Autor: Tassilon-Stavros
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CAESAR... DE BELLO GALLICO
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El
aullido de los bárbaros se deshizo como el cántico ahogado de un
lamento más allá de la empalizada. Pasaron ante su pueblo los cautivos,
encogidos, andrajosos, cansados. El grito de la cohorte vencedora
cruzaba como una centella, jubiloso, sobre las chozas de la rústica
aldea enemiga. Era la hora sexta de un día aguanoso y desaborido,
presagio de malaventuranza para el pueblo Galo. De un santuario, donde
crascitaban los cuervos de la derrota, bajaron las aclamaciones, como
alaridos voraces, de los romanos. Un agasajo devoto, una postración de
deleite frente a la figura sosegada y de exquisita mesura de César,
ahora protegido bajo un dosel. Del campo rebrotado, de los bosques, del monte
verde, que estuvo lleno de sol, parecía emanar la espuma de la sangre.
Era el audaz designio de Roma, apasionadamente engendrado en su hijo
predilecto, cuya carne había sido esculpida por las tempestades del
triunfo. El codiciador de empresas y placeres dejaba tras de sí un nidal
de guerras, entre estruendos de pedregales removidos y ecos de
barrancas, que sirvieron de peana a su indomable escultura.
Lejos de la empalizada, en la inmensidad abrupta, roída por los buitres, y todavía avivada por los últimos rescoldos de sediciones, quedaron los clamores bárbaros, ininteligibles, de los
desarmados guerreros galos que cubrían su desnudez con pieles velludas.
Una repugnancia ominosa de los que pronto morirían lentamente en la
cruz. Los hombres, desdeñadores de las magnificencias de Roma, se
hundían en sus sequedades recelosas, en la obstinación de su furor
implacable, pálidos de náusea y odio hacia su conquistador. El corazón
de las mujeres vacilaba temiendo y esperando, bien que no menos
balbuciente de dolor y cólera. Los ancianos, enfermos e inútiles,
rememoraban sus guerras pasadas con encono en su sangre, y los niños se
abrazaban a sus madres sin dejar de sentir la proyección de una
oscuridad de desgracia. Conocían bien los cuentos del gigantesco lobo
Cesáreo, la ponzoña escondida de sus serpientes romanas.
Todos
los bárbaros se sobrecogieron oyendo las bocinas y bramidos de la
soldadesca. Calló luego la zumba. Y de pronto se alzó rugiente la voz
del centurión que habría de pregonar la voluntad de la muerte, el
intendente feroz del gran César, el “exactor mortis”, portador de la
bulla misteriosa, vengativa y suntuaria de Roma:
-¡¡¡Los hombres y los niños serán violados, y las mujeres crucificadas!!!
El
conquistador de las Galias, los ojos dilatados, observó al centurión
con una mueca infausta, aunque todavía sublime. De su mirada partió una
centella de iracundia. Un rictus horrorizado le plegaba el rostro al
igual que si en él se hubieran clavado la punta de dos flechas
envenenadas. Su escasos cabellos encanecidos se pusieron de punta y
aletearon al viento como si de su cabeza laureada huyera definitivamente
aquel águila joven que una vez fue.
El “exactor mortis”,
trémulo, observó, además, la sequedad asesina de la superviviente
cohorte romana, dándose aletazos con los codos, toda ella una queja
silenciosa, amenazante, aunque caliente y convulsa, que parecía apelar
para que el fuego de Júpiter Capitolino cayera sobre él. Brincaron los
sentenciados hijos de la bárbara Galia, que se consultaban, con ademanes
resbaladizos y con sonrisas incisivas. Y el centurión de César,
aterrorizado por el error cometido, por aquella injuria involuntaria
hacia Roma, hizo un último esfuerzo, y, menudo y pálido, rugió su
componenda :
-¡¡No, no, perdón, Venus misericordiosa!!...
¡¡¡Ha sido un error imperdonable!!... ¡¡¡Malditos seáis, Galos de labios
terrosos, de recias bragas mugrientas... y... y gordos de fango y
estiércol!!! ¡¡¡Me he equivocado!!!
De súbito, surgió
tercamente una voz de hombre; una especie de alarido metálico, que,
afrontando al centurión, se esparció como un vuelo raudo y elocuente
sobre la multitud, trepó hasta lo abrupto de la cohorte conmocionada y
su General Victorioso, y gritó escrupuloso como si tras él estallara el
latido atropellado de toda su sangre:
-¡¡¡No, no, nada de volverse atrás!!! ¡Ley de guerra! ¡¡¡¡Lo dicho, dicho está!!