sábado, 3 de diciembre de 2016

Lucio Cornelio Sila: el siniestro encanto de la dictadura -IV Parte-






Autor: Tassilon-Stavros









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LUCIO CORNELIO SILA: 

 

 

EL SINIESTRO ENCANTO 

 

 

DE LA DICTADURA  -IV PARTE-

 

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A las conciencias humanas les cuesta muy poco integrarse a la manufactura de la sangre, y no me estoy refiriendo a la fabricación del chorizo, ni de la morcilla o del salchichón, sino al incesante ir y venir en ese trajín belicista que, por mor del malhadado pero siempre ambicionado Poder, disfruta oreando las tripas del prójimo en cuanto se alía con la eterna amiga la guerra. No hace falta, pues, retrotraerse a la edificante lógica filosófica de la gran Grecia, que estudió a fondo el pelaje de los bípedos habitantes de este planeta, para seguir asegurando que los hombres, durante los siglos que andan coleando por el mismo [séase la Tierra], además de formar el más gigantesco subgrupo peludo, menos idílico y sin principios que pueda uno [de la misma especie] imaginarse, son, además, unos auténticos animalejos a los que siempre les ha gustado la sangre más que a las sanguijuelas. Y por más que la consuman nunca alcanzan el hartazgo, convirtiéndose así en los más conspicuos comensales de la muerte. Y por eso no les ha  importado pasarse, durante miles de años, haciendo el bestia y exclamando [para encandilar la heroica "gandinga" patriotera -"sense of shame", como diría the british people  o "vergüenza torera" el españolito pueblo -y por aquello de que la marcha del progreso es irrefrenable-] chorradas del tipo: "¡Vivan los héroes, inventores de las artes más inhóspitas, y si hay que pringar, se pringa, porque así lo exige el oficio de la responsabilidad patria!" Total que si la historia del mundo suele ser tan emocionante como aseguran los historiadores, es porque los habitantes de este maravilloso planeta siempre han estado locos de remate,... locos, ¡vamos!, y sin remisión por lo que todavía andamos viendo en pleno siglo XXI.

Y quizás sea por eso mismo por lo que más de un listillo, iluminado por los misticismos religiosos de los que tanto han abundado en los siglos pretéritos, no han dejado de tratar de convencernos de que nada es como nos lo han contado, incluidas las teorías darwinianas sobre la evolución del simio. Y es que, como es bien sabido, las visiones contemplativas, ya sean cristianas, islámicas o budistas, siempre han ido por libres, con inclinaciones y tendencias de buen corazón pero no exentas de egoísmos, y por eso no hay quien las entienda. Y ¡ay de aquél que quiera volverlas del revés!

Pongamos por ejemplo a San Agustín, obispo de Hipona [ciudad de la Numidia Africana], que parecía no percatarse demasiado de que los invasores bárbaros andaban por toda Europa y el Norte de África comiéndose el mundo por los pies y sin dejar títere con cabeza. Él, como resignado místico, y mucho antes de ser elevado a los altares, iba también por libre en sus concepciones sobre la temeraria y sanguinaria naturaleza humana y el mundo físico habitado por los salvajes homínidos. Y es que para San Agustín "el hombre no era más que un alma racional inmortal creado conforme a un confuso plan divino, el cual, por muy fiero que fuese, se servía, como instrumento, de un cuerpo material y afortunadamente mortal" Y es probable que fuese por este razonamiento anímico por lo que cuando languidecía moribundo de arteriosclerosis, de hemorroides y de inquietud ante los inenarrables problemas doctrinales del cristianismo que lo atormentaban, allá por el 430 D.C, no considerase como irreparablemente terrorífico que los vándalos de Genserico asediasen Hipona, despanzurrando a sus habitantes. Y cuentan las crónicas [que él mismo nos legó] que, convencido como estaba de que las cosas del mundo y los actos de los hombres no tenían la menor importancia [un sofista habría dicho "el menor arreglo posible"], la única preocupación que le inquietaba en aquellos cruciales momentos de tanta escabechina vandálica era si la mujer conservaría en el cielo el sexo que tenía en la tierra, o qué ocurriría el día del Juicio Final con los bípedos devorados por caníbales. "¡Caray con el santo!, ¿no?... ¡Hombre!, si se es un poco soñador y se va con buenas intenciones... Pues a mí estos místicos soñadores, que quiere que le diga, siempre me han parecido un poco besugos"

