbría azulada de su nuevo retoñar.


*

No me mueve indiferencia sombría hacia tan tremenda liturgia.
Pero mi arrobo florece ahora en el aposento callado de mis noches.
Y rehuyo el tránsito que repica ante la lumbre de los porches del capricho.
Mi milagro navideño es la sencillez de mi recinto; la amistad mi júbilo.
Y frente a los soles urbanísticos y rótulos chispeantes,
antepongo el alborozo pálido de los campos de invierno.


*


Y aún navego entre heladas sensaciones, bajo tartamudeos de suspiros rielantes,
que, desde el cancel inmenso de los cielos, despliegan sus diosas vehementes.
Porque mi Natividad es tan sólo resonancia íntima, niñez que respira con ansia.
Laurel de fantasías, de Orientes lejanos e imposibles entre perfiles de cuento.
Veredas de río, mantillas de palmas, liturgia de bellezas solitarias y dinásticas,
aquéllas que todos soñamos en las Nochebuenas felices de la infancia.


jueves, 17 de diciembre de 2015

Tras el reencuentro





Autor: David Moreno Lobato







***********************************************************************************


TRAS EL REENCUENTRO



***********************************************************************************

No puedo remediar estimarte, entretenerme en tus palabras y perderme en esas frases anecdóticas y llenas de sabiduría,

que disparas al hablar casi sin pensar; con la misma facilidad y naturalidad que la acción de respirar,

a la velocidad de un salto de agua de un arroyo. ¡Qué vitalidad!

*

Un rato de tu tiempo, que llena de alegría y encanto a los que te quieren,

a quienes te miran y te ven, te oyen y te escuchan, te tocan y te repetan.

Magnífico cóctel de sentidos que envuelven tu presencia por estos lares.

*

Y tú, con cierto aire de morriña, esperando el momento, la fecha de partida, inicias tu vuelta al trasiego.

Afortunado varón que has conseguido rodearte de placer.

Placer del corazón, ese que te conquista cada noche y que vela los amaneceres de tu cielo.

*

Ansiosos y contentos quedamos a la espera de tu reencuentro, tendiendo puentes y abatiendo muros,

dando luz a la noche y descubriendo rincones llenos de poemas, 

palabras de amistad, amor y dulzura que surgieron del corazón de algún poeta.











domingo, 15 de noviembre de 2015

Bonifacio VIII: Jubileo y monopolio apocalíptico del Papado -Final-






Autor: Tassilon-Stavros


***********************************************************************************


BONIFACIO VIII: JUBILEO Y 

 

 

MONOPOLIO  APOCALÍPTICO 

 

 

DEL PAPADO   -FINAL-




***********************************************************************************
Con ocasión del Jubileo habían ido también, entre otros embajadores, los enviados del nuevo Sacro Romano Emperador, Alberto de Austria. Su título era meramente nominal. Pero daba prestigio y lustre, y los príncipes alemanes se lo disputaban con empeño. Alberto se lo había arrebatado en el campo de batalla a Adolfo de Nassau, que no dudó en entregar su vida, muriendo en su empeño por defenderlo. Bonifacio, redomado y egocéntrico actor de hábiles, ruines e hipócritas artimañas intrigantes, una vez enterado de la muerte del timorato Adolfo, no dudó en prorrumpir en grandes lamentos. Sin embargo, su actuación no logró ni por un instante convencer a cuantos se hallaron presentes en su demostración lastimera, porque el falsario Pontífice jamás había movido un dedo por ayudar al desgraciado emperador Germánico, que no había dudado en aliarse con los ingleses para oponerse a Felipe IV de Francia.



Bonifacio, siguiendo con sus estrategias, que consistían en aprovecharse de todas las situaciones que pudieran ser favorables a su nefasto Papado, se declaró de inmediato dispuesto a perdonar a Alberto de Austria, y hasta decidido a colocar con sus propias manos la corona imperial en la cabeza del austriaco si éste renunciaba a la Toscana, ya que había pensado nombrar rey de esta región a un pariente suyo. En realidad, se apresuró a añadir que, como Representante de Cristo en el Vaticano, no tenía necesidad alguna de pedir permiso a nadie, ya que todas las tierras pertenecían a la Sacrosanta Iglesia Romana, razón por la cual podía disponer de ellas con toda libertad. Pero "prefería -según hizo saber a Alberto de Austria- no suscitar la cuestión irrebatible de su Poder y resover así aquel asunto de acuerdo con su Emperador." Cogidos por sorpresa, los enviados respondieron que no tenían poderes para acceder a semejante transacción. Entonces, Bonifacio escribió directamente a Alberto, a quien más tarde Dante echaría en cara, con acerba frase, el haber vendido "el jardín del Imperio". Pero Dante no se había informado bien de que la petición del Papa había caído en saco roto, puesto que Alberto no vendió absolutamente nada al intrigante Pontífice. Por el contrario, a las lisonjas y, cómo no, también a sus amenazas, respondió que no se creía con derecho a realizar aquella renuncia. Bonifacio, como era de esperar, tuvo otro de sus característicos accesos de cólera, pero decidió después no conceder al asunto más importancia de la que tenía, que era bien poca, ya que, en todo caso, la renuncia no hubiera podido consistir más que en un "Pergamino Real" sin ningún valor, del que se habrían burlado los toscanos, y en especial los florentinos, dando así por cierto que su decisión no tenía más que un camino: la de oponerse por completo al ambicioso proyecto de Bonifacio. Éste ya había tomado puntualmente sus medidas, y se había rodeado, tiempo ha, de importantes personalidades florentinas, entre otras razones, (y muy en especial las que pudieran demostrar al mundo que su potencial como dueño y señor de la tiara Romana no era un simple ornato superficial), porque sentía verdadera debilidad por aquellos "expertos en virtudes", como se consideraban a sí mismos, los florentinos.

