sábado, 27 de diciembre de 2008

El Eremita II





Autor: Tassilon-Stavros
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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EL EREMITA II

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Yo, una vez, sabio de tus sueños fui... Y aunque, ahora solitario, deje que mi ocaso se vaya inútilmente en la marea, fuerza independiente de mi ser, ni tu mundo olvidé ni en el recuerdo de mis viajes te perdí...

Sea, pues, todo tuyo el honor, danza llorosa de mi sangre, llamarada de tus mil antorchas.
 

 

Y ante tu arrobada y callada sonrisa, isla vislumbrada del poniente, como los pájaros del mar vuelven a sus nidos, habré de cruzar de nuevo tus prados y colinas. Y tú, isla de mi arrullo, oasis de mi postración que tu incienso cándido embalsama, aguardarás las relucientes velas de mi nave, cielo y sueño, que hasta ti vuelan distendidas.



Yo, una vez, gallardete de tu oro fui... Y aunque, ahora solitario, deje que mi último vislumbre se embarque entre la melodía esclava de la noche, cansancio furtivo de mi mendiga ancianidad, en tu claridad inmaculada me aprisioné y de tu pórtico adornado jamás huí...

Sea, pues, toda tuya la copa de mis juramentos, y que llamen a tus puertas mis velos impacientes del mañana.
 


Y ante tu guirnalda, isla encendida de estrellas, como jirones de sudario que mis sueños sajaron, habré de alzar de nuevo la vehemente persuasión de mis cánticos enajenados. Y tú, isla de mis rutas, niño que ignora de donde provienen los sueños, descubrirás mi nave, que hasta ti arrastra su liturgia, nube y rocío, pregón de mi júbilo, parábola de mis cansancios mitigados.



El Eremita I






Autor: Tassilon-Stavros
 
 

 
 
 
 
 
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EL EREMITA I

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El eremita soy. Pastor nómada de manto negro. Sincero fermento que alienta en las riberas. Nómada de quien se ríe el pueblo.

Júbilo de creación, que en esas siestas largas de mis atardeceres, ofrece a los montes de la lejanía proporciones de ídolos... Faz hambrienta que hacia la lumbre gloriosa de tu mar hinchado, cuando la espesura cae, remontar quisiera tu manto rozagante, ¡ay! aturdido goce, plegaria y cántico, con sus brazos trémulos.
 


El eremita soy. Liturgia vieja que deposita su tributo. Paisaje de piedra que se provee del alba. Cuerpo de holocausto que apedrean en el suburbio.

Eco adusto, que entre estruendos de pedregales removidos, sobre mí, ave aturdida, vuelca la calcinación del cielo, ahora peña de acero y de mutismos... Doctrina erguida y trémula que hacia ese fondo de tu tierra dormida, cuando me ciega la luna, alzar quisiera su hoguera de peregrino, ¡ay! exquisita mesura, cautiverio de mis espejismos.
 

 


El eremita soy. Profanada columna en el triste templo del presagio. Cortinaje que se cierra en la noche solitaria. Esclavo aborrecido en la nave de su naufragio.

Espejo de la mentira, que entrándose en los horizontes y en las rutas de mi emoción, quedóse sangrando, como cristal punzante de sacrificio aceptado... Voz del recuerdo que tras la caravana remota del proverbio, dejando va su claridad gozosa, ésa que acerca a mi vida tu caricia, ¡ay! tonada de mi santuario, voz infinita que de tu isla me tuvo apartado.
 
 


 

lunes, 22 de diciembre de 2008

El Abuelo






Autor: Tassilon






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EL ABUELO


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... Yo tengo, a través de mi abuelo, una visión de voluntad determinante, de ideas enderezadas por las más limpias intenciones, y de una paciente firmeza frente al eco más común de los pueblos, que, por fortuna para todos, acostumbra a ser el de su libertad.. Por eso su recuerdo, “mensajero del santuario familiar”, se me engarfia en el pecho, mientras escucho, sin poder respirar, el murmullo de mis desgarraduras. Ante mí suena el clamor de aquel varón justo, que brindó su fortaleza a los débiles, y entregó, juicioso y enérgico, la experiencia facultativa de su palabra a la rehabilitadora causa que cimentaran las indómitas familias de un renovado albedrío.

Una desleal cohorte de violentos y demagogos acabaría luego incendiando su mundo.Y tras el crepúsculo abominable de la guerra, quedaron únicamente los persistentes muros del hogar perdido. Dentro de la sombra, se asomó al jardín de escombros. En su ruta, de senderos íntimos, quedó el árbol, con todas sus virtudes, antes de servir de símbolo a las demás. Húmedos por las lágrimas y azulados de umbría, veo desplegarse ante mí aquellos venerables prados de su recuerdo, traspasando las losas del tiempo. De un tiempo tierno, grande y recogido, criado libre, que retoña en mí a borbotones, porque convulsiona cada gota de mi sangre. Pero también me ablanda el ánimo.

Luego me veo junto a él recorriendo la anchura de un mar olvidado, donde se arremolinan mis despertares evocadores y gozosos. Un azul nuevo, una levedad de luz que origina la armonía del espacio entre una flamante amanecida conmemorativa.

¡Oigan los sordos, vean los ciegos, los olvidadizos, los enajenados por el odio, las criaturas chiquititas, y las madres y abuelas que truenan en cánticos!, porque también existieron hombres sencillos que, tras la tonada de la muerte y el reposo árido de la tierra, fraguaron imágenes de hechuras radiantes, que agasajaran las memorias de quienes, a través de los lazos inviolables de la sangre y de su testimonial palpitación, acabarían más adelante por expansionarse en sus dolientes evocaciones como en las más dulces libaciones del desagravio. Custodio de vida y de libertad es aquél que labra su altar bajo el árbol frondoso del amor, y que, como buen padre, a todos nos lleva de la mano.

Aún tiemblan mis labios y mis manos al escribir. Porque yo, a veces, ante un caminante desconocido, cuyos pasos todavía mueven las “locuras del mundo”, no fío en su obstinación, que parece demandar otros filos a ese límite de estas, nuestras nuevas tierras, todavía tan deseadas. Y porque imagino que traen consigo el oprobio de sus ciudades hambrientas. ¿No será que vivo como entre una vigilia de caravanas jubilosas, y que, aún hoy, con esa vanidad de hijo glorificado por la tierra elegida, rotunda, concreta, de mi individualismo, lo único que reverencio es el misterio precioso de mis memorias?

Así, desde el tiempo, y a través del abuelo, salgo de mi relato temblando, empañados los ojos, porque recibo también la clausura de la pasión que anidara en su pasado cautiverio, y cuyo escarnecido terruño se halló una vez cuajado de humilde fertilidad, de gracejo y de juventud. Y tras aquellas largas jornadas de cavilaciones y miedos, estuvo también la buena esposa en vela, y aguardaron los hijos con las miradas perdidas en las extraviadas llamas de la ciudad afligida.

... Y aún salían a la tierra en que sufriera su agonía el huido..., y aún trataban de consolarse en el hogar roto por la escasez y la indignidad..., cuando, tras una nueva brisa de alba, enflaquecido y descorazonado, regresó el padre... Y luego de besarle, y de aplacarle el aturdimiento que trajeran las rememoraciones, quiso él dormir, como cuando se sofoca el entendimiento del que se ha ido muriendo despacito. Y porque el lecho de la vida acostumbra a ser grande, cuando ya no lo resquebraja cruelmente la derramada sangre de unos tiempos iracundos...

El jardín y el huerto desplegaron sus tapices y cendales sobre aquella especie de paisaje ancho y tendido por el que anduvo de nuevo la descalza magnanimidad del abuelo, que jamás escarneciera al amigo, que celebrara siempre las ajenas alegrías, y cuya sutil palabra de ciudadano íntegro ensalzara en todo momento las sublimidades triunfales de nuestro libre albedrío. Y también sé que hubieron días de austeridad, de asechanzas y balbucientes dolores junto a la fiel compañera elegida, que sucedieron a aquellas otras dulces horas que apuraran su tiempo entre el sosegado recinto del hogar, estampadas las tardes bajo la albura de las nubes veraniegas y sobre el fondo de abundancia cristalina que ofrendara la linfa dadivosa del pozo...

Y que, ya anciano, en llegándose hasta la túnica rizosa del patio ajardinado, pequeño temblor de arriates por los que aún parecían derramarse las empozoñadas aguas, ¡que no envejecen!, de tanta amarga predestinación pasada, tratara él de congelar, durante el resto de su vida, la no menos acibarada visión de sus recuerdos, como quien se estrecha la correa del pantalón. Y así amó por segunda vez al ingrato pueblo de sus congojas, y se dejó arrullar, hasta su muerte, por un perdido sueño de promesas libertadoras, a las que él se entregaba, sigiloso y contumaz (poniendo en peligro toda sumisión), como a una concienzuda doctrina de esperanzas republicanas. Y como buen patriarca apegado a esa fértil semilla que únicamente grana en corazones merecedores de tan platónica gracia, concedió un “nuevo perdón” al mundo. ¡Él, que probó los sabores de la muerte antes del sacrificio al que fue arrastrado!...