Andando el tiempo también la ya mencionada [el en capítulo I]  doña Transfiguración Cepeda Sagrario, [aquella dicharacha vendedora que se las sabía todas porque vendía de todo en su puesto del Rastro madrileño: desde viejos sostenes de fililí, gran éxito de ventas y probablemente empeñados por alguna matrona venida a menos de sus pompas y vanidades, -y eso antes de que se hubiesen inventado los wonderbras, con cuya pignoración, a no dudarlo, doña Transfiguración se habría puesto las botas-, bragas de puntilla y calzoncillos blancos -cuya procedencia variaría poco de los ya aludidos sostenes-, de jarreteras a peinetas, o papel higiénico de El Elefante y hasta loción anticaída de pelo para calvos] era de las que también arrimaba su maña criticona a la degenerada raza humana, y aunque nunca se viera enriquecida por una inspiración tan profunda como para legarnos un tejeringo relamido y pedantemente filosófico del tipo "el mundo desde que es mundo, y pese a tener usos muy diversos, no es que fuera, ni antes ni ahora, bueno o malo, sino más bien tirando a regular", sí usaba de otras precisiones más acordes con su entorno porque era ella muy ferroviaria [sin haber salido en su vida de Madrid], y no dejaba de resoplar y pitarle a sus tumultuarios compañeros del Rastro "que sí, que es una vergüenza todo lo que ha pasado con su dichosa historia [la del mundo], y, por supuesto, todo lo que sigue pasando hoy en día. Y es que con tanta falta de "prencipios" en este humano matadero, no hay dios que haya conocido ni un mínimo tiempo decente"...

¡Bueno, tampoco conviene exagerar las cosas de este mundo, porque doña Transfiguración siempre se dio buena maña para vivir, y no venía demasiado a cuento que le gustara tanto enlutarnos a todos. Lo que le pasaba a la doña es que con tanto tratar a mangantes y desaprensivos en el Rastro, se le llenaron los sesos de ideas disolventes... ¿Disolventes?... Sí , hombre, sí,  eso de considerar a la raza humana como a una panda de lisiados, cuando a fin de cuentas era la que le daba de comer con sus compras en el puesto del Rastro.

¡¡Basta!!, y no maree usted más la perdiz, hombre, que ya vendó bastante al mundo y a sus habitantes el reputado cordobés, don Lucio Anneo Séneca, con sus Tratados Morales: que si de la Divina Providencia por aquí, que si de la Vida Bienaventurada por acá, que si de la Constancia del Sabio por allá, y que si de la Brevedad de la vida, de la Consolación y de la Pobreza [que él nunca practicó] por acullá... A veces valdría la pena formar parte de ese club de futboleros y taurinos acérrimos para ponerle una lavativa a la Historia con mayúscula, y que sus diarreas, séanse las inclemencias, desmanes, cachondeos abruptos, amargos y crueles de los hombres, siempre tan desagradecidos y belicosos, se fueran por el retrete de la indiferencia y del olvido, sin que mereciera la pena preocuparse de los rosarios de la aurora que han venido montando desde que este mundo es mundo... ¡Quite, quite! ¡Vade retro! ¿Pero qué ensalzamiento de la ignorancia es ese que me está usted soltando,... por Dios?... ¡No, si yo no digo nada,... si a mí la historia me gusta, pero ya con los Diálogos de Séneca me doy por satisfecho, y ese meritorio esmero que usted emplea para convertir la edificante historia de los hombres en una corrida de toros... ¿Edificante? ¡Vamos, no me haga usted reír! Además a mí las corridas de toros no me gustan... A mí tampoco... ¿Y el mus?... Mire, lo que yo estoy viendo es que nos estamos dejando atrapar por un diálogo de besugos, que es más traidor que un estreñimiento crónico y nos va a dejar las neuronas como un erial. ¿Acabó usted ya de contarnos el histórico recorrido temerario y eudemónico -como lo llamaba Séneca en su diálogo sexto "De Otio"- del Sila ese...?  Pues, no, todavía no... Pues, mire, como también dijo Séneca en su "Vita Brevis": "No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho"... Pero, oiga, ¡qué perra ha cogido usted con Séneca!... Porque también yo quiero demostrarle mi buena educación cultural y mi espíritu tolerante... ¡Ah, bueno, pues me alegro!... ¿Y qué? ¿Sigue o no sigue?... ¡Sí, sí!, como guste... 

