Autor: Tassilon-Stavros
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SAFO SE DESVANECE EN LA NOCHE
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Desde el parabrisas se quedó observando la figura del hombre. Él se despedía ahora de los compañeros del taller. Su silueta, tras la bajada de la persiana y el extinguido brillo del rótulo, se escurría ya por una bocacalle muy iluminada. El cielo nocturno permanecía invisible. Sus sombras no lograban adueñarse de las hondonadas. Más allá de la callejuela, flanqueada por nostálgicas plantas bajas que parecían tratar de mantenerse en compartimentos estancos no vinculados a los modernos esquemas constructivos actuales, el atiborramiento masificado de los grandes edificios, la zona más concurrida del barrio y fruto del abrumador expansionismo con el que la ciudad adoptara en los últimos años una forma definida de significativo engrandecimiento, se perfilaba el paisaje de sus caprichosas arquitecturas profusamente encendidas: el inmenso y artificial rostro lumínico del fin del día, de una intensidad casi insoportable, tan aguzado y vivo era. El bochorno veraniego se desbordaba sobre los transeúntes como si se sintieran bajo los efectos de alguna droga.
Haciendo acopio de paciencia, ella había callejeado sudorosa bajo la tarde plomiza de julio. Luego, dirigiéndose hacia el coche, había permanecido a la espera. Una vez inmersa en las calles llenas de animación, había adoptado una definitiva expresión seria y malhumorada. Sudaba de nuevo, sentía arder su cuerpo bajo las escasas ropas veraniegas, pero tenía la frente helada. Sabía que aquella persecución insensata resultaría difícil entre la profusión atosigante del tráfico. Pese a todo, ya nada podía detenerla. En realidad, estaba aterrorizada... El hombre se perdía de vista. Cruzaba ahora una pequeña zona ajardinada, junto a la cual se abría un amplio túnel iluminado de la moderna autovía que atravesaba aquella parte de la ciudad, itinerario que indistintamente repetía cada tarde cuando regresaba a casa y que ella había comprobado durante días anteriores. Sin detenerse a pensarlo la mujer aceleró bruscamente. Muchos automovilistas tuvieron que echarse a un lado. Estallaron algunos insultos. La inveterada aversión masculina que acostumbra a poner en tela de juicio la conducción femenina. Ella mantuvo la carrera directamente hacia el túnel, a toda velocidad, como si un impulso diabólico la condujera hacia la nada. Se limitó a sonreír burlonamente entre la confusión que había creado, pero sin apartar los ojos del hombre que, ajeno a todo, había tomado la amplia acera izquierda perfectamente visible bajo la bóveda refulgente del túnel. Los gruñidos de protestas se multiplicaban. Sin dejar de experimentar una fugaz sensación de vértigo, ella logró situarse en la dirección adecuada a la acera. Calculó que la distancia que separaba a ambos era de unos seis o siete metros. No había ya forma humana de retroceder, seguida como iba de automóviles por todas partes. Se divisaban dos o tres transeúntes más por la acera. El último era él...
Se lanzó en picado sobre su cuerpo. El coche se había bamboleado al
enfilar los tres o cuatro centímetros del bordillo, y en unos segundos atrapó a
su perseguido por la espalda, concentrando en él toda la ferocidad de la
embestida. Cayó de boca sin exhalar una exclamación y la sangre llenó en
seguida toda la acera. El vehículo retrocedió entre el grito angustioso de dos
mujeres que habían caminado delante del hombre inexplicablemente atropellado, y
quienes, sin dar crédito a lo que acababan de presenciar, se arrinconaron
contra la pared del muro, aterrorizadas, lanzando ayes histéricos entre gestos
no menos frenéticos. El hombre se retorció todavía. Luego, sobre el
estremecedor charco de sangre quedó inmóvil. ¡¡Está muerto!!, exclamó
una de las mujeres conmocionada, acercándose a él. !Dios mío, pobre
muchacho!... Mientras tanto, su asesina aprovechaba para escudriñar en
torno suyo. "¡!Lo ha matado esa loca!!... ¡!Que alguien llame a la
policía!!..., gritó la otra mujer. Resultaba imposible retroceder porque
algunos automóviles, que permanecían parados, colapsaban el túnel. Un hombre
corrió hacia la acera donde se había cometido el atropello y golpeó repetidas
veces con una pesada mochila las ventanillas del coche aún detenido, mientras
gritaba: ¡¡Salga de ahí, maldita loca!!... ¡¡La policía,... usen el móvil...