Pero, a su regreso, muchos se llegaron también hasta él para demandarle una revelación de sus nuevas alegrías: ¿Acaso ha de existir transformación en el hombre bueno porque todo un pueblo perezca en sus memorias?... Aún se balanceaban los ramajes florecidos del almendro y fructificadores de la higuera; aún se cataba el venero diáfano, sereno y fresco del pozo; aún se le acercaban las gentes con sus salutaciones hasta el sosiego precioso del huerto, y se cumplía la promesa fiel de las mujeres, mientras otras criaturitas rebrincaban con sus risas y sus sollozos junto al regazo tierno de las madres, como si el aire estuviera ahora cuajado de balsámicas mieles, largamente aguardadas.

En mis sueños, quisiera así que el abuelo se hubiera liberado definitivamente de aquella brumosa visión de tantos silencios seculares y conciencias dormidas, como de un río helado de evocaciones nefastas. De aquellas imágenes súbitas de miradas encadenadas y llorosas, cuyos brillos chisporrotearan entre rojas humaredas de fuegos delatores; y de aquellas sombras de hombres huidos y acosados por el rigor de unas leyes quebrantadoras, capaces de reprimir el más blando rebullicio enaltecedor de los pueblos. Pero es muy probable que en tamañas profundidades (tan distantes para mí, su nieto) resonaran durante mucho tiempo los estridentes gritos con que se enfervorizaran los nuevos y alevosos arrojos patrióticos, amuletos de barro para un país que se había revendido vilmente por unas recién acuñadas “treinta monedas judaicas”.

A sus noches de penitencia, debieron seguirle mañanas enigmáticas, de una flamante liturgia, en las que muchos decretos de muerte hubieron de ser acatados por su cerebro matratado. Sí, porque aún se cumplía un nuevo tiempo de ejecuciones, tras aquella doctrina guerrera que, en años posteriores, llevaran a la práctica los sicarios favoritos de un recién llegado y colérico César. ¡Pobres padres! ¡Sus campos patriarcales arruinados! ¡Profanados sus suelos sagrados! ¡Y el santificado tributo de sus libertades expoliado! ¡Y, ay de aquél que se vistiera de fortaleza y decoro, aunque fuera entre voces de clemencia!, porque el centelleo de armaduras y la antojadiza furia de aquellos nuevos “Procuradores del Imperio”, que proscribieran tantas lágrimas de madres, de hijos y de hermanos, conociendo la vereda de su casa, serían el husmo, y el obrador de la infamia, de la pendencia y de la injuria. ¡Fue una desolación infinita! Una implacable saña poblada de advenedizos, que fundamentó en el nuevo dictado de sus persecuciones, la existencia pacífica de aquellos hombres justos, cuyas manos elaboraran duramente el pan de su alimento, sin pensar en su fatiga. Hombres que hubieron de recorrer aquella nueva ruta de peregrinaciones bajo el holocausto amenazador de un caudillo de multitudes, que cimentara su gloria entre los yermos contornos de la guerra. Y al fin, trastornos y desventuras acabarían por pasar algo más serenamente, porque todo árbol cuyas raíces no hayan sido cortadas por la segur, y arda, finalizará por dar fruto. Y, viejecito, aún se tornaba fuerte hacia mí, porque en la cueva de su mente persistía una hebra de aquella lumbre, entonces más tenue, de su ayer doliente.

sábado, 20 de diciembre de 2008

Hijos del Nilo


Autor: Tassilon-Stavros


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HIJOS DEL NILO (Egipto años 50)
 
 
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  Por las tardes acudían al final de un caminito en cuesta, ya en las afueras de la aldea de sementeras, herbazales apretados, y casuchas rodeadas de barro entre los palmerales, Nur, la hija de Selim, el pescador, y el pequeño Jali, su hermano. La niña, cumplidos ya los catorce años, era flaca y tiesa, la faz bruñida como un óleo, ceñido el cuerpo enclenque por un vestido rugoso, de colores exhaustos, que olía a humillo envejecido, pegajoso, el mismo que se apretaba como un musgo bajo los fustes y las resecas grietas del adobe hogareño, que compartían con Hamida la tejedora, su anciana abuela. Jali, de cinco años, esquiladito y leve como la caña del papiro, la mirada blanda y morena, lucía entre el ropón resquebrajado de su yilbaba un vientrecillo trigueño, terso y socavado. Umm Sarwat le dio a luz al tiempo que entregaba su alma. Selim había fallecido meses antes entre la gran oleada de peregrinos accidentada en un puente próximo a la Kaaba, mientras cumplía el mandato del Profeta. 
 
  En lo hondo, la placentera umbría de las palmas formaba un verdor tibio y cerrado sobre la raíz de los troncos. Y desde el gran río de los ritos, como aliento delicioso, se alzaba una calima azulada que atravesaba el palmar al igual que una dádiva de aguas míticas; como si arrojasen un óbolo de sumisión adormecedora al viajero, al vagabundo, al menesteroso.
 
  En la ribera alzaba su brazo Ahmed. Sus ademanes burlones, la esponja pringosilla de su risa, la masa encendida, cruda y rayada de la yilbaba sobre sus hundidas ijadas, y todo cuanto le rodeaba parecía impregnado de la dulce pereza de la tarde. Se hallaba en el regazo diminuto de una charca, y se asomaba, avizorante sobre la grada mutilada de la vieja faluca de Harún, su padre. Subió ahora la voz, observando la plenitud andariega de los otros niños. Nur y Jali daban un grito, como si se despeñasen en el retozo de la pequeña ladera. Se enardecían las negras pupilas de Ahmed, sus ojos exaltados les advertían de las caídas, dichoso bajo el fuego leonado que brincaba sobre las aguas anchas del Nilo, que más allá se desplegaba abrasado como un mar. Penetrándolo todo, llegaban las risas. La comitiva era reducida. Nur golpeaba el costado de Numrruu, su burro, que, siguiendo sus hábitos testarudos, siempre erraba entre los herbazales, o remoloneaba entre algún vertedero, haciendo caso omiso del rebullicio infantil de Jali, o de la voz caliente y sencilla de Nur. El racimo enjuto de sus manitas se hundía en la testuz cenicienta del jumento, más voluntarioso para perderse entre los jugos de las sementeras que para dejarse arrastrar por la varilla jerárquica del ama. Jali le trastornaba con sus risotadas de alarido, le tiraba del leño ondulante del rabo, le apuñazaba las mandíbulas, y le hablaba en el oído murado de sus orejotas. Los niños esparcían sus gracias marimandonas, y el jumento, ya agoniado por la prisa, se entraba con ellos, medroso, entre aquellos limos eternos frente a los que se mecían los restos desarbolados de la barca de Ahmed, que hincaba ahora la percha en el estaño mortecino de la charca.
 
  Nur y Jali, lindantes con el río, tras empujar a Numrruu y apartarlo de las hierbas acuáticas, por miedo a que pudiera hundirse en la poza, acogieron impacientes al barquero. Ahmed apoyó la larga percha en la ribera, frente al relumbre indiferente de los ojos de Numrruu, que giró en una vertiginosa pirueta, refugiándose entre el herbazal silvestre, pronto a satisfacer su hambriento estómago.
 
       -¡No te alejes, Numrrruu!- Exclamó Nur.
 
 Y el burrillo agachó el dorso de su cuerpo con expresión de porfía. Jali, ya en la barca, mostraba glorioso su costrilla humana, engullía con ansia el aliento delicioso del momento, porque su niñez tenía el ímpetu, el embelesamiento, el fervor del gozo, mientras su bruna cabecilla se copiaba, como en un sueño, en el espejo del agua. 
 
  Le reconvino Ahmed: 
 
        -¡Te vas a caer, mocoso!
 
 Se puso de pie. Nur se había recostado, y, como una clámide de dulce ascua que revoloteara henchida por entre las brisas del Padre Nilo, señaló un familiar y centelleante triángulo de grullas...
 
       -¡Allí, Ahmed, allí...!- Gritó entonces Jali.
 
  La charca no era más que una estrecha lengua sobre el limo del río, en la que se clavaba incansable la percha de Ahmed. La barca se deslizó, penetrando hasta el fondo del canalillo.
 
       -Ahora, Ahmed,... allí, ¿no los ves?-
 
 El cuerpo cenceño del muchachillo se destacaba coronado de sol, y caló la red sobre la acuática pátina azulada, que se hundió como una hilatura de plata de la más viva claridad. Lanzó Jali un grito de júbilo, asomándose por el pretil de la barca. 
 
       -¡Los vas a espantar, mocoso!- Se oyó la voz de Ahmed, firme como un mandato. 
 