... Habíamos quedado en que Lucio Cornelio Sila había sido una provocación constante entre el paisanaje aristocrático y senatorial de Roma. Y que después de haber ejercido como juerguista impenitente entre la depravación del puterío morcillón y de los pletóricos maleantes que habían convertido el famoso barrio de la Suburra en su más conspicua guarida, finalmente, acabó por desentenderse del evidente peligro social que suponían tales amistades, prevaleció el buen sentido de nuevo en él, y se casó en cuartas nupcias con la aristócrata Cecilia Metela, quizás no por amor sino por conveniencia. Y así favorecido por el distinguido himeneo, consiguió confirmarse en el mando militar con el título de procónsul, -antes, tentando la ira de los dioses en los que no creía y pasando del dolor de tripas que iba a organizar en el Senado, que lo odiaba- organizó un ejército que condujo sobre Roma, donde su más acérrimo opositor Cayo Mario, con el corazón podrido y apolillado por la envidia, había improvisado otra milicia para enfrentarse a Sila [según aseguraba Mario, para libertar y dignificar al pueblo romano de la indigna tortuosidad que aquejaba al disoluto, chaquetero y cantamañanas Cornelio [que en el 88 ya había accedido al puesto de cónsul al margen de la Constitución y sin haber seguido el exigible cursus honorum regular], y ahora se había hecho con el mando del ejército que vivaqueaba en Nola, contando con el mecenazgo de su suegro Metelo el Dálmata, pontífice máximo y príncipe, esto es, presidente del Senado. Cayo Mario y su servil tribuno Sulpicio Rufo, que había tratado por todos los medios de invalidar el nombramiento de Sila, se alzaron a la desesperada al uso suicida que crean las pelusas, vulgo envidias, muy poco recomendables porque nunca resultan ni triunfantes ni eficaces ni reverenciables, ya que ciegan de tal forma que ni siquiera se aplican en considerar la posibilidad de la muerte violenta.

Mario y Sulpicio Rufo, como era de esperar, disfrutaron poco de las emociones del guirigay bélico que habían montado, utilizando a famosos gladiadores de Roma contra las cohortes de Lucio Cornelio Sila. El rigor histórico, con toda precisión y fidelidad, nos habla siempre de que todos estos sacrificaderos sangrientos casi nunca merecen la pena, y menos cuando, ya sea por un bando o por otro, se ven acompañados de jactancias y de nuevas ilusiones patrioteras movidas, como se ha repetido ya hasta la saciedad, por la envidia. Y sucedió lo que tenía que suceder cuando el más listo de los tres, que era Sila, empeñó como vulgarmente se dice hasta las orejas en tratar de hacer puré [consiguiéndolo merced a sus seis bien pertrechadas legiones de Nola] a sus enemigos.


Cayo Mario, ya como aristócrata venido a menos, fue derrotado por completo. Pese a todo consiguió huir de la carnicería [y nadie sabe cómo pudo lograrlo, corrido a zurriagazos como andaba] que él mismo había armado en Roma y refugiarse en una pequeña isla situada al frente de la antigua Cartago, en el norte de África. Sulpicio Rufo fue atrapado [como ya se explicó en el capítulo anterior] a treinta kilómetros al sur de Roma. Asesinado por uno de sus esclavos, fue decapitado y su cabeza acabó expuesta en la rostra. No obstante, las represalias por parte de Sila no fueron excesivas. Bien asegurada su supervivencia gracias a los treinta y cinco mil soldados que tenía acampados en el Foro, se arrogó definitivamente el título de procónsul, y dejó al mando de los despachos de la patria al aristócrata Cneo Octavio y al plebeyo Cornelio Cinna, tras permitir su elección como cónsules. Luego se dio buena prisa en embarcarse con todo su ejército dispuesto a invadir Grecia, y someter a los atenienses que se habían aliado con Mitrídates VI Eupator del Ponto.