El escasamente equitativo y maquinador Papa, siempre movilizando sus intereses propios, los llamaba "la sal de la tierra". No en vano florentina era su Banca de confianza, la de la familia Spini, que actuaba como recaudadora de impuestos en sus Estados Pontificios. Y dado que no siempre la recaudación bastaba para sanear el presupuesto del Romano Pontífice, experto en vaciar sus arcas para mantener el régimen de lujos mundanos en que se movía, Simone Spini era su "banquero de manga ancha", que no dudaba, cuando los fondos papales de iban agotando, en conceder nuevos préstamos al insaciable Bonifacio, a largo plazo y modesto interés. Los astutos maliciosos, bien enterados de como se fulminaban los caudales de la malhadada empresa de aquella Roma Pontificial en manos del monopolizador de todos los vicios habidos y por haber que era Bonifacio, tan irrefrenable en sus ambiciones de mando como en sus orgiásticas y corrompidas impiedades frente a los placeres mundanos, aseguraban que el banquero Spini también le ofrecía a su Pontífice otras muchas cosas: muchachas y mozos, concretamente. En determinado momento, el banquero florentino era acreedor de una suma astronómica para aquel entonces: 580 mil florines de oro. Sin embargo, no quebró. Muy al contrario, sus negocios iban viento en popa, porque Simone Spini había admitido como socio capitalista a un tal Jacopo Caetani, que se hacía pasar por sobrino del Papa, y no era más que un pariente lejano. Jacopo resultaba muy útil a las argucias de Bonifacio; contaba con él para llevar a cabo todas las corruptelas promovidas por la Iglesia, cuyas injerencias esgrimían el acostumbrado desequlibrio de una justicia plenamente identificada con los principios intolerantes y degenerados del Pontífice. Éste lo tenía en sus manos, tal vez, como aseguraban de nuevo los maliciosos dueños de la verdad, porque Jacopo Caetani era más canalla que el mismo Papa y todos cuanto le rodeaban, y "sabe Dios" que para ello se requería serlo mucho.

Otras muchas familias florentinas, que adquirían el mismo significado de "facción adicta" al adulterado trono pontificial, partidarias incondicionales de las infinitas corruptelas papales, recibieron muestras de simpatía por parte de Bonifacio. Un niño de once años, perteneciente a la no menos poderosa familia de los Buondelmonti, fue nombrado canónigo de la Catedral y colmado de beneficios. A un escolar de catorce años le asignó una canonjía en Cerdeña, y otra fue concedida a Tegghiaio dei Cavalcanti, que, como ya se puede suponer, carecía por completo de los requisitos y la edad necesaria para regentarla. Los significativos desórdenes instalados en el reino Vaticano, aquella eterna mezcla de tiranía, crueldad, depravación y doblez de la que se responsabilizaba felizmente y a sus anchas el pervertido Papa, no señalaban tiempos tormentosos que pudieran llegar a desligar su suerte en un desarrollo de acontecimientos capaces de arrebatarle su afianzada potestad frente a gran parte de la burguesía capitalista que lo odiaba. Bonifacio tenía el oído atento para captar las noticias, en especial las florentinas, que eran las que más le interesaban, y, desde luego, también los chismes que sobre él recorrían las ciudades italianas, sobre todo en Roma. Por ello, era capaz, en su canallesco comportamiento, de esgrimir su falsa benevolencia en cuanto se enteraba de que cualquier familia trataba de turbar la paz, según él, instaurada en su reinado. Y como valedor del orden eclesiástico y terrenal que aquel Dios en el que no creía le había encomendado, y cuya divinidad, dado su ateísmo, podía atribuirse a sí mismo con la insolencia que le caracterizaba, intervenía en todos los enfrentamientos como Santo Padre pacificador. Una de sus especialidades más renombradas eran los matrimonios entre familias florentinas que se odiaban, y para los que parecía tener auténtica vocación. Concedió una licencia especial al conde Tegrimo di Modigliana para que pudiera casarse con su prima Giovanna y zanjar así las discusiones que dividían a las dos ramas de la familia. Y en otra ocasión, a fin de conciliar los rencores de otras dos familias, los Guidi y los Tarlati, medió para que se celebrase una boda entre hija e hijo de ambos.