A poca distancia se mostró, orondo, sorprendido, y, finalmente, atrapado por la rápida marcha de la red, un pequeño banco de ialtrys, que se ovillaban como ocultas brasas amarillentas cerca de las riberas, bajo el vendaval de luz que formaran las viejas aguas del Nilo. Nur aspiró el amor del agua, en aquel atardecer de beatitud y llenura. 
 
       -Mira, Ahmed, el búfalo de mi primo Akbar- Indicó luego la niña. 
 
  Pastaba el animal en una playita de juncos, lindante a la charca. A poca distancia, en su magníficamente arbolada faluca, pescaba Akbar. Fue el principio de la tristeza de los niños. 
 
      –Mi abuela dice que Akbar ya nunca se casará con tu hermana Fátima... Mi abuela dice que si a Harún, tu padre, que se fue a El Cairo, ya va para dos años, a ganar dinero para su dote, Dios lo hubiera colmado de venturas, ya habría vuelto.
 
  Ahmed la escuchó, mientras Jali le ayudaba con la red, dichoso como si despertara de un sueño de grandezas. 
 
     -Mi abuela dice que Akbar es un buen muchacho, que siempre ha sido un novio formal, pero que Harún, tu padre, no regresará porque El Cairo provoca deseos que los hombres no pueden dominar,... porque hay mujeres que son como hijas de serpientes que obligan a los hombres a olvidar a sus familias..., y que, contra el mandato de Dios, se convierten en padres desconocidos, porque esas mujeres embrujan su alma e impiden que Alá oiga las plegarias de los que aquí quedaron huérfanos.
Los ojos de Ahmed echaron chispas. Y recordó aquellas grandes embarcaciones aderezadas de galas pecaminosas, entre un estruendo de multitudes, que, frecuentemente, surcaban el Nilo, dejando una huella de la emoción peregrina, casi abominable, de aquellos extranjeros que en la aldea llamaban británicos. Y todo el rumor del palmeral le gritaba la desaparición de Harún. Soltó la red el muchacho y se incorporó jadeando: 
 
       -¡Tu abuela!... ¡Tu abuela no es más que una vieja chocha! Que Dios la perdone y tenga compasión de su alma, porque también ella habla como una hija de serpiente, y hace llorar a mi madre y a mi hermana.
 
  Nur suspiró.
 
       -No te ofendas Ahmed, te lo ruego. Dios es misericordioso... Tu padre volverá.
 
  Ahmed contuvo un sollozo, y, dulcificado, dijo:
  
       -Tu abuela es libre de hablar lo que quiera. 
 
  Jali estiró su hociquillo, y puso su mano ondulante, suave y triste, sobre el brazo tenso de Ahmed. 
 
    -Pero yo no voy a esperar más, ahorré algunas libras de la última venta de los barbos y cromis- Frunció el ceño el muchacho- Oíd esto, porque Dios me va a ayudar para que todo salga bien. Me iré muy pronto. Voy a probar suerte como los demás que se marcharon y volvieron. Entonces tu abuela sonreirá, y no podrá decir que Harún es un padre desconocido para nosotros. Tú reza por mí, Nur.
La niña había movido su cabeza con gesto interrogante:
 
      -¿Y cuándo será eso?... 
 
     -¡Pronto, y espero que Alá oiga tus plegarias!
 
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     ...-¡Numrruu se muere!... ¡Numrruu se muere!- Se desgarraba, helada y trémula, la voz de Jali. 
 
  Las mujeres dejaron su horno, la anciana Hamida su telar, Ahmed su barca, y los hombres sus mil quehaceres artesanos. La aldea se cerró en pos del pobre jumento, y hasta las aves del gran cielo se detuvieron en su copa de palmas. Con los bracitos tendidos y vibrantes, Jali, entre sollozos, se crispó luego en un reverencia de amor como si trenzar pudiera con sus manos temblorosas las oquedades del vientre de Numrruu, o las desolladuras de sus patas de felpa. A Nur la trababa la flojedad de sus rodillas, hasta que acabó postrándose ante el belfo colgante del jumento. Le miró las pupilas vidriadas, y después gritó horrendamente entre lágrimas:
 
       -¡Numrruu no te mueras!... ¡Numrruuuuuu...! 
 
  Un viejecito enteco tendió su índice frágil:
 
       -Tiene el veneno entre sus dientes. 
 
  Y los dedos de Nur saltaron hacia el tajo monumental de aquella bocaza, entre los que fermentaba una costra parda, y arañó el hocico dentado de Numrruu como un enloquecido creyente que arrancara de un pórtico los símbolos de la abominación. Entonces Numrruu dio un vuelco, sus patas quedaron yertas, se le hinchó la tripa, y las membranas untuosas y alargadas de sus ojazos se perdieron para siempre en un lugar de olvido, como las órbitas gelatinosas de un ciego. "Dios creó la vida y la muerte, y ese misterio siempre hizo estremecer a los hombres"...
 
*
  ... No, él no haría lo que su padre. Ahmed el barquerillo vio claro. Por el Nilo avanzaban las falucas cargadas, los palmerales se extendían por todas partes. El Nilo y sus aldeas formaban un pequeño universo que jamás cambiaría. Pero los hombres huidos desfiguraban las familias, y él no deseaba presenciar la destrucción de su mundo. ¡A Asiut! Su línea férrea lo llevaría hasta El Cairo. Recordaba muy bien la primera carta de su padre. El largo viaje y su dirección estampada en el sobre. Alí el barbero se la había leído varias veces, y él la guardaba como un tesoro. Tras la muerte de Numrruu los días pasaron como una exhalación. Le causaba cierto orgullo la consideración de que él era el único muchacho del pueblo (había cumplido ya los quince años) capaz de emprender aquella aventura de hombres. Su madre y su hermana se consumían lentamente, y no discutieron la marcha de Ahmed. Fue en la víspera de la partida, cuando Nur y Jali transfundieron su sustancia de niños, y se incorporaron a la ajena: a la del hombrecito Ahmed.
 
      -Pero una chica es distinta- Puso reparos el muchacho- Y a Jali le espantará el tren. Me traeréis mala suerte. ¿Y tu abuela? Su cólera no tendrá fin.
 
       -Cuando lo sepa, ya estaremos lejos. Luego todos nos envidiarán, porque Harún, tu padre, volverá con nosotros- Expuso Nur decidida- Y Jali no es cobarde. 
 
  El pequeño ratificaba con la cabeza.
 
      -Llevaré dos mantas, las venderemos. Tenemos dátiles, pan y queso, ¿verdad Jali?
 
      -¡Sois hijos de una loca!- Rió Ahmed...
 
  Aquella mañana, cuando tan sólo despertaron los perros, atravesaron los niños el suelo fértil donde crecía el sorgo, el trigo y el maiz de los fellahin. Bebieron en un sâdüf. Y luego salieron al camino alto con bordes de cactos y cambroneras. Un racimo de camelleros observó con curiosidad risueña el andar rítmico y decidido de los niños, protegida por su pañuelo la cabeza de Nur, dobladas las capuchas sobre las yilbabas de Ahmed y Jali, las sandalias de cuero enrejadas en sus piernecillas leves. Una conciencia de goce movía sus corazones. Y miraban a su alrededor como si todo les perteneciera. La carretera polvorienta de Asiut se recortaba hasta la lejanía. Por un lado el viejo y duro oleaje de arena, por otro, el relumbre distante del Nilo, y la coloración húmeda, tierna y vegetal de los campos labrados.
Un viejo coupè que había aparecido de pronto y que, desde la distancia, parecía luchar por seguir adelante sobre el aquel fuego arenoso de la arteria, se salió de la misma. Luego, ante el asombro de los niños, se abrió una puerta. Bajó una mujer rubia. 
 
     -Es una británica- Dijo Ahmed. 
 
     -¡Tráetelos!- Exclamó en su idioma una voz de hombre que permanecía en su asiento. Nos servirán de escudo para pasar el control de Asiut. 
 
     -¿Asiut?- Inquirió Ahmed. La única palabra inteligible resonó en sus oídos como un zumbido mágico. 
 
     -Tengo miedo- Dijo Nur. 
 
  La mujer rubia miró a Jali y sonrió.
 
      -¡Asiut, sí, sí, Asiut!- Repitió Ahmed.
 
      -¡Que suban ya! 
 
  Otro hombre abrió la portezuela. Observó el muchacho sus enormes botas, y una extraña correa militar con balas de revólver alrededor de su cintura.
 
     -¡Venga, subid al auto!
 
  Resopló el coupè como un torbellino. Los hombres parecían airados. La mujer, algo confusa, discutía con ellos. Los niños apenas respiraban. El coupè se bamboleaba, y Jali tuvo un pequeño espasmo:
 
     -¡Voy a vomitar, Ahmed!- Paseó el niño su mirada horrorizada ante el paisaje en movimiento, mientras hundía su barbilla en el pecho de Nur. 
 
