martes, 26 de noviembre de 2013

A ellos... víctimas inocentes


 




Autor: Tassilon-Stavros






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A ELLOS... VÍCTIMAS INOCENTES



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A  S.O.S. PERRERA-BADAJOZ
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Mis palabras, tiempo atrás, fueron mensajeras de paisajes distantes. 
Y hablaron de días fragantes, y de dulces presencias presentidas.
Portadoras de sueños que ignoraban una liturgia de inmolaciones.
Y yo creía beber en la clara fuente de la razón, sujeto a mil deseos vanos.
*

Dejé franca la senda a mi egoísmo, sin ver la raíz de la miseria en mi corazón.
Y olvidé la melodía quejumbrosa de este mundo, casi siempre roto en pedazos.
Fueron días huidizos en los que mi voluntad erraba en presencia de otras realidades.
Pero siempre supe que mi tiempo vagaba a la espera de una dádiva aún no concedida.
*

¿De qué habría servido tanta lucha de horas perdidas, si me iba con las manos vacías?
Pero qué sorpresa la mía cuando llegaste perdido, con tu dulce ternura vagabunda.
Y me miraste, aguardando una limosna, rendido en tu viaje de amor, amigo mío.
Si no te hubieses parado a mi puerta, jamás habría conocido la imagen de la perfección.
*

Fue como una revelación magnífica de mi pequeñez cotidiana, que nunca quise ver.
También yo era un mendigo, y lloré por no haber tenido corazón para dártelo todo.
De mi alforja de absurdas vanidades, tú tan sólo me pediste un granito de trigo.
Y yo te lo di...
*

... Y nos quedamos juntos aguardando limosnas, y lágrimas derramadas por el polvo.
¡Frío mundo indolente, que a la más pequeña de sus vidas tan sólo concedes muerte!
Orfandad de tristeza imprecisa. Amor de obediencia. Hijo castigado del silencio.
Beso mudo. ¡Vayamos en su busca antes de que la ropa negra cercene su gemido!
 
 
 


 
 

miércoles, 23 de octubre de 2013

El que espera desespera







Autor: Tassilon-Stavros









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EL QUE ESPERA DESESPERA



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Dormía la ciudad bajo el cielo frío, y la luna se mostraba como hoja de acero azul brillante hundida en un bloque de hielo. La luminosidad de las calles había adquirido una tonalidad cremosa y tierna, y las más lejanas, bajo aquel universo puro y cristalino, aparecían veladas como por un tul de fina humareda invernal. Se quedó sentado frente a la ventana, recordando... Poco después, levantándose, anduvo agitado por la habitación, no sin arrojar frecuentes miradas hacia la pantalla del ordenador. En la calle solitaria habitaba ahora un juego de sombras de un leve matiz ambarino.

Las tres de la madrugada y todavía no había recibido lo que tanto esperaba. Su temor ¿no sería en aquellos momentos más que un gran sueño brillante y vivo, vehemente y desesperado? Se sentía como un mendigo hundido en su soledad consentida, atrapado por la indiferencia más completa e infranqueable. Y volvió a contar los días pasados cuando escribía sin cesar. No había dormido ni un instante durante aquellas noches. Estaba helado, pero helado como si el frío brotara de cuantos objetos atestaban la habitación. El aire gélido había invadido el cuarto. La estufa eléctrica llevaba días sin funcionar...

El equilibrio armonioso entre la luna apostada en el cielo y las líneas anaranjadas de las calles se había roto. Su refugio no era más que una estancia pequeña y negra, sin calor, donde sucumbía al dolor de su enfebrecida espera. Giraba sobre sí mismo, y luchó desesperadamente por no derrumbarse sobre el frío suelo. Fue presa de una especie de trance. Cayó por fin en la cama y ocultó el rostro en la almohada, repitiendo sin cesar:


-Alguien lo leerá... lo sé... lo sé. Tienen que leerlo... Y esta vez... - graduó su hesitación, agitando la cabeza. Luego volvió otra vez su rostro hacia el ordenador, tratando, con los ojos muy abiertos, de equilibrar la inquietante situación que seguramente volvería a enfrentarle a un nuevo comentario, tan temido como deseado, aunque intentando convencerse de que esta vez sería positivo.

Y como si avanzara cuesta abajo hacia una cascada de pensamientos, se zambulló primero en el remolino de sus soliloquios, intensamente amplificados por la connotación casi humorística de su pretendida falta éxito, no tan sólo por incomprendido, sino por ignorado:

-"¡Sí, sí,... esta vez en mi texto vuelco conceptos que por fuerza han de conmocionar a mis posibles lectores. Lo he purgado de todo sabor mediocre. Es un hallazgo condimentado por tan brillantes argucias pasionales como son las de la alienación. Ya lo dijo Erasmo, ¡mi maestro!: "Todo cuanto el hombre ha hecho y dicho en el curso de los siglos no lo debe a la razón, a la sabiduría, al cálculo ni al intelecto, sino a su locura, de la cual mana el instinto, la pasión, el entusiasmo, y los impulsos irracionales que nos aleccionan" Una vida regentada por la lógica, ¡jajajaja!, ¡sería insoportable!, porque no conocería el heroísmo, ni los sueños, ni la fantasía o el amor... Y vosotros, lectores desconocidos, a los que tanto os gusta desalentarme y fustigar tortuosa y vilmente mis textos que proponen soluciones aventuradas a esta existencia de mierda, acabaréis comprendiendo que con mis letras os ofrezco una invitación indeclinable de libertad intelectual. En mi texto brillan los más altos exponentes de esa libertad que tantos pretenden negarnos, puesto que no rindo cuentas a los poderes temporales ni me condiciono a ellos. Mi escrito es un nuevo "Elogio de la locura", ¡jajajajaja!"

De pronto, en su imaginación se presentaron los constantes elementos inestables y arrogantes de la crítica, que volvían a desenmascararse cobardemente tras aquel nacarado y distante universo de la pantalla del ordenador, mostrando la ignorante crueldad sin rostros que él acostumbraba a ver allí proyectada como escorpiones que reptasen por la misma en forma de palabras.


-¡Me la he jugado otra vez! ¡Lo sé!... ¿Habré perdido?... No debería esperar... No quiero más mordidas... más desgarraduras. Lo mejor sería..., sí, borrar mi texto.... No merece ser leído por esos roedores atrapados en el patetismo de su mediocridad... ¡Malditas ratas de Internet! ¡Jajajajaja!

Su tormento se recrudecía entre aquellas carcajadas demenciales y exasperadas que brotaban como llamaradas de ardientes brasas.

-"Pero, sí sí. He de obtener respuesta de esa ventana plateada... de ese maldito apartado de comentarios. Porque si no ¿dónde esconderé mi desesperación. ¿Dentro del armario? ¿Debajo de la cama?"- se dijo para sus adentros- ¡No, no, mi razón sigue indefectiblemente sus pasos hacia la lógica de la locura! No puede ser de otra manera. Y por ello debo continuar esperando. ¡Todo este maldito universo tecnológico debería leer mi texto! "Soy un autor conspicuo lo sé..." (Hablaba jactanciosamente para sí, creyéndose un poco indulgente ganador del Planeta, del Goncourt, del Pulitzer, y, ¿por qué no?, hasta del Nobel) 

Y como seguía haciendo demasiado frío se arrebujó en el cobertor. Inmediatamente, le asaltó un nuevo temor:

-Quizás no debería exponerlos a las insidiosas miserias de los lectores de webs.... No obstante,... sí, he de enfrentarme a sus desafíos.

Pese a todo, de nuevo sintió aquella constante sensación de vértigo que le había venido invadiendo desde que colgara su escrito en el blog. Cubrió sus ojos.

-No estoy seguro de que deba permitir que la pantalla endemoniada me observe mientras espero. Sin embargo, ¡no!,... no puedo apartar mi mirada de ella!... ¡Es como intentar golpear el viento!

Volvió a hundirse en el silencio. De hecho realizaba un esfuerzo descomunal por no patear aquel endemoniado ordenador, siempre en reparación, por las miles de veces que lo había vapuleado, y en el que sobre los acumulados escritos de su blog abundaban los comentarios de cuantos desconocidos virtuales, navegando por Internet, se habían adentrado en su santuario literario. Allí, bajo sus textos, viperinamente, se amontonaba la ponzoña verbal de cuantas críticas comentaristas recibía, y a cuya lectura y relectura se entregaba como el poseso masoquista que en realidad era.


