martes, 29 de diciembre de 2015

Eusebio Sofronio Hierónimus: alias "San Jerónimo"

 





Autor: Tassilon-Stavros

 

 

 

 

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EUSEBIO SOFRONIO HIERÓNIBUS, 

 

 

ALIAS "SAN JERÓNIMO"



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Cronicón hagiográfico Medieval
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Eusebius Sophronius Hieronymus o Eusebio Sofronio Hierónimus, en griego Εúσέβιος Σωφρόνιος Íερώνυμος, y que luego, convertido ya en “Padre de la Iglesia”, pasaría a los anales históricos como San Jerónimo, había nacido en el año 340 en Stridone, oppidum posteriormente destruido por los Godos en 392, y situado allá por la Panonia, la actual Hungría. Cuentan los cronicones que había sido un niño antipático, quisquilloso, violento, pedante y, muy en especial, sensualmente desmadrado. Quizás estas cualidades nada edificantes fueran exageraciones de “predicadores de Cuaresma”. Pero algo de verdad habría cuando muchas comentarios de la época, de esos que no se paran en pelillos, concuerdan en afirmarlo, y porque Hierónimus, más adelante, no dudó en largarse al desierto a hacer penitencia, según él mismo cuenta, por sus “innumerables  y vergonzantes pecados”. Todo ello, como es bien sabido, resultaba mala cosa en aquel malhadado Medioevo pleno de runruneos discordes y confusos, cuyo espíritu del tiempo parecía únicamente ocupado en llevarlo todo al paroxismo más desenfrenado, ya fueran cualidades y defectos; extremismos partidistas y anhelos de justicia; plegarias y blasfemias; piedades y herejías, y aspiraciones a la belleza, al placer sexual y a la tentación relajadora de los vicios, fueran estos los que fueran.
 


Quince años antes del nacimiento de Eusebio Sofronio, tuvo lugar el Concilio de Nicea, promovido por el emperador Constantino I el Grande por consejo del obispo Osio de Córdoba, donde se había consolidado la naturaleza divina de Cristo, contra la herejía  del presbítero de Alejandría, Arrio, quien había predicado y convencido al mundo bárbaro de los Godos –pueblo germano y gallito que andaba zascandileando contra Roma desde cientos de años atrás allende los famosos limes del gran Imperio-, de que Jesús, como primera creación de Dios al principio de los tiempos, no era, por  tal causa, Dios mismo. La Historia es muy escurridiza, no siempre terapéutica, pero también algo sumisa y hasta angelical. Aporta, para qué negarlo, muchas magulladuras craneales, y algunos, por más que se esfuercen, hasta ni la aprenden y menos la entienden. Y con la Historia del Cristianismo, mejor no meterse, porque, como explicó más de algún enteradíllo, por nacer de herencia con rabo divino, acabaría por convertirse en una de las más pasmosas leyes de la "biología anímica". Y aunque lleve ya más de dos mil años tan amojamada como una momia, no se pudre ni a la de tres. 
 

Lo del Concilio de Nicea, por tanto, anegó, después de años de paganismo, los sesos pensantes de los habitantes europeos, cada vez más flacos en carnes. Miles se mostraron refractarios a las buenas nuevas del Cristianismo. Y los más esperanzados y pobretones exultaron, pese a años de convencimiento, desde que el mundo era mundo, que su fin no era más que el de convertirse en polvo tras la muerte. Y se conoce que de la mala uva que arrastraban por andarse siempre lamentando por la miseria que les proporcionaba "el placer" de reproducirse como conejos y estirar la pata con todas las facilidades que les deparaba el hambre, las guerras, y la Peste Bubónica (las hogueras inquisitoriales, por suerte para el pueblo llano, no se habían inventado todavía), se encariñaron con la nueva idea de poseer un alma “metafísica", por muy raro y confuso que resultara comprenderlo, y ahora confirmada por el ente divino de Cristo. Un alma intangible como digo, pero que merced a la cual podrían, quizás, vivir ya in eternis, gozando ¿de mejor vida?,... “oiga, ustedes perdonen”, diría más de un calibrador de tuercas comprometido con los oxidados señores feudales que machacaban solariegos sin que Dios los cogiera confesados o algún enterrador de los que se pasaban la vida con el “sic transit gloria mundi”: ... "más bien como le diera la gana al Creador de la vida terrestre", una vez al fuelle de la existencia se le acabara la paciencia y nos mandara para el otro mundo. Hubo sabihondos que aseguraron que la eternidad se componía de trescientos años, como la vida de los loros, pero eso fue después del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, porque, como es de cajón, ni Constantino, ni Osio de Córdoba, ni Arrio de Alejandría llegaron a conocer los loros. Las únicas cacatúas que pululaban por aquel entonces eran las resignadas y piadosas doñas Urracas, “sin alma”, ya que, como aseguraba la Iglesia, las pobres mujeres carecían de la misma; damas y doncellas cómodas de conseguir en los fríos castillos, y que reprimían sus tendencias charlatanas, robusteciendo su juventud y vejez en la adversidad y la privación, ateridas por el rocío que penetraba por las ojivas de los torreones y aromadas con clavo, azahar y sopas de ajo. 
 