Pero las cosas de palacio [lo diría algún patricio a punto de ser degollado] no se arreglan jamás. ¿Para qué?, si luego todo ha de volver a repetirse, y casi siempre para empeorarlo más. Y por eso mismo la mejor forma de que la ira sarnosa del odio se ponga en funcionamiento de nuevo entre los áureos títeres que se hallan al cuidado de las fuerzas vivas que genera el Poder es que se quite de en medio el casual restaurador [en el caso que nos ocupa Lucio Cornelio Sila]. Restauradores que parecen conceder un respiro de paz y dar un poco de crédito a la patria a fin de que ésta siga tirando, aunque sea para liarla parda casi de inmediato, degollinas vienen y degollinas van. Y así nos cuentan los anales que aún no habían sido avistadas las costas de Grecia por las naves de Sila, cuando Cneo Octavio y Cornelio Cinna ya habían empezado con sus polvaredas levantiscas a marear la perdiz del Poder y a arrearse candela dando lugar a nuevas revueltas tumultuarias en la Caput Mundi, donde, como es sabido, su mitológico origen, que se remontaba al 753, se debía también a un fratricidio entre Rómulo y Remo. Y quizás por ello mismo la vida siempre había andado en ella [y seguía] a la greña con las muertes más feroces. Cneo Octavio y Cornelio Cinna, entre estacazos a la ley y al orden, habían entrado ya en liza. Unos [los de Octavio] como conservadores u optimates, y otros [los de Cinna] como demócratas o populares. Consecuencia: ¡zas y zas para el otro mundo populacho romano! Y otra vez el resurgir de la guerra social y servil de dos años atrás, que, como era de cajón, desembocaría en una nueva e implacable contienda civil. Y sobre las estrechas callejuelas, en algún que otro jardincillo [de los pocos que habían] o plazoletas romanas volvió a correr la sangre a raudales como si de una inmensa y fina seda de la púrpura de Tiro se tratase. Más de diez mil cadáveres quedaron escarmentados de tanta calamidad política sobre el empedrado romano. Cneo Octavio resultó vencedor tras sacudir sus guadañazos sobre los defensores de Cornelio Cinna, quien logró huir a Nola. Y desde allí envió un correo urgente a Cayo Mario para que regresase de África y se uniera a él. Luego, valiéndose de sobornos [merced al dinero que había logrado salvar de la escabechina de Roma] reclutó a cuantos soldados pudo y habitantes de la Italia del sur que habían estado a las órdenes del pretor Apio Claudio, defensor entusiasta [para más inri] de Lucio Cornelio Sila.

Hay pseudo héroes tercos como mulas, y que no se detienen en barras ni reparan en gastos [si cuentan con peculio suficiente para ello, aunque se lo hayan blanqueado al fisco], a fin de continuar demostrando que tienen arrestos suficientes para no cejar en sus tendencias bélicas porque [algún sofista lo diría] no tienen ganas ni tiempo para pararse a pensar si no serían más felices dejando de una vez de dar la pelma a los pueblos con los actos funestos que acarrean las guerras, por lo general, siempre inútiles, y en vez de seguir cargando con años de murga bélica, concederle a sus vidas [muy cortas, por lo general] un sentido más deportivo, simpaticote y fraternal que les permitiera seguir vivitos y coleando unos años más, ligados únicamente a otros apremios como pueden ser los de la buena o mala salud. Pero estos Romanos, como antes los Sumerios, los Egipcios, los Persas o los Griegos [y todos los inciviles detentadores de algún feudo envenenados por el Poder que con su espontáneo fluir encharcarían de sangre los siglos por venir], todavía hoy  nos lo seguimos preguntando, ¿por qué tendrían tanta prisa en irse para el otro mundo?

