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miércoles, 17 de junio de 2009

¡Allí fue Troya!



 
 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros


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¡ALLÍ FUE TROYA!

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-¡Pues, mamá, que éramos pocos y parió la abuela!- Saltó con su incandescencia la voz descompuesta de Manoli ante el simún abrasador que, de puertas para dentro, embistió su enturbiado ánimo.

Y es que la llegada al piso de Lola, la novia de su hermano Juan, unos ocho años mayor que ella, acrecentaba ahora los agobios impuestos por un espacio vital ya suficientemente saturado. Y por ello no hay más remedio que ser justos y enfocar el asunto con todo el carisma de una auténtica tragedia, que lo era, pues no estaban los tiempos como para más "pan y peces". Y, en consecuencia, no es de extrañar que tanto a la madre como a la hija les hubiera dado de verdad el sopitipando ante el premio gordo que ahora les caía encima.


Luisa, la siempre sufrida madre de Manoli y Juan, dadas las exigencias filiales de este último (y por muy manifiestos que se pintasen los agravantes de la más insostenible de las situaciones), no tuvo más remedio que doblar la cerviz, tragarse los morretes de anciana, y acoger, pese a las quejas de su hija, en lo exiguo de su jardincito de muy trabajado sosiego, el retortijón que, en forma de amorosa berza, le aparecía de golpe en el sembrado. Y nada, que aparte de venir a comérsele lo mejor del huerto, dispuesta estaba a exigir de ella, por si fuera poco y después de toda una vida de abnegación y privaciones, algún que otro sacrificio más. Todo muy aliñado, además, con cuatro santidades empachosas de las que hieden a sartén martirizadora, y cuyas primicias suelen basarse en el tan traído y llevado dramón popular de: "Para eso están las madres", a fin de poder ser noblemente servida (pese a que su pobre hija menor, Manoli, viuda para más inri, le rechinaran los dientes) como refrito de víctima propiciatoria en aquel nuevo potaje de miserias, puesto a punto esta vez, para "gourmets" de segunda fila, por el cachondo y entrometido Eros.

De la problemática de vivienda, aunque sea meterse un poco en camisa de once varas, teniendo en cuenta que era una especie de tabuco de unos treinta metros cuadrados más o menos, lo único que viene a cuento recalcar es que, sin lugar a dudas, debieron vérselas y deseárselas para poder rebullirse los cuatro en tan reducido perímetro. Y en cuanto al grado de ignición a que llegó la convivencia con Lola, chispas hubo más de una, y siempre por los motivos de rigor.

Entrar lo que se dice entrar con buen pie, no entró, eso es cierto. Además de que ya venía misis Lola bien preparadita con su trabuquillo en bandolera. Trabuquillo cargado de agresividad y con aires del Moncayo, que no en vano era ella digna hija de Aragón y jotera por más señas. Y es que, respirándose como se respiraba en la casa un ambiente de "mucha, pero que mucha decencia" (digo yo que sería por tal razón), su, vamos a llamarle, delicada situación de "cónyuge en cierne", cohabitando con novio, futura suegra y cuñada antes del sacrosanto himeneo, ... pues eso, que no resultaba muy digerible del todo. Y como fuera que nuestra flamante Lola, con tanto alfilerillo zahiriendo el medio, no se esforzase en absoluto, ni cuando entró ni durante los primeros tiempos, en limar un poco su quisquillosa y mosqueante posición frente a la candente susceptibilidad "decentísima" de Manoli, no tiene por qué extrañarnos la fría acogida que ésta le dispensara en un principio y con que la mantuvo un tanto a raya más de lo que se hubiera podido prever.

Lola y su coleo entre el género humano en calidad de novia de Juan, al igual que la Adah bíblica del Caín, cuyo origen, desde que el mundo es mundo, preocupara siempre a los intelectos comadreros, aderezó pucheros de misterio y conjeturas entre madre e hija, desconocedoras de su existencia hasta aquel mismo instante en que apareció por el piso. Había estado sirviendo desde que viniera del pueblo. Y hete aquí que Juanito, sin contar con su madre y su hermana (costurera de oficio, que era quien en realidad mantenía a todos, pues el muy cantamañanas de Juan era un perenne tarambana sin trabajo), la sacó de servir, se la trajo a casa y se la endilgó a las dos. Esa era toda la historia, y lo demás (desbarró Juanito al ser fiscalizado) "fisgoneo puro y meter cuchara en guiso ajeno" Y como, al parecer, de lo que se trataba era de que los hados de la fortuna "propiciaran" la gran aventura matrimonial (muy desdibujada ante la inestabilidad laboral ofrecida de continuo por el novio), allí se quedo Lola, en espera del, llamémosle, ansiado momento, tan tranquila y reservada, aprovechando la bicoca de manutención que, antes de hora, le ofrecía su futuro esposo (contando con los cuatro chavos que del gobierno recibía su madre y el cose que te cose de Manoli), repantigada, y un poco "aquí-me-las-den-todas, que-yo-ya-he-dejado-de servir" (¡"dolce far niente"!), y sin que, por lo visto, le quitara demasiado el sueño el negro montaje con que habían tenido que apechugar la infatigable hermana del novio y la agotada madre que se acomodó en todo momento, con bilis o sin bilis, ¡vayan ustedes a saber!, a las exigencias planteadas por el hijo de sus entrañas.

Claro que para regurgitar bilis, ya estaba Manoli, que se la tenía jurada al muy pomposo y fantasmón de su hermano por cierta tunantada que le había jugado unos meses antes, y que, por supuesto, no le había perdonado (y dudo mucho que, conociéndola, le perdonara jamás, pues era ella hembra de temple sublime y rebufes vindicativos bastante precisos y equitativos). Juan había aparecido un día con una enorme caja de cartón llena a rebosar con los cuerpecitos desnudos de unas cincuenta o sesenta muñecas, remedos humanos fabricados en goma, y propuso a su hermana la confección de un adecuado vestuario para embellecerlas, con lo que, aparte lo poco complicado de la faena ofrecida, podría, a instancias suyas, porque él tenía mucha mano en la entidad fabricadora de las mismas, proporcionarles una buena remuneración. Que no era por nada, pero aquella tarea no se la brindaban a cualquiera. Y la tontaina de su hermana (dados los agobios crematísticos en que se hallaban cada dos por tres) aceptó.

Conseguidas las cuatro telitas necesarias (que pagaron madre e hija), Manoli se enzarzó con toda presteza en la esperanzada labor remuneradora; y con toda la meticulosidad que siempre la caracterizara, vestidito va y vestidito viene, cosiendo como una loca, pedaleando igualito que una locomotora humana en aquella Singer inglesa que adquiriera de recién casada (gracias fueran dadas a los muchos sacrificios de su fallecido marido), eterna compañera de noches en blanco y de habilidades costuriles bastante mal retribuidas por lo general, en dos semanas, y casi, como digo, sin tomarse un respiro, puso de punta en blanco a todas las pobres peponitas desnudas, y con tanto primor que daba gozo verlas de tan hermosotas ahora y tan engalanaditas, listas para salir a la luz en cualquier escaparate de juguetería.

¡Ay!, pero el asunto del cobro, por desgracia, fue ya otro cantar. Juan, más satisfecho que un bajá con su harén, y después de haberles prometido el "oro y el moro" a su madre y a su hermana, desapareció tal como había aparecido con la preciada carga de monigotas, bien que, ahora, adecentadas y hermoseadas con todo el fililí del mundo. Adónde fueron a parar o qué demonios hizo con ellas es algo que las dos pobres mujeres no llegaron a averiguar nunca. Como nunca llegaron a saber tampoco los beneficios que la labor de Manoli pudo reportarle al muy culo de mal asiento de su hermano, porque, tan cierto como que sale el sol todos los días, que aquélla, después de batute costuril que se pegó, no vio ni una peseta recompensadora.

-¡Menudo golfo! ¡Así le caiga encima...!- Farfulló Manoli más de una vez, encendida ante la estafa de que la había hecho objeto su hermano.


-Hija, por Dios...!- Se exclamaba su madre.
 
-¡Que sí, mamá, que es un golfo y un perrángano! Después de las horas de sueño que me ha robado, y encima habiendo pagado nosotras los retales... ¡En Carabanchel tendría que estar durmiendo ése ya de por vida, el muy...! En mala hora se me ocurrió fiarme de él, porque, conociéndolo como lo conocemos, ya nos lo teníamos que haber olido. Y es que con este granuja, que en mala hora pariste,... ¡vaya que no!... ¡Que no acabaremos de aprender nunca!