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Y así, tras el Cristianismo, empezarían pues a pulular Santos con apellidos rimbombantes, coadjutores temporales de la administración de almas puras y pecadoras, telaraña de la nueva Transfiguración con que se iba ya a tejer la vida medieval. Y que hallarían en Italia y, por extensión, en toda la escasamente pimpante y no menos tosca Europa, los ahora más tradicionales corsés de intolerancia con los que inmovilizar el espontáneo fluir de nuestros libres albedríos sociales y éticos, valiéndose de la ignorancia, grande como las catedrales que no tardarían en irse construyendo ya por las periferias de los pequeños burgos, de un continente que hasta entonces había perseverado en las labores propias del instinto humano, séase el sexo y el belicismo, criaturas, si cabe, ¡y vaya si cabe!, casi en su totalidad con cabeza de adoquín o pedrusco de la Vía Apia que era más o menos lo mismo.
 


Claro que, con respecto a todo lo expuesto, cada cual que piense lo que “pueda” o quiera, porque en esto si que caben también y hasta sobran teorías. Pero como a lo que íbamos era a confirmar que la dolorosa presencia del Crucificado y su Evangelio convenció al mundo Medieval de que el Cristianismo era la mejor manera de propiciar la nueva existencia de los que andaban, aunque vivitos y coleando, algo trastabillados por el flamante concepto del pecado, ahora ya definitivamente, tras el concilio de Nicea, consubstancial con la idiosincrasia pecaminosa del ser humano, la recién nacida Iglesia, sus Santos, Obispos y Papas se labraron un inimaginable porvenir histórico, erigiendo  leyes y tribunales que hacían cuanto podían por el inmenso “necromio” (hoy "morgue") humano que habría de rendir cuentas en el más allá, valiéndose sin dudarlo de un torbellino de sumarias reglas punitivas de volatineros servidores de Dios, dispuestos en todo momento a comerse al mundo por los pies dadas las correrías heréticas de quienes seguían sin pedir perdón al mundo de jarana y cachondeo que los había criado antes de la llegada de Jesucristo.  
 

Y como las variedades, siendo innúmeras, eran fáciles de clasificar en sus corrales, la Santa plantilla de verdugos matarifes -cuyas oscuras memorias vivían en el recuerdo de los mataderos de cochinos-, se pusieron a administrar con gran oficio sus nuevas responsabilidades, trincando al prójimo entre los garbanzos fermentados de sus potajes de concupiscencia e inmoralidad, cuya carnalidad rufianesca se trajinaba entre el sebo pringoso, poco dado a la vida beata, de las tabernas y prostíbulos de las inciviles parroquias de burgos y ciudades del continente europeo, principal caldo de cultivo de turbias relaciones humanas en las que se promocionaban heterogéneamente rameras, pederastas, algún que otro monje de incógnito, y obtusos soldadotes aborregados por la barbarie militar y el vino. La jurisprudencia de los nuevos tribunales eclesiásticos hacía, como hemos dicho, cuanto podía, según las sumarias reglas de la época, que no eran otras –como lo habían sido en las civilizaciones precedentes- que la “ley del talión”, o sea "el ojo por ojo", y ahí te quedas más ciego que un topo por los siglos de los siglos.  
 