Y en aquel mismo instante, ¡el ordenador habló! 

Volvía la triste voz de sus noches, como un vendaval de palabras escritas, que, pese a carecer de sonido, erizaban sus cabellos castaños, ya casi descoloridos, como un desgarrador crujido de cuerdas de guitarra maléfica. Contuvo su respiración. Y en aquella lobreguez, frente a la pantalla que parecía lanzar una sutil, bien que no menos siniestra mirada a su gélido escondrijo, experimentó su acostumbrada sacudida espasmódica cada vez que sus ojos se perdían sobre la maleza reflectora de cuantos comentarios podían así llegar hasta él, probablemente desde los linderos más remotos de este planeta de orates. Letras angustiosas, frases que aparecían como dando traspiés, escritas quizás por algún niñato, aprendiz de escritor, desequilibrado y dañino, trasnochador demoníaco atacado por los erráticos delirios de la farlopa, y que serpenteara por la espesa selva de Internet dejando en sus webs la hiel terrorífica de su veneno; por algún Jack el Destripador de los muchos que abundaban entre las callejuelas nebulosas de la red, y cuyas palabras poseían el filo cortante y asesino de un bisturí; o por alguna aspirante a vedette literaria que volcara sus frustraciones en dispersos, prolongados e insoportables relatos románticos, y que así, probablemente atacada por la locura incipiente de sus  malogradas aventuras amorosas, lanzara sobre otros blogs el ominoso mecanismo de sus venganzas, desintegrando ilusiones literarias desconocidas con sus abominaciones valorativas.

Y brillaron de nuevo las palabras, mientras su mirada galopaba sobre ellas, radicadas en aquel aislamiento exclusivo de su blog. Letras negras como buitres espectrales aglomerados en la copa iluminada de su árbol literario, recorriendo aquella especie de disgregador laberinto de fotones cuánticos para concentrarse en la endiablada pantalla. Iones transmisores del horror, y capaces de reavivar en su cerebro, una y otra vez, la psicosis esquizoide de un rencor desaforado por todos aquellos que lo insultaban y a los que no podía identificar ni dejar de leer. Y allí, frente al temido comentario, volvió a hundirse más y más en el universo límbico de unas obsesiones internáuticas a las que seguía abandonándose con la virulencia del hombre cuya identidad se perdía en una jungla de turbulencia febril:

“Apreciado Gili Smith,- rezaba el comentario- he leído detenidamente tu escrito “ESTOY COMO UNA CABRA", y creo que debería hallarse amontonado en una carreta de bueyes, de ésas que todavía se utilizan en el tercer mundo, para que sirva, junto a otras basuras, de fertilizantes a los campos agitados por el horror de la miseria, ya que tu texto para lo único que en realidad sirve es para eso, para abonar la última y definitiva esperanza de quienes tienen que intentar sobrevivir y alimentarse con desesperación de los productos desastrosos que les concede una tierra alimentada, entre otros muchos excrementos, por tantas porquerías como las que tú has escrito. No sé por qué diantres sigues matándote a escribir, ofreciéndonos semejantes bazofias. Tus nulos esfuerzos literarios resultan repulsivos. ¡Tío, no flotes más, y, eso sí, no dejes de llevarte contigo tus textos onanistas y descerebrados al nicho en ese espléndido día en que te mueras y desaparezcas de Internet!  Me meto los dedos en las orejas para no oír tus gañidos de frustrado, y mi puntuación, como no podía ser menos, es de ¡CERO PATATERO!... Con todo mi aprecio, te abraza amistosamente tu asqueado lector al que has hecho vomitar otra vez. SIMIO-NOCTURNO.

-¡¡¡No, no!!...- repitió perplejo, releyendo el comentario de Simio-Nocturno, mientras la persistente identidad subjetiva que él adjudicaba a su talento, y que tanta desdicha le acarreaba, caía de nuevo en manos de esa sutil intriga internáutica y de sus malignos inquisidores.

El águila había descendido en picado hacia su blog, y otra vez se hallaba completamente indefenso entre aquellas garras virtuales, algo contra lo cual todos sus admirables denuedos por dignificar la lectura de sus relatos poco podían auxiliarle. De nuevo, sus esfuerzos inusitados y ambiciones oscuras por hallar el reconocimiento de aquellos lectores a quienes no conocía, pero cuyos comentarios nunca podría dejar de leer, propiciaban una caída mil veces repetida.

-Lo han hecho,... han sido capaces... -  

Corrió enloquecido hacia la pequeña cocina anexa a la habitación, y bebió ávidamente un vaso de agua. Luego volvió hacia el ordenador y tapándose la cara con ambas manos, sollozante, se agachó frente a la pantalla, y exclamó:

-¡Cobardes!... ¡¡Tú sobre todo, quien demonio seas, Simio-Nocturno!!...- Y como único alivio a su tribulación, echó mano de aquella máxima que irónicamente esgrimiera, contra el fanatismo difamador de la plebe, algún monarca o Papa puesto en la picota por el pueblo: "Pocos, orates y divididos... Todos carniceros". Se sintió así más reconfortado- ¡Sí, favorecedores del complot internáutico, que os servís de la insidia traidora y emboscada de la crítica. Vuestro puñal ya no puede atravesarme porque yo poseo algo que vosotros jamás poseeréis. Un rango espiritual arduamente logrado que rehuye la presunción imperante en tantos blogs que hacen del fariseísmo literario su alimenticia doctrina diaria. ¡No soy el hijo bastardo de vuestras prostituidas madres! ¡Mi libertad vive de orígenes mucho más profundos, complejos y dignos! Pero vosotros vivís bajo el púlpito de la obediencia a las indulgencias contradictorias de los tribunales del mundo, y así disfrutáis de la liberación de las alimañas. Esos tribunales que invalidan las penitencias impuestas por la justicia, excarcelando monstruos, y cuyas tesis pretendidamente humanitarias premian así los crímenes que habéis cometido, a fin de restaurar un sólo orden: ¡el del cementerio!- ¿Disparataba? Sin duda. Pero aquella noche lo hacía a través de los agitados horrores de otros miles de destrozados despertares horripilados que se sublevaban contra las demacradas leyes terrenas del hombre- Te doy las gracias, Simio-Nocturno, y las hago extensivas a todos los demás. Queréis mi muerte,... llamáis bazofias a mis escritos, pero no creáis que habéis abierto mi ataúd a la literatura, porque, mal que os pese, no tenéis el don de la infalibilidad,... para eso necesitaríais, ¡jajajaja!, al Tribunal de Estrasburgo, y su demagógica apelación al timorato y obsequioso sentimiento humanitario con los homicidas Y como hoy, al parecer, únicamente existen prerrogativas esperanzadoras para los asesinos en serie y otros endriagos por el estilo..., la única resolución que tomo no va a ser la de no adoptar ninguna, ¡jajajajaja! Sé que ello movería vuestra esperanza de que el tiempo arregle las cosas, y que yo desaparezca con él.... Nada me importa el dicho de que cada hombre nace con su destino, y que nada ni nadie lo puede cambiar, porque no es más que una sucia mentira. Mi destino lo forjo yo. Mi revolución, aunque silenciosa e incruenta, no cejará tampoco en su misión literaria y atormentadora hacia todos los que me vejáis. Os hago patente mi nueva herejía donde podréis incubar vuestro próximo odio: ¡a partir de ahora escribiré poesía!¡Hay que joderse!...



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miércoles, 9 de octubre de 2013

Ελπίς




Autor: Tassilon-Stavros





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Ε Λ Π Ι  Σ

 

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Yo soñaba frente al riachuelo donde rebullen las libélulas y se alborota el filo de la caña buscando el cielo. Aquél cuya corriente incesante serpentea hacia tu recuerdo en mi laberinto de ermitaño. Y allí junté mis manos, en silencio y soledad, porque creí cumplida mi obra en este mundo. Apartado de soles y bullas. Relegado ya el porqué de todos mis viajes.

*

Pero no dejé de olvidarte ni un solo instante. Y cuando las gentes me insultaron, riéndose de mi pequeñez cotidiana, vino a mí tu canto, afanoso y compadecido. ¡Ay, azul lejanía danzante! Fuiste mi gaviota temblorosa, femenina como linfa, volviendo al nido. Ave mendiga de mi tiempo, arrullo entre las sombras. Limosna prometida entre ramblas de mensajes.