Algunas de estas familias, dueñas de grandes posesiones y castillos en el Casentino, región estratégicamente decisiva para el dominio de la Toscana, no negaron sentirse halagadas por aquella frenética actividad de mediador que el astuto Papa desarrollara en su favor. Y, como era de esperar, correspondieron con celo a sus favores. En consecuencia, cuando en 1297 el arcipreste Roberti di Prato llegó en nombre de Bonifacio a solicitar auxilio en una lucha que mantenía contra la familia Colonna, el "Consejo de Ciento" aprobó una movilización de 600 infantes y 200 jinetes, que fueron a la lucha uniformados con una cruz roja sobre el peto blanco. Semejante empresa provocó un entusiasmo de cruzada. Hubo florentinos que, en vista de que no podían tomar parte en la expedición, por su edad o por sus achaques, armaron a sus criados, con la obligación de representarles y de redimir así sus pecados. Hasta se estableció una tarifa para tal rescate: se requerían dos meses de milicia a expensas de quien los enviaba, para que aquel que los enviaba obtuviese la indulgencia de que se hallaba necesitada su alma. Y piadosas matronas florentinas, de avanzada edad, al morir, decidieron legar los fondos acumulados, ya fuera por viudez o por algún otro medio, mantenido en secreto, según la virtud o vida más o menos licenciosa que les hubiera permitido hacerse con ellos, para vestir y financiar a un "crucesignado", amortizando con ello sus posibles y encubiertos desvíos de juventud. Todo este celo lo suscitó el cardenal Matteo di Acquasparta, gran tribuno romano, nombrado por Bonifacio "Legado para Toscana".


Finalmente, Bonifacio logró acabar con la resistencia de los Colonna merced a las adiestradas y bien pertrechadas tropas que pudo recabar mediante los ingentes préstamos florentinos de las familias Pruzzi, Scali, Mozzi, y algunas más que se habían sumado a los Spini. Pero lo que Florencia ignoraba es que el falsario Pontífice, máximo protagonista en lo que a ofrendar espectáculos de ruindad, envidia e ingratitud se refería, ya se hallaba dispuesto, una vez despachada la familia Colonna, a invadir y adueñarse de Florencia, utilizando para esta nueva tropelía vaticana a los soldados de Carlos de Valois, a quienes los florentinos apodaban burlonamente "Carlos Sintierra". En estas controversias e intrigas figuraba también el ya anteriormente citado Corso Donati, jefe de la facción "Negra", a quien Florencia había proscrito tiempo atrás, y acabó siendo acogido en Roma, con gran solicitud, por el Papa. Por aquel el entonces, ya andaba intrigando con Bonifacio con respecto a sus propósitos anexionistas de la Toscana. La operación no era nueva, puesto que el Pontificado se había dirigido  también, treinta años antes, a Francia para que le enviara un ejército a fin de liberarlo de la amenaza de los hijos de Federico Hohenstaufen, Manfredo y Conrado.

Carlos de Valois, cargado de catorce hijos, diez de ellos hembras a las que había que casar, preparándoles una dote de la que, naturalmente, carecía, era hermano de Felipe IV "el Hermoso", rey avaro y calculador, a quien, ya se comentó, no gustaban las aventuras que pusieran en peligro la estabilidad de su corona y que, además, detestaba al clero. Carlos era un hermano indeseado, inútil y parasitario, y como él mismo expresó en multitud de ocasiones "sin puesto ni sueldo". Y fue precisamente para quitárselo de encima, por lo que Felipe aceptó que Carlos se pusiera a las órdenes del Papa como Capitán General y Pacificador para la Toscana. Los "Negros" de Donati se habían comprometido con Bonifacio, previamente y mediante las consabidas intrigas, dados los rencores encubiertos que el "guelfo neri" Corso guardaba en su interior. Odio que había reservado para facilitar el golpe definitivo en la toma de Florencia,  y ponerla en manos del Pontífice. No obstante, Felipe, que tan sólo había accedido a enviar a Carlos y algunas tropas a Italia, siguió mostrándose cicatero a la hora de ofrecer más hombres y más dinero al insaciable Pontífice. Así, Bonifacio, previniendo que sus anhelos descomedidos de poder llegar a gozar de plenos derechos políticos sobre Florencia y el resto de la Toscana, podrían llegar a ser frenados por la conocida avaricia de Felipe, preparó para Carlos, viudo de Margarita de Anjou-Sicilia, un nuevo y  prometedor matrimonio con Catalina de Cortenay, heredera (teórica) del Imperio de Constantinopla. Y el iluso Carlos "Sintierra", como era de esperar, quedó deslumbrado por semejante espejismo -destinado, para su desgracia, a quedarse únicamente en eso- y convenció a su hermano Felipe para que le concediera un apoyo más consistente a fin de poder llevar a buen puerto la obstinada ofensiva que Bonifacio alimentaba contra la Toscana, traicionando a los banqueros que le habían avalado con sus muchos prestamos.

