lunes, 17 de diciembre de 2012

La huelga del panettone - I -







 Autor: Tassilon-Stavros







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LA HUELGA DEL PANETTONE   - I -



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Los pobres
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 -¡¡Guidooo!! ¡¡Guidoooo!!

Malacozza Annunziata bajaba en un viejo biciclo heredado de su padre por la cuesta resbaladiza y embarrada que había dejado tras de sí la fría y lluviosa jornada. Llegaba del súper cargada con vituallas de primera necesidad en la cestilla trasera de la bicicleta y con dos bolsas que colgaban a izquierda y derecha del manillar. Traía la cara aterida, con un tinte amoratado, y se agarraba con fuerza al húmedo manubrio, conteniendo la respiración y tratando de superar la sensación de vértigo que le producía la bajada por el declive fangoso que conducía a una de las jocosamente llamadas case a schiera (casas adosadas), que se alzaban aisladas en medio del silencio y de la rural soledad en los hibernados campos próximos al bullanguero laberinto de calles medievales que formaba la capital del Piamonte, la histórica Torino. La proporción geométrica de la rústica barriada formaba en realidad una hinchazón de pobreza que contrastaba con el conglomerado multiforme y bullicioso de la gran ciudad de la "Sábana Santa" a la que, por su distancia y por hallarse enclavada en la zona industriale, parecía no pertenecer. No muy lejos, en la parte alta del declive, se hallaba la carretera comarcal que entraba en Torino por su lado más antiguo, la Venaria Reale, apartada así de las modernas autovías que la unían a Génova y Milán. Cercanas al barrio de clase media corrían también las vías ferroviarias que comunicaban la capital piamontesa tanto con Milán como con Roma al sur.


El grito de Annunziata, que se abría paso entre una tos perruna, parecía congelarse por el intenso frío. El cielo estaba completamente cubierto por un inmenso telón opresivo y negro, y una llovizna fina le azotaba el rostro como si el plomizo cielo vertiera sobre el mismo un carcaj inabarcable de diminutas y dañinas flechillas que se diseminaban entre la ventisca, atacando sin la menor consideración a la pobre ciclista. En la carretera comarcal, poco transitada, su pedaleo había constituido un auténtico tormento, ya que resultaba imposible defenderse del ataque invernal que la zarandeaba con el acoso de aquella ventisca helada. La atmósfera de la desapacible tarde no poseía en efecto más lenguaje que el de la expresión traidora y gélida de aquella lluvia deshilachada, que cortaba su cara como una cuchilla de afeitar. Una bufanda enorme intentaba proteger sus rubios cabellos algo hirsutos, que ahora impulsados por el húmedo viento de la carrera se parecían a las serpientes que adornaran la cabeza de Medusa. Un par de guantes con los dedos fuera trataban sin conseguirlo de abrigarle las manos heladas, y sobre los tejanos el apretado anorak le impedía maniobrar con comodidad la bicicleta, cuyas ruedas, cada vez más enfangadas, chocaban amenazantes contra los pedruscos del declive embarrado, y a punto estuvo de darse de bruces dos o tres veces.

-¡Mi madre! ¿A que me la pego?- jadeaba Annunziata entre toses, tratando de mantener el equilibrio con los ojos bien abiertos pese al azote de la llovizna- ¡¡Guidooooo!!... ¡Maldita suerte!... ¡¡Guidoooo, ¿pero dónde andas, so "atontao"?,... no ves que me voy a pegar un morrón de muerte. Y como yo me mate, ¡no sé de qué vamos a comer!

De la primera case a schiera, junto al declive, apareció un tipo estrafalario, bajito y desnutrido, feúcho y mal afeitado, de unos cincuenta años, cuñado de Annunziata, que embutido en un abrigo enorme con más inviernos que la historia del mundo, y por debajo del cual asomaban unas botas no menos desproporcionadas, trataba de sortear el terreno entre saltos. Se cubría la cabeza con una gorra militar, probablemente de la guerra de Abisinia, con pliegues caídos que le protegían la nuca del frío, y una bufanda que mantenía la montera sujeta al cráneo. Tras él aparecieron dos críos de unos siete y diez años, abrigados con grandes anoraks de colorines y viejas deportivas que se hundían en el barrizal.