llamen a la policía!! La conductora no se asustó al oírlo. Su pecho, tras
el polo veraniego, se tensaba precipitadamente a cada respiración que emitía
atrapada como estaba en el interior del coche. Pero no había fallado en su
objetivo y ahora se imponía abandonar la acera cuanto antes. Los golpes sobre
la ventanilla surtieron efecto. Algún objeto contundente guardado en la mochila
hizo añicos el cristal. La mujer se agachó a fin de evitar la lluvia de
cristales desmenuzados, pero no cesó en sus bruscas maniobras. Sintiéndose
atenazada, la asesina lanzó algún improperio ininteligible. Se vio su rostro
enrojecido y tenso a la luz de los fluorescentes que iluminaban el túnel, como
si experimentara ahora una súbita sensación de impotencia. Varias personas se
agolpaban sobre el cuerpo caído, bañado en su propia sangre; y como si el
tiempo hubiese permanecido en suspenso, no prestaron atención a los últimos
movimientos desesperados de la culpable de cuanto allí había sucedido. El
automóvil se hallaba ya en marcha, y en una fracción de segundo pasó ante
todos. Mil voces se recobraron aterradas, y probablemente hubiesen deseado
cerrarse a su alrededor. Una vez contemplada la muerte, se imponía castigar el
mecanismo de su realidad implacable. Pero el miedo atirantaba también sus
rasgos de cobardía en todos los allí presentes, y nadie se atrevió a entorpecer
su camino. Muchos jurarían que el automóvil había emitido un rugido horrísono
entre la algarada automovilística, como si llevase sobre sí el peso de su
castigo, pero había logrado avanzar casi sin darse cuenta siquiera de que se
abría paso entre una vorágine de mil peligros, dado el tránsito inacabable que
se acumulaba en la salida del túnel. No obstante, pronto se halló fuera de la
iluminada bóveda. Y corrió, corrió, sin mirar a su alrededor. La autora del
brutal atropello parecía conocer muy bien aquella zona de la ciudad,
circunstancia que propiciaba su huida. Cuanta animosidad se había volcado sobre
ella, aunque pareciera increíble, se había esfumado efectivamente en la
distancia. Se sintió como si estuviera saliendo de una especie de baño de vapor
que la hubiera impregnado por doquier.
En la hora perezosa de la anochecida,
a la salida de aquel amenazador embudo, el cristal del parabrisas semejaba un
espejo crepuscular donde los reflejos rojos y amarillos de cientos de luces
jugueteasen ahora con la angustia infinita que se podría haber detectado en
aquella cara, parecida a la de un pálido muñeco que se desvaneciera en el vacío
del asfalto, y que todo cuanto había dejado tras de sí se tratase únicamente de
una fantasmagoría capaz de abolir la diferencia entre la vida y la muerte.
Pero, en realidad, aquel rostro mostraba una expresión tan grave que era
imposible decir si experimentaba angustia o furia. En medio de la noche humana,
no era más que un punto perdido, un fragmento más de esa tragedia terrenal a la
que nos destina la confusa significación del vivir. Y con respecto al hecho
cometido, su mente se negaba en tales instantes a reconstruirlo. Como tantos
seres humanos que eligen asomarse libremente a la profunda noche atormentadora
del espíritu, había alcanzado su instante de predestinación y decepción,
trazando con ello la línea que separa los sentimientos de la razón. Y por ello
mismo no es raro que, ya sin miedo ni orientación, se llegue a verter sangre...