¡Qué pena de civilizaciones! ¡Qué idiosincrasias más desavenidas, que probablemente ya venían disueltas en el plasma sanguíneo! Por tal motivo, y pese a los contratiempos, con este tipo de lunáticos fantasiosos como Cornelio Cinna resultaba inútil discutir, pese a que su vida andaba ya más deshecha que una lombriz en formol. No obstante, al tiempo que el derrotado cónsul aguardaba el regreso de África del levantisco envidioso que seguía siendo Cayo Mario, [cayo perpetuo y de muy malas ideas], empezó también a recorrer una provincia italiana tras otra para incitarlas a la sublevación. Y como si de un certificado de medio defunción se tratase, le echó a su situación cuanto teatro pudo presentándose por los pueblos con una toga raída de pordiosero, con las caligae, vulgo sandalias, agujereadas por los pedruscos de las destartaladas vías romanas, la barba crecida y enmarañada, y en especial mostrando bien a la vista de cuantos le contemplaban las cicatrices de sus heridas. El taimado y teatral Cinna, ya se dijo, tenía todavía algunos [bueno, más bien bastantes] cuartos ahorrados, y sería absurdo no suponer que gracias a los mismos, y no a su aspecto repulsivo de hediondo corre caminos, [habida cuenta que la parroquia que habitaba por aquellos tiempos la vieja Italia no era muy dada a sentimentalismos frente a las agonías del prójimo], el  falsamente desharrapado Cornelio logró reunir un nuevo ejército de seis mil hombres, en su mayoría esclavos a los que liberó, y que se dejaron encandilar como marmotas por los cuartos del vengativo y ambicioso cónsul que no aceptaba la derrota infligida por Cneo Octavio. Y una vez reunido este considerable y variopinto ejército, se dirigió a marchas forzadas sobre Roma, donde Octavio, para su desgracia, se había quedado ya sin defensas. Mientras tanto, Cayo Mario desembarcaba a escondidas en Italia, y aguardaba en la capital la llegada de Cinna.

Y con toda la habilidad que caracterizase a estos capitostes romanos,  como Mario, que jamás se había resignado a que lo tomaran por el tonto canoso que frisaba ya la edad del chocheo [ciclos de envejecimiento que, según habían afirmado algunos filósofos griegos, se empezaban a consumar a partir de los sesenta y pico largos], Cayo Mario, ahora junto a su incondicional Cornelio, como antes lo fuera Sulpicio Rufo, debió volver a lanzar a los cuatro vientos algún grito del tenor de [se supone] "¡Vivan las inhospitas artes de la guerra!" o ¡"Vivan los puercos traidores abiertos en canal"! Y con toda esta nueva juerga bélica, volvió Roma a revivir sus experiencias a lo matadero de cochinos, convirtiéndose otra vez en un desmadre de sangre.

En efecto, fue una matanza en toda regla. Y cuentan los cronicones que a Cneo Octavio no le dio ni la tos perruna del nerviosismo, porque ante la que se le echaba encima, ya sin ejército, no valía la pena amargarse, y era mejor tener ya la garganta lo más equilibrada posible para recibir la degollina. Y así, ¡como si nada!, tan sosegado, aguardó la muerte sentado en su sillón de cónsul.


En la nueva escabechina no hubieron concesiones al perdón, ni gaitas. Las cabezas más conspicuas, o sea las de los senadores, fueron izadas en picas y paseadas por las callejuelas de empedrados otra vez ensangrentados.

Pero Cayo Mario vivió allí su última hazaña guerrera al unirse al ejército de esclavos de Cinna, porque murió poco después, se dice, aunque resulte dudoso, que atrapado por el horror de aquella hecatombe. Lo cierto es que antes de formar parte de la refriega y de caer bajo la guadaña de la muerte ya andaba roído por el alcohol. Además, la edad lo había debilitado totalmente para la guerra, aunque no dejó por eso de deambular entre tanto crimen como un perro rabioso que ladrara a la luna mientras su luz agónica le arrastraba a su propio crematorio. Las llamas que lo consumían seguían siendo las de sus rencores, las de sus complejos de inferioridad y las de sus defraudadas ambiciones; aquellas que habían marcado, ya desde mucho antes en sus enfrentamientos con Lucio Cornelio Sila, el naipe de su muerte. Triste fin para aquella mano fuerte de la patria romana, que antes de sumirla en los horrores de una nueva guerra civil, tantas veces la había socorrido.