El trato se hizo precisamente cuando concluía el Jubileo, a finales del mismo año. Los florentinos, que eran duchos en poner el mismo empeño en la incredulidad que en la fe de que siempre habían carecido, en vez de unirse a la resistencia contra la soberbia de aquel Papa traidor y blasfemo que lanzaba contra ellos las facciones de Carlos de Valois con el fin de desangrarlos, siempre movido por su exaltada ambición sin freno y la no menos esperanzada ansia de llegar a hacerse con el poder en Florencia, en vez de unirse a la resistencia contra las tropas Vaticanas comandadas por el de Valois, se dividieron por completo, movidos, (como al parecer era ya práctica famosa en la ciudad, según no dudaría en asegurar Dante Alighieri), por sus arraigados instintos de un civismo árido, egoísta y mediocre en lo que a su convivencia se refería. Tanto es así que, en efecto, la plebe de Florencia no dudó en promover sangrientos altercados, incendios y saqueos, haciendo caso omiso al uso de las armas de que había echado mano Bonifacio a fin de adueñarse de la ciudad. Dante no fue sólo testigo, sino también protagonista de aquellos alborotos y convulsiones. Sobre su testimonio, pese a todo, hay que hacer alguna reserva: la de formar parte de una parte florentina lesionada, es decir, parcial e injusta. Aunque también hay que destacar que ningún poeta llegó a encarnar como él su propia época, con sus grandezas y miserias, con sus creencias y supersticiones, con sus anhelos y sus prejuicios.


Ni que decir tiene que aquella sangrienta algarada antipatriótica organizada por los habitantes de Florencia favoreció la entrada en la ciudad, provisto de una nimia tropa de soldados, a Carlos de Valois. Los florentinos, dando muestras, dice Dante, de que no eran más que una "acomodaticia y tributaria masa de ignorantes" acogieron al "Sintierra", que llegaba con la bendición del Papa Bonifacio, como un verdadero pacificador. Pero los verdaderos y enormes charcos sangrientos que enlodaron Florencia durante aquel dramático descontrol cívico fueron generados por los "Guelfi Neri" del desterrado Corso Donati, que supo aprovechar los enfrentamientos a que se habían entregado los florentinos para vengarse y arreglar sus cuentas con su enemigo más acérrimo, el banquero Vieri  dei Cerchi, que capitaneara la facción opositora de los "Guelfi Bianchi", y a quien se había enfrentado en la famosa Batalla de Campaldino -en la que también se encontró Dante Alighieri-, siendo derrotado por la familia Cerchi, y que había motivado su destierro de Florencia.

De la masiva venganza llevada a cabo por Corso Donati, en aquel final de año 1300, también Dante hubo de pagar un "durísimo tributo como enemigo de la patria", o, como muchos indicaron, su "setena", o castigo superior a la culpa cometida, que no fue ni mucho menos equivalente al horror en que se había visto inmerso. La conquista de Florencia no fue, en efecto, una operación satisfactoria para Bonifacio, sino una especie de victoria frente a las intrigas mantenidas con el Pontífice por Corso Donati, quien ayudado, aun sin pretenderlo, por las ambiciones de Bonifacio, la escasa tropa de Carlos de Valois y las discordias que entre sí alimentaban los propios florentinos, pudo satisfacer, junto a sus bandidos "Neri", sus estudiados y ansiados resabios vindicativos contra el "Bianchi", Vieri dei Cerchi.

Si retrocedemos un instante y a grandes trazos sobre  la relajación vergonzante y los abusos cometidos por Bonifacio VIII, pese a su famoso Jubileo, que no habría de pasar a la historia por sus méritos cristianos, hay que volver a ampliar la visión siniestra de tan irrefrenable gangrena moral como la que seguía cerniéndose sobre las pasiones mundanas de aquel Pontífice cínico, frío calculador, y tan vanidoso y déspota como hábil propagandista de sí mismo. Su ruindad notoria había avivado y seguía avivando de tal forma el odio que los romanos llegaban ya a sentir por él, que no debe asombrarnos el hecho de que, en una de las raras ocasiones en que se halló gravemente enfermo (al parecer, fueron los primeros síntomas de los cálculos renales que le atormetarían durante toda su vida), el médico que logró salvarle la vida momentáneamente acabara por convertirse en el personaje más odiado en Roma, después claro está del mismo Papa. Sólo algunos de los más apegados cardenales a la supremacía pragmática y escasamente ortodoxa del reino Vaticano fueron capaces de enorgullecerse (porque sus posturas también se hallaban más acordes con las preocupaciones terrenas del lujo y de sus prerrogativas que con los escrúpulos espirituales),  de contar con un Papa para el cual el mundo no había sido jamás un sueño de Dios, sino una apasionante aventura terrenal entretejida de las más abyectas ambiciones pecuniarias, saboreable únicamente en lo que a su mundanidad se refería y de la mejor manera posible, aunque, eso sí, ejerciendo una intransigencia inquisitorial sobre cualquier otra potestad terrena que tratase de conculcarla.