El muy vivalavirgen de Juan, manteniendo la más cínica de las posturas, prometió repetidamente a su hermana que le pagaría el trabajo (cuando él, con toda seguridad, ya se habría zampado hasta el último tejeringo: "¡Así se le hubiera atragantado al muy soplagaitas"!, se dijo para su capote más de una vez la sufrida Manoli), pero, retomando la cuestión del afloje de la mosca, la fábrica estaba resultando, a pesar de su insistencia, un tanto morosa en cuanto a proceder a remunerar la mercancía entregada. Que, a fin de cuentas, también él tenía sus intereses en aquel asunto. Y, al cabo de una de las últimas trifulcas, llegando ya al colmo de la desfachatez, aún tuvo el bandujo de proponerle a su hermana la confección de otro vestuario para próximas monigotas.

-¡Sí, hombre, encima!- Exclamó frenética Manoli, mirando a su madre- ¿Pero es que este hijo tuyo no ha conocido nunca la vergüenza?... ¡Me tienes ya muy harta!, ¿sabes, guapo? Y, a partir de ahora, como no te mantenga mamá, lo que es yo no te voy a dar ni un mal mendrugo, ¡so haragán!... ¡Cantamañanas!, que sólo has venido a este mundo para chulearnos a las dos. Pero, te lo aseguro, conmigo esta vez has dado en hueso.

En cuanto a Lola, hay que reconocer que era un poco burra, y a Juan, por la noche, mientras cenaban las cuatro patatas fritas y un huevo que les ponía por delante su madre, le gustaba encocorarla:

-¡Pueblerina, que eres una pueblerina!- Se guaseaba mosqueando a su futura- Si el día que tiraste de la cadena de tu primer "wáter" casi te mueres del susto.- Y mirando a su madre y a su hermana, a las que tanta chunga les apetecía más bien poco, se tronchaba- Si allí en tu pueblo campáis todos por el monte, sueltos como el ganado, y tiene uno que ir mirando al suelo, como en un campo de minas, porque, a la que te descuidas, ¡zas!, te pegas el corte.

-¿Y tú qué sabes de mi tierra?- Inquiría de morros la avasallada Lola- ¿Acaso has estado allí alguna vez, so burro?- Y su deje mañico se hacía de lo más patente.


-¡Venga ya! ¡Que sois todos un atajo de bestias!- Volvía a las andadas Juan- Que si no fuera porque arreáis para Madrid...

-¡Mira, majo, a mí no me hables más!- Se enfurecía Lola- ¡Que mañana mismo cojo el portante!

Se iluminaba el rostro de Manoli por un instante.

-¡Tú que vas a coger!- Seguía riéndose Juan.


Y, claro, no lo cogía (el portante). Madre y hermana, al cabo, no concebían que semejante pareja pudiera alguna vez llegar a contraer matrimonio. Manoli estaba ya, por aquellos días, que se subía por las paredes, porque mucho enojarse por la noche, mucho hacer el numerito, mucho pasarse las horas muertas en el lavabo (que ésta era otra), pero de arrimar el hombro en cuestiones de limpieza diaria del piso ¡nanay!


Siendo, pues, muy notorio el tupé con que Lola, felizmente, campaba por sus respetos entre las angosturas tribales del dichoso piso, Manoli, ahuecados sus plumones, ¡faltaría más!, acabó, desesperada ya, por poner los puntos sobre las íes a la conducta y actuación de la (para su novio) bien hallada Lola. Y de que la "mademoiselle", a desgana, con retortijones en el estómago, con bilis, y con todo lo que ustedes quieran añadir, no tuvo más remedio que pasar por el tubo, doy buena fe. Así que, por narices, su mundillo de invitada con privilegios y de prometida de las de "aquí me las den todas", se fue, como tenía que suceder tarde o temprano, al carajo. ¡Toma ya!

Con todo y ello, como Lola también era de las que no hacían ascos a su época, y la influencia (tan arraigada ya entre el "populus" femenino) de los radiofónicos seriales calienta-caletres fructificaba naturalmente en los ya consustanciales y consuetudinarios (¡qué "paralelada", "mon Dieu"!) estados anímicos de las radioescuchas, entre las que, forofa como todas y por no desmerecer, se encontraba asimismo misis Lola,... pues, digo yo, que sintiéndose un poco heroína de novelón-río, vilipendiada por cuatro incomprensiones de turno, y también por aquello del gustirrinín que proporciona el sentirse víctima tontorrona de lo que sea, ideó (que es a lo que íbamos), para resarcirse, cual mala del cotarro, la venganza que más a gusto le vino; y que, por supuesto, artimaña ramplona, resultó muy acorde con las mentalidades fregatrices del momento. Aunque, ¡vamos!, la verdad fue que el premeditado desquite le salió dolorosamente rana, porque Manoli, que era a quien iba destinado, dio en hacer una "de populo barbaro" como réplica a tan directa provocación.

... Se paseaba Manoli aquella mañana por el pequeño comedor. Y en su constante ir y venir se reflejaba bien a las claras los síntomas de una profunda agitación. Su madre, no menos alterada, no le quitaba la vista de encima.

-Vamos, hija.- Rogó la señora Luisa- No te pongas así.
 
-¡Que no, mamá! ¡Que no aguanto más!- Repuso Manoli encrespada- ¡Voy a esperarla! No pienso moverme de aquí hasta que me aclare qué jueguecito es el que se trae amontonándonos toda la basura que barre y no friega debajo de las mesas y de las sillas! Pero ¿tú has visto cómo está el comedor? Llevo tres días aguantándome, ¡pero a mí con apaños de puerca, no! ¡A ver qué se ha creído ésa! ¡La muy... pingo! Y si hay que despabilarla, la despabilo. ¡Vamos!, que de hoy no pasa. Se va a acabar ya de una vez por todas este cachondeo.

-Que no se da cuenta, hija.- Sonó conciliadora de nuevo la voz compungida de la señora Luisa.

-Pues yo voy a hacer que se dé cuenta.- Repuso Manoli, cuya irritación iba "in crescendo"- Que yo estoy todo el día pegada a la máquina de coser, y tú, con tu edad, no tienes ni por qué darle a la escoba ni por qué agacharte con la bayeta, que ya has fregado bastante en esta vida. Y si ésa no sabe limpiar, ¡yo voy a enseñarla! Que ni tú ni yo nos dejamos rincones cuando le damos a la escoba y al agua. ¡Tiene ésa muy mala leche, ... y yo sé muy bien de quién se le ha pegado! Mi hermanito, ¡el caradura de tu hijo!, tiene..., si no toda, mucha culpa de esto, pero conmigo han dado en hueso los dos. Y si esa pedazo de pingo se cree que no sé yo por dónde va, ¡está fresca! ¡Se ponga tu Juanito como se ponga!... Mira, a lo mejor hasta tenemos suerte, y conseguimos que por fin cojan el portante los dos de una puñetera vez.

-¡Ay, hija, por Dios, no digas eso! ¿Dónde podrían irse a vivir los pobrecillos, estando tu hermano sin trabajo?

-¡Mamá, por favor! ¡Menuda novedad!


-¿Es que no te dan pena?

-¡Qué pena ni pena!- Se deshizo en aspavientos Manoli- Que se busquen una chabola a las afueras de Madrid, o que los recojan en Leganés, que allí siempre hay sitio.

Serían, a todo esto, las diez, diez y media de la mañana. Y Lola parecía no dar señales de vida, encerrada como estaba en la minúscula habitación que compartía con su novio. Y aún tardó lo suyo en hacer acto de presencia. Tuvo que olerse, y, naturalmente, captar la "onda pesquera de gran marejada" que aguardándola estaba en el comedor. De dónde sacaría el valor preciso para enfrentarse al careo vindicatorio que la estaba esperando fuera, no lo sabemos. Es muy probable que la achuchara la imperiosa necesidad de hacer aguas menores y el no avenirse -¡más le hubiera valido!- a recurrir a los ocasionales servicios del muy prudente dompedro, vulgo orinal. Por fin, en un supremo acto de valentonada "a la maña", la puerta de la alcoba se abrió cansinamente, sin que bisagra alguna dijera este chirridito es mío, y la figura de Lola, en chancletas y con un horrible batón floreado, algo despeinada y ojerosa, aunque más tiesa que un poste de luz y con todas las trazas (forzada interpretación) de quien acabase de llegar de las tierras de Babia, apareció entre las jambas, portando entre sus manos un neceser que apoyaba contra el pecho. Saludó con un apenas audible "buenos días", y se vio muy predispuesta a cruzar el Rubicón y entrar triunfalmente en el retrete, donde (mera suposición) poder engalanarse con los cuatro o cinco perendengues de lo que ella pudiera juzgar su victoria.

Como era de esperar, se interpuso Manoli, cortándole así el paso hacia el retrete.