 
Y cuando Jerónimo, ya mocetón, estudiante en Roma, y que, ¡escribirlo para creerlo!, sentía una fascinación “old fashion”, (bueno esto es un barbarismo mío, porque el inglés todavía  no era más que un churro pringoso mal escupido y sin futuro entre las nieblas druídicas de Stonehenge, que tampoco se llamaba ni “stone” ni “henge”, sino “Kkkrgingtonnnicjsssjoggos”, ¡a ver!), por la cultura clásica y había aprendido griego en los textos de Platón, Aristóteles y Tucídides, lo que era el Clero de Oriente y Occidente, pese a Nicea, donde habían dado el do de pecho Constantino, Osio y Arrio, seguía sin ponerse de acuerdo acerca de la naturaleza creada o increada de Cristo, y camorra va y camorra viene, seguía dividido y se excomulgaba mutuamente.


Y por eso, aunque me repita, hay que insistir en que el Cristianismo, por aquel entonces, es doloroso pero hay que reconocerlo -en el hoy por hoy, mejor me callo- era una ciencia, otros la llamaban disciplina, muy casquivana e inconstante, vamos que se comportaba como si llevase en sus entresijos una cabra montés que no dejaba de patear el Este ni el “Western” (y eso que no se había inventado todavía el cine, ni había nacido Nostradamus, que seguro que les habría predicho, aterrorizándolos, la llegada de un inquietante y venidero "eco" de "carnicera rosa conventual", y hasta de un monje guapetón, risueño y gafudo -¿qué sería eso?- que sonaría a “chonncconnneryyyyyyy” –... el "eco"-), bien, a lo que iba,... pues eso es lo que decían algunos desconfiados, redichos y listillos (los menos) que todavía concedían una importante “anuencia”, esa palabreja medieval hoy en desuso, a la Razón como ya hicieron los griegos, para buscar en ella una explicación de lo Creado.
 


Eusebio Sofronio Hierónimus, ahora casto Jerónimo, que todavía no era santo ni padre -de la Iglesia, no seáis mal pensados- se trasladó entonces a Aquilea, ciudad italiana, antigua colonia romana de la Iliria del 180 a.C., situada en el Adriático. Por allí pasearon, pues, muchas pantorrillas peludas de las cohortes de Roma y dos cónsules con inclinaciones imperiales, Flaminio Nepote y Manlio Acidino, ambos con rango  consular y pretoriano. Seguro que con esos apellidos debieron acabar mal: el Nepote envenenado por algún pariente al que tras haberle concedido la “meritocratia”, acabaría luego corrompido por el poder; el segundo con acidez perruna (yo me inclino más por las almorranas malignas, que hacían estragos por aquel entonces entre las vencedoras cohortes de a caballo). Lo mismo da, la historia no lo aclara ni nos importa. Pero como buenos romanos, les debió ir mucho eso de la adivinación del futuro, esa ciencia tan sumisa, pero que es muy escurridiza y demoníaca. Alguna pitonisa romana “bajo la incierta luz de la luna” les debió apolillar los corazones con el ansia de conquista; cruzaron los Alpes Julianos, armaron la de “Gladiatorus”, porque el emperador era el destornillado Comodo (sin tilde), séanse, las Guerras Ilíricas, y sin  ponerse nerviosos ni perder la calma, que así era como cosechaban los pimientos de la victoria los grandes romanos, apalearon y descabezaron (cortar cabezas, no echar un sueñecillo, que conste) las voluntades malavenidas de los pobres "illyrois", griegos que habitaron la Iliria durante siglos. Y la colonia quedó establecida con plenos derechos latinos. 
 