Cornelio Cinna presidió un tribunal revolucionario que, al igual que a los senadores, condenó a la pena capital a millares de patricios. El mismo tribunal se arrogó el poder de declarar desposeído del mando al ausente Cornelio Sila, declarado desde entonces hostis rei publicae (enemigo del Estado). Sila, recién desembarcado en Grecia, había recibido la noticia de su destitución y de la matanza llevada a cabo por sus enemigos en Roma sin haber tenido tiempo de enfrentarse a los atenienses ni a Mitrídates del Ponto. Cuantas propiedades poseyera fueron confiscadas y todos sus amigos y seguidores pasados a cuchillo. Tan sólo se salvó su esposa, Cecilia Metela, que pudo comprar los servicios de una nave, zarpar desde el gran puerto de Ostia rumbo a Grecia, y reunirse allí con su marido. A las bestias medio mansas, medio fieras como Cornelio Cinna, que aún soñaba con conquistar el mundo que le rodeaba [muy pequeño por aquel entonces] suele durarles poco la alegría, porque siempre se quedan entre Pinto y Valdemoro.

Con todo y ello, Cinna inauguró su nuevo consulado como si de un lobo hambriento se tratase, y basándolo en la más abyecta de las atrocidades y del pánico. Reinado de terror que continuó implacable durante un año, y de cuyos efectos más productivos se aprovecharon buitres y perros que devoraban por las callejuelas romanas los cadáveres de los inocentes habitantes a los que, por capricho del rico victorioso, se les había negado la sepultura. En los esclavos liberados y comprados por Cinna, y que formaron aquel nuevo ejército invasor de Roma, la victoria produjo efectos muy semejantes a la peor de las borracheras, porque se entregaron con inhumano denuedo, después de haber sembrado tanta mortandad, a saquear, incendiar y robar todos y cada uno de los rincones de la Caput Mundi. No obstante, Cornelio Cinna, que andaba ya definitivamente escaso de la caridad del agradecido y con el sistema nervioso [imaginamos] bastante revolucionado por tanto magnicidio trasquilador de los enemigos de su nueva Roma, y quizás, temiéndose que con tanta rapiña por parte de los esclavos contratados para organizar tamaña carnicería en la capital, no iba a quedar la menor simiente renovadora de una posible paz, formó un destacamento de nuevos soldados, esta vez galos, y aisló y rodeó a los esclavos saqueadores, degollándolos a todos.

Cornelio Cinna, pese a su proceder engañoso, vengativo y sangriento, fue el primer romano que para disfrazar un nuevo restablecimiento del orden en Roma se valió de tropas extranjeras. Y allí se mantuvo como nuevo dictador, viendo pasar los muertos como quien se quita las liendres de la pelambrera, pero no muy seguro, tras haberse hecho con el Poder, de haber escarmentado con tantas calamidades a su sufrida patria, porque Lucio Cornelio Sila, amenazadoramente afincado en Grecia era [como bien sabía Cinna] hueso difícil de roer. Y conociendo su talante de poco aguante, estaba seguro que no se iba a dejar arrastrar hasta el otro mundo antes de demostrarle al nuevo dictator que ya se estaba preparando para exclamar algo parecido a "¡Antes prefiero ser pata de burra [porque no ceja nunca] que rocín engalando de cuádriga circense!" [Habría que esperar al futuro y cristiano Medioevo para que el dicho adquiriera su auténtica categoría popular, que así habría de rezar: "Antes prefiero excomunión de Papa que bendición de pata de burra" Pero lo mismo da.] Con el cesarismo del triunfal Cornelio se inició lo que las fuentes denominaron Cinnae dominatio o Cinnanum Tempus, un período de tres años (87-84 A. C.). Pero decidido como estaba a no dejar que su nuevo cargo de dictador absoluto, después de la hecatombe que había perpetrado para alcanzarlo, pudiera acabar desmenuzado por la llegada inesperada de Lucio Cornelio Sila desde la  histórica Hélade, eligió para que ocupase el puesto del desaparecido Cayo Mario a Lucio Valerio Flaco, cónsul colega suplente, militar famoso, avaricioso y cruel; y lo envió con doce mil hombres a Grecia con la esperanza de que acabara definitivamente con Sila, y de paso sometiera también al invasor oriental Mitrídates VI Eupator del Ponto.