Autor: Tassilon-Stavros
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LUCIO CORNELIO SILA:
EL SINIESTRO ENCANTO
DE LA DICTADURA -II PARTE-
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Cronicón Político-Romano
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Hay un Salmo latino por ahí que reza "Homo cum honore esset, non intellexit; comparatus es iumentis insipientibus, et similis factus est illis" ("El hombre, una vez investido de honor, no entendió; [y por no entender] equiparado fue a las ignorantes bestias de carga, que nada saben"). Y dicen que fue Job [se supone que en arameo] quien soltó aquello de "Vir duplex animo, inconstans est in omnibus viis suis" ("El hombre con doblez es inconstante en todas sus acciones"). Y Platón ya sentenció otro género de sabiduría imaginativa pero no menos maligna que abunda mucho en el hombre cuando escribió [en griego, claro]: "Scientiam quae et remota a justitia, calliditas potius quam sapientia est apellanda" ("Las cosas que el hombre hace con embustes y engaños, fuera de lo que dicta la razón y la justicia, no es sabiduría, sino astucia")...
"¡Pues mira qué bien! Como empiece usted el último rollo cronista con esa inútil crueldad amuermante de floreada dicharachería latina, y no se centre en mayores precisiones sobre el cronicón del Sila ese, prefiero que me cuente usted la sublevación de Espartacus, porque los latinajos a muchos nos saben a inclinaciones imperiales y no todos podemos presumir de talentudos y experimentados en la dialéctica"... "Hombre, no se me moleste usted por querer darle al color histórico algo de sentido metafórico a base de latines, porque su utilidad, aunque no lo crea, es evidente. También hay que concederle a la historia cierta franquía, y al arrancar a algunos de sus personajes del alcanfor de los siglos, el latín, aplicado con humildad y recato, en fin que se usa también para desahogarse muy elegantemente. Claro que si usted o cualquier otro posible lector se nos va mosquear, lo dejamos y va que arde"...
Cronicón Político-Romano
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Hay un Salmo latino por ahí que reza "Homo cum honore esset, non intellexit; comparatus es iumentis insipientibus, et similis factus est illis" ("El hombre, una vez investido de honor, no entendió; [y por no entender] equiparado fue a las ignorantes bestias de carga, que nada saben"). Y dicen que fue Job [se supone que en arameo] quien soltó aquello de "Vir duplex animo, inconstans est in omnibus viis suis" ("El hombre con doblez es inconstante en todas sus acciones"). Y Platón ya sentenció otro género de sabiduría imaginativa pero no menos maligna que abunda mucho en el hombre cuando escribió [en griego, claro]: "Scientiam quae et remota a justitia, calliditas potius quam sapientia est apellanda" ("Las cosas que el hombre hace con embustes y engaños, fuera de lo que dicta la razón y la justicia, no es sabiduría, sino astucia")...
"¡Pues mira qué bien! Como empiece usted el último rollo cronista con esa inútil crueldad amuermante de floreada dicharachería latina, y no se centre en mayores precisiones sobre el cronicón del Sila ese, prefiero que me cuente usted la sublevación de Espartacus, porque los latinajos a muchos nos saben a inclinaciones imperiales y no todos podemos presumir de talentudos y experimentados en la dialéctica"... "Hombre, no se me moleste usted por querer darle al color histórico algo de sentido metafórico a base de latines, porque su utilidad, aunque no lo crea, es evidente. También hay que concederle a la historia cierta franquía, y al arrancar a algunos de sus personajes del alcanfor de los siglos, el latín, aplicado con humildad y recato, en fin que se usa también para desahogarse muy elegantemente. Claro que si usted o cualquier otro posible lector se nos va mosquear, lo dejamos y va que arde"...


