sábado, 27 de junio de 2009

La niña chica

 
 
 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros













 
 
 
 
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LA NIÑA CHICA


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... Era en verdad una muñequita. La niña más linda que yo había visto en mi vida. Al añito y pico empezó a andar, y uno se embobaba viéndola retozar por el vecindario, con aquel cuerpecito sonrosado, redondín y blandito, como de bizcocho de magdalena, balanceándose sobre la dulce carnosidad de sus piernecitas rechonchonas; y con aquel rubio pelo de querubín, y el hondo azul zafíreo de las bolitas de sus ojos. Era una peponita tierna y preciosa; y yo la adoraba.

Recuerdo que, para hacerla reír, cosa que a mí me encantaba, cuando se hallaba en su cunita, sentada a la espera de que alguien la bajase de allí, o entretenida con algún juguetito, mi hermano mayor me agarraba por la cintura, o me pasaba los brazos por las axilas; y, en esta trabazón, nos llegábamos hasta su cuarto; yo fingiendo ser un muñeco sin vida; él haciéndose pasar por el mago que habría de reanimarme. Y, entonces, cuando estábamos frente a ella, todo mi cuerpo se entregaba a una serie de movimientos casi desarticulados, como si realmente fuera yo una marioneta tontuela que empezase a cobrar vida. Luego, cambiaba la voz, y, simulando el tono jocoso de algún personaje de película de dibujos, le preguntaba infinidad de cosas, todas desatinadas.

Y ella, al tiempo que me miraba fijamente, entre la duda que, sobre lo falso o cierto de mi transmutación, se suscitaba en su cerebro, acababa por reírse entusiasmada, y palmoteaba divertida, insistiendo con una "¡má!" "¡má!", inocentón y entrañable. Y toda su risa de muñequita candorosa se desgranaba por el cuarto como una llovizna rojiza y fulgurante de una granada recién abierta; cual una cascada de dulces fantasías y alegres tonalidades cromáticas. Y yo me dejaba arrebatar por mi interpretación de polichinela loco, y seguía y seguía hasta que mi hermano se cansaba de agarrarme, o mi madre nos reñía.

-¡...!

-Déjelos usted.- Exclamaba la madre de la niña, que, muchas veces, se hallaba presente, y gustaba de seguirnos la corriente, y hasta de entrar en el juego, disfrutando de la diversión que con mis histrionismos infantiles yo procuraba a su hermosa criatura.



... Atardeceres de mis lecturas, en las que, sentados en un rinconcito acogedor de mi habitación, trataba yo de agasajar su mente pura y cándida, echando mano de la inigualable égloga poética de Juan Ramón Jiménez, recientemente descubierta por expresa intervención de uno de mis más queridos profesores, quien, además, me había provisto de un estupendo ejemplar de "Platero y yo".

Yo le leía el pasaje blandito y doliente, uno de mis preferidos, de "La niña chica", cuya personalidad yo no podía por menos que asociar con ella:

-"La niña chica era... la gloria de Platero"- Endulzaba yo mi voz todo lo que podía, mientras los azules ojos de ella se hallaban fijos en mí, pendientes del tierno conjuro con que mi lectura la envolvía- "En cuanto la veía venir hacia él, entre las lilas, ... con su vestidillo b... blanco y su sombrero de arroz..."

-¡Andáa!...- Prorrumpía ella risueña, entre el derroche precioso de aquel rostro inmaculado, tratando de imaginar un "sombrero de arroz"

-"... llamándolo dengosa: - (Gestos extrañados ante lo incomprensible del calificativo, que tampoco yo hubiera podido aclarar)- ¡Platero, Platerillo"- (Se atiplaba voluntariamente mi voz con un tono más y más aniñado cada vez).

Y luego me detenía un instante, observando sus reacciones; forzando también el inocente desbarajuste de nuestra fantasía, pues ambos tratábamos sin conseguirlo de evocar la presencia de uno de esos pobres pollinos (que jamás habíamos visto) referenciado en mi lectura de Platero, mientras en su carita enternecida se dibujaba una sonrisa constante.
 


... Y aquella tarde de nuestra primera escapada: la calle. Cauce verbenero de nuestro bullicio infantil. Nosotros éramos la bandada de vencejos que revoloteaba a ras del suelo por aceras y callejones. Éramos el tierno hato de cachorrillos que se adentra en el primer bosque de sus despertares a la vida. Éramos la avidez inocente, el terremoto incruento, la ilusión desperdigada, que fastidiaba al transeúnte.

Y mi iniciático afán. Y mis cuatro calambritos a lo cicerone que me llevan a un laberinto de calles desconocidas, de solares extraños y caminos sin salidas, que hacen que me tiemblen las piernas, que mire de reojo a mi jovencísima compañera con el espanto de quien anda extraviado, y que el estómago se me encoja observando su cara esperanzada; sus ojos, que no saben nada, encandilados ante tantas novedades como voy abriendo ante ella, y su boca preciosa que no deja escapar la más leve queja de cansancio... Luego, por fin, el camino reencontrado, el primer sueño de libertad esfumado, el regreso tardío a casa... Y la regañina desesperada de nuestras madres, que ya nos daban por perdidos, y la firme promesa, para mi capote, de no permitirme nunca jamás nuevos lujos a lo "aventurero extremeño"
 

... Trajo el tiempo esos ecos lejanos que arrastran la artimaña desnuda del recuerdo; esas trampillas del sentimiento en que se aprisiona la espina de las despedidas. Y el adiós desnudo,... el que te hiela con sus lágrimas; el de la nostalgia,... el que te acuchilla el alma. El que desgarra tus tapices virginales y trastorna el entronque de tus savias. Y el que te acorrala y atenaza entre la maquinación enmarañada del ayer perdido.

Fue así como aquella muñequita preciosa, tierno fervor entre el brillo infantil de los sueños, inmersa desde un principio en el intercambio blandito e inmaculado de mi apego y de su inocente devoción, se desgajara del tronco acomodaticio que sustentó nuestra niñez. Y, crisálida al fin, tras revolotear entre las dulces texturas irisadas que tejen nuestra pubertad, desapareciera luego entre los boscajes intrincados, de penumbrosos derroteros, por los que nuestra existencia transita, se desorienta y desparrama, ... desvaneciéndose evocadora.