*


Yo me estremecía en la cerrazón del crepúsculo. Y allí, donde una vez me dejaste tu sello de eternidad, encontré albergue donde guarecerme. Estampa de campo y temblor del agua. Perennemente anclado en un espacio donde tu imagen se volvía ahora el único objeto de mi deseo. Y te soñaba, en un tiempo que ya no existía, sufriendo como un ave agonizante. Mas, nunca apagué mi lámpara de soñador solitario, por si tú aparecías en el carro de las nubes. Y aislada quedó en un rincón de la choza mi noctámbula melodía, inofensiva y rumorosa.

*


Pero fui vagabundo del viento, y mi oración jugaba a perderse entre las brisas del invierno, como herida raíz frente a las veredas antiguas del recuerdo. Se cerraron para mí todas las puertas de la aldea. Y me llamaron insolente por esperarte en mi sendero yermo. Sigo siendo tu prisionero, forzando aún mi débil espíritu para adorarte. Y espero tu carroza, cuando salgo solo, durante la noche, a tu soñada cita, sumido en mi oscuridad silenciosa.

*


¡Sueños, viejos sabores de paraíso, amuletos modelados de la memoria, que, aun viviendo de la lírica de nuestra naturaleza, amortajáis nuestras verdades absolutas, no creáis que he visto por última vez el mundo! No os alejéis de mi puerta, ni rodeéis la loma del dulce descuido, porque yo vivo en la suave frescura de mis evocaciones, en la enramada de mis mañanas primaverales, en los nacarados haces de la luna nueva, y en cada grano de trigo desperdigado.

*

Y mendigo en la Esperanza. En el alborozo que mana del cielo al alba. Y guardo en mí, tras este rostro marchito, mi hora vieja de humanidad, mi fuente íntima de romances. Nada pido. Ni dejo mi eremítica sed de pobre caminante perdida en dolorosos pensamientos. Espero que cante el pájaro en su sombra invisible. Y, callado, aguardaré la dádiva. Sé que llegará a mí como señora del silencio, entre su lluvia de misericordia, iluminando mi choza donde siempre la esperé entre mi ímpetu contenido y desvelado.

-¡¡Elpis!! ¡¡Elpis!!...
 
 

          

                                             ΤΕΛΟΣ

                                                                                                                      

 

martes, 17 de septiembre de 2013

Democracia y civilización: "Semper Fidelis?"









 Autor: Tassilon-Stavros









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DEMOCRACIA Y CIVILIZACIÓN: 

 

"SEMPER FIDELIS?"



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Tiroteo en base naval de Washington DC dejó 13 muertos y 10 heridos 16-9-2013

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La actitud del pueblo se mostraba vacilante y no menos confusa en el ostentoso anfiteatro parlamentario  donde los "gallináceos cacareos dialogísticos de las asambleas políticas" no paraban de "poner huevos" a fin de que nunca faltasen nuevos gallos de pelea. Se aseguraba al desfavorecido ciudadano de a pie que podía ya batir el mismo parche que el Gobierno entrante: o sea, el derecho a intervenir en los debates del Estatal gallinero y expresar cualquier tipo de reservas en la flamante apertura política sin temor a represalias. A tal efecto, se distribuían octavillas cargadas de  palabras ininteligibles y hasta de errores gramaticales. A fin de cuentas, de lo que se trataba era de alimentar como fuere aquel creciente conjunto de nuevas presiones en las tramas políticas sobre la masa más ignorante, analfabeta en su mayoría.


Los adalides parlamentarios volvían a levantar cabezas y tratarían de granjearse el vasallaje hacia su recién votada Democracia, de leyes sociales supuestamente más justas y equitativas, para que todo el mundo pudiera dormir tranquilo. Pero de tal festejo (ya había sucedido con su antecesor, cuyo sueño también había velado la citada élite) serían los dignatarios caballeros "untados" que habían recibido una sólida educación para ejercer la inhóspita intriga, capaz de convertir las ambiciones mundanas en sagrados deberes de incontrastable moralidad democrática, los que otra vez iban a ejercer su dominio sobre la ciudadanía, eternas víctimas propiciatorias entre las que propagar las consiguientes epidemias progresistas que suelen desatar los Gobiernos que debutan. El lema electoral se basaba nada menos en que “la corrupción no conviviría jamás con la corrupción”. A cualquiera con dos dedos de frente le parecería increíble que un credo semejante pudiera ganarse al pueblo para su causa, porque a fin de cuentas no era más que un “credo que reanimaba el conjurado tejemaneje del irredentismo", y no digamos de la desesperación para los que siempre andaban con las manos vacías. Pero a las incongruencias se las suele llamar "aparentes"

Y otra vez a vueltas con lo mismo. El "calentito" fundido gubernamental, ahora depurado por el talante “conquistador” del recién llegado Poder Democrático, sacaba provecho de lo aprovechable. Y se imponía un derecho ilimitado de supervisión y censura moral sobre el escandalosamente relajado Gobierno anterior. Sus finalidades se volcaban en el orden, la prudencia y la eficiencia. Había que liberar a la nueva autoridad de la conciencia individual, único camino para recuperar la fe del pueblo en el debutante Cuerpo Administrativo de la nación. Su postulado no dejaría de insistir en la incapacidad burocrática, intolerante y epicúrea del Mandato precedente. Y debidamente propugnadas ya las esperanzadoras conveniencias políticas de los votantes, duchos en la materia reconquistadora de posiciones y nombramientos mejor remunerados, volvían éstos a poner el acento de la Gracia en sus contraofensivas, sin importarles un bledo desangrar sus propias honestidades. Así son siempre las más elevadas empresas de las Administraciones Estatales, tanto del mundo antiguo como del moderno: no dejarse turbar por ningún remordimiento, embrollar con términos más impulsivos si cabe la vuelta de los modelos anteriores, y mantener la misma posición de falsa fidelidad que alimentaran para encumbrar al anterior Jefe de Estado. Las nuevas elecciones alcanzaron, pues, la consabida victoria aplastante. Y como la osadía tiene espíritu misionero, la triunfal Coalición Gubernamental volvía a componer su catecismo, gozándose, como se ha dicho, en promover el escarnio hacia el “conquistado”: el Presidente cesado, cuyo mandato jamás había logrado orientarse (se conjuraba el electorado traidor en sus más feroces críticas) entre las corrientes del liberal pensamiento contemporáneo.

Todo el hemiciclo relampagueaba: las varillas doradas del artesonado, los espesos cortinajes, los amplios sillones de color rojo. El boato que siempre halagaba al Estamento Parlamentario y embobaba al pueblo. Apareció el  “Elegido” ante la totalidad de los allí congregados, muchos de los cuales ni siquiera le habían votado. Y expuso con palabras afiebradas los que habrían de convertirse en sus más notorios artículos de fe, medios por los que aquel principiante Régimen, bendecido, en definitiva, por una renacida Edad de Oro democrática, jamás se permitiría atentar contra el derecho colectivo de sus habitantes, nunca ejercería el menor abuso de fuerza, y de ningún modo volvería a ser explotado jerárquicamente por poderes fraudulentos. Y es que los Gobiernos casi siempre toman del Racionalismo griego lo que les es más cómodo (en este caso, el madurado protagonismo legislador de una Constitución –que hasta los analfabetos, cogidos siempre por sorpresa por las infecciones políticas, podrían llegar a solidificar- más robusta y tenaz en su prometida ética estatal), y descartan lo que les estorba.

-¡Nuestro orgullo, compatriotas, nunca más será incivil, porque jamás ejercerá de nuevo la violencia corruptora e hipócrita que alimentan los sobornos! ¡Somos los pontífices de una honesta y renacida Democracia! ¡Y el Gobierno tiene como misión obligarse a avanzar en sus designios de tolerancia y pluralismo, garantizando así la libertad de todos los hijos que integran nuestra gran nación! ¡Y los ciudadanos y el Estado deben, pues, a su vez comprometerse en defendernos de las desigualdades sociales con que la Naturaleza tantas veces nos ha castigado! ¡Esa desigualdad que siempre ha perdido al género humano! ¡Y así haremos de este mundo, donde lo que más impera es la violencia sin cuento, un lugar más seguro para toda la humanidad!