Aquella matanza indiscriminada de ancianos, mujeres y niños romanos en Anatolia como es de cajón provocó la ira de la Caput Mundi, y dio lugar a la que se conoció como Primera Guerra Mitridática entre el 88 y el 84 a.C. Lucio Cornelio Sila resultó vencedor en este enfrentamiento con Mitrídates, y tras lograr expulsarlo de allí, volvió a la Patria con un botín descomunal y energías tan renovadas como para llegar "al siglo" ya sin mayores agobios. Y como el gran héroe ataviado y engalanado de laureles -además de rellenar sus arcas particulares de buenos sestercios, como ya se indicó-, que había logrado sacudir de nuevo estopa por doquier, se sintió ahora capacitado, con todo el derecho que le concedía su nueva victoria (después de sus pasados años engolfado en la crápula "suburriana"), de mirar de reojo y como a traición a todo aquel que no se tomara sus nuevas condecoraciones con la seriedad que requería tan gran triunfo.

La verdad es que tal obsequio, salvo a Mario, a nadie importó lo más mínimo. Pero como la envidia tiene el vicio de andar muy metida en las carnes, Mario no iba a dejar así como así que el nuevo destino en Roma de Cornelio Sila anduviese otorgando tantas concesiones a un honor que, ya desde la captura y muerte de Yugurta, y por ser el comandante de Sila, pertenecía, según su criterio de superioridad, exclusivamente a él. No obstante, el orgullo herido de Mario, por lo pronto, no tenía más remedio que armarse de paciencia [porque habría resultado demasiado humillante, pese a su mala uva, andarse lamentando con semejantes soplapolleces para dar pábulo a las murmuraciones de la plebe y del triturador graderío senatorial], a la espera de poder asestar su golpe de gracia al usurpador de los honores militares que, tal como conjeturaba Mario, tan sólo a él correspondían.


Con dicha boda Lucio Cornelio Sila corría así un tupido velo sobre la peor etapa de su pasado, y enderezaba el espinazo -valga la expresión- equilibrando otra vez su suerte por medio de tan poderosa familia, al tiempo que esta nueva -se supone- felicidad doméstica ponía bajo sus "victor caligas", vulgo "sandalias vencedoras", impensables pilares aristocráticos, que habían favorecido, ya antes del prefijado himeneo, el codiciado mando que le pudiera conceder la victoria contra Mitrídates en Asia Menor.
A Sulpicio le había asaltado al parecer una flamante inspiración revitalizadora y crematísticamente no menos "reconfortante" (Rufo, aunque pertenecía a la aristocracia, se hallaba casi en la ruina, y Mario ya le había prestado, y le seguía prestando, una gran ayuda financiera tras haber contribuido apasionadamente a que el resentido comandante se hiciera con el caudillaje de las legiones durante las pasadas Guerras Mitridáticas), cuando se propuso convencer a la Asamblea Romana, entre inflamados dengues de gazmoñería trágica si no se le prestaba la debida atención, que las mejores vitaminas para que la "grandeur" de la "Caput Mundi" no decayese, era transferir todas las investiduras de mando al reputado Cayo Mario, [quien por haber cumplido ya la friolera de setenta años, era el de la carne más amojamada, aunque se mantuviera implacable en su odio hacia Sila, no se bajara de su rancia y avejentada "burrería" -ustedes perdonen el palabro-, y no dejara de solicitar nuevos puestos, cargos y honores de los que se sentía plenamente merecedor], y que lo más urgente era devolver al lodo "suburriano" al indigno crápula que había sido Lucio Cornelio Sila [aunque ahora capeara sus malos tiempos celebrando su nuevo y aristocrático himeneo con la bien proporcionada, -en todas las lides-, Caecilia Metella, a la que, según aseguraba Sila, mujeriego contumaz, llevaba amando en silencio la mar de años; y por cuyo amor, a fin de conseguir el ansiado divorcio, no había dudado en cubrir con los regalos más costosos que imaginarse pudiera un romano a su ex cónyuge, la caprichosa Cloelia, que era de tendencias gastadoras y siempre había andando presumiendo por toda Roma de usar los trajes más caros y lujosos durante el tiempo que duró el áureo cachondeo de sus amoríos matrimoniales con el escurridizo seductor Cornelio, incluso en su etapa más rijosa de adúltero incorregible]