-¿Se puede saber adónde vas tú?- Le espetó encendida su futura cuñada.
-Al "wáter".- Repuso la otra, haciendo acopio de toda la serenidad posible, bien que, interiormente, el estómago debiera andarle de lo más encogido, presintiendo la tempestad que se avecinaba.- ¿Te importa?- Se atrevió a añadir todavía Lola, consciente o no, "chi lo sa"?, de que su primera zancada condenatoria ya estaba dada.

-¡Claro que me importa! ¡Mira tú!- Exclamó muy bizantina Manoli- Pero te has equivocado, guapa.

-¿Ah, si?...
 
-¡¡Sí!!, porque no vas a ir al "wáter", sino derecha al lavadero a coger la escoba, el cubo y la bayeta, y te vas a poner a fregar como una loca todo el piso ahora mismo, y a dejárnoslo a mi madre y a mí como los chorros del oro. Y si no sabes barrer y fregar, ya estoy yo aquí para enseñarte. ¿Qué te parece la idea, rica?- Acabó con rostro airado, los brazos en jarra, Manoli.

La señora Luisa las observaba espantada, sin atreverse a intervenir, mientras Lola permanecía callada, tensa y arrogante, como cualquier heroína barata que se preciase, aunque luciendo bien a las claras el ornato traicionero de la más palmaria indecisión en cuanto a qué cartas jugar en aquella encerrona de repelo inminente.


-¿Qué?...- Se impacientaba Manoli, echando lumbre por los ojos.
 
-Pues, mira, maña.- Se disparó muy frescachona Lola, contra toda suposición- Si tantas ganas tienes de buscarme las cosquillas, entérate de que no pienso volver a barrer ni a fregar este asqueroso piso. Ya se lo dije a tu hermano. Que yo no tengo por qué quitarle mierda a los demás si no me apetece. ¡Tanta jota ya!

-¡Mierda la tendrás tú y el guarro de mi hermano debajo de vuestra cama!- Exclamó fuera de sí Manoli- Y a ti y al otro bien os gusta que os la limpien,... aunque sea la pobre de mi madre, que ya no puede ni con su alma, la que os friegue el cuartucho.

-Entérate de que yo nunca le he pedido a nadie que me limpie nada.- Se fue por los cerros de Úbeda Lola.

-¡No, si no hace falta que lo jures! Bien sabemos mi madre y yo la clase de puerca que tú eres... ¡Y anda que mi hermano, va listo también!

-¡A mí no me insultes!- Se puso como un pimiento morrón la aragonesa- Y si te quieres meter con tu hermano, !a mí plim!... Y ahora haz el favor de dejarme pasar.

-¡Ni lo pienses, rica!- Gesticuló muy hitleriana Manoli- Ya te he dicho lo que vas a hacer. Así que, tómatelo como te dé la gana, ¡pero hoy tú me limpias el piso de arriba abajo!

-¡Otra!... ¿No me digas, maña?- Puso cara de chunga la aragonesa- ¡Ay qué risa, tía Felisa!- Se carcajeó a continuación. Al fin y al cabo, ya puestos, que más daba. Recibir iba a recibir de todas maneras.

Manoli apuró la última cucharada de su perol de bilis:


-¡¡Ah!!, ¿pero te vas a reír, encima, so pendón?- Rugió colérica, perdiendo ya los estribos.

A todo ello, fracción de segundo al canto, se había quitado uno de los zapatos (que afortunadamente para Lola eran de tacón bajo), y tras sostenerlo con furia, cegada, como digo, por la turbulencia incontenible de su burlada reivindicación doméstica, exclamó furibunda:

-¡¡Mal cólico te dé!!
 
Y lanzando al aire la ya super abultada gaita de todos sus resoplidos, añadió con tremebunda inflexión Manoli:

-Pues, mira, joyita de mi hermano, ¡so chula!, si tantas ganas de reír tienes, ¡¡¡toma risa!!!
 
Y tras hacer gala del más escalofriante tino que imaginarse puedan en cuanto a "valorizaciones distanciadoras" de una testa a la otra, le arreó en la ídem, con todo su salero madrileño, un zapatazo de padre y muy señor mío a la novia de su hermano.

-Hija, por Dios!- Saltó la madre, intentando detenerle el brazo a su hija.
 
-¡Déjame, mamá!- Bramó Manoli, con el rostro demudado- ¡Que ésta nos friega el piso o la mato a zapatazos! ¡Que ya estoy muy harta del cachondeo que se trae con nosotras! ¡La muy señoritinga!

Lola, como es sencillo suponer, atrapada y medio lela, degustaba todavía la pompa ornamental de titilantes estrellitas y entrañables ¡pío píos! con que la apañaran los resultados de tan tremenda embestida (que ya fuera milagro el haber aguantado aquel primer asalto sin rodar por los suelos cuán larga era). No obstante, reaccionó en unos segundos, y sin decir esta boca es mía, intentó retroceder en busca del salvaguardador refugio de su habitación.


-¡No, tú no te vas!- La agarró Manoli, impidiéndole así su retirada hacia la protectora alcoba.

-¡Suéltame!- Trató de desasirse violentamente Lola, y el neceser que llevaba entre las manos acabó por tomar tierra con un sonoro ¡pataplaf! que habló de botellitas rotas- ¡Suéltame de una vez, que de ésta te vas a acordar!- Amenazó la zapateada víctima.

-¡La que se va a acordar eres tú!... ¿Nos vas a fregar el piso, sí o no?- Y tras la interpelación, enarbolaba Manoli el "juramentado" zapato.


-¡¡Que me sueltes ya, maña!! ¡Que ni tú ni nadie me va a obligar a mí a hacer lo que de allí no me sale... ay qué jota!

-¡Pues toma y toma jota si eso es lo que tanto te gusta!- Volvió a las andadas Manoli, zapatazo va y zapatazo viene.

Luego, fuera ya de sí, asida como la tenía, intentó obligarla a que se arrodillara, con intención, digo yo, de que, por lo menos, fregara las baldosas con la lengua que ya la tenía medio fuera de tanto jadear.

-¡Hija, no le pegues más, por Dios!- Se desgañitaba la señora Luisa- ¡Que la vas a matar!

-¡Nos lo va a fregar! ¡Nos lo va a fregar!- Repetía Manoli como un disco rayado, el bofe saliéndosele por la boca.

Un par o tres de veces, recabando el auspicio de sus últimos bemoles (¡¡Ah!! ¡¡Oh!), trató Lola de detener el mazo ejecutor que recabara su vindicativo tributo, bellacamente promovido, eso sí, por la desidia fregatriz del reo. ¡Tarumba debía estar ya la pobre Lola con tanto zapatazo! Pero el torvo fuego, fustigador de semejante berrinche justiciero, abrasaba con tan fiera pompa el arma agresora y a su campeona, que no hubo garra virulenta y contraria (la de Lola) capaz de holgarse en pelambrera ajena, ni brava uñarada convenientemente propinada con que empatar y dar fin al curso enfebrecido de aquel romancesco y pérfido sainete doméstico contundentemente dirigido por Manoli.


Lola apenas rezongaba ya, pues, con toda seguridad, andaría devanándose los sesos (magulladísimos ya tras aquella somanta de zapatazos) de tanto discurrir la manera de zafarse de las garras de su agresora. Y ni que decir tiene que el resquicio posibilitador de su escapatoria le vino al pelo tras la oportuna intervención de su futura suegra. Todo fue notar que la atenazadora mano de Manoli debilitaba el potencial ejercido sobre su brazo, y verla desaparecer en un decir ¡ay!, intervalo propulsionador de un liberador tirón, al amparo de su habitación, que se cuidó de cerrar con la misma prontitud que había presidido su huida.

Juan, una vez enterado de la ridícula trapatiesta organizada por la tozudez de ambas mujeres, se estuvo riendo toda la noche. La pareja, dos semanas después, para contento de Manoli y disgusto de su bondadosa madre, terminó haciendo mutis por el foro. Juan y Lola (que sabe Dios cómo irían tirando), emulando una frase de don Victor Hugo, tuvieron al parecer un final trágico: ¡acabaron casándose!
 
 


La noche de Hefestion




Autor: Tassilon-Stavros





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LA NOCHE DE HEFESTION


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(Basado en un hecho real)
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Faltaban cuatro días para Navidad. Se habían citado en una céntrica cafetería. Cuando sentían deseos de verse, Miguel prefería su piso. Y por ello Sergio no alcanzaba a comprender tan extraña reacción por parte de su compañero. Enumeró sus encuentros. Quedó sorprendido cuando su amigo, de forma discreta, aunque probablemente agitado ahora por un extraño impulso de esparcimiento, malgastaba el codiciado deleite de aquellas visitas que estimulaban sus ansiedades, citándole en un lugar público. Fingió no darle importancia, pero, desconcertado, demoró su aparición en la cafetería. En aquel remolino por el que peregrinaban, era siempre Sergio quien anticipaba el abrazo. A imitación de su alegría, buscaba siempre la de Miguel. La sola idea de su hastío le atormentaba de continuo.