El conglomerado de la ciudadanía parecía prestar atención con cierta socarronería en la mirada, entre otras cosas porque, pese a su tosquedad, sabían que no escuchaban nada que no hubieran escuchado ya anteriormente. De lo que menos se había hablado era de la exención de impuestos, de la falta de trabajo, de la pobreza extrema y del hambre, y de una sanidad pública que sometía sus medios curativos a lavativas y sanguijuelas. Y es que cualquier Gobierno entrante debería aprender de una vez que aunque se proponga hacerse el ignorante con los ignorantes, casi nunca conseguirá la total credibilidad civil. Y pese a que cuanto se les prometía pudiera haber sonado de manera muy grata, los ciudadanos reconocían que, allí, en el pomposo gallinero Parlamentario, el nuevo Presidente electo lo único que hacía era incubar el mismo huevo puesto por el anterior; halagado en su vanidad por sus electores de “a dedo”, que eran los que en realidad le habían allanado el camino hasta la Jefatura del país. Y era la conciencia de los barones la que parecía inflamarse con los atractivos de una intelligentsia de lo más selecta, imaginando que la heterogénea audiencia de la iletrada población iba a prodigar con vítores de hiperbólica obsequiosidad a su Electo Jerarca, que era lo mismo que esperar que en media hora hubiesen recibido y asimilado una sólida educación humanística y social. Pero como más o menos dijo algún santo de esos que andan desperdigados por la historia del mundo, no hay sermón repetitivo que redima en bloque a las almas. En suma, que las buenas palabras de los Estados que se estrenan ya arrastran las penitencias que desacreditaran al que se fue, y su poderío las más de las veces consiste en hacer la pelota de la demagogia cada vez más gorda. Pero la lega ciudadanía tenía muy claro que “los buenos sentimientos no hacen a los buenos gobernantes”. Y eso sin haber oído hablar en su vida (por fortuna para ellos) de un tal Niccolò Machiavelli o Maquiavelo, que fue quien lanzó semejante afirmación.

Así, (a excepción de los barones), se generalizó el silencio: ni una sola aclamación, ni un solo aplauso por parte de los ciudadanos para el Presidente, que empezó a sudar. Tan sólo contaba ya con una última promesa que añadir a su discurso, y con la que esperaba  granjearse definitivamente la fidelidad del pueblo.

-¡Bueno, hijos míos!- ofrendó ahora un tono paternal el hombre que habría de regir los aparentemente brillantes designios de la patria- Mi última proposición...

Muchos se miraron entre sí, más desconfiados que optimistas, esperando verse conmocionados por alguna sorpresa electoral que pudiera aniquilar los fermentos angustiosos de sus eternas carestías, porque hasta aquel momento, como ya se indicó, el propagandismo presidencial no había hecho más que repetir las archiconocidas consignas de toda la vida.

-... es el gran as de mi baraja electoral: ¡¡la pena de muerte será definitivamente abolida a partir de ahora!! 

Y fue un frágil hombrecillo de edad avanzada, lengua más viva que la de un camaleón, aprendiz de brujo, de los que, pese a su ignorancia, se sabían al dedillo las triquiñuelas por las que suelen regirse las estructuras típicamente ciceronianas de los gobernantes, quien sobrepasó las proporciones del acontecimiento, y acaparó la expectación y el entusiasmo de todos sus congéneres:

-¡Oiga, mister Presidente,... qué diablos, si eso es lo mejor que nos va a ofrecer durante su mandato, por lo menos que empiecen primero los asesinos en serie!

martes, 3 de septiembre de 2013

Aquel mar

 




Autor: Tassilon-Stavros







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AQUEL  MAR



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Las tardes de agosto traían su promesa de alegría, cuando tras de mí quedaban huertos y casas, balcones y azoteas, y el mar aparecía en lontananza. Yo montaba en la borrica mansa, para sentirme extraviado y satisfecho entre soledades restallantes. Y el horizonte y el pinar se quemaban en una luz rigurosa, de mieles encendidas, aturdida en un ahínco de agua y espejismos.

La borrica se regocijaba por entre el pinar de sol, ya muy pálido y cansado, devorando hierba bajo la querencia de los gorriones, pino a pino, abrazada a la sombra,  e inmersa en la abundancia. Y gustosa del palmito, hocicaba luego en los bordes dulces del barro, tránsito fugitivo del manantial que se agitaba entre la breña. Aparecía en seguida una hondonada arenosa y amplia, ya a la vera del agua. Álveo blando de mi ensenada escondida. Un concepto de aislamiento arrancado al tiempo y a la codicia viva de sus hormigueros.

Y me concedía la soledad una jerarquía, una magnitud  tibia en la que se exprimía toda mi humilde sensibilidad para tentar la tierra y el clamor de sus aguas. Luego, una rápida dulzura sutilizaba mis sueños. Un latido intrépido, un vuelo candente de gavilán entre un cóncavo azul de brisas enroscadas. Y era mi lenguaje el silencio del pinar, mi acústica la crepitación fresca del incansable oleaje, y mi sosiego la vastedad del mar. Olor de germinaciones que contenía la apetencia de mi homenaje.

Y en el palpitante temblor sensitivo, vaciado en la luz fugitiva de la solana, cuando la transparencia aún diáfana me recibía en su lecho fresco, yo le hablaba al mar como a un abuelo que me trajera, en gigantesca orza vidriada, un verde jugoso de racimos desde el ejido de sus viñas. Urna del agua, recreo benéfico de mis baños agosteños, último rayo de sol eternamente perdido entre un coro cristalino.

Ya la anochecida se alzaba cojeando. Y más y más lejos se arrinconaba. Y a mi borrica mansa le vibraba el espinazo, temerosa de no tener más camino que la rambla. Ladraban los perros aldeanos. Y las revueltas y las sendas que pasaban por la bulla del pinar, las pitas y chumberas, los tapiales, las techumbres y balcones nítidos del burgo, y el río de polvo de la vieja carretera, o la gran alberca que el sol encendiera, todo se alborotaba por la brisa que desde el mar entraba. Internarse en el pueblo, aún iluminado por los terrados blancos, era ya seguir un camino de andadura amiga, mientras las lucecillas limítrofes, las huertas románticas, las arboledas barrocas, y el abanico titilante de los campos se iban trocando en afueras.

Y el mar, aquel mar, caricia reconfortante de mis siestas, recogía en su sombrilla lejana el vapor rollizo de sus olas, desvanecido todo rastro de algarabía y prisa. Y como el labrador suelta su carro frente al portal, dejaba yo, libre y saciado, mi paseo marinero, mi confín acuático, mis gaviotas en su cielo.

lunes, 26 de agosto de 2013

Caesar... de bello gallico





 
 
 
 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros






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CAESAR... DE BELLO GALLICO



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Julio César: "La Guerra de las Galias": ¿Cronicón?...
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El aullido de los bárbaros se deshizo como el cántico ahogado de un lamento más allá de la empalizada. Pasaron ante su pueblo los cautivos, encogidos, andrajosos, cansados. El grito de la cohorte vencedora cruzaba como una centella, jubiloso, sobre las chozas de la rústica aldea enemiga. Era la hora sexta de un día aguanoso y desaborido, presagio de malaventuranza para el pueblo Galo. De un santuario, donde crascitaban los cuervos de la derrota, bajaron las aclamaciones, como alaridos voraces, de los romanos. Un agasajo devoto, una postración de deleite frente a la figura sosegada y de exquisita mesura de César, ahora protegido bajo un dosel. Del campo rebrotado, de los bosques, del monte verde, que estuvo lleno de sol, parecía emanar la espuma de la sangre. Era el audaz designio de Roma, apasionadamente engendrado en su hijo predilecto, cuya carne había sido esculpida por las tempestades del triunfo. El codiciador de empresas y placeres dejaba tras de sí un nidal de guerras, entre estruendos de pedregales removidos y ecos de barrancas, que sirvieron de peana a su indomable escultura.
 

Lejos de la empalizada, en la inmensidad abrupta, roída por los buitres, y todavía avivada por los últimos rescoldos de sediciones, quedaron los clamores bárbaros, ininteligibles, de los desarmados guerreros galos que cubrían su desnudez con pieles velludas. Una repugnancia ominosa de los que pronto morirían lentamente en la cruz. Los hombres, desdeñadores de las magnificencias de Roma, se hundían en sus sequedades recelosas, en la obstinación de su furor implacable, pálidos de náusea y odio hacia su conquistador. El corazón de las mujeres vacilaba temiendo y esperando, bien que no menos balbuciente de dolor y cólera. Los ancianos, enfermos e inútiles, rememoraban sus guerras pasadas con encono en su sangre, y los niños se abrazaban a sus madres sin dejar de sentir la proyección de una oscuridad de desgracia. Conocían bien los cuentos del gigantesco lobo Cesáreo, la ponzoña escondida de sus serpientes romanas.
 