El automóvil se volatilizaba así en el espacio. Tras él nada parecía ya
respirar. Tan sólo los edificios, ora surgiendo a la luz de las altas farolas,
ora como moles suntuosas de las calzadas cuyos miles de ojos encendidos
permaneciesen hipnotizados frente a la gran animación de la noche, que mostraba
el ritmo cadencioso impuesto por el calor a las gentes que recorrían las aceras
o se sentaban frente a los bares estivales. Lejos quedaba ahora el dramático
escenario del crimen, como si aquel nuevo acto de violencia se hubiera perdido
en los confines del mundo, y una onda voluptuosa librara del mismo los ojos de
la tierra toda. Un nuevo horror inesperado que se confundiera con su infinitud.
Y que sin explicación había entrado en despiadado contacto una vez más con una
de esas dolorosas y terribles verdades de la vida: las que no hallarán nunca el
menor consuelo profundo o una caricia cálida y penetrante. Inextricables
impulsos que impelen a los humanos a cometer actos monstruosos.
*
Aparcar el automóvil a aquellas
primeras horas de la noche no resultaba tarea fácil. Se trataba de dar vueltas
y vueltas y era poco probable hallar un hueco en aquella zona atestada de
vehículos que se amontonaban aquí y allá, como si resultase imposible poderlos
controlar en un orden lógico. Una plaza muy frecuentada enseñoreaba la ancha
calle, y ella llevaba recorriendo los aledaños de la misma desde hacía ya más
de una hora. Tantos automóviles daban a la noche un aspecto casi inhumano. Los
viandantes, sin embargo, iban y venían con una aplicación que, bajo el calor,
les prestaba más lentitud, pero felizmente arrebatados ahora por una especie de
mágica embriaguez al liberarse, la mayor parte de ellos, de aquellas pequeñas
prisiones de cuatro ruedas. La iluminación de la calle se imponía a la
insipidez de la noche con ese estremecido brillo de contrafuerte que parece
anunciar un adiós al mundo real, y que va dejando su rastro amarillento entre
los edificios, que semejan extrañas cumbres salpicadas de luz, hacinadas unas
junto a otras sin orden ni concierto. Frente a todos aquellos inmuebles
coloreados de crepúsculo por una luminaria tan refulgente como la mismísima
puesta de sol, corría la amplia vía, y los automóviles y autobuses seguían
encargándose de poblar con su bullanguera y monótona salmodia de motores ambas
direcciones de la casi infinita calzada.
Reanudar hasta la exasperación la
tarea de hallar aparcamiento da casi siempre paso a la casualidad. En el parque
se conservaban antiguos olivos retorcidos que hablaban de la desaparición de
viejos campos. Todo lo demás ofrendaba, entre acacias, escalinatas, bancos,
parterres de flores y fuentes, un nuevo aspecto de modernidad. Un grupo de
jóvenes que lanzaban risotadas y corrían por allí, se lanzaron alegremente
sobre un automóvil aparcado no muy lejos de la zona donde habían estado
retozando, y dejaron libre su hueco. Una vez liberada del coche, el punto de
atracción lo constituía ahora uno de aquellos edificios que se hallaban
situados frente al parque. Un inmueble de unas ocho plantas con balcón. La vida
en la ciudad, por supuesto, no se había interrumpido al ponerse el sol. La
noche posee una fiesta propia, maravillosa. Es como un cuento que se adornase
de melodías, gritos, risas y fogatas, y que se va reconstruyendo con luces de
mentirijillas, con personajes que viven al resplandor de las llamas, y que no
pueden dejar de fijar sus ojos los unos en los otros con actitud de trastorno.
-¡Mamá Elia!
Una niña de seis o siete años
corrió hasta ella, como si se tratara de un milagro de belleza que se abriera
paso en aquel reino imaginario de cientos de luces abiertas en flor bajo el
espejo entenebrecido del cielo nocturno.