  Ahmed se rió: 
 
      -Aguanta Jali, nada vamos a perder si con estos británicos llegamos antes a Asiut.
 
      –Mi abuela dice que son una raza de demonios- Aventuró Nur. 
 
      -A mí me parece bien, pero reza al Profeta si así lo quieres.
 
  ¡Asiut!: por fuera, oleosa y verde, hervían los vapores aceitunados de las labranzas. Por dentro, temblorosa de turbantes y yilbabas, buscaba la umbría entre sus callejones abovedados, frente a los toldos de los bazares y los muros amarillentos. El sol caía a plomo, y como un ave gorda que atravesara el azul, se revolcaba, cegador, sobre las techumbres, y brincaba a lo largo del surco resquebrajado de los caminos. Llegaron los viajeros por la puerta oriental, entre un griterío de buhoneros y el roznar de los camellos. Jali había vomitado, mientras la mujer rubia, salpicada, se dirigía, con voz contrariada, a los otros dos hombres: 
 
    -¡Cállate la boca!- Disminuida ya la velocidad, el conductor le hizo una expresiva mueca. Ella se apretó entonces a los muchachos, con fingido cariño.
 
     -¡Queremos irnos!- Replicó Ahmed. 
 
  Los hombres refunfuñaron: 
 
      -Hay muchos policías- Dijo ella- ¡Pisa el acelerador de una vez!
 
      -¿Adónde creen ustedes que van?- Asomó por una ventanilla el rostro crispado de un guardia. 
 
      -¡Estamos limpios!- Dijo el conductor alzando las manos.
 
      -¿Y esos niños?... ¿Quiénes sois?- Preguntó en árabe el policía a Ahmed, que pugnaba por salir del coche, empujando a Nur y Jali.
 
       -Vamos a El Cairo. Ellos nos han traído hasta Asiut. 
 
  Se acercó otro vigilante con un par de fotos en la mano: 
 
    -Parece que andan ustedes un poco perdidos... ¡Son ellos, los sujetos de Assuan,... que bajen inmediatamente!- Habló en árabe. 
 
  Ahmed había observado la cartuchera en uno de los asientos delanteros. El conductor y su compañero dejaron de sonreir. Se escuchó el alarido de la mujer, al tiempo que un disparo destrozaba el rostro de uno de los guardias. Ahmed forcejeó con la puerta del coupè, y a empellones lanzó a Nur y Jali fuera del mismo. Tras el tiroteo, las gentes se habían refugiado en los soportales. Los ocupantes del coche habían muerto.
 
      -¡Los británicos, siempre los británicos!- Hincaba la cuña humana su desprecio sobre los cadáveres.
 
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  Aquel recinto articulado de los vagones ofrecía una convulsión heterogénea de cuerpos siluetados por entre los cantones acuchillados de las ventanas angostas. Un pulmón escamoso y negro que aspiraba la densidad desértica, que unas veces orillaba el Nilo y otras ahondaba en el misterio pedregoso de una tierra aposentada en los tesoros de sus tumbas. Hasta Al-Minya llegó el aviso telegráfico del enojo de Hamida. Nur y Jali, sumidos en llorosa consternación, debían ser restituidos a la aldea de inmediato.
 
  La vivacidad propicia de los trenes coronaba los vagones atestados: "¿Qué pecado he cometido? Mi hija ha muerto, y mi yerno me ha echado de casa"..."¡Y para mí no hay sermón piadoso que me cure el corazón! Quiera Alá salvarme en un hospital de El Cairo"... "El hombre propone y Dios dispone.." "Yo lo he perdido todo: mujer e hijo. ¿Tanto he de merecer por ser un pobre hombre y alabar siempre la sabiduría del Señor?"... "Yo estaba sano y fuerte como un búfalo, pero ahora he perdido todos mis dientes, y el bribón de mi hijo me ha abandonado. Rezo al Profeta para que me los devuelva" "Está en manos de Dios que en El cairo encuentre trabajo, quiero vivir una nueva vida y hallar una esposa honesta"...
 
  Oscilaba así la mirada curiosa de Ahmed entre los comentarios de los viajeros. El sobre de su padre pasó de mano en mano: "Naciste bajo una buena estrella, muchacho, porque yo vivo cerca", le dijo un viejecillo, "No es más que un callejón de Gizza: el Muski"...
 
  El tren irrumpía ya en la ciudadela cairota, entre el oleaje atronador de la muchedumbre, Ahmed, pálido y medroso, siguió al anciano. Fuera del recinto de la estación, se encrespaban las voces, los relinchos que arrastraban las calesas. El Cairo peligroso, desbordado y fanático.
 
  ... Cuentan que Harún rechazó a Ahmed. Que el esperado contento del padre se mudó en una frialdad sarcástica. Que la mudez le plegaba el rostro, porque otra mujer premiaba las complacencias del esposo, mientras en sus ojos brillaba un destello de crueldad: 
 
     -¡Harún no volverá jamás!
 
  Una extraña luz se encendía ahora en los ojos del padre.
 
    -"Sólo Alá tiene la llave mágica que abre todas las puertas"- Se dijo Ahmed...
 
 
 





Indemnity


Autor: Tassilon-Stavros



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INDEMNITY (EE. UU. años 40)


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Toda la estación adquiría el fuerte tinte amarillento de las iluminaciones nocturnas. El inmenso recinto aparecía como una grandiosa y moderna sala hipóstila, sostenida por infinidad de negras columnas de acero y mármol oscuro. Recorriendo sus grandes pabellones atestados, que semejaban cubiertos y cerrados patios de jaspes en los que se sucedieran infinidades de pequeños salones encendidos: bares, kioscos, salas de espera, uno se detendría el tiempo suficiente para degustar un café o contemplar las pirámides de periódicos y revistas, formando parte en consecuencia de aquella circulación convulsa de cuerpos ateridos, sanguinosos por el frío exterior, y que así cumplía, episódicamente, con los ritos viajeros. Todo el mundo se mantenía a la espera de que aquellos gigantes impasibles, enlazados y relucientes, como quiméricos dragones domesticados (pero en los que persistiera el recuerdo de su callada desesperación, porque desde sus cabezas erráticas y monstruosas, vórtice humeante y misterioso de sus mecanismos, partía aún la latente violencia controlada de sus vaharadas hirvientes, de una albura casi azulada e iridiscente), moviesen con toda solemnidad sus serpenteantes cuerpos desde la cueva electrificada de los andenes. Y aquella disforme violencia de metálica opresión, palpitación del monstruo dominado por el hombre, se elevaba hacia su cielo enrejado del que pendían cientos de lámparas, y se dilataba con furia entre la vocinglería, en un principio, indiferente. Pero luego, incorporados aquellos resoplidos a las voces que, tras la solemnidad instrumental de la megafonía, aserraran tanta algarabía, conseguían arrancar de entre las muchedumbres un signo de inquietud, y también de júbilo, pues, merced al auxilio de los trenes, experimentaba el hombre aquel acentuado sentimiento de huida, en el tiempo acrisolado.

La cálida oleada del gentío golpeó el rostro de Tom McSween en el que resultaba fácil reconocer cierta expresión de alerta. Apresuró el paso frente a la hondonada del andén por la que, henchida y rumorosa, rebullía la multitud, transportando maletones y soportando los mezclados olores de los puestecillos ambulantes cuyos vendedores acostumbraban a lanzar miradas interrogadoras a los viajeros. Tom llevaba una maleta únicamente, y mientras ojeaba los números de los vagones, se caló el sombrero y se apretó el cinturón de la gabardina. Sentía escalofríos. Aquel corredor amarillento por el que se deslizaba el entusiasmo cosmopolita de los viajeros, la masa de pupilas alborozadas esforzándose por alcanzar las portezuelas entre el silbo de los trenes, empezaba a reducirle y angustiarle. Sabía que tras toda a tensión de los meses pasados, no existiría, en aquellos momentos, ningún motivo para sentirse dichoso si ella no aparecía en el andén. Una furia ilógica le dominó. No recordaba ya su aspecto. “Ha sido una estupidez confiar en semejante tiparraca”, pensó. Había tenido otras aventuras antes de lo de Alice. “La indemnización está garantizada”, esbozó una sonrisa. “El dinero es un buen recurso, te permite mirar con descaro los ojos de todas las mujeres,... puedes conseguirlas y desprenderte de ellas como de un zapato viejo. Una vez en Los Angeles no me faltarán ocasiones”... Era gracioso, porque a todas horas, aún en vida de Alice, pensaba en las mujeres. Le hubiera gustado enamorarlas a todas y luego abandonarlas como a putas. “Ahora no tengo a nadie,... ¡salgo ganando, porque son cerditas del sucio género de la mentira!... Lo que de verdad importa es la indemnización”...


-¿Sólo lleva esta maleta, señor?- Se le acercó un mozo de color desde lo alto de la portezuela. Salimos dentro de cinco minutos, señor.- Le recordó el chico a continuación.