Sintió un nudo en la garganta cuando penetró en el caldeado establecimiento, que se hallaba atestado. Mil imágenes, entre conversaciones y confidencias progresivas, se arrastraban por el animado ámbito de la moderna cafetería. Era aquel un pequeño mundo polícromo, una coraza a los azares de la monotonía. Y entre aquella vigorosa confusión de ademanes, a través del regocijo liberador de la palabra y de la carcajada, unos olvidaban sus señas, otros las recobraban. La tenue y helada llovizna que concedía sus matices relucientes, su porción agónica, o su bella alegoría titilante a los sentimentalismos escurridizos del frío espacio invernal, era así desdeñada entre aquel entorno de encubiertas exigencias, de languidecientes aventurillas o afectos vanos.

Miguel le había estado dando largas durante varios días, y ahora las pupilas extraviadas de Sergio se deslizaron hasta él, prolongando, con un solo gesto, ese estremecimiento sutil que tantas veces parece conceder un lúgubre sentido a este no menos doloroso caos de insensatas vivencias que nos rodean. Su amigo se hallaba frente a la barra. Sobre aquel fondo atiborrado de rostros desconocidos, Miguel (en razón a la agitación que enceguecía a Sergio) le pareció sumido en tan idéntica lejanía como el resto de los clientes. Era la suya como una misteriosa proyección participativa de aquella atmósfera de cordialidad y confusión que a todos rodeaba. Y como oyente solícito, sonreía o respondía indistintamente a otro joven junto a él situado. Nadie habría podido negar que probaba éste el mejor fruto de una conversación que, a todas luces, parecía gozar de excelente acogida por parte de ambos.


A Sergio se le enturbió la memoria. Su imagen se recortaba entre el gentío, pero él se sentía absorbido por una distancia que, en esencia, aún no había recorrido. El sentido de su invisibilidad, como un monótono movimiento de la brisa, se instalaba en el arrinconador paisaje de sus celos. Era una representación fantasmal de sí mismo, que el horizonte real del momento embebía ahora sin cesar. Por eso, a través de aquel inexpresable no existir, se le bloqueaba la mente. Y hasta sus recuerdos podrían haber acabado por volatilizarse. Una llama furiosa ardía en el pecho de aquel discípulo de sueños y pasiones que era Sergio. El sudor hizo acto de presencia en su frente, y corrió por sus mejillas, que hervían. El aliento, bajo aquel pecho mortificado, le dolía como un tajo infernal del más afilado puñal. Habían sido días terribles, enmohecidos por el aburrimiento. Sergio enloquecía. Y su verdugo, en silencio, atesoraba sus sueños reservados. Entonces, como una maldición, él se sentía el espía de la vida de Miguel. Debía así azuzar sus pasiones. Pero Miguel no rompía ninguna lanza a favor de una tibia atmósfera. Humeaban tan sólo sus vahos disciplinarios, sujetos a ciertas normas o a las tornadizas disposiciones de ánimo que esgrimiera aquella especie de semidiós de la autosatisfacción que era su amigo. Miguel encubría con rígido velo sus apasionamientos lujuriosos. Pese al azote, Sergio alimentaba sus flaquezas, y legaba su cuerpo al laboratorio inextricable de tan extraña y furtiva absorción como la que emergiera de las emociones de Miguel.

Sergio aplicó toda su atención a ambos dialogadores. Poco importaba ahora coordinar sus ideas. Prefería ignorar cómo había llegado Miguel a entablar aquella relación fortuita con el joven. Se imponía, en consecuencia, cortar por lo sano. Evitar la abominación de ciertas propuestas que pudieran ocultarse tras tan familiar charla como la emprendida por su compañero con aquel individuo. Y hubo de transformarse. Propuesto primero para la guillotina, debía escapar de ella hurgando en sus estímulos de niño extraordinario; echar mano de la forzada teatralidad de la hipocresía, y ofrendar el aspecto afectuoso de esa conformidad miope que divisa vagamente cuanto le rodea, pero que no por ello pierde terreno. La seducción, como la araña que extraviara su presa por hilar mal la seda de su trampa, pierde sus objetivos devoradores (en este caso efusivos), tras la controversia que crear pueden los impulsos equívocos de sus maldisimuladas emociones. Y así fingieron derrochar infantil alegría los claros ojos pardos de Sergio cuando, finalmente, se posaron en el talante amistoso de Miguel.

-¡Hey, Sergiete! ¿Cómo va eso?

Se besaron con la más natural de las desinhibiciones. Lo presentó Miguel a su ocasional acompañante de barra. Se percibieron con toda claridad las llamas inquisitivas de aquellos ojos, fijos los unos en los otros. Era un joven bien parecido. Estremecido, Sergio revoloteó como un ave sin rumbo en la tempestad de sus celos. Como despertando ahora de un extraño letargo, observó de hito en hito a Miguel. Buscaba en su mirada a un extraño tribunal de justicia, capaz de salvaguardar su rendida inocencia. Era como demandar de Miguel un agua bendita para tan desfalleciente mendigo de la pasión; un fuego que acabara con su angustia helada. Presintió al punto Miguel el imperativo ruego de Sergio. Sobre el trono seráfico de su hermoso rostro masculino, corría el crepuscular cortinaje de un abatido estado de ánimo. En las carnicerías de las emociones no se admiten quijotadas, y compartir escenario con el joven desconocido habría llevado a Sergio a la desesperación. Y de allí, a una batalla sin cuartel donde los ideales posesivos del deseo preparan la estéril, confesa e inmediata degollina de una indiscutible y ciega superficialidad. Se estrecharon las manos. El joven desconocido percibió el desasosiego de Sergio. Aquel egoísmo agridulce que ensancha el abanico de las pasiones, mientras las astucias amorosas insuflan las sofocantes brisas de la antipatía. La tensión de Sergio fue en aumento. Se hizo insoportable. Miguel hubo de insistir en buscar una mesa y disfrutar del ambiente caldeado que ofrecía la cafetería. Sin embargo, se decidió, a instancias de su compañero, a abandonar la misma. Como otras veces, Miguel llamó al martirizado portón del templo:

-¿Te sientes mal, Sergiete?...

Los anhelos son diablos. La belleza una banderola ondeante que mezcla deleites contemplativos con los gañidos descompasados del viento.

Sergio se mordió la lengua. La reconfortante poesía de aquel rostro perfecto se equiparaba ahora a la acritud de otros tonos más vulgares, más trágicos, más humanos. La lactancia del furor ciega así el musical pentagrama de todo lo bello.

-¿Quién era ése?- Preguntó Sergio con la mirada desencajada.

-¿Celitos?...- Inquirió a su vez con indiferente jocosidad Miguel.

-¡Celitos y todas las leches que tú quieras!... ¿Dime, so mamón, es así como pretendes a partir de ahora refregarme por las narices tus nuevos ligues, ... citándome en bares y poniendo a prueba mis aguantes de cabronazo cornudo? ¡Y encima con recochineo!... ¡Menudos retorcimientos los tuyos!... Pero ¿tú te has creído que yo voy a tener el santo cuajo de digerir a partir de ahora tus putas comedias de calienta pollas? ¿Lo que no me montaste en Londres me lo vas a montar aquí? ¡O sea, que ahora vamos de follador en serie! ¡No te jode, ... y en mi propia cara!... ¡Miguelito, entérate, tío, a mí numeritos de ligón, ...me cago en la puta, ni por huevos, tío,... ni por huevos!...

-¡Pero qué tristes y patéticos sois los animalitos sin domesticar!...

-¡Pues, como lo oyes, ni por huevos,... puta leche ya!- Le tomó gusto a sus exabruptos Sergio.

-Pero ¡qué ligues ni qué hostias!... –Replicó Miguel- Aunque, ... ¡y métetelo de una vez en esa cabezota de taradillo con que vienes desvariando desde el puto momento en que te conocí!, ... ¡yo, a ti, no tengo por qué darte explicaciones! ¿Estamos?...

-¿Ah, no?...

-¡No, “atontao”,... por supuestísimo que no!- Le siguió el ritmo Miguel- A ver, ¿cómo te lo aclaro? A ese individuo, ... que no significa nada, ... pero nada de nada, lo conocí en la piscina este verano pasado, ... y sanseacabó.

-¡En la cama, supongo!

-¡En tus cojones, nene, en tus cojones!...