Inmediatamente otra mujer trató
de retener a la niña:
-¡Caro, ven aquí...!
-Pero si es mamá Elia- imploró
con gesto impaciente la chiquilla sin comprender aquel rechazo que la otra
mujer esgrimía con gesto impaciente.
-Carito, hola cariño...- fue un
cambio de expresión turbador hasta la tristeza. La joven abrazó sin pensárselo
a la pequeña, presa súbitamente de nerviosos sollozos que apenas lograba
reprimir.
Ambas mujeres se observaron,
inmóviles y rígidas. Resultaba imposible averiguar si lo que experimentaban sus
rostros era estupefacción, angustia o cólera.
-Ana, me he pasado toda la tarde
llamándote "al móvil"...- hubo ahora un duro cambio de expresión en
la recién llegada- No entiendo a cuento de qué has estado evitándome. No irás a
decirme que se te había olvidado...
-No me he olvidado de nada-
exclamó con sorprendente firmeza la otra. Luego trató de atajar con fría
sequedad los abrazos que la niña insistía en prodigar a Elia: -¿Quieres estarte
quieta de una vez?... ¿El móvil?- ironizó con gesto impaciente- La verdad es
que no sé ni donde lo tengo... No ando muy boyante, ¿sabes?
-¿Y el coche?- preguntó, más
calmada.
-Hemos venido andando desde el
colegio, mamá Elia- explicó con voz inocente la niña, aunque con cierto tono de
reproche que parecía poner en evidencia a la otra.
-¡Cállate, papagayo!
-No le grites así a la niña-
deslizó Elia con vivo ademán de ternura sus manos en la cara de la pequeña-
Entonces ¿lo vendiste?... Malvendido, seguro- protestó ante el silencio de Ana.
-¡Qué ridícula te pones!
Cualquiera diría que eso te importa mucho... Lo malvendí, ¡sí!... Con esta
crisis ¿qué quieres? Además, ¿no era mío?...
-De las dos- aclaró tajantemente
Elia.
-¡Ahora me vas a salir con esas!-
alzó Ana el timbre de voz, casi encolerizada- "El coche para ti", y
luego ¡portazo! ¿Tan pronto se te ha olvidado? Pues, tía, tan sólo hace tres
meses que te fuiste.
-No vuelvas a las andadas, por
favor. Me duele terriblemente la cabeza- replicó Elia, dispuesta a no aceptar
aquella especie de desquite recriminatorio con que Ana insistía en castigarla.
Y volvió a prodigar sus arrumacos a la niña- Ven Carito, explícame...
Con un nuevo ademán de
brusquedad, Ana apartó a la niña:
-¡No tiene que explicarte nada!
-Pero, ¿qué haces?- Elia sintió
que un estremecimiento de ira le recorría ahora todo el cuerpo. Tuvo que
esforzarse en mantener cierta serenidad. Observó fijamente a Ana, que,
súbitamente, sacudiendo la cabeza con despecho, dio media vuelta dirigiéndose
hacia el portal del edificio y llevándose a la fuerza a la pequeña que no
cesaba de llamar a Elia.
-¡Cometes un error!, ¿me oyes?...
Haz el favor de esperarme.- Ana entró apresuradamente en el zaguán. Elia pudo
aguantar la puerta antes de que ésta se cerrara. Se enfrentaron de nuevo sin
encender la luz de la escalera que, iluminada desde el exterior, parecía ahora
una brusca pendiente que derramara sobre ellas una sombría impresión de
soledad- Tus reacciones me tienen ya muy harta... Además, sabes muy bien que
nunca te concederán la custodia de Caro. Mañana, ante el juez...
Ana, con la niña de la mano,
apresuró el paso hasta el ascensor, haciendo caso omiso de las palabras de
Elia.
-No vuelvas a darme la espalda.