Pese a todo, Bonifacio no pudo evitar el hedor de disidencia con que la sociedad, no sólo civil sino gran parte también de la eclesiástica, seguía condenando todas y cada una de sus actuaciones. No hay que olvidar que fueron muchas las voces seglares que se habían alzado contra él en toda Europa desde la desaparición del ascético eremita Pietro Angeleri di Murrone o Morone, su deslegitimado predecesor, elegido Papa con el nombre de Celestino V, quien, con sus 85 años a cuestas, no dudó en aceptar el Papado con la simplicidad evangélica preconizada por Cristo, rechazando cualquier símbolo del poder imperial que le confiriera el Vaticano. Y que una vez obligado, a instancias de las intrigas llevadas a cabo por el mismo Caetani, su inmediato sucesor con el nombre de Bonifacio VIII, éste lo sometiera a un patibulario juicio, condenándolo al destierro en Fulmone, donde fallecería tras diez meses de confinamiento. La crueldad ejercida contra Celestino V era la misma que había caracterizado a muchas mal llamadas "herejías", que no habían cometido más delito que las de preconizar la humildad y la austeridad contra la potencia secular, política y pragmática de la Iglesia. Y con él, hasta el momento, desaparecía el único Papa verdaderamente cristiano. A la rigurosa moral, al celo y al anhelo de purificación de Morone le bastaba la palabra de Cristo, la fe contemplativa, y, como repetía, "la Verdad revelada por las Sagradas Escrituras". Tras su condena y su exilio, Celestino V no tuvo el menor escrúpulo ni tenía por qué tenerlo al vaticinar  la única realidad que habría de rodear a partir de entonces el reinado de Bonifacio: "Brincáis como un zorro sobre el trono vaticano, con toda seguridad reinaréis como un león, pero no es menos cierto que moriréis como un perro". A este augurio también añadió una feroz diatriba un cardenal de la curia, Llanduf, que odiaba a Caetani, y no había abogado por su elección: "Todo él es lengua y ojos felinos, lo restante es todo carroña".

Bonifacio no pudo llegar a beneficiarse de la caída de Florencia en manos de sus secuaces, los "Guelfi Neri" de Corso Donati y el escaso soporte que significó la presencia en Toscana de las tropas de Carlos de Valois. Los planes del ambicioso Pontífice se fueron al traste, porque inmediatamente se suscitó un violento litigio entre él y Felipe IV. La primera reacción del rey francés fue la de empecinarse en paralizar la actividad imperial pretendida por Bonifacio y en limitar acto seguido todos y cada uno de los poderes que pudiera otorgarle la Tiara Vaticana. Felipe había exclamado: "Bonifacio es un maldito tirano, un blasfemo desvergonzado, un hereje roído por los vicios más abyectos, que gusta del placer con hombres, y que por su depravación se halla enfermo de sífilis", descargando con aquellas palabras (por otro lado totalmente ciertas) toda su furia contra la malignidad papal, y muy especialmente porque Bonifacio no había cumplido la promesa, tras recabar la ayuda de las tropas francesas, de designarlo Emperador. Un servidor del rey exultó ante la corte: "En verdad, la espada del Papa está hecha simplemente de argucias y ruindades, la de mi señor de acero".