La Roma de impenitentes tendencias guerreras -no había ya por qué dudarlo-, iba de pronto a presenciar otra gigantesca manta de tortas, esta vez al alimón entre Cornelio Sila y el vejete Cayo Mario. Así lo auspiciaba el no menos fondón tribuno Publio Sulpicio Rufo, sanguijuela acomodaticia de Mario, que, con total falta de recato, se había dado el lote, ante el Senado, de sacudir guadañazos a diestro y siniestro, con su lengua viperina, contra las recientes ínfulas principescas de Sila, a quien, tras casarse con Caecilia Metella, parecía haberle llegado la hora, en cuanto al porvenir se refería, de mirar al populus romanus por encima del hombro [pese a que muchas de las diatribas que el radical Sulpicio Rufo, con cierta ira de activista sarnoso, anduvo soltando contra él no tuvieran nada de exageradas -tratándose como se trataban de verdades como puños que habían monopolizado su anterior vida privada entre la más baja de las condiciones morales-, y por ello mismo [conociendo la inquina que el combativo Rufo profesaba a Cornelio] nos imaginamos el serial con que anduvo repartiendo su estopa verborréica ante los senadores, y hasta nos atreveríamos a aventurar que podría haber acabado alguna de sus invectivas, rebosantes de mantenido heroísmo patrio, con un eslogan del tenor de: "Lucio Cornelio Sila no es merecedor de la menor recompensa ni de rehacerse ante nuestros atónitos ojos en la más mínima de las virginidades políticas".
A Lucio Cornelio Sila toda aquella tramoya ofensiva, ahora que todo le iba a pedir de boca, debió producirle cierta hilaridad (bueno, ¡quién sabe!, risa de la que todos imaginamos, no; sería, en todo caso una risa siniestra), porque nunca fue hombre de esos que todo lo ven trágico y negro y sin salida posible, sino de los que siempre hallaba tiempo de hacer un alto en cualquier tasca de Roma, y celebrar sus inclinaciones juerguistas sin que nunca se le borraran las ideas vengativas con que, tarde o temprano, acabaría ajustando cuentas a las distinguidas élites que se iban turnando para que su hoy como su ayer tuvieran el peor de los arreglos, y que, al menor descuido, no le respetaran ni las últimas voluntades.
Y como su más encarnizado enemigo, Cayo Mario, al igual que todos los pitecántropos de hace dos mil años y más, no tenía la menor posibilidad de leer el porvenir [ése que hoy, transcurridos los veinte siglos y más, ¡pobres homínidos autómatas de las nuevas tecnologías!, creen saberse a pies juntillas dándose caña con sus zambullidas en webs internáuticas y manejando sus artilugios whatsApperos], sencillamente, porque para ellos no había más porvenir científico que el de convertir en polvo lo antes posible a todo átomo viviente, olvidó [es probable que el Alzheimer -pese a que ningún romano supiese lo que era- ya anduviese haciendo mella en él] lo sangrienta que era la atrasada ciencia romana en todo lo que se refiriese a pagar culpas. Y así se cavó su propia tumba por no haber querido aprender [o, como ya hemos dicho, por olvidar] la lección de que a ciertas edades es mejor no acogerse a compañías de las que, por mucho que engorden y envejezcan, se empeñan en seguir corrompiendo la sociedad con el culto al héroe, tras imaginar que aún conservan aquella fuerza moral de jovialidad bélica, aunque ahora anduviera surcada de cicatrices, dado que nada poseen ya de aquel vislumbre que una vez diera prestigio a la más insolente de las mocedades.