-No te creas que me disgustaría, porque el niñato no tiene desperdicio.

-Venga, Sergiete, ... ¡el pollo de los celos para tu bisabuela! No me jodas más, que hace un frío que pela. Mira, hasta el aliento se nos hiela. No le des más temple y bravura al gañote- Rió Miguel, tratando de echarle un brazo sobre los hombros a Sergio.

-¡Déjame, joder!

-¡No empieces, Sergiete, que te conozco!... A ver, mira mi cara, pedazo de huevudo. ¡Sí, sí, mírame fijamente a los ojos!, y explota de una vez si quieres. Pero esta vez ve con tiento, porque te juro que te largo. ¡Sí, sí, te largo por ser un injusto de mierda! Te recuerdo que yo aún no te he crucificado, cosa que has hecho tú conmigo sin el consentimiento de un jurado a tono con el “pitote” que me estás montando.

-¿Conque me largas, eh, mamoncete?...

-Tú mira mi cara, y atrévete... Ten la puta pachorra de asegurar que ves en ella la careta engañosa de los hipócritas..., y ya hablaremos claro y corrido, porque del chaparrón vamos a salir los dos pingando. ¡Tú más que yo!...

-¡Ya salió el pijito de las amenazas! ¡Anda y métetelas por donde te quepan, tío!...

-¡Tate, Sergiete!, que como no consigas dominar tus salidas de gorila, ... qué digo de gorila, ¡de chimpancé!, en mí no vas a encontrar más que un dragón que eche fuego por la boca, dispuesto a tragarse hasta tus hígados...

-Eso es lo único que sabes hacer con la boca, ¡bla, bla, bla!..., porque ni para mamarla sirves.

-¡Oye, so majara, el viajecito a Londres se acabó hace tiempo! Ni tú me debes nada, ni yo, por supuesto, te lo debo a ti. ¿Estamos?...

-¡Eres un cabrón!

-¡Pues, lo soy! ¿Qué más?

-¡¡Me vas a volver loco!!

-Pero ¿qué coño es lo que quieres de mí, Sergiete? ¿Qué potaje de putrefactos pensamientos es el que se cuece en esa cabezota? Dime, ¿qué más pruebas de mi afecto pretendes que te dé?...

-¡Siempre con el puto afecto!... ¡Anda y que te folle un mandril sidoso!...

Sergio, movido por fieros e irresolutos bandazos, se apartó ahora de su amigo, observándole a distancia.

-¿Pretendes hacerme sudar?- Inquirió Miguel, empleando cierto aire de cordialidad- Pues, mira, te lo agradezco, porque, además de los pies, hasta el resuello se me ha helado... De todas formas, no estamos ya muy lejos de casa. ¿Vas a subir o prefieres acampar en esa plaza?... Tienda de campaña no tengo, pero te puedo prestar unas mantas... ¿Qué, nene, vas a seguir toda la noche con tu jodida maratón? ¡La hostia! ¿Pero me oyes o no me oyes?...- El otro se había alejado significativamente- ¡Joder con la nochecita!... ¡¡¡¡Sergio!!!!... – Miguel hizo ahora la trompetilla, curvando su mano- ¡No hagas más la cabra, coño,... y deja ya de una vez esos putos aires de mártir!

Sergio se arrebujaba en su “parka”, visiblemente aterido. La llovizna y las ráfagas cada vez más violentas del aire parecían balancearlo. Pero lo cierto era que zapateaba contra el suelo de la acera para tratar de vencer el helor de sus pies. Había cruzado la calzada, y desde allí el intercambio de comentarios se convirtió en una serie de balbuceos estúpidos. Miguel atravesó la avenida también. Llevaban el pelo empapado.

-¡Sergiete, joder, que no somos niños para que nos pongamos en plan acusica el uno contra el otro a estas horas de la noche, ... y con este frío!- Trató de conciliar Miguel- Pero, de verdad, so tocapelotas, ¿cómo puedes llegar a imaginar que no tengo yo mejor entretenimiento en mi vida que montarme intrigas sexuales con el primer guaperas que se me ponga a tiro, y que luego, con todo el careto, me deje llevar por el morboso afán de refregártelas por las narices? ¿Acaso te has creído que yo desciendo de la familia de los Borgia?...

-¡Atención que me penetra el culto!- Gesticuló Sergio teatralmente, como el que pega un bote tras recibir una dolorosa descarga.

Miguel lanzó una carcajada. Le había divertido el aspaviento de su compañero.

-¡Esos Borgias serán primos tuyos!- Exclamó Sergio, todavía quisquilloso- ¡Unos cabrones como tú!...

-Mira, Sergiete, la ropa se me pega al cuerpo, y tengo mi bigote más congelado que el del “Doctor Zhivago”- Dio también un brinco Miguel, y canturreó guasón- ... “¡Y otras cosas que no quiero yo decir por mi mucha discreción!”...

-¡Eres un jodido marica!

-¡Oye, no me toques los pelendengues con la palabrita de marras, que yo hace tiempo que reajusté mi virilidad al excitante usufructo de poseer dos huevos, sin que para ello me hiciera falta pactar mis tendencias con algún sistema de votación!... ¿No me has entendido, verdad? Pues, lo mismo da. Pero ese calificativo (recalcó Miguel) guárdatelo para alguna de las muchas locazas que sin lugar a dudas debes tener por amigas... Por suerte, no nos movemos en el mismo ambiente. Y ¿quieres que te diga algo gracioso?, pues, ¡ojo al parche, nene! Siempre me malicié que tu amiga Belén, la londinense, no era más que un tío. Sólo había que ver como te manoseaba la muy cachonda. Espero que no se hubiera cortado el rabo, porque, conociendo como conozco tu bulimia de cipotes, chico favor es el que te habría hecho.

El irritado rostro de Sergio cobró ahora un matiz verdoso que contrastaba con la refulgente luminaria de las enormes farolas que se alineaban por las aceras.

-¡Tú sigue tocándome los cojones!, ... pero sabes que te digo, tío,... pues que aún sigo pensando que te quedaste con las ganas de beneficiarte a Belén, fuera tío sin rabo, o putón rematado!... Y tú sigue en tu bola, maromo, ... sigue dándole al rollo, que es lo que más te gusta... ¡Tu puta medicina para hacerte el divino! Aunque, basta con rascarte un poco, para que, como premio único, siempre nos salga el burguesito virtuoso “y” instruido...

-¡Antes de la “i” va la “e”!- Ironizó Miguel.

-¡Muérete, tío!

-Además, Sergiete, ya te lo he dicho cientos de veces: ¡no te aguanto que me llames burgués!... Es evidente que tú no has sabido rascarme. Si lo hubieras hecho como es debido, te habrías dado cuenta de ello... Yo me largo, nene. Pero tú puedes seguir, ¡so masoca!... Hiélate mientras continúas buscando la fuente milagrosa de la Soubirous, que tú, como las putas, ves Lourdes por todas partes.

-¡Quién te entiende, so mamón!

-¡Que sí, nene!, que sigas dándole a tus lágrimas de cocodrilo, y haciéndote el bebé llorón. Has llegado a convencerme de que no existe otro papel para ti. La polla te habrá crecido, pero el cerebro lo tienes abollado. Ese temperamento de fierecilla que últimamente gastas conmigo, guárdatelo para otros masocas tan histéricos como tú. Me jode esa característica morbosa que, como la loca de la casa, escapa por cada poro de tu cuerpo de gilipollas. Me jode tanto, que, la verdad, ¡me deja para el arrastre!... Ganas me dan de ahostiarte...Yo tendré mis medicinas autocomplacientes, pero, para ti, Sergiete, ¡es que no hay remedio alguno!... ¡Agur, nene!...

-¿Dónde vas, tío?...

-Me voy a mi casa.

-¡Miguelito, no me des más la brasa, que soy capaz de hacer alguna barbaridad!

-Tus arriesgados pronósticos con respecto al tiempo que pueda hacer mañana pásaselos al servicio meteorológico. Yo, como puedes comprobar, ya estoy más tieso que un carámbano.

-¡¡No te burles de mí!!...

-¡Venga ya, joder!...

-¡¡A mí no me trates como si fuera una mierda!!

-¿Tengo que repetirte que yo no he firmado ningún contrato en exclusiva contigo? La memoria te falla, Sergiete. Una vez, en Londres, cuando te conocí, te preciaste, muy chulanganito tú, de no tener amo. Pues, bien, ¡no lo tienes! Yo, por lo menos, ni lo soy ni quiero serlo. Quede claro que tienes mi pleno consentimiento para seguir dedicándote de lleno a tu vida de libertinaje. ¿A qué sacrificarte tanto? Y si lo que pretendías era arrastrar hasta la descomposición misma nuestra amistad, nene, no hace falta que me montes el espectáculo del año, que esto no son ni serán jamás las Olimpiadas del 92 en Barcelona... ¡Joder con los mártires del aniquilamiento!