La actuación inmediata de Felipe contra Roma fue la de poner término a sus relajaciones tributarias e implantar de inmediato fuertes gravámenes al pendenciero y gazmoño clero europeo. El consabido arrebato, las amenazas y las fanfarronadas arbitrarias de Bonifacio no se hicieron esperar. Y envió al rey francés una bula, "Ausculta fili" ("Escucha hijo"), que se hizo pública el 5 de diciembre de 1301 (y con la que reprobaba al rey por no haber tomado en cuenta su anterior bula, la de "Clericis laicos" sobre las decretadas gabelas a los clérigos), en la que repetía su pretensión al patronato sobre todos los soberanos temporales. La bula que en realidad circuló por Europa fue otra llamada "Deum time" (probablemente falsificada por el canciller y legislador del rey francés, Pierre de Flote), en la que se hacían constar cuidadosas frases de la altanería Pontificial: "...Scire te volumnus quod in spiritualibus et temporalibus nobis subes ("... Queremos que sepas que tu eres nuestro súbdito tanto en los asuntos espirituales como en los temporales"). Como si ello no bastara también se añadía que "quien lo negara era un hereje", lo cual era una frase hiriente para "el orgulloso nieto de San Luis", autoritario, anticlerical (jamás había ocultado la profunda aversión que sentía por la Iglesia), y por ello mismo contrario siempre a todos los beneficios eclesiásticos. Y Felipe no dudó en mostrarse esta vez más intratable que nunca frente a las pretensiones papales, muy especialmente en cuanto se tocaba semejante materia. Leyó así el mensaje del Pontífice ante su Corte, echó mano de aquel Dios en el que él, al igual que Bonifacio, tampoco creía (pero al que no le importaba recurrir cuando se dejaba arrastrar por sus áulicos arranques de autoritarismo), clamó por la maldición del mismo sobre quienquiera reconociese una autoridad terrena superior a la suya e hizo quemar el documento Papal en la plaza pública. Bonifacio, a su vez, el 13 de abril, lanzó la excomunión contra él, y diecisiete días después proclamó Sacro Romano Emperador a Alberto de Austria. Felipe y sus consejeros habían tomado medidas para quitar fuerza a la decisión papal o para prevenirla en un momento decisivo. El plan consistía en apoderarse de Bonifacio y obligarle a abdicar, o si se oponía, traerlo ante el concilio general en Francia para ser condenado y depuesto. Se convocó en el Louvre una asamblea de eclesiásticos y seglares que aprobaron por aclamación su propuesta de que el Papa respondiera ante un Concilio en el que sería acusado de los cargos de simonía, asesinato, adulterio, brujería e impiedad, y la resolución fue impresa en un bando, que se fijó en los edificios públicos de todas las ciudades de su reino. Era, pues, un llamamiento a la opinión pública.

En Florencia se dio un episodio curioso. El Papa había enviado como regalo a la ciudad un cachorro de león para que fuera expuesto en una jaula en el Baptisterio. Pero, mientras lo enjaulaban, un asno encabritado le dio una coz y lo mató. Todos habían visto en el leoncillo el símbolo del poder Pontificio. En la muerte del felino vieron su caída. ¿No había predicho una sibila, muchos años antes, que el día que un animal doméstico matara al rey de los animales comenzaría la decadencia del la Iglesia? Mientras tanto, Felipe siguió con los preparativos de una conspiración  que acabara de una vez con el  pendenciero Pontífice. Encargó para ello a su ministro Guillermo de Nogaret, profesor de derecho y juez que ofrecía características de dudosa moralidad, más inclinadas a actos violentos o tortuosos, y que odiaba a Bonifacio tanto como su rey. Sobre todo porque tenía que arreglar viejas cuentas con la Iglesia: su padre y su madre habían sido quemados como herejes "Patarinos" (una rama considerada herética por su maniqueismo, en la que había militado, ocho siglos antes, el padre de la Iglesia, San Agustín) por el Tribunal de la Inquisición, y, más tarde, el Papa se había permitido destituir, únicamente por pertenecer a la por él también considerada herética familia Colonna a un tío, el cardenal Pietro, y a un hermano de su representante y acérrimo enemigo, Sciarra Colonna,  dos cardenales de la Curia Vaticana que habían combatido hasta el fin contra Bonifacio. También formaron parte de la conjura el comandante de la guardia de corps Pintificial, y algunos familiares suyos, como Rinaldo de Supino; tanto era el odio que había suscitado Bonifacio.


Nogaret se presentó en Roma con trescientos jinetes, y a él se unieron todos los cómplices romanos que quisieron. El no menos pendenciero y vindicativo Sciarra Colonna y su familia aunaron también sus fuerzas y la pujanza de sus arcones a los medios que Felipe había puesto en manos de Nogaret. Bonifacio, que no encontró ayudas ni solidaridad alguna entre los ciudadanos de Roma, fueran aristócratas o plebeyos, para enfrentarse a sus enemigos, había huido con un pequeño resto de la guardia Pontificia a Anagni, población de la provincia de Frosinone, que se hallaba a 50 kilómetros de la Urbe Santa, y en la que se hallaba, no obstante, preparando una nueva bula contra Felipe. La mañana del 6 de septiembre, muy temprano, las tropas aparecieron repentinamente en Anagni, bajo la flor de lis de Francia, gritando “¡Larga vida al rey de Francia y a Colonna!”. Las puertas de la ciudad habían sido abiertas de par en par por un capitán de la guardia Pontificia, aconchabado con los invasores contra su odioso amo. Así, los trescientos jinetes de Nogaret y los caballeros aportados por los Colonna, penetraron victoriosamente en Anagni ante la pasividad de sus habitantes.