Todos los bárbaros se sobrecogieron oyendo las bocinas y bramidos de la soldadesca. Calló luego la zumba. Y de pronto se alzó rugiente la voz del centurión que habría de pregonar la voluntad de la muerte, el intendente feroz del gran César, el “exactor mortis”, portador de la bulla misteriosa, vengativa y suntuaria de Roma:
 

-¡¡¡Los hombres y los niños serán violados, y las mujeres crucificadas!!!
 

 
El conquistador de las Galias, los ojos dilatados, observó al centurión con una mueca infausta, aunque todavía sublime. De su mirada partió una centella de iracundia. Un rictus horrorizado le plegaba el rostro al igual que si en él se hubieran clavado la punta de dos flechas envenenadas. Su escasos cabellos encanecidos se pusieron de punta y aletearon al viento como si de su cabeza laureada huyera definitivamente aquel águila joven que una vez fue.

 
El “exactor mortis”, trémulo, observó, además, la sequedad asesina de la superviviente cohorte romana, dándose aletazos con los codos, toda ella una queja silenciosa, amenazante, aunque caliente y convulsa, que parecía apelar para que el fuego de Júpiter Capitolino cayera sobre él. Brincaron los sentenciados hijos de la bárbara Galia, que se consultaban, con ademanes resbaladizos y con sonrisas incisivas. Y el centurión de César, aterrorizado por el error cometido, por aquella injuria involuntaria hacia Roma, hizo un último esfuerzo, y, menudo y pálido, rugió su componenda :

 
-¡¡No, no, perdón, Venus misericordiosa!!... ¡¡¡Ha sido un error imperdonable!!... ¡¡¡Malditos seáis, Galos de labios terrosos, de recias bragas mugrientas... y... y gordos de fango y estiércol!!! ¡¡¡Me he equivocado!!!

 
De súbito, surgió tercamente una voz de hombre; una especie de alarido metálico, que, afrontando al centurión, se esparció como un vuelo raudo y elocuente sobre la multitud, trepó hasta lo abrupto de la cohorte conmocionada y su General Victorioso, y gritó escrupuloso como si tras él estallara el latido atropellado de toda su sangre:

 
-¡¡¡No, no, nada de volverse atrás!!! ¡Ley de guerra! ¡¡¡¡Lo dicho, dicho está!!
 
 
 

 
 
 

sábado, 17 de agosto de 2013

El último segundo de la noche -I-



 Autor: Tassilon- Stavros





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EL ÚLTIMO SEGUNDO DE LA NOCHE      

 

 

 -I-



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El accidente
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La atardecida dificultaba notablemente la operación de rescate. El silencio de todos los allí presentes adquiría la singular significación que produce el horror. Soportar, pues, la tensión de la espera requería un esfuerzo fatigoso por no articular palabra alguna, saborear el amargor pastoso de la lengua, y esperar a que la respiración se regularizase. Y así, la impaciencia, fija ya en todas las facciones, se mostraba con esa especie de recato que deforma la imagen humana. ¿Cómo desprenderse del temblor que estremece los labios, hierve en el cuarto oscuro de la imaginación y aguarda con su grito mudo, casi imposible de controlar, que aparezca el fondo negro y descarnado de la verdad manchada de sangre? Lúgubre, soplaba una ventisca invernal. Era la suya una indiferencia helada, que, convertida en débil llovizna, llegaba desde los follajes aún pomposos de la sierra hasta la desnudez de la cuneta que formara, con su pronunciada curva, lisa y resbaladiza, el filo complaciente del peligro y su fermento de perdición. Todo resultaba increíble. El barandal de protección aparecía arrancado.


En un limitado terraplén se hallaban dos automóviles junto al de seguridad vial de tráfico. Otro, también de la policía municipal, situado a un lado de la carretera, obstaculizaba en parte el posible tránsito, tras diseminar las verticales señales luminosas de aviso de contingencia reciente en aquella calzada de montaña, ahora recortada junto a las altas arboledas que crecían al borde del precipicio, e iluminada en todo su trayecto tan sólo por la fluorescencia de las alineadas señalizaciones. La oscuridad avanzaba por momentos, mientras la luz del día, que ya se sabía vencida, parecía tratar de tomarse todavía un último respiro entre los recortados picos montañosos, ahora orlados de finos ribetes anaranjados. Por suerte, pocos conductores se aventuraban a transitar por aquellas peligrosas alturas hibernales. Corría el mes de febrero, y se mostraba especialmente gélido como era lo habitual..


Gestos nerviosos. Un opresivo enmudecimiento recorría aquel grupo formado por tres hombres y dos mujeres. Parapetados cautelosamente en la oscuridad, semejaban sonámbulos de ojos vaciados. Cuerpos tensos y expectantes, atrapados por el efecto magnético del encono o del miedo, e inmersos en algún destructivo secreto entre la súbita rotación extraterrenal de las inquietantes sombras. Tras el concienzudo rastreo de la policía del escarpado terreno próximo a la autovía, el  lujoso Audi rojo de Diego Loriz, perdido en el vacío hacia el cual se había precipitado, lanzó algunos destellos gracias a los potentes focos del camión grúa, que se había desplazado a duras penas hasta el lugar del accidente. Luego fue arrastrado hasta el ángulo terroso que se juntaba con la resbaladiza curva de la carretera desde donde había salido disparado hacia el abismo. Las profundas huellas de los neumáticos sobre una parte del asfalto y el trecho enfangado no dejaban lugar a dudas. Todos los rostros se volvieron a observar el automóvil, espeluznante escombro metálico que parecía arrancado de alguna misteriosa guarida de peñascal. La noche convocaba al espanto. Únicamente se excluyó del mismo una de las dos mujeres, quien, casi sin inmutarse, sacó un cigarrillo de su bolso. Al no lograr encenderlo, se proveyó de un pequeño paraguas plegable con el que se protegió del aguaviento. Prendió la llama y empezó a fumar compulsivamente.Y tras observar un segundo los restos abrasados del Audi, ya arrebatados al barranco, no disimuló su indiferencia ante el escalofriante espectáculo. Nada justificaba su glacial modo de actuar. Frente a la desolación de los demás, que con toda seguridad, como se podía leer en sus rostros, no cesaban de darle vueltas al asunto, aparecía su mirada desdeñosa, quizás  porque tal contingencia, pese a su  desmesura, adquiría en su mente un equilibrio casi armonioso entre lo predecible del suceso y el esfuerzo vano de sufrir por él. ¿Lamentarse? Le resultaba absurdo e inútil. Aquella actitud podía desagradar al resto de los allí presentes, incluso exasperarles la calma que demostraba. Sin embargo, nadie habló, puesto que nada lograría persuadirla. Ni el terrible accidente la golpeaba como un látigo implacable, ni los cadáveres allí presentes la irritaban como una vieja herida mal cicatrizada. No obstante, la otra mujer se mostraba como asfixiada. Sus ojos habían registrado con terror aquella especie de vuelo dantesco del coche incendiado, y apenas fue depositado en tierra firme frente a todos, como si el tiempo hubiese permanecido en suspenso mientras era atrapado por la cabria traída para su rescate, lanzó un espantoso grito, al tiempo que se mordía uno de los puños helados por el frío. Al instante, una masculina ráfaga de furor se distendió vibrantemente en un mandato que trató de detenerlo:

-¡Basta...! Si los demás resistimos, tú también debes hacerlo.

Todo en vano. Tras su grito sollozante, histérico, la mujer se había arrojado sobre los restos calcinados del coche en un salto como de animal salvaje. Al otro lado de los cristales destrozados, ennegrecidos por el ya extinto fuego, se ofrecían dos figuras humanas descarnadas como una carroña; amazacotadas, y con sus cabezas monstruosas caídas sobre las rodillas. Un espectáculo dantesco de seres primitivos que, atravesados por el relámpago de los focos policiales y del camión grúa, colmaran ahora la tenebrosa inquietud de la noche resurgiendo entre las carbonizadas planchas de sus terrorífico ataúd.

-¡Apaguen esos focos, por Dios!- clamó la voz masculina dirigiéndose a los policías. Y la masa sombría, que allí perpetuada por la carcoma del fuego tenía algo de sobrenatural, fue absorbida de nuevo por la noche ya cerrada.