Eusebio Sofronio Hierónimus que, según decían, había alcanzado tal grado de concienciador aliento cristiano, capaz de encandilar a ingentes cantidades de marmotas medievales y señoritas casaderas, abjuró de los filósofos, fundó un monasterio y empezó a sermonear a los desmarridos aquileos que por allí pasaban más hambre que un lagarto tras una pita. Era un gritón melancólico, algo sepulturero porque siempre andaba liado con los fuegos del infierno, vegetariano convencido, que se sometía a vigilias y ayunos, y se pasaba el día de rodillas, reza que te reza, mientras ponía de vuelta y media al gordinflón Obispo de la villa, que en punto a moral y buen yantar, era bastante acomodaticio, y las enseñanzas de humildad y pobreza del mismísimo Jesucristo se la traían al pairo. A los aquileos también, para qué negarlo. Y eso de ¡”Arriba los corazones en nombre de la fe verdadera"! y ¡”Qué labia tienes, Jero, pareces la Sibila de Cumas”! no les levantaba demasiado el espíritu, más bien acababan todos con dentera por no poder contradecir ni mandar a que tomara baños en el Adriático, que eran muy sanos, al monje manso pero escandaloso, que tampoco tenía motivos para quejarse tanto, al fin y al cabo le esperaba un futuro en los Altares de la Cristiandad.


Eusebio Sofronio Hierónimus, harto ya del Obispo glotón, y de que la única intrínseca bondad e inteligencia que esgrimía el pueblo de Aquilea era la de razonar como besugos, dio el cerrojazo al monasterio donde había cohabitado con más ratas que hombres, cogió su zurrón escaso en viandas: una lechuga y un par de cebollas, se apretó el cinturón del sayal, digo yo que para mostrar a los aquileos su cinturita de avispa, porque el pobre debía estar hecho un espárrago triguero, y les expectoró, mitigando su pena de cristiano convencido y cabezota: “Me voy con Dios, y vosotros que lo veáis, aunque la última admonición que os esputo es que no disfrutéis de vuestras herejías con salud. ¡Ahí queda eso!" Y a la acomodaticia villa de Aquilea la bautizó como “La Sodoma de la Iliria”.
 

El futuro santo anduvo por Antioquia en el 379, y fue ordenado sacerdote. Tenía 39 años pero los cronicones cuentan que era ya un viejo enfermo, canoso y macilento. Más que santo fue un moralista batallador. El más huraño de los padres de la iglesia. Pero estaba obsesionado por el sexo que, desde su perniciosa y concupiscente juventud, jamás volvió a practicar. Había conocido en Roma a una hermosa joven llamada Eustoquio (con “o”), a la que le escribió una carta exaltándole los placeres de la castidad, quizás porque, en su rigor, como se dijo, había olvidado ya los de la lujuria. Aseguraba que podía perderse la virginidad incluso sólo con el pensamiento, y recomendó a Eustoquio y a otras doncellas, para conservarla, el cilicio y el ayuno. La abstinencia continuada acabó con la vida de una de ellas en el 384, y su familia romana: padres, hermanos, tíos, y algún pariente más, acabó por apalearlo. 



Eusebio Sofronio Hierónimus huyó a Belén junto a su obnubilada virgen Eustoquio, viviendo con ella en una cueva. La joven descendió a la tumba hacia el 415 consumida por la tisis. La pérdida de su no menos misántropa compañera lo precipitó al peor de los desconsuelos, quizás porque en el último momento se quedó con las ganas de probar lo que no había vuelto a probar desde su adolescencia. Y aislado definitivamente del mundo, el casto Jerónimo murió en la más completa soledad. Y corría tan sólo el año 419. 
 

Seguro que más de uno pensó que, andando el tiempo, las inclinaciones por repartir tanta torrija cristianizante y su divino soplo no pasaría de ser un sueño irritante de esos de los que se puede huir. Pero ¡qué va!, porque todo progreso acostumbra a empaquetar muy bien sus servidumbres, y de nada le vale al hombre querer substraerse a la evolución de la especie y de las instituciones. Y los áureos inflagaitas de la religión y otros incentivos han seguido, siglo tras siglo, domingo tras domingo, Navidad tras Navidad, con su molinillo parnasiano de que por la "Fe, te salvas, tío" "¿De qué?"... "No sé, pero fíate, hombre... ¿Y si te toca?"... Ya se sabe, que el que se pone nervioso, más pierde.