-Está bien...- Dirigió una última mirada al masificado corredor de salida. Sintió un nudo en la garganta porque la muchacha rubia acababa de aparecer- “Debería abofetearla”- Se dijo indignado, y estuvo a punto de desviar la vista cuando ella se situó junto a él.

-Pero ¿qué demonios te pasa?- Su hermoso rostro había asumido una expresión alarmada. ¿Pensabas largarte sin mí?...

Tom la examinó con el mismo interés del día en que la conoció. Pero no estaba dispuesto a excusarse con ella.

-Te estuve aguardando en la sala de espera durante casi una hora- Le espetó indignado.

-Me lo he figurado, pero es que me sentí algo malucha,... esas cosas de mujeres,... ya te lo puedes imaginar... ¿Subimos? Porque yo estoy helada.

Pasó por delante de él, apenas inmutada por su retraso. Tom se fijó en sus hermosas piernas. Vestía la misma falda ceñida de la primera vez, se aseguraba la rectitud de las costuras de sus medias a cada paso que daba, y siempre que se volvía hacia Tom, sus provocativos pechos, la rotunda perfección de sus muslos, el rubio pelo rizoso, algo requemado en sus puntas a causa de las tenacillas, y el óvalo perfecto de su rostro, quizás excesivamente maquillado al estilo de Hollywood, envolvían toda su figura como de un halo sexual, prefabricado, trocado en artimaña, y que siempre calaba hondo en hombres como Tom McSween, dócil para recibir aquel fermento lascivo que acostumbra a venerar los encantos femeninos con conceptos de magnificencia, agobiado voluptuosamente su ánimo por una especie de sacudida eléctrica.

-¿Es éste?- Inquirió ella, como encrespada de impaciencia, dirigiéndose hacia la manilla de la portezuela del departamento en el que Tom se había detenido- ¡Eh, mis maletas!- Se volvió de repente.

El mozo de color sonreía tras ellos.

-Están aquí, señorita, no crea que me he olvidado.

-¡Muy bien, chico!- Exclamó satisfecha. Y luego rebuscó en el escote de su vestido. La parda luz del andén penetraba por la ventanilla, caía sobre su bellísimo rostro, y sus rojos labios experimentaron un encantador sentimiento de pesar:- ¡Sin blanca!... ¿Tienes cinco dólares?- Se dirigió a Tom con cierta aspereza. Luego sonrió deliciosamente ante la expresión de perplejidad que leyó en los ojos del muchacho.

-¿Cinco dólares? ¡Tú estás de guasa! ¿Te crees una reina de la pantalla?...

Tímido y cortés, el mozo aceptó el dólar que ahora le ofrecía Tom.

*
...”¡¡Salida del Central Pacific destino Los Angeles!!”

-Nos vamos- Dijo ella arrellenándose con coquetería en el cómodo butacón del departamento- Estoy hambrienta, pero también estoy agotada.

La ciudad se distinguía ahora vagamente a través de la lluvia que había empezado a caer. Tom estaba hecho un lío. “Ya veremos como marcharán las cosas con esta cerdita... ¿En qué me habré metido?”- Pensó.

-¿Tienes el dinero?- Inquirió ella gozosa. Sus rojos labios se entreabieron seductores.

-“¡La muy puta!”- Se dijo Tom.

Ella entornaba sus ojos como si imitase a las actrices cinematográficas de moda.

-¿A qué hablar ahora del dinero?- Musitó Tom.

-¡Ay, amiguito, ¿si tú supieras?!- Exhaló ella un leve quejido, y luego le cosquilleó el rostro con un beso solapado- ¡Vamos, guapo, no te lo tomes así!

-Ya te he dicho que me parece una estupidez hablar ahora de dinero- De nuevo notó Tom que le dominaba la furia.

-¡Ay, amiguito!, pues no había otro tema para ti cuando se te metió en la cabeza la loca idea de este viaje. Para mí no son sólo unas vacaciones, ¿qué te has creído?- Se filtró cierta inflexión de malignidad en la voz de ella- A mí no me vas a contentar con un dólar... Fíjate bien en mí. ¿Ves la diferencia?- Se exhibía ella, observándose en el cristal de la ventanilla.

-¡Todas son iguales!- Pensó Tom. Pero su expresión era de admiración y deseo. La abrazó fuertemente e intentó besarla. Ella se resistió y le puso su dedo suave en la boca:

-¡Primero la cena, guapo!- Se contoneó hasta la portezuela.

-No creo que hayan abierto el restaurante- Anunció Tom acezante. Tenía los ojos amarillentos.

-Este es un tren de lujo, amiguito. El restaurante está siempre a disposición de la clientela.

-¿Por qué no quieres besarme?- Tom tenía el rostro contorsionado.

-No sé si me gustará este viaje- Se agitaba ella de nuevo en el asiento. Se mostró indignada- A lo mejor hasta me pesa. Ya me ha sucedido otras veces.

-¿Otras veces, eh?- La observó Tom con expresión absorta, estremecido como un perro en celo.

Luego echó un vistazo al paisaje oscurecido, y maquinalmente se miró el reloj de pulsera.

Haremos lo que tú quieras.- Dijo sin más.

-¡Esa es una idea estupenda!- Exclamó ella.

-No he de hacerme ilusiones- Pensó Tom- Esta puta se limitará a contar sus ganancias. Es el único motivo por el que está aquí.

-Será una corazonada- Se contradijo entonces la rubia- Pero ya empieza a gustarme este viaje. ¿Lo ves, guapo, qué poco habrá de costarte hacerme feliz?- Le observó retadora, mientras cruzaba sus piernas con salaz provocación.

-¡Qué bonita es, la muy cerdita!- Tom no podía sacudirse aquella apetencia carnal que le invadía-Destila sexo por todos sus poros, ¡la muy puta!

... Resbalaba el agua por la ventanilla. Los relámpagos la asustaron:

-¡Menudo diluvio! No voy a poder pegar ojo en toda la noche. Me asusta la lluvia, en especial cuando voy de viaje.

*
Siguiente parada Alburquerque. Estaba amaneciendo. La rubia se examinó un momento en el espejo del pequeño lavabo. Tenía los ojos algo irritados. Como vaticinó, no había logrado dormir ni una hora seguida. Tom también tenía los ojos vidriosos por el insomnio. Ella había dejado la portezuela entreabierta. Se le aceleró el pulso observando sus pechos desnudos mientras se cambiaba de blusa y de falda. Se pasó las manos por su rubio pelo rizado, y volvió a pintarse los labios. Al observar a Tom asumió una falsa expresión de asombro:

-¿Ah, pero estabas despierto? Sabía como manejarlo. ¿Tengo rectas las costuras?- Le preguntó pavoneándose mientras se encasquetaba su graciosa gabardina verde.

Tom no contestó. Parecía estudiarla.

-¿Hay alguna ley que te prohiba hablar con los viajeros, amiguito?- Le dijo lanzándole una mirada irónica.

-¿Adónde vas?- Inquirió Tom desorientado, que ya se olía alguna trastada por parte de ella- Aún ni ha amanecido, y el tren sólo para veinte minutos en Alburquerque.

-Gracias por la información- Le dirigió ella una rápida ojeada, pasándole levemente un dedo de uña pintarrajeada por el rostro. Aquella acostumbrada artimaña, algo frívola, no conseguía ningún resultado satisfactorio, sino más bien de desilusión, en los hombres que la sufrían. Ella, sencillamente, no le había hecho el menor caso desde que salieran de Kansas City.

-¿No pretenderás darme esquinazo?- La agarró del brazo Tom con furia tras alzarse de la litera.

-¿Esquinazo yo, guapo, y a estas horas?- Se libró ella de la sujeción con inusitada energía- Tengo que hacer una llamada urgente. Dos minutos y vuelvo- Le comentó sin apenas inmutarse.

-¿Una llamada?- Se sorprendió Tom. No sabría explicárselo, pero aquel comportamiento de la rubia le producía el mismo efecto que arrastran algunas absurdas estratagemas de huida.

La mirada de ella era desmesuradamente fría. Odiaba tanta pregunta, y enarcó sus bonitas cejas en un pronunciado arco.

-No alimentes ideas equivocadas sobre mí, guapo, porque no pienso darte una explicación cada vez que mueva un pie. ¡No lo tengo por costumbre!- Le castigó ella, dándole la espalda.

-¡Pie de cerdita!- Farfulló Tom para sus adentros. Irritarse ante cualquier mujer le descorazonaba- ¡Como todas las fulanas!- Dijo Tom.

Y mientras la rubia volvía a mirarse las costuras de sus medias, y comprobaba en el espejito del compartimento que el perfilado carmín de sus labios no le hubiera manchado los dientes, como tantas veces había visto hacer a Jean Harlow, no le vaciló la voz:

-Es lo que soy, amiguito... Confieso que, por un instante, creí que lo habías olvidado.