¿Estás loca o qué?...- exclamó Elia, tratando de retener a Ana- ¿Me vas a
escuchar o no?
No hubo respuesta. En aquel
instante se oyó a alguien. Un matrimonio de edad avanzada acababa de entrar. La
luz se encendió. Ana revolvía los ojos como una loba. Con un apenas audible
"buenas noches" penetraron todos en el ascensor. Los vecinos se
detuvieron en el tercero. Un cuchicheo malintencionado por parte de la mujer
llegó todavía hasta ellas. Subieron hasta el quinto.
-Ah, ¿pero vas a entrar en
casa?...- fingió sorprenderse Ana- ¿Ya no te importan las murmuraciones?... ¿Has
visto cómo se han quedado esos dos (refiriéndose a los vecinos) al verte por
aquí otra vez? Nos estarán poniendo buenas.
Caro, disimuladamente, había
tomado de la mano a Elia, que la apretó con fuerza.
-Desde que dejaste de fumar, has
engordado- observó Ana, cuando penetraron en el comedor, que tan sólo encendió
una pequeña lámpara de rincón, dejando la estancia semi a oscuras.- Una
lástima, porque tu tipo era...
-¡Deja de portarte como una
estúpida!- replicó Elia, envalentonándose- No he venido aquí para hablar de mi
tipo.
-¿Por qué has vuelto?- se detuvo
Ana divagando ante el abierto balcón de la estancia. El calor resultaba
insoportable- ¿A qué has venido otra vez? ¡No puedes hacerte una idea de lo que
sufrí cuando te fuiste!
-Tú decididamente has perdido la
razón, y la culpa, por supuesto, no es mía. ¿A qué vienen ahora esas
preguntas?- estalló Elia.
-No vas a volver a casa,
¿sabes?... Aunque quieras hacerlo, no vas a volver.
-¿Qué te pasa?- la observó
perpleja Elia- Tú no estás en tu sano juicio... Sabes perfectamente que mañana
tenemos una cita en el Tribunal de Adopciones... ¿Quién quiere volver?...
-Querrás volver,... pero no
podrás. No te dejaré. Y te quedarás tan sola como me he quedado yo.
La voz de Ana tenía algo de
sobrenatural. Su cuerpo, junto al ventanal, se había transformado en una masa
sombría, abrumadoramente recortada por la escasa luz de la lámpara, e
individualizada ante el vacío de la noche dado que la luminosidad de las calles
se mantenía como extraviada en un fondo lejano desde aquel quinto piso del
edificio.
-Oye, Ana, vuelve en ti, porque
si estás intentando asustarme, te advierto que lo tienes crudo.
-¿Crees que voy a perdonarte?
¿Que te vas a salir con la tuya, y que te vas a ir de rositas con ese novio que
te has echado, llevándote, además, a Caro?- prosiguió Ana con inflexión
amenazante- Mañana todo el mundo lo sabrá... ¡Tonta... tonta... sólo las
mujeres saben amar! Tu Raúl no te esperará como te he esperado yo...
-¡Oye, Ana, basta ya! No quiero
seguir escuchándote. Ni olvidas ni perdonas... En ese aspecto, siempre fuiste
insoportable. Pero yo no tengo remordimiento alguno. Si me fui, sabes muy bien
porque fue. Nuestra relación fue un error desde el principio. Tú la convertiste
en algo insoportable, y Raúl ha cambiado mi vida por completo.
Valiéndose de un ágil movimiento,
Ana atrajo hasta ella a la pequeña Caro, que escuchaba a ambas un tanto
asustada. La niña había quedado atenazada por los brazos de su madre adoptiva.