-¡Me voy a cagar en toda tu palabrería!... ¡En tus putos rollos de sabihondo! ¡Papá Noel! ¿Crees que se me ha olvidado? ¡Papá Noel queriéndome arreglar la vida aquella noche en Londres! ¡Papá Noel en lucha contra los despojos del arroyo y de las cloacas, ... que todavía me acuerdo! ¿Y dónde anda ahora Papá Noel cuatro días antes de Navidad?... ¡Aquí lo tenemos! ¡Y fuera traje y fuera barbas! ¡Quien quiera chupete, que busque en las alcantarillas!... ¿Esta es la puta Navidad con la que quieres que nos regalemos?...

-Hace tiempo que me liberé de los sentimentalismos navideños. Endílgaselos a los burguesitos descerebrados, tipo mis hermanas, a las que tuve el mal gusto de presentarte. En cuanto a ti, Sergiete, ¡¡loor a los mártires!! Y no me jodas más, que ahora sólo falta que me salgas con los Reyes Magos.

Llegaron, finalmente, frente a la vieja puerta de madera noble del inmueble. Era un antiguo y céntrico edificio remodelado de unas diez plantas. Miguel, tiritando, buscó en uno de sus bolsillos la llave de la cerradura, y sin mirar a Sergio, penetró en el zaguán. Le dio inmediatamente al conmutador de la luz, y antes de que la puerta se cerrara tras él, Sergio, más trastornado que loco, se precipitó hacia la escalera. Jadeaba. Su oprimido corazón reivindicaba ahora, entre palpitaciones turbulentas, las extraviadas percepciones de aquel esperanzador afecto con que tantas veces, desde que se habían conocido, tratara de reconfortarle Miguel. Pero su amigo le evitaba en silencio. Sergio interpretaba aquellas reticencias de Miguel como expresión fidedigna de una definitiva ruptura, ya profetizada, y que él había propiciado con sus celos infundados. Sabía que su compañero no volvería a exigirle nunca una explicación a su conducta. Conocía la falta de enternecimiento en Miguel cuando se le arrastraba hasta la picota, y eso le aterrorizaba.

No había pasado ni una hora desde la salida de la cafetería, y a Sergio le parecía que había transcurrido ya un siglo. Habían andado apresuradamente por las calles bajo la llovizna helada. Hombres y mujeres, edificios y automóviles se volatilizaban como transparencias nocturnas, que él presentía con vaguedad, pues, entre tan horribles ideas como las que se agolpaban en su cerebro, el mundo había dejado de respirar. Desde su lado siniestro, aquel niño que crecía ante él, irreflexivo e implacable, tan corrosivo y venenoso como un ácido, se había instalado en su espíritu y había azuzado con deleite sus negros pensamientos. No podía aborrecer a Miguel, origen de todos sus tormentos, porque su amor pervertido por él interrumpía el punto de intersección desde el cual se deslizaba el camino tortuoso de todos sus vicios, y Miguel con sus méritos le ofrecía una circunvalación a aquellos desórdenes.


Mas, en tales instantes, los sentimientos de aquél se dispersaban tras el cerrojo de su fortaleza. Esta vez Sergio sabía a ciencia cierta que Miguel no cedería jamás. En el alcázar de su corazón no valía implorar perdones. Todos sus clamores se dispersarían como un viento iracundo por entre sus estancias solitarias. La cólera de su desesperación había dañado la ternura de Miguel. Y como una condenada subiría la angostura terrorífica de algún patíbulo olvidado. Los latidos de sus arterias, su grito ensordecedor, pero callado (¡¡¡Miguel!!!), su alma infame, extraviada, agonizante, se representaban como estallidos fulminantes de un fuego que quizás podría devorar patios misteriosos, elevadas almenas, ventanales remotos, de aquella ciudadela inexpugnable que formaba el cuerpo de Miguel. Y, pese a todo, el alcázar seguiría manteniéndose glacial, soberbio, esquivo, frente a la borrasca de su terror.

A Miguel, aterido, se le iba la cabeza. Sin saber por qué, desistió de tomar el ascensor que se empotraba a mano derecha del zaguán. Probablemente se debiera a aquel empeño casi doloroso de alejarse cuanto antes de Sergio. Y así optó, como un autómata, por la amplitud de las escaleras, mientras su amigo, ahora callado, le pisaba los talones. En el roce de su cuerpo palpó Miguel el negror súbito de su hostilidad. Su amante se le había adelantado, encarándosele en el tramo quinto, frente a la puerta de su piso. Observó el rostro magnífico de Sergio, ahora demudado. Le temblaban los labios como a una criatura perdida entre las brumas angulosas del despecho. Se arrepentía de sus actos, y buscaba en los fríos ojos de Miguel, velados tras los cristales goteados de sus gafas, la comprensiva mirada del médico que reconoce la descarnada dolencia del enfermo. Y por un momento creyó que algo de aquel ruego desesperado se comunicaba a su compañero. Le encontró tan hermoso, con su rostro estremecido por el frío, húmedos sus ojos como si hubiesen dejado escapar oprimidas lágrimas de desmayada ternura, que habría pagado hasta con su vida si toda aquella imaginada compasión y tanta dulzura como la que él creía leer en la expresión de Miguel le hubiesen acariciado hasta el instante postrero de su muerte. Pero Miguel permaneció abismado bajo la losa de unas sensaciones a las que ya había apartado de sí convulsivamente, y Sergio deseó morir.

-¡Miguelito, por favor!... ¡Tómame en serio que no estoy para guasas!...

-¡Déjame pasar, joder!... ¡Que me falta el resuello!

-¡¡No puedo más, tío!!...

-¿No puedes más? Pues, mira nene, ¡por ahí se va a la calle, porque aquí ya has perdido tus derechos de hospedaje! Así que, ¡no me jodas más la marrana!

Esta vez el temblor de Sergio fue convulsivo. Su maravillosa mirada se desplomó sobre Miguel, como si a través de la misma el caos que en su cerebro formaban sus pensamientos borbotearan al igual que la lava de un volcán, hasta deflagar en atroces centelleos. Sus ojos quisieron atrapar a Miguel con la absorta rapidez del halcón que asesta el último golpe a su indefensa presa. Y un ataque imprevisto de Sergio sacudió desde sus talones el cuerpo de Miguel. Se había lanzado sobre él, y sus brazos lo aprisionaron en un segundo, tratando de atrapar su rostro y besarlo. Tal fue la exaltación, la fuerza, y el aplomo imprimido a su acto por Sergio, que Miguel, temblando de arriba abajo, por más que trató de desasirse, no pudo.

-¡¡De eso,... ni hablar!!...- Se resistió, no obstante, con fatigosa turbulencia Miguel, que, tras un denodado esfuerzo, había logrado apartar su cara de él. Se cayeron sus lentes- ¡Las gafas, joder!... ¡Me tienes hasta los cojones, Sergiete! ... ¡¡Que te largues ya, coño!!- Añadió cuando las tuvo de nuevo entre sus manos.

-¿Tus antiparras?... – Se cuestionó Sergio, sin salir de su asombro, despechado y estupefacto- ¡Eso es lo único que te importa, maromito de mamá,... burguesito de mierda!...

-¡Te voy a pegar una hostia!...- Alzó Miguel su mano derecha, con ese ademán mortificante de quien nos la tiene jurada, vivamente dolido por tan detestable adjetivo

Un transporte de vértigo se reflejó ahora en la palidez mortecina del rostro de Sergio al verse rechazado y amenazado con arrogante repulsión por su amigo.

-¡Así que Papá Noel no quiere ponerse ya ni su traje ni sus barbas!- Exclamó Sergio delirante, fijos sus enfebrecidos ojos en el otro, imprimiendo al tono de su voz una frialdad siniestra que estremeció a Miguel- ¡¡Pues, dabuti, tío!! ¡¡Bien por mis cojones!! ¡¡Fuera ropa, colegui!!- Y como si aquella idea le enloqueciera, empezó a desnudarse atropelladamente- ¡¡Puta “parka”, ... putos tejanos,... putas botas..., puto mundo!!...

-Pero ¿qué haces, so carcamal? ¿Vas a desnudarte, pedazo de gilipollas?...- Replicó Miguel, tratando de detener aquella chifladura inesperada de su amigo- ¡Que estamos en diciembre, joder,... a bajo cero diría yo,... y nada menos que en la escalera de mi casa! ¡Menudo telele de histérico!... ¡Pero quieres parar de una puta vez!...