-¡Ah, ya!, y como todas las fulanas, te cotizas por dólares- Repuso Tom sarcástico.

-Eso, cariño, lo sabrás cuando tenga los dólares en mi mano- Le lanzó ella una mirada igualmente sardónica- ¡La llamada! El tiempo vuela- Exclamó luego- No me sigas, pero no me engañes mientras estoy fuera- Alargó la rubia su dedo hacia los labios de Tom, que lo evitó con despecho esta vez:

-¡Bah!...

El Central Pacific se detenía en realidad durante treinta minutos en Alburquerque. De pronto, se abrió la puerta del compartimento:

-¡Por fin, cariño!

Tom se halló ante una desconocida. Se fijó en ella con cierto desasosiego. Era una mujer bien formada, grácil y rubia, de anchos y firmes pechos.

-¿Quién es usted?- Tom no salía de su asombro.

Ella se dirigió a la ventanilla:

-Me parece que tu fulana te la ha jugado. No es extraño que nadie te haga el menor caso. Tienes tan poco tacto con todo el mundo. ¡Y con las mujeres, menos! Mírala, por ahí anda con otro tipo!

Tom quiso cerciorarse. Pero dudó:

-No sé quién es usted, así que...

-¡Soy Alice, cariño! ¿No reconoces a tu propia mujer?

La semejanza era extraordinaria, pero también se parecía a la otra, eso era lo chocante.

-Mi mujer está muerta, señora, así que no sé a qué viene esta broma de mal gusto.

-¡Soy tu Alice, mírame bien, cariñín! ¡Tu Alice, en carne y hueso! ¿Cómo puedes decir que he muerto? Y no me gusta nada esa mirada de interrogación. Como acostumbras, no me atiendes como es debido. Siempre has estado un poco loco. ¿No ves que esas son mis maletas? Y dentro está mi ropa. ¿Qué pasa con nuestro proyectado viaje a Los Angeles?- Tom sintió un nuevo escalofrío- Ya sabes que no tengo ningún inconveniente en que conozcas a otras chicas. ¡Pero, esa rubia! Algo vulgar, ¿no? ¿O será porque se parece a mí? Ya sé, pillín, una vez olvidada tu mujercita, la indemnización, ¡otra rubia y nuevas vacaciones!

Tom perdió el control:

-¡Basta, me oye! ¿Quién demonios es usted?

Ella llevaba un bolso, lo abrió, y se apoderó de una foto:

-¡Soy Alice!

Tom observó la foto. Bajo sus imágenes rezaba una dedicatoria: “Siempre tuya, Alice”

-¡Es imposible! ¿De dónde la has sacado? ¿Qué juego es este? Además, ella va a volver de un momento a otro.

-¿Quién va a volver, querido?- Lo miró perpleja la visitante.

-¿Quién? Mi acompañante, ¡la rubia!

-¿Qué rubia, cariñín? Tu rubia soy yo.

Tom se precipitó hacia la ventanilla:

-¿Dónde se ha metido la cerdita?

Yo no veo a ninguna cerdita. ¿Te encuentras bien, Tom?

-¡No me llames Tom, no nos conocemos, y quiero esa foto!- Trató de arrebatársela del bolso.

-Te la puedo regalar si tanto te preocupa. Tengo más.

-Llamaré al Oficial Especial del ferrocarril.- Se había dirigido hacia la portezuela del compartimento.

-¿En pijama, querido?- Se rió Alice- Un poco ridículo, ¿no te parece?.

Se vio forzado a dar media vuelta.

-¡Yo creo que mi muerte te ha desquiciado, cariñín! Vas a necesitar un nuevo psiquiatra. Por si no lo sabías, la Compañía de Seguros de Los Angeles tiene la mejor de las plantillas. Ya ves, a pesar de estar muerta, me he informado muy bien.

-¡Eres tú la que vas a necesitar un buen psiquiatra!

-¡Ah!, ¿ya me tuteas? ¿O es el dolor de cabeza que no te deja pensar? Tengo aspirinas, por si acaso.

-¿Qué pretende? ¿Dónde estaba esa foto?

-En la cartera que te regalé. "Siempre tú y yo"

-¿Qué cartera?- Mintió Tom- Entérese que la Compañía de Seguros tiene todas las fotos de mi mujer. Su mascarada, señora, finalizará en Los Angeles.

-Cuando me despeñaste con el coche, yo me agarré a tu chaqueta,... quizá cayera por el precipicio. ¿Me creíste muerta?- Sonrió siniestramente ella- Claro que siempre conduje como una loca, y por eso quisiste hacerme un seguro. Luego ocurrió: ¡me despeñé.

-¡Así fue!- Aseguró Tom.

-Pero, fuiste tú, cariñín. Mira, aquí está tu cartera, la encontraron junto a mi cadáver.

-No es mi cartera.- Insistió Tom, triunfante.

Alice abrió la puerta del compartimento. Apareció un desconocido, la rubia y el mozo de color.

-¿La conoce? ¿Ha viajado con ella?- Preguntó el individuo a Tom.

-¿Quién demonios es usted?

-Departamento de Policía de Kansas- Se identificó.

-¡No la conozco!

-¡Pero la señorita viajó con usted, señor!- Aseguró el mozo.

-Todo es falso. Juro que no conozco a ninguna de estas dos mujeres.

-Pero esta rubia asegura que le ha robado la cartera de su compartimento- Dijo el policía- ¿Es ésta?

-No.

-¿Y ésta de tu gabardina, cariño?- Aventuró Alice, mostrando la otra.

-Idénticas pero falsas. Es una añagaza. Ninguna es mía. Ábralas. ¿Lo ve? Nada. Yo tenía una foto de mi verdadera esposa.

-Queda detenido por asesinato. Hay otra cartera. Se encontró junto al cadáver de su mujer. Mírela.

-Pero, ¿y la foto? ¡Todo un amaño! Aquí tan sólo veo una, pero de las dos rubias.

-¡Y usted juró no conocerlas!

-¿Y eso qué demuestra?- Se asombró Tom.

-¡Que miente, amigo! ¡Y que con toda seguridad mintió antes! Ellas son policías. Y ni Dios le libra de una nueva investigación...





sábado, 25 de octubre de 2008

La balada del café triste (The ballad of the sad café)


Autor: Carson McCullers

... Es una casa muy vieja: tiene un aspecto extraño, ruinoso, que en el primer momento no se sabe en qué consiste; de pronto cae uno en la cuenta de que alguna vez, hace mucho tiempo, se pintó el porche delantero y parte de la fachada; pero lo dejaron a medio pintar y un lado de la casa está más oscuro y más sucio que el otro. La casa parece abandonada. Sin embargo, en el segundo piso hay una ventana que no está arrancada; a veces, a última hora de la tarde, cuando el calor es más sofocante, aparece una mano que va abriendo despacio los postigos, y asoma una cara que mira a la calle. Es una de esas caras borrosas que se ven en sueños: asexuada, pálida, con unos ojos grises que bizquean hacia dentro tan violentamente que parece que están lanzándose el uno al otro una larga mirada de congoja. La cara permanece en la ventana durante una hora, aproximadamente; luego se vuelven a cerrar los postigos, y ya no se ve alma viviente en toda la calle... Esas tardes de agosto... Después de subir y bajar por la calle, ya no sabe uno qué hacer; en todo caso, puede uno llegarse hasta la carretera de Forks Falls para ver a la cuerda de presos. Y lo cierto es que en este pueblo hubo una vez un café..."


La noche nos arrincona. Algunas veces, se dice, que al tiempo que nos amortaja con su traje de estrellas, también nos atraviesa con el rayo de los estigmas, porque es la noche la que un día u otro nos enterrará con un manto de pésame. En ella, los seres humanos nos afligimos más, gritan más nuestros lloros, el ladrido de los perros se hace más intenso y siniestro. Pero también tiene algo de puerta entornada, a través de la cual se nos revela algún que otro secreto amedrentador. Y es en la noche en la que, para que no se nos vea del todo nuestro sonrojo, puede el hombre sentir esa especie de gloria perdida, a veces vergonzante, que significa su caridad. Siendo forastero de la noche puedes, casualmente, ver prolongada tu emoción de sombra errante en una inesperada concreción de misericordia que se extiende en el pueblo desconocido que te acoge como a un enfermo. Si esto no puede ser siempre, por desgracia, una verdad absoluta, si puede convertirse en una verdad episódica:

... "Era un forastero, y no es frecuente que los forasteros entren en el pueblo a pie y a tales horas. Además, aquel hombre era jorobado. No mediría más de cuatro pies de altura, y llevaba un abrigo andrajoso lleno de polvo, que apenas le llegaba a las rodillas... Tenía una cabeza enorme, con unos ojos azules y hundidos y una boquita muy dibujada... En aquel momento su piel pálida estaba amarilla de polvo y tenía sombras azules bajo los ojos. Llevaba una maleta desvencijada, atada con una cuerda. "... Buenas-dijo el jorobado jadeando- Voy buscando a Miss Amelia Evans"... -¿Por qué?-... -Pues porque soy pariente suyo-... Mis Amelia le escuchaba con la cabeza ladeada. Era una mujer solitaria; no era de esas personas que comen los domingos rodeadas de parientes, ni ella sentía la menor necesidad de buscárselos... Mis Amelia permanecía apoyada al quicio de la puerta, mirando al jorobado. Luego se levantó en silencio y desapareció... Nadie quería estar presente cuando Miss Amelia echara al intruso de su casa y de su pueblo. Resultaba desconsolador encontrarse en una población desconocida, con una maleta llena de harapos, intentado convencer a Miss Amelia de que eran parientes. Luego ella cruzó el porche en dos zancadas. Llevaba mucho tiempo callada. Su cara tenía esa expresión que se ve a veces en los bizcos que piensan concentradamente en algo: una expresión mezcla de inteligencia y desvarío. -No sé su nombre-... -Me llamo Lymon Willis- dijo el jorobado. -Bueno; pase adentro. Hay algo de cena en la cocina-..."