-¡Annunziataaaa, que te vas a matar!- exclamó Guido

-¡Mamá, mamaaaa, que te la pegas!- sonaron también con voz alertadora las voces de los niños que corrían  hacia la cuesta detrás de su tío.

-¿Que me voy a matar?- se puso frenética Annunziata, tosiendo sin cesar- Pero, ¡serás chalado! Y encima me lo repites. ¡Quieres venir aquí de una vez y aguantar la bici antes de que me la pegue! Y agarra la cestilla y las bolsas, que se me va a caer todo. No ves que voy cargada como una burra. Y vosotros dos -a los niños- entrad en casa, que sólo me falta que cojáis una pulmonía.

-¡¡Annunziataaaa!!, ¿has conseguido algo?- dos o tres cabezas femeninas asomaron de pronto de algunas ventanas del resto de casas que formaban el barrio. Eran rostros a los que, como el de Annunziata, no se les podía medir su verdadera edad, porque la necesidad aumentaba en ellos una especie de vejez prematura, casi una simiente que parecía crecer día a día hacia un fin desesperanzador.

-¿Que si he conseguido? ¡Todo lo que me ha dado la gana! Y si me lo llegan a negar, ¡la armo!- afirmó con rapidez y decisión Annunziata- Me puse a gritar como una loca en el súper, y me han llenado la cestilla, ¡caugh, caugh! (tosiendo)... y dos bolsas. Todo caducado, pero con este frío lo único que caduca son las telarañas. Como decía mi Tulio, el hambre no sabe de fechas. Aquí traigo yogourts, leche, lentejas, garbanzos, zanahorias y cebollas, tocino, dos paquetes de zuppa di farro y fagioli, macarrones, spaghetti, y hasta dos pollos "congelaos" que nadie quería porque los mataron hace tres meses. Y mantequilla, harina, cacao, y hasta seis panettones de la fábrica.

-¿Seis panettones de los que hacemos nosotras?- rieron las mujeres.

-Están "pasaos", pero no hay más que tostarlos y mojarlos en la leche. Además (hizo un corte de mangas), así se joroba el comendatore Favareto, porque con la huelga nadie compra panettones. ¿Quién hizo la masa? Nosotras ¿no?, Pues nos los comemos como estén hasta que ese hijo de mala madre nos dé el aumento... ¡Caugh! ¡caugh! (tosiendo otra vez) Y vosotras ¿conseguisteis algo esta mañana?

-Un poco de todo, pero panettones ni uno.

-Yo tengo para todas- ofreció Annunziata.

-Pero ¿cuando coño se acabará esta huelga?- preguntó Guido mientras cargaba con la cestilla y las bolsas.

-¡Cuando el director se baje los pantalones!- replicó Annunziata con un sonoro gruñido- ¡Mi madre, qué frío! Venga, venga, que hay que meterse en casa- jaleó a su cuñado y a los niños.

Una vez dentro, se acercó a una vieja estufa de leña. Sus manos y partes traseras avanzaron hacia el calorcillo impulsadas por la decadencia térmica a que habían estado sometidas.

Ufa, qué gusto!... ¡Caugh, caugh!...¿Cómo andamos de leña?

-¿Qué?- inquirió Guido haciendo trompetilla con una de las orejas porque el hombre, para más inri, era algo sordo.

-¿Que cómo andamos de leña?

-Carleto y Pietro estuvieron por ahí rebuscando, y algo encontraron- indicó Guido.

-Nos cargamos una valla- rieron los críos.

-¿Tú qué quieres? ¿Matarme a los niños?- exclamó Annunziata dando un característico revoleo a sus manos que acompañó de dura mirada dirigida a su cuñado- ¡Carleto y Pietro que no salgan más! ¿me oyes? Y menos a romper vallas. Con la que tenemos liada, ¿qué queréis? ¿Que se nos eche encima toda la bofia de Torino? ¿No hay mierda de vaca por ahí?, pues tú, Guido,... ¿me estás oyendo o qué?- alzó de nuevo la voz Annunziata.

