domingo, 1 de julio de 2012

Retablo Kiowa -IV-





Autor: Tassilon-Stavros






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 RETABLO KIOWA   -IV-







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Dotar de una clara significación trascendente que pudiese precisar en criterios determinantes los actos conceptuales o emocionales de aquel pueblo Kiowa, como los de otras tantas miles de tribus que habitaron el gran continente americano, es como proyectar sobre su dimensión corporal una figura poética que el tiempo se encargaría indefectiblemente por descomponer. Las comunidades indias jamás serán redimidas. Fueron imágenes omnipresentes de una civilización que, viviendo a merced de la Naturaleza, contrajeron una enfermedad incurable e inesperada: la invasión depredadora del hombre blanco. Ello subrayó una casi total imposibilidad de realización material en cuanto a fraternidad humana se refiere, ya que el largo proceso secular de terrorífica convivencia con sus invasores blancos corrompería, como una lacería incurable, no sólo sus cuerpos sino también sus espíritus. La misma lepra que descompondría el mundo en que vivieron y en el que también se libraron muchas guerras fratricidas con otros clanes autóctonos de la América precolonial. El núcleo originario de las tribus indias, tenebrosas, vigilantes, reivindicativas y, por ende, sanguinarias, no se aprestó jamás a respetar la jerarquía que trató de imponerle el colono blanco, que a su vez se empeñó en sufrir la actividad de matarife emprendida por los pueblos invadidos, otorgando un sentido de salvajismo y crueldad inimaginable a la violencia vejatoria con que se identificaría el odio entre indios y blancos; y a través del cual éstos últimos trataron por todos los medios de obtener los bienes y provechos de un culminante sometimiento y colonización de tan gigantesco paraíso, efímero, dado que durante casi doscientos años se desmoronaron miles de vidas familiares de ambos lados, pero cuya conquista lograron llevar a buen puerto en medio de tanta ruina y muerte. Todo ello nos hace volver nuevamente la mirada a los horizontes cegados por los temporales pasionales de las criaturas, de sus dioses, de sus guerreros y de sus santos, de sus resabios de casta y de sus desolladuras sangrientas. El ímpetu feroz de la vida se estrella eternamente sobre el inmóvil peñasco como las olas rugientes de un mar embravecido, y las enseñanzas históricas, sean para lo que sean, han de seguir repitiéndose.


Entre los rasgos épicos más comunes de las tribus indias emerge siempre lo que hoy se podría llamar  "una indiscutible viabilidad autónoma del más misterioso de los silencios". Un silencio que se elevaba en su mundo como una niebla palpitante que, no obstante, escondía el trueno. Pero también los hileros de luz presidían los poblados, y en las miradas bravías de sus hombres y mujeres espejaba una exaltación inextinguible de fuerza, audacia y linajes de conciencia espiritual con la tierra que les había concedido la vida. Por ello mismo todo cuanto sucedía se debía a una invisible voluntad que otorgaba a la existencia una pequeña heredad de abigarrada anchura de colores y dones, donde su tránsito humano era aprobado entre íntimas magnificencias. Inmensos y aislados ámbitos que conferían a cada pequeño pueblo un surco entre sus misteriosos follajes. Espesuras donde poder aspirar el perfume tibio del mundo, y en el que les era dispensado también el imprescindible aliento a su dignidad de hombres libres. Es difícil evaluar el estado embrionario de los pueblos. Sus mortales luchas competitivas por los territorios ocupados. Siempre existe una ilimitada carga de pasión y fantasía que surge para animar sucesos mínimos y grandes, un instinto de supervivencia en los tránsitos angustiosos por esta tierra que puede llevarnos hasta el paroxismo, antes de encontrar la paz definitiva. Pese a todo, algunas crónicas suelen circular con bastante libertad, y enseñan más bien poco. Hurgar en el pasado, encontrar huellas de épocas es poblar el infierno y el paraíso de los hombres. El tiempo de los pueblos indios nos provee así de un decorado de ornamentos, arneses, armas y creencias que hoy nos parecen absurdas, pero necesarias para trabar sus turbias relaciones entre las que siempre sobresalen sus más acabadas expresiones dramáticas. Las ideologías y los intereses humanos estallan siempre por contagios de pasiones, y han crecido respirando un aire saturado de odio y de amenazas. Hemos conservado la palabra, más para elogio propio que para confiarla al cuidado de la memoria donde los rostros acaban por borrarse. Y el hombre ha ido dejando en todas partes, sin poderlo evitar, su descrédito total entre las espirales de sangre en que se ha visto envuelto.