-¡¡No me agarres, tío!! ¡¡Me cago en la puta que te parió ya!!... ¡¡Quítame la mano de encima que te mato, Miguelito!!...

Forcejearon. Fue un espectáculo tan singular como absurdo, por el que, frente a las facciones dolorosamente contraídas y escandalizadas de Miguel, avanzó el cuerpo completamente desnudo de Sergio, con sus pensamientos embotados y fríos. Tras el choque intermitente de ambos cuerpos, Sergio pudo, finalmente, desasirse de su compañero. Le propinó un tremendo empujón y Miguel cayó sobre uno de los escalones. Y antes de que pudiera ponerse de pie, oyó la voz furibunda de Sergio que, al tiempo que dibujaba entre sus labios una sonrisa casi abominable, exclamó:

-¿Tú ves este cuerpo desnudo, no? ¡Pues, hay que joderse, tío! ¡Para nadie!... ¡Y sanseacabó!...

Y en un instante fantasmagórico vio Miguel cómo Sergio se esfumaba de su vista. Se había lanzado por el amplio hueco de la escalera, resollando con tal ímpetu que, probablemente, habría volteado un segundo en el aire.


Miguel, aterrorizado, jadeó a su vez, llamándole:

-¡¡Sergio!! ¡¡No!!...

Los espantados ojos del joven se asomaron desde la barandilla. Sintió vértigo por primera vez en su vida, al tiempo que un insoportable hormigueo subía por sus piernas. Le enloqueció el mismo huracán de desesperación que había trastornado a su amigo. Se sujetó la cabeza con ambas manos. Aquella progresión inverosímil, dantesca, de la caída de Sergio, aumentaba y aumentaba en su cerebro como la más terrorífica de las pesadillas.

Al precipitarse por el estrecho hueco que formaban los tramos de escalera, aquella fantástica escultura que era el cuerpo del abatido joven había chocado primero con una de las paredes frontales. Rebotó de inmediato, como una enorme carcasa repleta de huesos, a punto de destrozarse sobre la primera baranda que encontrara a su paso. Fue rechazado de nuevo. Resonó otro golpe más seco y distante. Y, finalmente, resbaló desmadejado sobre una de las últimas barandillas. Al momento, cesó aquella multiplicación impetuosa de ásperos choques en el silencio del zaguán, pues, el objeto, que había salido despedido entre pared y pared dos o tres veces, repercutió como una masa extraña que, sin quebrarse, se abollara con insignificante percusión sobre el acerado suelo de baldosas.

Miguel, que no atinaba con el interruptor de la luz, observó tembloroso el cuerpo inmóvil de Sergio, ahora proyectado como una sombra inerte sobre la hondura amedrentadora de aquel hueco infernal, que le pareció inmensamente profundo. Avanzó sobre los escalones a grandes zancadas. Recorría las escaleras con esa intrepidez enceguecida del animal huido que escapa en todas direcciones. Se golpeó también con una de las barandas, y cuando llegó hasta Sergio, se hincó de rodillas, sin atreverse a tocarlo, observando su magullado cuerpo como quien contempla una hecatombe con la dolorosa impotencia de un niño.

No supo Miguel dónde fijar sus ojos. Recorrió con atención indagadora, una vez y otra, las líneas geniales de aquella carne fantásticamente esculpida sobre la que no se atrevía ahora a posar sus manos temblorosas. Vacilaba entre el furor consigo mismo por haber dado pie, merced a su fría, agresiva y egocéntrica actitud, a aquel disparate, y el miedo atroz a que Sergio pudiera en verdad haber muerto. No se atrevió a pronunciar ni una sola palabra. Sudaba a mares. Se quedó allí petrificado, sombrío frente al horror y el abatimiento por no haber podido evitar aquel suicidio absurdo; aquella locura, pálida y borrosa, con que se sacian hasta la desesperación los necios hervores de nuestras más íntimas miserias. Todos esos pensamientos, de profunda repugnancia, como mudos relámpagos en las noches perdidas de la mente, cruzaron ahora, apurados al máximo en un par o tres de minutos, y con pesadumbre agudísima, por su cerebro. Miguel, interiormente, sollozaba sin lágrimas. Le torturaba la idea de haber empujado a Sergio hacia aquella senda de irreflexión, invitándole a considerar tan necia y demoledora disposición como era la del suicidio.

Cerró sus ojos un segundo. Se deslizaba también por una pendiente convulsa. Retazos del más terebrante dolor rugían en su interior; percibía el vértigo de su implacable mezquindad. Jadeaba. Caía ya por el precipicio... Pero, de improviso, Sergio lanzó un breve gemido. Penaba terriblemente. Cualquier esfuerzo inaudito por moverse semejaba otra nueva locura. Abrió los ojos y los clavó con fijeza en el rostro angustiado de Miguel. Respiró con cierta serenidad. Se concedió una sonrisa de tolerancia tras una mirada de sufrimiento. Su corazón, vuelto hacia lo terrenal, mantenía de nuevo el conflicto de sus anhelos. Locura en contradicción con el amor.

Miguel que, momentos antes, creyó hallarse también fuera ya de este mundo, retornó maquinalmente a las notas de sus voces nostálgicas. En efecto, el sueño de toda armonía podía, en un segundo, fosilizarse entre las grietas y ruinas de la más profunda incomprensión. Y ascendiendo luego como una pompa de jabón, conceder un inmediato sentido de nueva sensatez a la vida. Se miró Miguel con mortal congoja en aquel espejo concebido por su compañero entre dos esferas hostiles: la de la esperanza comprendida como deseo, y la del instinto ejercido como violencia. Y allí, como aislada ahora de la vida, de la participación de sus sensaciones, la innata y cruel naturaleza del hombre ejercitaba su brutalidad sobre una única realidad: la de la desesperación. En aquel callejón sin salida, Miguel, con su propia voz, se erigía en anímico juez de tan ruda naturaleza, capaz de condenar a muerte a tan artificioso ente como el que, en consecuencia, pudiera significar Sergio; y el bulto blanquecino que sobre el suelo formaba el cuerpo de su amigo, se instituía así en criminal y víctima de la propia fiereza de sus instintos.


Todas aquellas impresiones desgarradoras fueron percibidas como imágenes centelleantes que, en un instante, corrieran a refugiarse entre aquel escaso y regular intervalo de luz impuesto por el automatismo del conmutador general, en el portal situado. Se hallaban de nuevo a oscuras. Miguel que, por así decirlo, volvió a respirar casi al mismo tiempo que Sergio, tendió ahora sus manos sobre el cuerpo de su amigo aunque sin atreverse todavía a tocarlo. Planearon trémulamente sobre la desnudez herida de aquella carne como avecillas rezagadas en la penumbra, y que, mecidas apenas por la brisa, distinguieran cautelosas una línea indefinida en el horizonte, y en su agitación no se decidieran a posar sus leves cuerpecillos sobre la superficie en sombras.


Sergio, en efecto, había vuelto en sí, y Miguel, acurrucado allí, junto a él, acercó por fin su rostro al de su amigo. Pese a que la más contumaz impotencia parecía haber paralizado también su voluntad, y que sus brazos habían tratado, con vana ilusión, de paliar con un abrazo aquella tortura a través de un nuevo ciclo del absurdo fermentada, Miguel aceleró con una animada sonrisa el voluntario rito de su redención. Algunas lágrimas brillaron al mismo tiempo en sus ojos:

-¡No te muevas, Sergiete!- Atinó a decir con trémula emoción, alzándose y encendiendo la luz- Por lo que más quieras, no te muevas... Todo se va a arreglar. Te lo aseguro...

-Mi...gue...li...to...- Se dejó oir la voz de Sergio, apenas un susurro dolorido que arrancara de lo más recóndito de su corazón- Per...dó...na...me, t...tío...

Miguel volvió su cabeza. La puerta del primer piso se había abierto, y apareció una mujer de mediana edad. Su cuello, que estirado hasta lo inverosímil, parecía levitar ahora en el vacío, fue el primero en iniciar un conato de aproximación hacia ambos jóvenes. Desde una de las barandas, les observó en silencio, no exenta de cierto desasosiego. Dudó... Pese a ello, la curiosidad es doctrina que, incluso ante el más inquietante pálpito de temor, acostumbra a abrir cauce casi siempre a nuestra voluntad. La mirada indiscreta e intranquila de la mujer guió cada uno de sus pasos a través de los escalones. No tuvo, sin embargo, valor para acercarse a ellos, un tanto consternada ante el inusual espectáculo que ofrecía el cuerpo arrodillado de uno de los jóvenes, al que reconoció de inmediato como uno de los inquilinos de la quinta planta, y cuya espalda se curvaba protectoramente sobre otro cuerpo que, inerte, parecía yacer sobre el frío embaldosado del zaguán.