-Sí, sí- siguió su cuñado haciendo trompetilla con la oreja- ¿Qué quieres que haga?

-Que te eches el saco a la espalda y lo llenes con mierdas de vacas, que el campo estará lleno. Y con este frío estarán más duras que el carbón, y así queman mejor. Pero los niños que no se muevan de aquí- siguió con sus discrepancias Annunziata mientras se acercaba a una enorme cama donde dormía una niña de pocos años. Puso su mano en la frente de la criatura, y añadió: -Parece que nuestra Annunziatina tiene menos fiebre. Si le sube, llamáis a Silvana. Dadme un beso que yo me tengo que ir otra vez al piquete de la fábrica. Que vuestro tío os caliente leche con cacao, y os coméis un panettone.

-De la huelga del año pasado te libraste. Pero al final vas a conseguir que te metan en la cárcel de una vez- vaticinó su cuñado.

-Deja que me metan en la cárcel, ¡mejor para mí!- fingió despreocuparse Annunziata- Así haré vacaciones,... que nunca las he tenido. Y ayúdame a subir la cuesta con esta maldita bicicleta, que me duelen todos los huesos... ¡Maldita sea!, como me den el aumento, te juro que me compro una moto.

Al esfuerzo muscular para subir la cuesta se unió también Sandrino el tonto, una especie de fantoche con cara de murciélago (de hecho le apodaban "pipistrello"), que vestía unos pantalones enormes y una guerrera militar hecha jirones que parecía de la época fascista. Se envolvía también en un desastrado capote, se calzaba con unas enormes botas y se cubría con un absurdo sombrero emplumado, todo hallado Dios sabía donde. El pobre Sandrino vivía en un chamizo cercano, y solía pasearse por el barrio mendigando la caridad de sus habitantes. Su lenguaje, que se articulaba entre palabras ininteligibles, iba casi siempre acompañado de sonoras carcajadas.

-¡Caugh, caugh!, ya está aquí el tonto este- Carraspeó nerviosa Annunziatta mientras pipistrello se emperraba en empujar junto a Guido la bicicleta por la cuesta- ¡Cuidado, que me vais a matar entre los dos! Y el idiota, míralo, no para de reír.

Cuando Annunziata logró enfilar de nuevo la vieja carretera, Sandrino empezó una absurda carrera junto a la ciclista.

-Pero ¿qué haces, "atontao"? ¡Aparta, que no me dejas ver! -exclamó Annunziata, mientras Sandrino, entre risas babosas y carrerillas, la saludaba ahora al estilo militar- ¡Que te quites, ya, coño, y no me saludes más!

De pronto, frente a ella, apareció una furgoneta de la Fábrica "Panettone Mimo" que parecía dispuesta a embestirla. Annunziata intentó maniobrar la bicicleta y estornudó un par de veces estrepitosamente. El ataque de la furgoneta se acentuaba por segundos. El conductor de la misma, que parecía haber salido de una repentina pesadilla,  iba flechado hasta ella con plena satisfacción.

-¡Mi madre! Pero, ¿qué hace el bestia ese? ¡Me quiere atropellar!- no salía de su asombro Annunziata.

Fue una pausa dramática, tras el súbito protagonismo de la furgoneta. Annunziata lanzó un grito. Sus sospechas fueron fácilmente comprobables. El vehículo había logrado despedir bicicleta y conductora hacía la cuneta, desapareciendo mientras Annunziata rodaba por la hierba húmeda creyéndose ya medio muerta, y pipistrello, que había asistido al accidente, no cesaba de reír y saludar militarmente, como a un caído en combate, a la pobre víctima.