Las campanas de de alarma contra el Pontífice sonaron definitivamente. El palacio Papal se hallaba situado en la cima de una colina, bien fortificado. Alrededor de las seis, las tropas de Nogaret y de los Colonna derribaron los muros de la Catedral de Anagni, detrás de la cual se hallaba dicho palacio, al tiempo que los clérigos que le servían huyeron en desbandada y la guardia Pontificia se rendía sin oponer la menor resistencia. Bonifacio ignoraba que no contaba ya con la fidelidad de la mayoría de su guardia de corps que le había acompañado. E inmediatamente, aquella noche del 6 al 7 de septiembre, Nogaret y Colonna irrumpieron en las habitaciones privadas del Pontíficie. Antes, los soldados, con Sciarra a la cabeza, espada en mano (había jurado asesinar a Bonifacio), saquearon el palacio papal, y hasta se destruyeron los archivos. Dino Compagni, el cronista florentino, relata que cuando Bonifacio vio que resistir era inútil, exclamó: “Puesto que me traicionan como al Salvador, y mi fin está cercano, al menos moriré como Papa”.

"Aristocrazia romana guidata da Sciarra Colonna. Fu quest'ultimo, entrato in Anagni il 7 settembre, a recare al papa il famigerato schiaffo . Tuttavia ancora oggi si dubita che lo schiaffo fosse solo morale ma non anche fisico" 









Guillermo de Nogaret y Sciarra Colonna, junto con su milicia, penetraron en la Sala de Audiencias del palacio. El viejo y enfermo Pontífice, cargado de vicios, pecados, y desmedido orgullo, atribuyéndose todavía, con su arrogancia e intransigencia, una preponderancia de la que ya carecía por completo, se hallaba acompañado por cinco de sus cardenales, entre ellos su sobrino Francesco. Todos huyeron en desbandada y sólo un español, el cardenal de Santa Sabina, permaneció a su lado. Bonifacio subió a su trono vestido con los ornamentos pontificales, con la tiara en su cabeza, las llaves en una mano, y una cruz en la otra, puesta cerca de su pecho. Así se enfrentó a la airada hueste armada. Se dice que Nogaret previno a Sciarra que no matara al papa. El mismo Nogaret hizo saber a Bonifacio las resoluciones de París y le amenazó con llevarle encadenado a Lyon, donde se le depondría. Las condiciones de rendición enviadas por Nogaret le informaban de que debía reintegrar a la Curia Romana a los dos cardenales Colonna a quienes había destituido, renunciar de inmediato a su Solio Pontificio, y que se aprestase a ser juzgado por un nuevo Concilio Vaticano. Bonifacio respondió con su característico despotismo satrapesco que jamás aceptaría aquellas condiciones. Los miró con desprecio, algunos dicen que sin decir una palabra, y otros que, echando mano de su gazmoño y falsario victimismo cuando así le convenía, dispuesto a no ceder ni a las amenazas ni a la violencia  reivindicativa de quienes lo odiaban a muerte, replicó:  "He aquí mi cuello, he aquí mi cabeza. Llevaré con paciencia como Católico, Pontífice legal y vicario de Cristo ser condenado y depuesto por los Patarinos (herejes , en referencia a los padres del tolosano Nogaret). Mi deseo ahora es morir por la fe de Cristo y su Iglesia".

Se cuenta que, movido por la furia que le embargaba, Sciarra Colonna no dudó en dirigirse hacia el contumaz Pontífice y le abofeteó (episodio que, no obstante, algunos historiadores ponen en duda), exigiéndole de nuevo su renuncia a la Tiara Vaticana, y apelando al mismo tiempo a todas las amenazas del infierno al que ya se hallaba condenado de antemano (en efecto, Dante Alighieri no dudaría en situar a Bonifacio en el Octavo Círculo de su "Inferno" de la "Divina Comedia"). Bonifacio, ante los conjurados que lo retuvieron prisionero, no cesaba de repetir, como una salmodia de arrogante monotonía el bíblico lamento de Job: "Dominus dedit, Dominus abstulit" ("Dios me lo dio, Dios me lo quitó")... Luego añadió que jamás cedería ante ninguna amenaza, ni se retractaría de una sola palabra, que rechazaba de pleno las imposiciones del rey de Francia, y hasta se atrevió a insistir en que renovaba la excomunión que pesaba sobre él. Nogaret lo retuvo bajo custodia armada durante tres días. Pese a resistirse enconadamente, fue conducido a las mazmorras donde pasó aquellas noches en la más absoluta de las tinieblas, mientras las ratas se paseaban por sus atuendos pontificiales. Siéndole negada la comida y el agua, se asegura que Bonifacio no cesaba ahora en sus sollozos, repitiendo que no se hallaba dispuesto a dejarse morir, y exigiendo, un tanto desquiciado ya, que su Dios, sabedor de su inocencia, debía liberarlo de quienes, en su odio herético, se habían confabulado para juzgarle y darle muerte.







