Autor: Tassilon-Stavros
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AQUEL MAR
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Las tardes de agosto traían su promesa de alegría, cuando
tras de mí quedaban huertos y casas, balcones y azoteas, y el mar
aparecía en lontananza. Yo montaba en la borrica mansa, para sentirme
extraviado y satisfecho entre soledades restallantes. Y el horizonte y
el pinar se quemaban en una luz rigurosa, de mieles encendidas, aturdida
en un ahínco de agua y espejismos.
La borrica se
regocijaba por entre el pinar de sol, ya muy pálido y cansado, devorando
hierba bajo la querencia de los gorriones, pino a pino, abrazada a la
sombra, e inmersa en la abundancia. Y gustosa del palmito, hocicaba
luego en los bordes dulces del barro, tránsito fugitivo del manantial
que se agitaba entre la breña. Aparecía en seguida una hondonada arenosa
y amplia, ya a la vera del agua. Álveo blando de mi ensenada escondida.
Un concepto de aislamiento arrancado al tiempo y a la codicia viva de
sus hormigueros.
Y me concedía la soledad una jerarquía,
una magnitud tibia en la que se exprimía toda mi humilde sensibilidad
para tentar la tierra y el clamor de sus aguas. Luego, una rápida
dulzura sutilizaba mis sueños. Un latido intrépido, un vuelo candente de
gavilán entre un cóncavo azul de brisas enroscadas. Y era mi lenguaje
el silencio del pinar, mi acústica la crepitación fresca del incansable
oleaje, y mi sosiego la vastedad del mar. Olor de germinaciones que
contenía la apetencia de mi homenaje.
Y en el palpitante
temblor sensitivo, vaciado en la luz fugitiva de la solana, cuando la
transparencia aún diáfana me recibía en su lecho fresco, yo le hablaba
al mar como a un abuelo que me trajera, en gigantesca orza vidriada, un
verde jugoso de racimos desde el ejido de sus viñas. Urna del agua,
recreo benéfico de mis baños agosteños, último rayo de sol eternamente
perdido entre un coro cristalino.
Ya la anochecida se
alzaba cojeando. Y más y más lejos se arrinconaba. Y a mi borrica mansa
le vibraba el espinazo, temerosa de no tener más camino que la rambla.
Ladraban los perros aldeanos. Y las revueltas y las sendas que pasaban
por la bulla del pinar, las pitas y chumberas, los tapiales, las
techumbres y balcones nítidos del burgo, y el río de polvo de la vieja
carretera, o la gran alberca que el sol encendiera, todo se alborotaba
por la brisa que desde el mar entraba. Internarse en el pueblo, aún
iluminado por los terrados blancos, era ya seguir un camino de andadura
amiga, mientras las lucecillas limítrofes, las huertas románticas, las
arboledas barrocas, y el abanico titilante de los campos se iban
trocando en afueras.
Y el mar, aquel mar, caricia
reconfortante de mis siestas, recogía en su sombrilla lejana el vapor
rollizo de sus olas, desvanecido todo rastro de algarabía y prisa. Y
como el labrador suelta su carro frente al portal, dejaba yo, libre y
saciado, mi paseo marinero, mi confín acuático, mis gaviotas en su
cielo.