Descubrir los textos de Carson McCullers es como descubrir un mundo dislocado. Su comparación con otros escritores puede llevarse muy lejos. La obra de esta gran escritora autodidacta es infinitamente pura, espontánea e inconformista. Precisamente porque posee esa extraordinaria libertad que tan sólo conllevan las pasiones provocativas; ésas que parecen nacer por un puro azar de nuestras más vertiginosas emociones autodestructivas. Acusada constantemente como plagiadora de ciertas tipologías sociales ya expuestas por otros escritores, resultaría absurdo indagar en ciertos paralelismos creadores sobre los que se asienta siempre la historia de la literatura. Pero basta con adentrarse en sus espacios fecundos y genialmente intuitivos, para comprender al instante que nos hallamos ante un autor capaz de rehuir todo los convencionalismos que se entroncan en ese mundo más o menos entrañable en el que las correrías humanas toman cuerpo a través de las palabras, que evocan dolorosos recuerdos, o nuestras tempranas luchas por la vida desde que ponemos pie en ella.

Las perturbadoras vivencias de los personajes creados por Carson McCullers, con sus miserias y grandezas, casi siempre espoleadas por la necesidad, son evidenciadas desde su forma embrionaria hasta cierta concepción un tanto disparatada y destructiva. Sus novelas poseen un pausado ritmo descriptivo, alucinante, endiablado, casi siempre desarrollado en el limitado marco de un escenario único. Y se goza en ellas del irresistible atractivo de la irreverencia ante las convenciones y reglas sociales. Deriva hacia una dirección inesperada en la que los protagonistas por ella inventados jamás teorizan en exceso sobre la naturaleza y la esencia de sus actos. Se semejan a sombras amenazadoras que interpretan la existencia como si de un ballet frenético, demoníaco, se tratase. Y, en consecuencia, avanzan desasosegantes, impenetrables, como si en ellos ese afán de preservación que promueve la literatura, nos dejara en la estacada, terriblemente debilitados, o en un aprieto sin solución.

Sus personajes, escasamente depurados psicológicamente, viven, pues, atrapados en una inhóspita realidad interior, que se nos antoja, aun a nuestro pesar, enferma de cierta inquietud angustiosa y fantasmal en la que nunca acabarán de reafirmarse. Cierto misterio, por tanto, que jamás se desvanece; permanente en sus vidas, y que, quizás por ello, por esa misma singularidad sigilosa del arcano vivencial en que se hallan inmersos, irrumpen en la parsimoniosa sutilidad, ineluctable, dramática y mínimamente explícita (pero que arrastran un logrado y personal empeño poético personal, pocas veces conseguido por otros escritores minimalistas) de las novelas de esta excepcional creadora, como seres distorsionados por la negación dialéctica de sus actos casi inexplicables. Actos que parecen hallarse siempre al borde crisis morbosas y violentas.

Pasiones humanas que se enclavan en un ambiente perturbador que nos recuerda "el increíble pero verdadero". Y sin que por ello disminuya la fuerza que conlleva la exaltada escritura de McCullers, sus fantasmas vivientes son objetivados, descritos, analizados y resumidos como personajes nacidos de la mano rauda de un prestidigitador que para redimirlos no tendrá más remedio que hacerlos desaparecer con la misma celeridad que los creó, con toda probabilidad entre angustia y sufrimiento. Hombres y mujeres devorados por ese escaso valor que a veces posee la vida humana. Y que, por ello mismo, acabarán convirtiéndose en una extraña realidad deformada, escasamente ética e intelectual, cuyos espíritus desconcertados, como desligados de todo tipo de redención, se convertirán en rostros sin recuerdos que se desarrollan (como ya se especificó) en una limitada demarcación de la vida, donde se contentan con dar vueltas alrededor de sus misteriosas obsesiones. Monomanías ofuscadoras, de las que, aunque más o menos explicitadas por la pluma de la escritora, se muestran conscientes, y que les llevarán a extraviarse en un paisaje dantesco donde los esquemas de sus libertades, sin restringir sus libres albedríos, "jamás niegan (como dijo la propia escritora) la pura y mecánica dominación que impera entre los dos sexos". Y a la inversa, no hallamos más prueba de lucidez que la de la infinita pauta de conducta y causalidad que pueden lanzarnos, como si fuéramos irracionales locomotoras enloquecidas, a ese abismo que nosotros mismos, a través de nuestras mezquindades o más allá de la esperanza, acostumbramos a abrirnos.

A raíz de su publicación de "La balada del café triste", un crítico inglés, V. S. Pritchett, escribiría, el 2 de agosto de 1952, en The New Statesman and Nation: "Todos esperábamos que surgiese un talento norteamericano de la talla de Faulkner, capaz de construir sus propias estructuras imaginativas o intelectuales. Carson McCullers es, sin duda, un talento de esa clase, y, a mi juicio, la novelista norteamericana más estimable de su generación. Demuestra poseer un asombroso don para mostrar la manera en que emerge el inconsciente. Es una maravillosa observadora. Y, probablemente, su mayor virtud resida en una inusitada capacidad para comprender la experiencia humana en todos sus estados."



Carson McCullers posee una capacidad inaudita para rehuir esas montañas de banalidades que enseñorean la novela norteamericana. "Sabe cómo crear ambientes y personajes inolvidables y un entramado simbólico de infinitas repercusiones", escribió su biógrafa Josyane Savigneau. Miss Amelia es fascinante, reivindica su independencia sin temer la marginación que ésta conlleva. Pasa por loca en la comunidad que habita. Sus recursos prepotentes, plenos de la necesaria "importancia psicológica del paisaje" en que se desarrolla, le otorgan, no obstante, su genial originalidad, porque al tiempo que barren las historias de alcoba (su lesbianismo manifiesto y viripotente es plenamente capaz de reirse, rechazar y enfrentarse, en terrible pelea abierta, a la atractiva virilidad de Marvyn Macy, el esposo despedido), su atmósfera, su mundo, al acoger la diabólica personalidad del primo Lymon Willis, el diabólico y vengativo enano homosexual, resulta atenazado irremediablemente por una concepción disparatada y destructiva del propio existir. Las tendencias primitivas (la probable frustración maternal de la lésbica Miss Amelia, el deseo sexual jamás otorgado al desesperado y vindicativo Marvin Macy, la homosexualidad humillante en que Lymon Willis se haya inmerso y que convierte al maléfico enano jorobado en una sombra eternamente "pegada a los talones de Marvin", desde su repentina y misteriosa reaparición en Forks Falls) confieren un tono espectral y alucinante al relato. El paisaje desolado del profundo Sur de Estados Unidos juega también en este demencial drama amoroso un papel esencial. Y el desenlace acaba estructurándose en la más legendaria de las temáticas, esa senda brumosa que sin carecer de cierta dimensión lírica y que parece alejarse de la narrativa psicológica, se deja atrapar, no obstante, en las introspectivas y revueltas aguas de los rápidos por los que nos arrastran nuestros más angustiosos desequilibrios sociales, esa pesadilla que se interpreta como el más voluntario de los reflejos morales del hombre: ¡su crueldad!