-¡Mi madre, qué culetazo!- gritó Annunziata, sin poder alzarse del suelo- ¡Mi brazo, creo que me he roto el brazo! El muy hijo de mala madre... ¡quería matarme! ¡Tengo los huesos hechos trizas! ¡Y tú -a Sandrino- deja de reírte, "atontao"! ¡Caugh, caugh!... ¡Llama a alguien,... que me muero... vuelve al barrio! ¡Socorrooo, socorrooo,... que la voy a palmar!... Pipistrello, a ver si te enteras, ¡no te he dicho que llames a alguien de una vez! ¡Maldita suerte, yo muriéndome y la única ayuda que tengo es la del idiota este!

Sandrino, sin renunciar a sus risas y saludos militares, corrió hacia el barrio. Sin embargo, los gritos de Annunziata no habían pasado desapercibidos. Poco después se vio en volandas, transportada por dos vecinos hasta una taberna próxima. Pipistrello cargaba con la bicicleta, y detrás de él se amontonó más gente, y hasta el párroco por si la cosa resultaba grave y era preciso conceder la extremaunción a la desdichada víctima.

-¿Adónde me lleváis? ¿Qué es eso, el hospital?- inquirió Annunziata- ¡Que no vengan mis hijos!

-No, mujer, la taberna. Tienes que tomar algo para que entres en calor- le aclaró uno de los acompañantes.

-¡Ah, bueno!- aceptó Annunziata- Debo de estar muy mal porque no veo nada. ¡Ay madre mía, cómo me duele todo!... ¿Y mi bicicleta?- añadió presurosamente, temiendo haberse quedado sin ella.

-La bicicleta está bien. La lleva pipistrello.

Al oír su apodo, empezó a reír y a saludar a todo el mundo.

-Cuidado con ése, que tiene la mano larga- objetó nerviosa Annunziata.

Una vez en el interior, tumbaron a la accidentada en un largo banquillo que se hallaba junto a la pared.

-¡No, aquí no! Que todavía no me he muerto- se opuso Annunziata- Allí, en la silla. ¡Ahh, caugh, caugh! -tosió- me duelen todas las costillas, y el brazo derecho,... lo tengo roto, estoy segura. -se abrió el anorak como pudo y empezó a sacar de debajo del mismo un montón de papeles de periódico.

-Pero, ¿qué llevas ahí, todos los periódicos de Torino?- preguntó uno, entre las risas de los demás.

-¡A ver!, ¿qué quieres? Es lo único que la abriga a una contra este maldito frío- aclaró Annunziata- ¡Tonino! -al camarero-, ponme una grappa, a ver si me entono.

-Cuidado, que la vas a pillar- advirtió con voz angelical el cura.

-Está acostumbrada- replicó sonriente Tonino- La conozco bien. El día de su primera comunión entre ella y su abuela se bebieron más de veintidós chatos.

Annunziata, embocándose el vaso de grappa, empezó con su clásico revoleo de mano (esta vez la izquierda, porque la derecha no la podía mover) y exclamó:

-En cuanto a esos cabrones, ¡millones, millones me tendrán que pagar!... ¿Habéis avisado a Guido?

-No, mujer. Guido no se ha enterado de nada, y tus hijos tampoco.

-Mejor.

Tras el anuncio del suceso, había acudido a la taberna un carabiniere para oír la explicación de la accidentada.

-Pero, ¿vamos a ver?- inquirió- ¿Has reconocido el vehículo que te ha embestido?

-¡Claro que lo he reconocido!- admitió ufana Annunziata- Era la furgoneta de la levadura. La de la fábrica de panettones. ¡Quería atropellarme aquel criminal... quería acabar conmigo!

-¿Estás segura de lo que dices? ¿No te estarás confundiendo?

Ufa, con el carabiniere! - exclamó Annunziata- ¡No, yo no me confundo! ¿Y sabéis por qué? Porque soy yo, ¿me oís todos?, yo misma quien descarga todas las mañanas esa furgoneta que parece un tanque, y conozco muy bien al chófer. Un lameculos al que llaman el Binladen porque explotó una botella de butano cuando lo echaron de su casa y derrumbó medio edificio.

-¿Y no fue a la cárcel?