En efecto, la oscuridad desplegaba su manto tenebroso por las montañas y las arboledas colindantes. La llovizna, que había atravesado el espacio abriéndose como una cortinilla de sutil y álgida seda frente a la sombría impresión de soledad que azotaba la naturaleza circundante, se había difuminado también. Y el hombre, como un trueno negro, se arrojó ahora sobre la horrorizada mujer que parecía delirar entre gritos y sollozos pegada al calcinado automóvil.

-¡No crees más complicaciones!- exclamó- ¡Tus reacciones son siempre demasiado estúpidas! ¡Huelen demasiado a locura!

Ella, veloz como un latigazo, la mirada resplandeciente, le asestó un arañazo en la mejilla; y él, movido por una inquietud indefinible, no pudo por menos que abofetearla, tan tensa y vibrante la vio. La mujer parecía la única atrapada en el nudo más secreto y patético de aquella tragedia, y como si no pudiera rehacerse del horror del momento, acabó desvaneciéndose en los brazos del hombre. Un policía y los otros dos familiares corrieron en su ayuda mientras él la conducía hasta el asiento trasero de uno de los coches..

-No es nada. Un simple vahído producido por la impresión- restó importancia el hombre, aunque su voz tembló ligeramente.-Ya conocéis la delicada naturaleza de mi hermana- añadió dirigiéndose a sus dos familiares.

-La ambulancia no tardará en llegar- apuntó preocupado el policía.

-No se preocupe. Ella no necesita ninguna ambulancia- replicó el hombre.

Luego se volvió hacia la otra mujer, que sin cesar de fumar, siguió manteniendo un aire displicente, haciendo caso omiso del enojoso y evidente ataque de histeria por el que se había dejado arrebatar su compañera. Y él la recriminó con un leve susurro que no halló demasiada significación  bajo aquella atmósfera de desaliento:

-¿No vas a moverte?...  ¿Ni una palabra de compasión? ¿Eres una mujer o un témpano?- Sus palabras fueron acompañadas por un gesto espasmódico, mientras le zarandeaba un brazo.

Ella se desembarazó con manifiesto desabrimiento de la firme presión que la mano de él ejercía sobre su brazo, tiró el cigarrillo con furia, volvió con cierto esfuerzo y reprobación su mirada hacia la figura postrada en el interior del coche, y dijo:

-Siempre ha sido una histérica insoportable. No sé de qué te extrañas. Y mi hermano Diego,... ¿tengo yo que aclarártelo? Sabes perfectamente que ha hecho lo de siempre, ¡huir de ella!...

-Pero ¿qué dices? Será mejor que te calles...

-¿Primero me recriminas que no hable y ahora quieres que me calle?... Diego, a fin de cuentas, ha acabado como tenía que acabar... Así que ahórrame tener que aguantar tus dichosos cargos de conciencia...- Encendió otro cigarrillo, que él, irritado, le arrebató de la boca- ¡Bah! No vas a lograr que me enfurezca- se obstinó ella- Ya sabes lo poco que me importa tu mal genio, querido.- Y le lanzó una mirada irónica, mitad divertida, mitad cruel, pero en ningún momento disgustada ¡Qué prosaico resultaba todo aquello. Y sin embargo, ¿no estaba juzgando el hecho? Se arrebujó en su abrigo transida de frío, y tras soltar el paraguas en el coche, manifestó con voz ligeramente enronquecida:- Estoy rendida. Completamente agotada. Así que te agradeceré que me dejes en paz.

Dio media vuelta, frente a la mirada nerviosa y tensa del hombre (su marido a todas luces), y se alejó de los automóviles, revestida de una severidad desafiante. Su atractiva figura, al adentrarse en la oscuridad de la noche, quedó, pese al movimiento, como petrificada en el paisaje ya inexistente. No obstante, un ligero crujido respondía a su paso sobre la seroja húmeda repartida por el pequeño terraplén que, un poco más allá, se unía a la calzada. Se detuvo al borde de la misma, recortándose su imagen, débilmente iluminada por los faros de los automóviles, en aquel vacío asfaltado, inquietante y negro, sobre el que la noche permanecía inmóvil y fosilizada. Un par de coches, desperdigados por aquellas alturas, se habían detenido, y sus ocupantes trataron de curiosear el paraje pobremente iluminado donde se había desarrollado el drama. Dos policías conminaron a los conductores a que siguieran su camino. Había llegado la ambulancia.

El traslado de los cuerpos carbonizados presentó toda suerte de inconvenientes lamentables. Fueron incontables minutos de expresiones sombrías y de una amargura abrumadora. Los cuerpos arrancados del automóvil por los enfermeros no eran ya más que siluetas desmembradas a los que el fuego había convertido en una especie de muñecos monstruosos cuyos pedazos se desparramaron en el interior de las amplias envolturas plastificadas.  Y cuando la cremallera se cerró sobre aquellas masas negruzcas, todos respiraron fuertemente, ebrios de horror, incapaces de creer que la vida pudiera disiparse tan rápidamente para acabar convertida en aquella materia inerte, caricatura del hombre, ahora tan sólo una pura y simple pérdida irreconocible del recuerdo.


... Profusión de automóviles y llamadas telefónicas. Un asedio infernal, entrometido, se allegaba a los trastornos de la señorial casa de los Loriz, linajuda familia bien asentada en el sector financiero de la inmobiliaria. Visitas que probablemente ni se acordaban ya del fallecido, pero que formaban ese cuadro sinóptico de amigos que resucitan como una tertulia circense, y que con sus hipócritas y melancólicas evocaciones a las excelsitudes pasadas del difunto, adquieren de pronto una transparencia ya casi olvidada y aparecen en la muerte del hombre para presidir su entierro, mientras zumban los revuelos de sus comentarios, evitan los motivos de su turbación, o callan, bostezan y se aburren entre la cháchara no menos chismosa de las mujeres cuyo arte de fingida humildad ante el escándalo y tras el desfile enlutado se inclinaba ahora hacia el más estricto fariseísmo.

Clausurado el velatorio la noche anterior, entre el lujo y los ornamentos del gran tanatorio, el ataúd con los restos mortales de Diego Loriz ocupó un lugar privilegiado en el panteón familiar, junto a sus padres, abuelos y antepasados cuya existencia y recuerdo había quedado despedazados ya por la violencia, eternamente agonizante, del olvido. Toda la parafernalia del funeral, sin dejar de constituir un espectáculo lastimoso, se desarrolló de manera sombría, directa y metódica. La crónica de los pormenores del suceso había sido devorada por el celo de la casa. La familia callaba, tratando de convencerse de que aquella siniestra muerte era la culminación merecida del castigo, y que la medida de la calidad humana de Diego se dejaba por fin enterrar sin que se avivara en la conciencia de los allí presentes, salvo en el rezo y el lloro de su viuda, la espina de la conmiseración. Una conmiseración que inútilmente pudiera hallar en el refugio del ayer la más finísima herida por el desaparecido.

El silencio del enorme caserón parecía medir el tiempo y  la conciencia de sus habitantes se retraía ahora en un reposo de severidad y miradas solemnes. Fueron únicamente los ojos negros, indagadores y ardientes de la viuda los que, quebrando el hilo sutil de su llanto, se llenaron de un afán y de un acecho insaciable. La odiosa Laura, hermana del difunto, se movía por la casa grácil y vivaz en su belleza indiscutible, pero su catadura más auténtica era la de un ser incomprensiblemente solitario y altanero. La viuda de Loriz y ella se habían intercambiado en consecuencia miradas de desprecio, con el mismo entusiasmo grotesco que emplean entre sí los parientes que se aborrecen. En efecto, porque para Isabel, la viuda, su cuñada no era más que una mujer impasible,  maldita e indiferente, que se gozaba en humillarla. Desde su llegada a la casa, Laura se había erigido en silueta tortuosa, oscura y provocadora. Era la evanescente figura familiar, la faz inerte del intrincado sentimiento. Y no resultaba exagerado afirmar que también odiaba a Enrique, su marido. Los motivos de aquella aversión poseían un origen oscuro, que quizás se sustentaran en la maldita estructura de los más miserables y estudiados prejuicios burgueses. Como quiera que fuese, Isabel, desde su matrimonio con Diego Loriz, había ido nutriéndose obsesivamente de este implacable rescoldo de escasa fraternidad por parte de su cuñada Laura.