El pueblo de Anagni, que había rechazado toda dependencia de la ruin jerarquía ejercida desde siempre por Bonifacio VIII, y que no había dudado, ante la invasión de la falange francesa, en exclamar:"¡Muera Bonifacio y viva el rey de Francia!", se entregó también a un concienzudo pillaje de los palacios pontificios durante la mañana del 9 de septiembre, harto quizás de la presencia de soldados y avergonzados de que un Papa, conciudadano suyo, pereciera dentro de sus murallas a manos de los no menos odiados franceses. Aquella turbamulta enterada, no se sabe cómo, de que en auxilio de Bonifacio llegaba una numerosa tropa de cuatrocientos jinetes al mando del cardenal Matteo Rosso Orsini, corrupto seguidor del Pontífice (que durante el escrutinio que hizo Papa a Bonifacio, había sido el primer elegido, y no dudó en refutar el cargo en favor de Gaetani), trocó su grito por el de "¡Viva el Santo Padre!", lo cual significaba sucumbir de nuevo a una fe de la que al parecer también carecía, como antes lo había hecho sin el menor escrúpulo, condenando los excesos que todos conocían, y de que siempre había hecho gala su corrompido Pontífice. Todo el populacho de Anagni siguió así afanosamente entregado al saqueo de las casas de los conjurados. Sobre todo, su meta fue el almacén de la familia Spini, el más tentador en cuanto a botín se refería. Nogaret y Colonna a duras penas pudieron escapar del furor de la versátil y desaforada muchedumbre que se lanzó sobre ellos y su "banda de conjurados", como acabaron considerándolos..
 
Una vez expulsado Nogaret y Colonna, Bonifacio fue confiado a Orsini. Volvió así el Pontífice a su Sede Vaticana, vejado por las banderías que lo habían hecho prisionero, mortalmente herido en su orgullo y deshecho ahora por los cálculos renales y la sífilis que padecía desde hacía ya tiempo. Antes de volver a Roma, se dice (aunque, conociendo su mezquindad y despotismo, resulta dudoso) que perdonó a algunos de los merodeadores que habían sido capturados por los habitantes de Anagni, aunque exceptuando a los saqueadores de la propiedad de la Iglesia, a no ser que la devolvieran en tres días. Llegó a Roma el 13 de septiembre, para caer de inmediato bajo el férreo control de los Orsini. No es de extrañar que su atrevido espíritu cediera, finalmente, bajo el peso del dolor y melancolía. No obstante, aún resultaban patentes sus últimos esfuerzos para no ceder ante la muerte. Se cuenta que sus imprecaciones, acompañadas de gritos contra Dios por el dolor que le causaban los cálculos renales, se oían a través de las abiertas ventanas de su habitación vaticana; más aún, tenían tal potencia que dominaban el clamor de la muchedumbre reunida en la plaza de San Pedro, multitud que unas veces gritaba "¡Viva el Papa!", y otras "¡Muerte al hereje!". Mientras tanto, al tiempo que Bonifacio boqueaba entre aullidos, gran parte de la revoltosa plebe romana que odiaba a Bonifacio, no pudiendo desvalijar el bien defendido Vaticano, se había lanzado contra la Basílica de San Juan de Letrán (considerada la la Iglesia-Madre de la fe cristiana), de donde, según cuentan los historiadores, se asegura "que se llevaron hasta el heno de las cuadras". Corría el 11 de octubre de 1303. El agonizante Papa no contuvo un último acceso de furor cuando vio a la cabecera de su cama al hijito de otro de sus supuestos sobrinos, el canallesco Jacopo Caetani, que, según algunas fuentes, había formado parte de varias conjuras posteriores contra él. En su último rapto de ira siguió lanzando furibundas amenazas y maldiciones contra el mundo todo. Y murió como había vivido: blasfemando.

 


Su vida parecía destinada a ser cerrada en la oscuridad debido a aquella violencia tormentosa, corrompida e impía que había ensombrecido su ominoso Pontificado. Los cronistas dijeron que aquel simoníaco autócrata de la Iglesia Cristiana, en la que jamás creyó, había convertido el Vaticano en una corte gangrenada por la más abyecta de las podredumbres mundanizantes. Y otros, humorísticamente, aseguraron que había sido una lástima que no naciera cincuenta años después, ya que habría podido erigirse en un magnífico príncipe del Renacimiento: arribista, pragmático anhelante y ruin, calculador hasta los límites más culpabilizadores de la ambición, cruel hasta el más vejatorio de los ensañamientos con sus súbditos, y capaz de rebasar todas las fronteras del más corruptor de los orgullos mundanos. Pese a todo, fue enterrado en un bello sepulcro de mármol, obra maestra del arte gótico italiano, que el escultor y arquitecto florentino, Arnolfo di Cambio, le construyera y que desgraciadamente fue destruido. En 1605 su sarcófago, en el que consta la lacónica inscripción de "BONIFACIUS PAPA VIII", fue llevado a la cripta de la basílica de San Pedro. El 9 de octubre de ese mismo año fue abierto, y según se cuenta (aunque de nuevo hay que dudar de los cronistas eclesiásticos), su cuerpo se encontró bastante intacto, sobre todo sus bien formadas manos, "con lo que se pudo demostrar la falsedad de la calumnia de que había muerto loco, mordiendo sus manos, y golpeándose la cabeza hasta sangrar". Y allí yace todavía...