"... En cuanto dieron las siete apareció Miss Amelia en lo alto de la escalera, y en el mismo instante se vio a Marvin Macy en la entrada del café. La multitud le abrio paso en silencio. Se dirigieron el uno hacia el otro, sin prisa, con los puños ya apretados y la mirada absorta. Miss Amelia había cambiado el traje rojo por su viejo mono, que llevaba remangado hasta las rodillas. Iba descalza y llevaba una muñequera de hierro en el brazo derecho. Marvin Macy también se había arremangado los pantalones; iba desnudo de cintura para arriba y muy embadurnado de grasa. No se dio ninguna señal, pero los dos golpearon a la vez... La pelea prosiguió de aquel modo salvaje y violento, sin que ninguno de los dos diera muestras de debilidad... Había llegado la hora de la prueba... Miss Amelia era la más fuerte. al fin le derribó y montó encima de él... Justo cuando la pelea estaba ganada, se oyó en el café un grito. Y lo que pasó ha sido un misterio desde entonces. En el momento en que Miss Amelia agarraba la garganta de Marvin Macy, el jorobado saltó hacia adelante y cruzó por el aire como si le hubieran nacido alas de halcón. Aterrizó sobre la ancha y fuerte espalda de Miss Amelia y le apretó el cuello con sus deditos como garras... Gracias al jorobado, Marvin Macy ganó la pelea... El jorobado y Marvin debieron abandonar el pueblo una hora o así antes del amanecer: rompieron la pianola, grabaron con sus navajas palabrotas horribles en las mesas del café... Se fueron al pantano y destruyeron la destilería. Prepararon una fuente con el manjar predilecto de Miss Amelia, lo aderezaron con una cantidad de veneno capaz de matar a todo el condado y colocaron la fuente tentadoramente en el mostrador del café. Hicieron todo el daño que les pasó por la cabeza... Y después se marcharon juntos... Así fue como Miss Amelia se quedó sola en el pueblo. Durante tres años estuvo sentándose todas las noches en los escalones del café, mirando hacia el camino y esperando. Pero el jorobado nunca volvió. Corrían rumores de Marvin Macy le utilizaba para saltar por las ventanas y robar, y también se decía que Marvin Macy le había vendido para una feria. Al cabo de cuatro años, miss Amelia se hizo atrancar su casa, y desde entonces ha permanecido allí en aquellas habitaciones cerradas."



Carson McCullers nació el 19 de febrero de 1917 en Columbus (Georgia). Se le impusieron dos nombres: Lula, patronímico de pila de su abuela materna, y Carson, apellido de esa misma abuela siendo soltera. A Lula Carson Smith, ya desde su temprana infancia, se la conocerá por "Sister", según los hábitos sureños de Estados Unidos. Su abuela Lula, que la adoraba, la llamaría su "niña de ojos grises", "grises como el mar", "grises como los de Helen", una hija suya que había muerto a corta edad. La feliz infancia de Carson termina en 1923. Toda aquella ternura especial que la envuelve desaparece de su vida cuando muere su abuela Lula Waters. Carson recuerda (aunque habla poco de su padre, Lamar Smith) la importancia que tuvo en su vida uno de los primeros regalos que recibió del mismo: una máquina de escribir. De niña solía llegar a casa, después de pasarse horas patinando, llena de heridas y brazos despellejados. Fue una especie de marimacho, y una adolescente grandullona (alcanzó prematuramente su estatura adulta: 1,75), "incómoda y molesta siempre conmigo misma", confiesa Carson. Una muchacha del sur profundo, tímida, arisca, que anhela mucho de la vida y sueña con tener "un destino". Pero no es más que una extraña joven con pinta de chico.

Pero más allá de su apariencia, algo justifica sus anhelos de gloria: posee un excepcional talento como pianista. Pero a su afán de llegar a ser una gran concertista une la lectura, que empieza a convertirse para ella en uno de sus pasatiempos favoritos. "La obra "Mi vida", autobiografía de Isadora Duncan, me arrebató como un huracán", explica ella misma más tarde en un breve texto titulado "Books I Remember". "Poco después hasta me atreví con "El fuego de la vida" de Nietzsche." Su primer relato "Sucker" será rechazado constantemente por las revistas y periódicos en los que ansía comenzar a publicar. Su mayor deseo se cumple: abandonar su ciudad natal de Columbus, y marchar a New York. Para poder pagar su pensión acepta "trabajillos" de toda clase. Tenía tan sólo 18 años. Trabaja en una pequeña oficina de bienes inmobiliarios, en los que se limita a dar la lista de apartamentos a los clientes. Oculta tras un grueso libro de registros, lee con desesperada fruición a Marcel Proust. Pillada in fraganti por su jefa, Luoise B., que la golpeó con el libro en la cabeza, exclamando "¡Jamás llegará usted a nada!, acabó de patitas en la calle. Un joven y seductor militar de Fort Benning, Reeves McCullers, aparece en su vida. Tiene 22 años. Es encantador y atractivo, pero arrastra una enorme frustración: el no haber asistido jamás a la Universidad. Pero es inteligente, culto, y se expresa con una soltura extraordinaria. Contraen matrimonio en septiembre de 1937. A partir de ese momento, para la posteridad, Carson se apellidará como su marido. El ha cumplido 24 años, ella apenas 20. "Durante los primeros ocho primeros meses de matrimonio fuimos pobres y dichosos". Carson y Reeves llegan a un extraño acuerdo, un pacto entre escritores: ambos consagrarán, alternativamente, un año a escribir; cada cual, durante el año que no escriba, deberá ganar el dinero suficiente para cubrir las necesidades de la pareja. Carson envía su primera novela, "El mudo", a una Editorial. Tardan en acusar recibo del texto. Finalmente, el libro suscita cierta sensación exaltadora por parte de la Editorial, que cree haber descubierto a una joven promesa literaria. Se le pide que haga muchas correciones, y se le sugiere un nuevo título: "El corazón es un cazador solitario". Un breve relato "Army Post" acabará convirtiéndose en "Reflejos en un ojo dorado". "Cuando acabé aquello, lo guardé en un cajón", confiesa la propia Carson. Su nuevo proyecto "La casada y el hermano", primer borrador de "Frankie y la boda", nace de un recuerdo desesperado de su infancia: su separación de su profesora de piano. El 4 de junio de 1940 "El corazón es un cazador solitario" sale a la venta en las librerías. En el mundillo literario la novela causa asombro. Reeves comprende que las cartas están echadas. Cree haber advertido la gravedad exacta de su fracaso. Carson, "la niña prodigio", ha llegado a ser "alguien". Reeves McCullers, que se había divorciado de ella antes de la guerra, volviéndose a casar de nuevo con Carson en 1945, se suicidaría, sumido en una terrible depresión, el 19 de noviembre de 1953, ingiriendo una fuerte dosis de barbitúricos. En las novelas de Carson McCullers, el sexo casi siempre se halla ligado a la vergüenza, a la repulsión, a la perfidia, a la violencia. Así lo manifestó el ensayista Alfred Kazin. "La novelista irradia, en toda su obra, una necesidad de amor tan absoluta que transforma al ser amado en el dador perfecto, y le reviste de un carácter mágico. Su mundo resulta tan perturbador que parece siempre a punto de ser transformado. Los seres humanos de McCullers pueden ser estados psíquicos tan absolutos y concentrados que lleguen a repelerse sexualmente unos a otros. Recordemos "La balada del café triste", Miss Amelia se casa, y en su noche de bodas, se niega a que su marido, Marvin Macy, la toque. Días después, cuando él le pone la mano en el hombro, antes de que éste pueda abrir la boca, Miss Amelia le da un puñetazo en plena cara, con tanta fuerza que le derriba de espaldas contra la pared y le rompe los dientes".

Carson McCullers que ya enfermara en 1932 de una fiebre reumática de diagnóstico equivocado, sufre hacia 1941 un nuevo ataque cerebral que la dejaría paralítica de un costado. En los últimos años de su vida se ve aquejada de dolores constantes y su invalidez avanza considerablemente. Padece varios ataques al corazón, y el 29 de septiembre de 1967 muere en el Hospital de Nyack, estado de New York, a causa de un cáncer de mama.

En su obra, tan inusual como excepcional, capaz, quizás, como jamás pudo hacerlo ningún otro escritor norteamericano, de explorar en profundidad el aislamiento espiritual de esos seres inadaptados y marginados que pueblan los oscuros pueblos del Sur de Estados Unidos, Carson McCullers se erige también en pionera al tratar a fondo, por primera vez, ese amor que no es el amor de Eros, sino el amor-amistad. Ese amor que tan difícilmente se puede vivir. Le horroriza el sexo, y sin embargo éste aparece constantemente, junto con el adulterio y la homosexualidad, en sus libros. En el caso de Carson, parece haber un abismo entre la sexualidad y el amor, entre la lujuria y la belleza. Reeves era un hombre bello, y Carson le amó como a un hermano gemelo. Los cuerpos parecen ignorarse, aunque el deseo está a flor de piel. La belleza, según la escritoria, no puede coexistir con el sexo. En "La balada del café triste", por ejemplo, Miss amelia se casa con Marvin Macy, la belleza pura, el hombre más apuesto de la ciudad, pero, cuando éste intenta meterse en su cama, ella le rechaza violentamente. Tan sólo acepta el contacto físico de su primo Lymon Willis, el pequeño jorobado sin edad. Sensualidad en vez de sexualidad. El amor-amistad que no se vive. Y los personajes "anormales" dan cuenta, simbólicamente, de la imposibilidad de hallar el amor.