-¿A la cárcel, ése? ¡Y un cuerno! El comendatore Favareto, que es un mafioso, se encargó de que no lo trincaran, y encima -alzándose de la silla y parodiando gestos de servilismo: "gracias, gracias, querido comendatore"- nos lo instaló en la fábrica para que nos espiara a todas, y de camino hacerle los trabajitos fáciles al jefazo. Lo que ya os he dicho, un criminal en toda regla,... bueno, mejor dicho, ¡dos!, si añadimos al comendatore. ¡Y ese, ese y no otro es el hijo de mala madre que ha tratado de matarme esta tarde!

-Pero, ¿tú cómo puedes estar segura? ¿Le has visto la cara?

-No, la cara no, pero lo que es la furgoneta...

-¿No tendrá este Binladen alguno motivo de venganza contra ti? ¿De celos?

-¿De celos? ¡Qué celos ni qué mierda!... Y os digo más. Ha sido el comendatore Favareto, el dueño de la fábrica. ¡Él es el que ha dado la orden de atropellarme.

-¿El comendatore Favareto?

-Sí, ese gordinflas con cara de cerdo, que ya intentó meterme en la cárcel durante la huelga del invierno pasado. Antes de la huelga me hizo la pelota. Me llamó a su despacho y me dijo: "Bambina mía, bonita, si eres buena y nos ponemos de acuerdo, te hago jefa de sección" ¡Y un cuerno! -corte de mangas de Annunziata- ¡Ay, madre mía, mi brazo, que ya no me acordaba!

-Y como en lugar de eso, tú has seguido organizando huelgas, él ha intentado...

-Sí, sí, porque como lo he mandado a la mierda más de una vez, ha sido él quien ha ordenado al Binladen que me aplastara debajo de las ruedas de su tanque.

-Pero, a ver, signora Malacozza, ¿tiene usted algún testigo del hecho?- se impacientaba ya el carabiniere.
 
-Si, lo tengo- movió Annunziata la cabeza con un ademán desesperanzado, indicando a Pipistrello- ¡Ése! Pero es un pobre idiota que no sabe ni hablar- Pipistrello seguía babeando, riendo y saludando- ¿Lo veis?

Tonino, sirviéndole otra grappa, exclamó:

-Pero, vamos a ver Annunziata, si estás tan segura, ¿por qué no lo denuncias?

-¿Por qué?- repitió la víctima tras embucharse el licor y apoyarse en el mostrador- Porque el comendatore, el muy cerdo, tiene una banda de seis abogados tan gordos como él, y que sólo con mirarlos te dan diarrea. Y yo, ¿yo qué soy? ¡Caugh, caugh! Una pobre viuda con bronquitis, que vive en una casucha de barrio, con tres hijos que mantener- Annunziata patentizó su "tres" con los dedos en alto- ¡tres, sí, tres hijos!, y un cuñado medio tonto a mi cargo, y aún llevo los zapatos de mi marido que murió el año pasado en la cantera bajo un pedrusco- Annunziata agachó la cabeza con el revoloteo furibundo de sus dedos y observó que no llevaba puestos los zapatos- ¡Eh, qué ha pasado aquí! ¿Y mis zapatos? ¿Dónde están mis zapatos? ¡Que aparezcan ahora mismo mis zapatos!

El cura, un tanto achantado, se acercó a Annunziata con un envoltorio de papeles de periódico entre las manos, y confesó:.

-No sabía que fueran tuyos, hija mía, y me he dicho: hagamos un poco de beneficencia.

-¿Beneficencia?- tomó el envoltorio con toda rapidez Annunziata- ¡Ya salió la iglesia! ¿No os basta con la "Sábana Santa", a la que ya le sacáis sus buenos euros?...Venga ya, don sotana, no voy yo a andar descalza porque vosotros tengáis las manos largas.

-Lo siento, hija.

Annunziata se sentó de nuevo, tratando de ajustarse los fangosos zapatones heredados de su marido.

-¡Madre mía, caugh, caugh, cómo me duele el brazo! Se me va a gangrenar, ya veréis. Tonino ponme otra grappa que ya te pagaré lo que te debo cuando acabe la huelga.