Otros, como Cicerón, [que, dada su juventud, todavía no había entrado en quintas político-patrióticas ni expuesto sus famosas cartas a Cornelio Nepote «acerca de las inclinaciones de los líderes, los vicios de los comandantes y las revoluciones estatales»] habrían llegado a la conclusión de que Cayo Mario había perdido ya toda su relación vivencial con el medio en que vivía, y que si se hallaba ya al borde del abismo para pegarse el último batacazo de su vida era porque también se había empecinado en olvidar aquello de que "los que se revuelcan una y otra vez en el cieno de la intriga, haciendo uso de la oratoria más insolente, lo único que hacen es prepararse para que le retuerzan el pescuezo" -remedo de cierta frase que, al parecer, se atribuye al expansivo simbolista Verlaine-
La resistencia resultó un fracaso total. De nuevo la vida marchaba a golpes de armamento bélico. Y para Cayo Mario, después de haberse pasado su existencia recitando frases sonoras y discursos aflautados por las ínfulas de la grandilocuencia, le había llegado la hora de comprender que la vida muchas veces no pasa de ser un doloroso sueño del que a veces se puede huir y a veces no. Pero como también la casualidad juega su baza caprichosa en los aconteceres más negros, se dispuso a seguir mareando la perdiz contra Sila tras lanzarse a una huida desesperada junto a Sulpicio Rufo. Perseguidos por los hombres de Sila, Rufo fue capturado a treinta kilómetros al sur de Roma y ejecutado sin demasiada filigrana, teniendo en cuenta que no se trató de una ejecución al uso, sino de un asesinato en toda regla perpetrado por un esclavo suyo. La cabeza decapitada de Sulpicio fue expuesta en la "rostra" [en la antigua Roma tribuna del Foro que servía de púlpito desde el que los magistrados y oradores arengaban al pueblo] por orden de Sila, quien no tardó en recompensar al esclavo que dio muerte a tan insufrible amo, libertándole primero, y condenándole a muerte después a cambio de haber traicionado a Sulpicio sin el menor miramiento. Mario en cambio logró abrirse paso hasta la costa, se embarcó rumbo a África, y se atrincheró en el refugio que le ofrecía una pequeña isla situada frente a la costa cartaginesa.
Las represalias en las que incurrió Lucio Cornelio Sila después de esta primera restauración del orden en Roma no han sido refrendadas con demasiada certeza en las crónicas, así que pasamos por ellas un poco de puntillas porque para los historiadores, todavía a día de hoy, resultan un tanto inciertas. Lo que si está claro es que en el Foro acamparon treinta y cinco mil hombres fieles a los dictados de Sila [el trance debió de ser de infartos por doquier], y éste pregonó a grito pelado que, a partir de aquel glorioso día, tras haber acabado con las intrigas de Cayo Mario y de Sulpicio Rufo [aunque con la fuga de Mario su venganza no hubiese quedado culminada por completo] todo nuevo "Proyecto de Ley" que fuese presentado en la Asamblea de Gobierno sería refrendado previo consenso del Senado, y que, además, los votos en los comicios se acogerían de nuevo a la Constitución Serviana [Derecho antiguo, desde la fundación de Roma, hasta el siglo primero a. de C. -753 hasta el 100 a. de C.-] dividiendo otra vez el pueblo votante en centurias. [Hay que tragar saliva y ponerse en la órbita político-fantasiosa romana para entenderlo, ¿no?... Pues, sí, señor..., más bien sí. Pero lo mismo da...]
Y después de dejar así bastante apañadas las fuerzas vivas de la nueva Roma ya en su poder, Cornelio Sila se hizo confirmar el mando militar supremo con el título de procónsul. E inmediatamente, creyendo que por lo pronto la burricie bélica quedaba aplacada con su oportuna intervención militar en la Caput Mundi, permitió la elección por parte del Senado de dos cónsules para que los mismos pudieran sancionar todo trámite que salvaguardara los asuntos de la Patria: el aristócrata Cneo Octavio Rufo [¡otro Rufo!] y el plebeyo Lucio Cornelio Cinna (que subrepticiamente intrigaba para conseguir la amnistía de los exiliados como Cayo Mario). Y con su nuevo halo de heroicidad Lucio Cornelio Sila acarreó su legión de treinta y cinco mil experimentados combatientes hacia la nueva empresa que se traía entre manos: la invasión de Grecia [dado que Atenas se había aliado con Mitrídates del Ponto, que venía desde Asia con un ejército cinco veces mayor que el romano]... ¡Y allí nuevo jolgorio y aquí todos contentos!