-¡Mamá Elia!- exclamó con miedo,
mientras Ana retrocedía hacia el balcón abierto, arrastrando con ella a la
pequeña. La altura del inmueble, como una pendiente abrupta, resultaba
fantasmagórica. Una sima donde la noche se mostraba más y más tenebrosa. Reinó
ahora un vasto y singular silencio en el dramático escenario escasamente
iluminado del comedor. Elia, aterrorizada, había enmudecido, porque los ojos de
Ana la herían. Leía en ellos un dolor, ¡el dolor de estar viva!. Pasaron por su
mente los años que cohabitaron, la angustia sin nombre y el peso infinito que
significó aquella convivencia. Sintió un escalofrío. Una brisa que atrajera el
hedor de la muerte. La cara amable del mundo jamás puede ocultar el delito y la
maldad, y las facciones de Ana se habían atirantado en un sonrisa diabólica. Su
mentón estaba levantado prolongando la línea del cuello. Empezó a inclinarse
hacia atrás, mientras Caro seguía llamando a Elia.
-Ya he perdido demasiado tiempo
para lo que he de hacer- dijo Ana- Aunque nunca olvidarás todo lo que me has
hecho llorar. ¿Tu Raúl?... ¡Corre, corre a por él! Puedes estar segura de que
no lo reconocerás... ¡Corre, apresúrate! El pobre no es ya más que un cuerpo
muerto que yo, yo... ¿me oyes?,... yo he aplastado bajo las ruedas de mi...
-esbozó una sonrisa siniestra y rectificó- de nuestro coche.
El de Elia fue un gemido
convulso, un grito ahogado de los que nos abren la puerta para salir a la
perdición del mundo. Ana aparecía ahora blanca e inanimada, como suele decirse
de un ser humano cuando el alma ha abandonado el cuerpo.
-¿Has... matado a Raúl?
Fue como inocular ponzoña de
serpiente en su corazón. Elia no llegaba a creer tan horrenda confesión. Pero
el veneno seguía allí, escondido en su sangre y en sus huesos.
-Ven, ven tú también...- desvarió
de nuevo Ana- No te quedes en la otra orilla.
-¡Maldita loca!... ¡Maldita
Loca!- El grito desgarrador de Elia aterraba más y más a Caro, que se debatía
tratando de liberarse de las manos que la atenazaban.
-Mamá Elia!... ¡Mamá...!
Elia avanzó como una llamarada
voraz hacia Ana, pese a sentir el filo más hiriente del frío. Sus manos, como
garras, trazaron en la penumbra una especie de símbolo terrorífico: la
unanimidad terebrante del dolor que se reconcentraba en la opacidad y
fermentaba en el peligro.
-¡Suelta a Caro... devuélvemela!-
Estallaban los ojos de Elia y su
voz, aquel clamor que manaba torrencialmente, implacable, las iba envolviendo a
las tres como una placenta monstruosa. Las respiraciones de ambas mujeres se
rompían en un jadeo enfurecido. Elia logró asirse a la niña, que pataleaba
aterrorizada. La sujetó con la tenebrosa rabia de una leona, invadida por un
odio de fatalismo contra la otra mujer. Fue como una sombra monstruosa que,
rompiéndose sobre el espacio, se volcara sobre Ana para absorberla. En la
quietud del comedor, el forcejeo desechaba toda razón para justificar el daño.
Eran pasos rotos que buscaban violentamente su desquite. Ana, el mal
oscuro, sintiéndose perdida sin la niña, se agitó como si la furia que sentía
se volviera contra sí misma. Y para rehuir aquella especie de maleficio, mordió
el brazo de Elia, cuyos labios helados y juntos, sin soltar a Caro, no
experimentaron la menor expresión de dolor. Finalmente, Ana sintió un golpe
impetuoso sobre su vientre como si una espada infinita la hubiese atravesado.
Se inclinó hacia atrás impulsada por la fuerza que imprimiera Elia a su
empujón. Y de pronto, toda la resistencia viva de aquel cuerpo, su rigidez
amenazante, se desvaneció en el vacío, convertido en un simple monigote que
hubiera conservado una increíble flexibilidad, una blandura inverosímil para
hallar tan sólo su desorden fatal cuando se estampara contra el suelo.