Es preciso dejar a los genealogistas la continuación de los tiempos entre cuyos contornos nunca precisos la vida vuelve siempre, inspirada por sus exigencias hereditarias. Los Kwu-da (también llamados "Ga-l-Gwy" o "Ka-l-Gwai" que significaba "Pueblo Doninante-Señores de los Valles"), probablemente "reptaron por las cavidades de sus árboles" en la cuenca del río Missouri, y hacia 1650 se habían instalado ya en las llamadas Colinas Negras, compartiendo los territorios con los clanes Crow o Absarokee (Tribus Cornejas). El flujo amenazante de otros pueblos, los Sioux y los Cheyennes, más numerosos y provistos de un ignorado y terrible vigor, debilitaron la fuerza Kiowa, que, aunque muy guerrera, se adecuaba  más a otros conceptos de vivencias pacíficas con la geografía y con sus tradiciones de sangre, nacida de una Naturaleza que les había conferido, según sus creencias, un feudo místico e idealista con la tierra. Enzarzados, pues, en pequeñas guerras tribales,  los Sioux y Cheyennes trastornaron el orden primitivo de los Kiowas, y los arrojaron hasta la cuenca del río Arkansas. En su descenso hacia el sur llegaron hasta Oklahoma, Kansas, Colorado, Nuevo México y Texas donde, tras algunas vicisitudes con los levantiscos Comanches, habitantes de aquellos territorios, concibieron después de sus primeros enfrentamientos lo que en realidad resultaba mucho más cómodo: la unión de sus tribus, pues aquel primitivo mundo indio amenazaba con desmoronarse, dadas sus interminables luchas intestinas, aun antes de la invasión total del hombre blanco. Hacia 1790 el único tejido conjuntivo posible entre tribus enemigas había logrado por tanto afianzarse en lazos de indisoluble amistad que aumentaba así sus fuerzas. Kiowas, Comanches y un nuevo pueblo más disgregado y conocido por Apaches de la Llanura (famosos por su violencia sin límites), a fin de prevenir el peligro de incidentales carestías y la ya inminente aparición cada vez más numerosas de sus conquistadores llegados del mar, cazaron búfalos, viajaron y se enfrentaron juntos, e incluso individualmente en numerosísimas ocasiones, al poder del invasor blanco.


Antes de que otros incursores blancos del valle del Smoky Hill hiciera acto de presencia, Rubén Zacarías sería aceptado por los Kiowas probablemente porque resultaba un ser curioso para los indios. Fue recibido por su doble condición de solitario y huido de un mundo distante, donde las extrañas criaturas que lo habitaban (las futuras incursiones blancas en sus territorios todavía no significaban la gran amenaza que pronto se volcaría sobre ellos) no parecían provenir de la madre tierra, sino del mar, y con los que, a excepción del desvalido Rubén, aquellos habitantes de las llanuras aún no habían entrado en contacto. Además, el chocante costumbrismo de aquel hombre barbado de palabras incomprensibles vivía ahora una evolución significativa y reveladora, adaptándose a la forma de vida superior del pueblo Kiowa. Así el sentimiento de inferioridad que conllevaba aquella convivencia forzosa y necesaria de Rubén resultaba grato a los indios, cuya esencia terrena, altanera y orgullosa, mostraba una vez más al ignorante y desamparado ser blanco la grandeza indiscutible del linaje Kwu-da. Rubén Zacarías nunca volvió sobre sus angustiosos recuerdos de México, ocultando a aquel pueblo indígena que lo había acogido y con el que convivió pacíficamente durante unos tres o cuatro años un pasado tras el cual se ocultaban las huellas de una época juvenil que también conociera turbias relaciones con las tribus indias habitantes de las fronteras de Río Grande, y que se enorgullecían de sus triunfos sangrientos frente a las indefensas comunidades blancas que habitaran el norte de México.


Rubén jamás infringió su secreto. Por su calidad de hombre blanco no fue aceptado en la orden militar más importante de la tribu "Koi-eet-sen-ko" (Kiowa soldados perro), pero aprendió a cazar búfalos en compañía de los guerreros, y tomó parte en la "Tai-me" (Danza del sol), la ceremonia tribal más importante, unión espiritual y física del pueblo Kiowa, y en una de las cuales se concertó la boda con su primera "ma" (mujer), que le dio tres hijos. Tuvo dos esposas más y nuevas descendencias, dado que las mujeres resultaban mayoría, y la poligamia era necesaria para engrandecer la población, en especial si se producían nacimientos masculinos, futuros cazadores y guerreros. La sociedad tribal india, en efecto, estaba orientada al varón, y las hembras ganaban prestigio al darlos a luz, así como por sus indudables logros venideros al hacerse hombres, en los que también tenían suma importancia las hazañas de los esposos y padres. Los niños varones permanecían con sus madres y hermanas hasta los diez años. Luego se les iniciaba en "El baile del conejo", lo que significaba su inmediato ingreso en alguna de las órdenes militares de la tribu: la "Adal-toyui" (Sociedad para los actos audaces y provocativos de los guerreros jóvenes); la "Tasain-tanmo" (Sociedad del caballo, caballo negro, silvestre o blanco, y sociedad del caballo sabio); la "Tiah-peah" (Sociedad de la calabaza); y la ya referida "Koi-eet-sen-ko" (Kiowa soldado perro). Las mujeres ejercían tan sólo el control sobre el hogar, el curtido de las pieles y el cuidado de sus imponentes y vistosos tipis. Los Kiowas también fueron llamados "Kom-pa-bianta" (Las gentes de los tipis de grandes solapas).


Rubén se dejó seducir por la lengua Kiowa, por la solemnidad de su misticismo, la indulgencia y a la vez el temor hacia la tierra en que los hombres se asientan. Jamás olvidó las exhortaciones incentivadas por el sabio apaciguamiento de los sabios chamanes de la tribu y que constituían muchos de los grandes momentos de la "Tai-me" : "Los malos pensamientos, aunque no se digan en voz alta, atraen la mala suerte. Son un paso tenebroso que conduce a la oscuridad. Pensar en cosas buenas nos lleva hacia el camino de la luz" "Cuando la voz del viento suena con fuerza, nos advierte que algo está a punto de ocurrir" "No dejemos crecer nuestros malos pensamientos, porque son como el veneno de la mordedura de la serpiente" "La belleza que nos rodea, el cielo azul, las montañas sagradas, el sol, la luna y la hierba verde que brota en primavera son las voces bondadosas de la tierra" "El canto del búho es un aviso de que los espíritus de los muertos, a los que no podemos nombrar, pueblan un lugar al que ningún guerrero debe acudir".