Sabía desde mucho antes, que su boda, impulsada por la ambición de su hermano Enrique, había sido un error. Que había vivido en un mundo de ilusiones absoluto, y que, no obstante, había amado al atractivo Diego Loriz de un modo insoportable y comprometido. Y aunque los corazones siempre enferman cuando vuelven su mirada hacia atrás, ahora, aceptado ya su desengaño (Diego nunca la amó), aquellos años de traiciones continuas se difuminaban como en un sueño tras el deceso inesperado. Pese a todo, en aquellos instantes, el tedio del atardecer luctuoso convertía el dolor de la muerte en una manifestación fatigosa y detestable. Y de repente, tras aquella especie de sopor silencioso, Isabel, con un movimiento repentino y violento, se levantó del butacón donde había permanecido sentada. Corrió como arrebatada por una especie de intolerable embriaguez hasta la habitación de Laura, y golpeó insistentemente su puerta. Cuando aquélla apareció adoptó el aire displicente que la caracterizaba.

-¿Qué quieres?- preguntó Laura, recobrando aquel punto de frialdad casi maligna que, pese a todo, tanta seducción le prestaba.

-Sólo quiero que sepas que ya no tengo excusa para seguir comportándome como la cuñada insignificante.... vacilante y discreta... La que se callaba ante la impúdica conducta de tu hermano... y a la que tú, aunque fingías ignorarlo, siempre contribuiste, hasta llegar a convertirte en cómplice de sus engaños... Tú le presentaste a esa mujer, y lo mismo hiciste con las otras... Tú eres quien ha cometido este crimen... Tú odias a mi hermano, pero también odiabas a Diego. Siempre quisiste desembarazarte de él...

-¡Basta, Isabel!- se oyó la voz de Enrique, que llegaba ahora con gesto colérico hasta el dormitorio de su mujer, dispuesto a acabar con aquel absurdo enfrentamiento.

Isabel se volvió hacia él iracunda:

-Ella te odia, y tú estás ciego... Nos odia a todos... Y acabará contigo, lo mismo que ha acabado con Diego... ¡Maldita seas!- se obstinó Isabel en insultar a su cuñada, que con un gesto de desprecio infinito intentó obligarla a apartarse de la puerta.

-¡Llévatela de una vez!- exclamó Laura, dirigiéndose a su marido- ¡Y que se vaya al infierno!...

La puerta se cerró al instante, y arrastrada por Enrique, Isabel siguió profiriendo:

-¡Maldita, maldita!... ¡Tú lo has matado...! ¡Sólo tú...!... ¡Te odio... y a ti también (se volvió hacia su hermano), porque no eres más que un cobarde...! 




viernes, 5 de abril de 2013

Retablo Kiowa -VI-

 





 Autor: Tassilon-Stavros







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  RETABLO  KIOWA  -VI-


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La vida de aquellos tres seres, tras su huida desesperada entre tan inmensa soledad como en la que iban a verse envueltos en pocos instantes acompañados por el horror de la noche, no era, pues, más que una palabra enrarecida, carente ya del menor significado. La única clarividencia que los oprimía era saberse solos y aterrorizados entre una realidad cuya respuesta, a medida que vagaban sin rumbo entre la oscuridad que les rodeaba, resultaba cada vez más angustiosa. Nada podía ya inspirarles la menor esperanza de sobrevivir, ni aun siquiera la espera de la salida el sol, porque no eran más que tres sombras indefinidas que avanzaban en una dirección sin forma, que no les guiaba hacia objetivo alguno. Se movían, era cierto, con una atención intensa en su avance, como si buscaran con la mirada algo en la lejanía, que por hallarse en tinieblas, no les devolvía más que su color determinado y ninguna señal de lo que pudiera representar un símbolo original de vida. Era como recorrer un dibujo de un solo trazo completamente negro. Y cuando la luz del nuevo día les arrancara de aquella espesura que ahora se perdía entre la opacidad, la tierra, su existencia y los aspectos cotidianos de la amenaza india que se cernía sobre ellos, volvería a hacerse presente, visible, sin tiempo suficiente para implorar el ruego inútil de una esperanza de salvación. Y frente a ellos seguía la noche, el inmenso cielo de nubes como altas murallas de piedra, el aire gélido que chocaba contra los párpados que se cerraban por el cansancio y el sueño, el río que no dormía, el refugio buscado inútilmente, la pradera anegada que engullía las formas, los murmullos furiosos del invierno: todo resultaba demasiado cruel.

De trecho en trecho se detenían a escuchar, y salvo el rumor amenazador del Smoky Hill, por fortuna, ningún otro sonido llegaba hasta ellos. Sus pasos se perdían entre las angosturas anfractuosas que formaban las sombras. No obstante, las emboscadas indias asoladoras de aquellos valles con sus gritos de guerra aún sonaban en sus oídos. Y una vez saciada la sed de sangre de aquellos pueblos ecuestres, dioses atroces y poderosos, prestos en todo momento a dominar la muerte como fructífera semilla nacida de un lúgubre enigma, de la cercenada vida del convoy no quedaba más que una solitaria tiniebla enjuta, pavorosa, e imposible de descifrar. Dos de los huidos se dejaron caer en tierra totalmente abatidos, y el tercero, una de las mujeres, no musitó ni una sola palabra en favor ni en contra de la actitud adoptada por sus acompañantes. Fue la suya una conducta decidida, de sereno valor, que se negara a la rendición. Y aunque no trató de contagiar ni de arrastrar consigo a los caídos que no se hallaban ya en condiciones de reanudar la marcha, aquella mujer se dispuso a apoderarse de su propio destino, abandonándose a la encrucijada que formaba la compacta oscuridad nocturna, y decidida a no dejarse coger viva entre el silencio de los muertos. Su poderosa voluntad rebasaba ahora la línea del odio que albergara la tormenta guerrera de los hombres. Se mostró altiva y rígida mientras se perdía entre el efluvio espeso y húmedo que brotaba del desconocido suelo que pisaba. Toda esperanza y resolución que aún pudieran hallarse resguardadas en la tierra constituían también su propia resolución y esperanza. Y sin retroceder, salvando los obstáculos en la oscuridad casi con movimientos dislocados, pudo, finalmente, rebasar la insondable maleza que bordeaba el río.

De súbito, tras la fragosidad inquietante y misteriosa rodeada por las infinitas lejanías boscosas del valle, apareció un claro. Una calva islilla perdida en medio de un mar inmóvil y negro que rehuyera, en su escondite indefinible y sereno, la belleza punzante y la intensa vitalidad del gigantesco, abigarrado y ávido tejido de la pradera. Una cabaña desconchada y dispersa, tan maltratada por la intemperie como una vieja tumba, parecía aguardar sin esperanza a algún viajero perdido. La mujer, dilatadas sus pupilas por la oscuridad, lanzó una mirada intensa a aquel conglomerado de viejas maderas casi podridas, sin acabar de rehacerse de su primera sorpresa. Una parte de la cabaña se mantenía casi en pie, con techo cubierto y con una gran abertura practicada entre varias hileras de madera que daba paso hacia un interior todavía protegido. Se aventuró a penetrar en ella, inclinando la cabeza con un gesto impaciente. De inmediato, pese a las sombras, se adivinaba una pasada presencia de efímera vida humana en aquella especie de rústica madriguera extraviada entre la maraña próxima al río. En aquel rincón miserable se amontonaban, en efecto, algunos mueblecillos usados, como un camastro desmantelado, un par de banquetas, una mesa de patas fragmentadas, varios utensilios usados para cocinar, algunos burdos aperos de labranza, y trastos indescriptibles de todo tipo, probablemente indios. Unas alfombrillas de juncos, en gran parte deshilachadas, se diseminaban todavía por el húmedo suelo de tierra, y entre los tabiques todavía en pie, se disimulaba una pequeña ventana, cubierta por una mugrienta piel de búfalo.

... Una vez instalados en la abandonada cabaña, tras los terribles acontecimientos vividos, se impuso resistir ante todo tan rigurosa temperatura como a la que les sometiera la naturaleza circundante. Debían, además,  recuperarse aún del miedo y del cansancio tras haber caminado horas y horas, a ciegas, por aquel caos boscoso que les absorbía,  y seguir resistiendo el acoso del frío y del hambre. Habían escapado a la matanza, pero la obsesión del recuerdo sangriento permanecía allí, y llenaba con sus voces amedrentadoras la atmósfera, que parecía seguir agitándose todavía con las presencias invisibles de los guerreros indios. El viento era un silbido helado y crujiente que cruzaba los follajes y atravesaba los paredones de la cabaña, como un pregonero tenebroso que ululara la crónica del horror. No muy lejos de allí, el aumentado caudal del Smoky Hill emitía una especie de resonancia apocalíptica, haciendo temblar la oscuridad selvática. Las aguas embravecidas parecían extraviadas como un ejército en una batalla, cuya presencia llegaba entre chasquidos furiosos y amenazadores. Miles de guijarros entrechocaban en el fondo de las aguas, mientras la encrespada corriente arrastraba los restos ennegrecidos e infinitos de los barrizales y bardomeras arrancadas de sus orillas.

Aquel hombre y las dos mujeres que lo acompañaban, al igual que extrañas imágenes que no participaran de la agreste naturaleza que los rodeaba, habían vivido la noche como atrapados en un mundo remoto y diferente. Un universo que parecía existir independientemente, y al cual pertenecía también el inusitado cobertizo donde habían hallado cobijo. Mas, una vez superada la sombría impresión de amarga soledad nocturna en compañía del frío, el cansancio y el hambre, la luz pura e inefable del sol penetró por el destartalado ventanillo de la cabaña, ya que la piel de búfalo había sido arrancada y utilizada como abrigo para resguardarse de la helada brisa que recorriera el valle durante la noche, penetrando inmisericorde en la cabaña. El día se mostró espléndido tras los horrores de la huida, cuando el valle se revestía de los tonos brumosos del anochecer, esparciendo su negra mancha sobre los relieves. Pero la mañana aparecía ahora como un gigantesco espectáculo henchido de maravillosos verdores. Un impulso esperanzador se adueñó entonces de ambas mujeres, mientras la luz del sol descubría el blancor de las órbitas del hombre, en cuyas pupilas relucía un misterio de desesperación contenida: su patente ceguera. Una gran cicatriz de pequeños nudos amoratados le recorría el rostro desde la frente hasta los labios. Había trastabillado desde la cabaña sometiéndose en silencio a la alegría de las mujeres.

-Dame la mano, Roy- se dirigió hacia él una de ellas.

-Podemos buscar bayas y moras. El bosque debe de estar plagado...- propuso la otra- Si no encontramos pronto algún alimento, de nada habrá servido escapar de esos salvajes. Roy nos puede esperar aquí.... No te preocupes, querido. No tardaremos.

-Puedes sentarte aquí, Roy- dirigió el paso de ambos hacia una pequeña roca labrada en forma de banco la mujer que sujetaba su mano- Quienquiera que fuese el que aquí haya vivido, supo arreglárselas muy bien.

-También nosotras habilitaremos la cabaña...- sugirió la más decidida.

Corrieron ambas mujeres internándose entre el ruido fresco y crujiente de los follajes, mientras en las facciones del hombre ciego únicamente podía leerse la expectación insoportable de su soledad, de su inquietud frente a la pintura muerta que para él significaba el rico tapiz de verdor de aquella vegetación lujuriosa que le rodeaba.

-¿Crees que aquí estaremos a salvo? ¿No tienes miedo, Mattilda? ¿Y si esos salvajes nos descubren?

-¿Estamos vivas, no? Y hay que seguir... Así que no te quedes mirándome como un pasmarote asustado. Necesitamos comida. Y hay que encontrarla donde sea.

-Me da miedo dejar solo a Roy.

-¿Prefieres que nos muramos de hambre?- arguyó Mattilda- A Roy no le pasará nada.

La vegetación del bosque ofrendaba, en efecto, gran variedad de frutos silvestres. Los saúcos se hallaban recargados de apetitosas bayas de color rojo,  y abundaban también las zarzamoras. Una gran provisión de frambuesas y moras fue almacenada en sus faldones ahuecados. Soplaba una brisa viva y observaron varios conejos que, atraídos por el sol, salían de sus madrigueras y ramoneaban en la hierba.

-Tenemos que idear alguna forma de cazarlos- propuso Mattilda- No podemos alimentarnos únicamente de frutos.

-Tengo tanta hambre, hermanita, que saldría corriendo tras ellos como una loca.

-Quizás... con los aperos que encontramos en la cabaña podamos idear algo. ¡Y por Dios, Ruby, deja de engullir bayas! Se te van a indigestar, y acabarás vomitando.

-Mattilda, ¿eso parece un nogal como el que teníamos en Nueva Orleans?

-Quizás podamos... Pero las ramas están demasiado altas.

-Y mira, hay una gran variedad de setas.

-¿Estás loca? ¿Quieres que nos envenenemos?... Hoy tendremos que conformarnos con estos frutos silvestres. Quizás a Roy se le ocurra alguna idea para cazar conejos. Él sabe mejor que nadie lo que significa la palabra sobrevivir... Hay que volver a la cabaña, así que date prisa.

La maraña membranosa, tupida, de la naturaleza ofrendaba a ambas mujeres una variedad de senderos tan agrestes como inquietantes. Miles de sombras pasaron rompiéndose por entre la suntuosidad letárgica del bosque. Y entre aquellas íntimas magnificencias de los solitarios y verdeantes ámbitos, recelosamente observados por las dos hermanas, desandaron una y otra vez lo andado, extraviadas entre los árboles, cercadas por la umbría, la distancia desconocida y el vaho de la tierra empapada por las lluvias pasadas.

Ruby, agarrada con fuerza a su ahuecado faldón, aturdida por las angosturas y concentrando toda la atención de sus pasos para tentar el suelo fangoso, murmuró:

-Mattilda, estoy aterrada... Creo que nos hemos perdido.

-El miedo no sirve de nada- repuso Mattilda, que avanzaba decidida, temperamental, casi complacida en la fiereza inexplorada del bosque, haciendo suyos los perfiles encorvados de las arboledas, y sellando con su paso voluntarioso la afrenta misteriosa que les devolvía la tierra hollada, el oreo que removía las hojas y la claridad rota del sol que, a trechos, caía sobre sus frentes sudorosas como un bronce- El río no puede estar muy lejos, y siguiendo sus orillas llegaremos hasta la cabaña.

Ya alto el sol, las dos hermanas, con su cargamento de frutos silvestres en las ahuecadas haldas, trataron de orientarse entre los murmullos del bosque, presintiendo la proximidad del río. Su calzado se hallaba destrozado, y el terreno se tornaba casi inaccesible, ya que la maleza y los secos ramajes caidos de los árboles entorpecía el paso constantemente.  

-¡Mira, Mattilda! ¡Me sangran los pies!- exclamó dolorida Ruby- ¿A ti no?

Pero su hermana, sin contestarle ni mucho menos acongojarse, siguió su decidida marcha entre las anfractuosidades del terreno, como guiada de nuevo por un extraño presentimiento: era como si tras la turbulenta tarde del ataque indio la muerte se hubiera alejado de los tres. Y en la hora peligrosa de aquellos hechos sanguinarios, no la invadió el desasosiego. Era la voz de su gran osadía, que la llevó también a lograr ocultarse de la vista de los jinetes indios junto a Ruby y Roy, la que seguía de nuevo galopando ante ella y salvándolos de nuevo de algún probable acecho. Podía parecer locura, pero estaba convencida de que lograrían sobrevivir. Su esperanza se componía de un aliento milagroso que lograba desvanecer de su mente la sombra de la muerte.

De pronto, apareció ante ellas el azul brillante de las aguas del Smoky Hill, abriéndose a un paisaje apretado y luminoso de montañas nevadas sobre un cielo tan límpido que cegaba los ojos de ambas mujeres, ya desincorporados de la sensación amurallada en que las había sumido el bosque a su espalda. Pero Ruby se retorció instantáneamente en un contenido grito de asombro y terror. La rápida mano de Mattilda se posó en los labios de su hermana, sin muestra de pavor, apenamiento o desengaño. Su gesto era en realidad el de una protesta generosa contra las criaturas débiles como Ruby, a quien, como si de un niño se tratara, debiera de corregir atropelladamente. Y tras empujar con suavidad a su aterrorizada hermana para que no detuviera su paso, susurró:

-No nos han visto...

Dos jinetes indios, pertrechados con sus atributos guerreros, indolentes y poderosos, se hallaban detenidos junto a las orillas del Smoky Hill.