Como perdidos ambos en profundos abismos, se observaron un momento Miguel y la vecina. No duró mucho tiempo. Aquélla, sin reprimir su asombro, no tardó en juntar las manos y acercárselas con enorme sofocación hasta su boca. La potente luminaria del portal incidía impecable y lustrosamente sobre las coritas carnes de Sergio, convirtiendo en una lectura poética la visión turbulenta, furtiva, de aquella perfección última con que la naturaleza es capaz de impregnar con tan espectacular y viril complacencia la humana miseria de nuestros cuerpos. Y abiertamente exclamó:

-¡Dios mío, pero si está des...nudo!

Tras el susto, hubo un nuevo conato, a todas luces involuntario, de alejarse de ambos.

-¿Qué pasa, señora, ... no le ha visto nunca los huevos a un hombre?- Profirió Miguel con voz infernal.

-¡Oiga usted!... - Se escandalizó la mujer.

Lanzó el joven aquel exabrupto como alternativa postrera a su angustia. Mas el estúpido gesto de desagrado que imprimiera a su rostro la vecina le devolvió a la realidad. Y atinó por fin a desprenderse de su húmeda “parka” y cubrir con ella el cuerpo tembloroso de Sergio.

El semblante de Miguel resultaba ahora feroz. Contuvo la respiración. En aquel momento en que nada aparentaba tener sentido, hubiera deseado lanzar la caballería contra aquella mujer cuyo rostro expresaba frío desprecio. Le quemaba el alma verse obligado a recabar de un extraño la salvación de Sergio.


-¡Quiere dejarse de aspavientos escandalizados, señora, y hacer algo útil!...- Exclamó fuera de sí Miguel- ¡Traiga una manta, o una colcha,... lo que sea! ¿O es que pretende , además, que mi amigo coja una pulmonía?... ¡Y llame a una ambulancia!... ¡Dele un toque también a la Guardia Urbana que no andará muy lejos!... ¡Pero haga algo de una puta vez, joder!...

-Pero, ¿qué es lo qué...?

-¡La hostia, señora!... ¡Quiere usted hacerme el maldito favor de no perder más tiempo!...

Subió la mujer ahora la escalera precipitadamente, desconcertada, aunque sin atreverse a interrumpir de nuevo al joven. Y, por curiosidad siempre, fue barajando en su cerebro algunas hipótesis descabelladas de lo que allí hubiese podido en verdad suceder. Palpó más que vio el apoyo de las barandillas, pues, antes de alcanzar su puerta, aquellas intermitencias lumínicas que tan bruscamente obraban sobre el inquietante espectáculo que ambos jóvenes ofrecían junto al portal, les sumió a todos de nuevo en la oscuridad. Titubeó la mujer un instante hasta alcanzar por fin el interruptor de la luz.

Más horrible que el hecho consumado en sí, resultaba ahora aquel silencio entre Miguel y Sergio. Los dedos de éste, desde el frágil punto de apoyo de su cuerpo, horriblemente lastimado sin lugar a dudas, y dotados de tan instintiva convulsión como la que promoviera el más leve movimiento, tomaron de repente la determinación de encontrar un soporte en el pecho jadeante de Miguel. Y así se aferraron con fuerza a lo primero que encontraron. Se engarabitaron y recorrieron trémulamente la humedecida ropa de su amigo.

-No... de...jes... que me mu...e...ra, Mi....gue...li...to- Susurró Sergio, tiritando.

A su acento dolorido, le siguió una mirada suplicante, distante y extraviada. Su dientes castañeteaban. El ardiente hálito de la vida, desde el fondo inexpresable de un mal sueño, imponía de forma elemental la búsqueda de una nueva meta lejana. Precisamente, el espanto estaba allí. En la pesadilla de ser hombres y sucumbir a sus inicuas necedades; en el horror de poder reflexionar despavoridamente sobre lo absurdo de nuestras existencias; y en el deseo estremecedor de poder burlarse uno de sí mismo y mandar al traste a todo este mundo miserable y vacío.

A punto estuvo Miguel de empezar a reírse como un loco.

-No te vas a morir, Sergiete... Te lo prometo, ... por más empeño que hayas puesto en ello, ¡so huevón!...

No le costó ahora recobrar su serenidad. Observó a Sergio con detenimiento. Vio en él al eterno niño acostumbrado a hacer siempre su santa voluntad. Y él había corrido a su lado, rozando la pendiente en todo momento, ya que aquellos precipicios majestuosos del deseo formaban una preferente unidad entre los seres humanos.

Trató ahora Miguel de pasarle un brazo por el cuello a Sergio y de atraerlo hacia sí, pues su corazón se alegraba en verdad y había sentido en su pecho la alegría maravillosa de recuperarlo. Pero su compañero lanzó un hondo gemido de dolor, y Miguel, sonriéndole, desistió de ello.

-Jo...der, Migue...lito,... es la pri...me...ra vez que me du...e...le un a...bra...zo tuyo...-Balbuceó el infeliz joven.


-Tranquilo, Sergiete... es cuestión de unos minutos. La ambulancia está al llegar y no debes temer nada. Te vas a poner bien, te lo juro.

-Pe...ro no va...yas a dejar...me solo, Mi...gueli...to... Ven...te con...migo, t... tío, que es...ta vez es...toy “aco...jo...nao” de ve...r..dad...

-No pienso dejarte.

Se apagó la luz, y Miguel se alzó en busca del conmutador.

-“Pero, y la tiparraca esa, ... ¡qué coño estará haciendo!”...- Masculló Miguel, retrocediendo con la mirada enfebrecida hacia la escalera.

Se arrodilló de nuevo junto a Sergio. Quería que sus ojos obraran sobre él como un renovado bálsamo de cariño. Deseaba que, desde su infierno, Sergio resucitara ahora a la suave corriente del río de su afecto.

-Me due...le to...do, tío...

-¡Lo sé!- Discurrió Miguel de repente hacia el humorismo- Hasta para suicidarse hace falta talento, y tú, ¡ni eso!, ¡pedazo de hortera!

-No me ha...gas... re...ir, Migu...e...li...to…, que es...to...y... tri...tu...ra...do.

-¿Qué no te haga reir?... ¡Joder!... ¡Estrangularte!, ...eso y no otra cosa es lo que tendría que hacer..., ¡so gilipollas!...

-Si...go... si...en...do... eel mi...s...mo des..as...tre que co...nocis...te en Loo...n...dres... ¿Te...acu...er...das, tron...co?...

-¡Cómo tengas los santos huevos de montarme ahora el numerito del recuerdo,... es que te ahostio,... joder! ¡En Londres,... allí es donde tenía que haberte estrangulado!

-¿Es...tás... lloran...do, tron...que...te?- Se desmayaba el corazón de Sergio- ¡E...res la le...che!

-¡Venga ya, y no seas huevudo!- Trató Miguel de ocultar las lágrimas que, en efecto, relucían atropelladamente en sus ojos- ¿Cuándo me has visto tú a mí llorar?...

-Per...dó...nam...me, Mi...g...gue.li...to...- Repitió Sergio, al tiempo que sus dedos, con gran temeridad y el mayor de los desesperos, trataban en vano de alcanzar el rostro de su amigo- Pe...ro... es... que es...t...taba... co...mo l...lo...co..., t...tío...

-¡Eres la rehostia!

Finalmente, acudió la vecina. Traía consigo un edredón acolchado, y cubrieron el cuerpo tembloroso de Sergio.

-He llamado a la ambulancia. Está al venir..., no se preocupe. Y también a los Municipales, como usted me pidió- Le dijo la mujer con voz queda a Miguel.

Se puso éste en pie, sin dejar de observar a Sergio.

-Gracias, ... gracias por todo.

-No, por Dios... Y usted, ¿se encuentra bien?

-No se preocupe por mí... En cuanto a mi brusquedad de antes, he de rogarle que me perdone.-
Permanecieron inmóviles tras estas palabras de disculpa.

-¡Pobre muchacho!...- Exclamó todavía la vecina.

La entonación compasiva de aquella voz, como una última vibración de prolongada pesadumbre, habría significado una cruel tortura para Miguel, de no ser porque, en tales instantes, desde el helado exterior, sobrecogiéndoles, les desgarró el oído el penetrante alarido que emitiera la sirena de la ambulancia. Para desesperación de Miguel, aparecieron más vecinos, movidos por la curiosidad. Quedó expedita la gran puerta del zaguán. Una vez en la camilla, el abatimiento de Sergio se hizo patente entre sus profundos gemidos de dolor.

-¡M...mi...gue...lito, t..ío...- Intentó alargar su dolorido brazo Sergio, tratando de retener a su compañero en un último ruego.

-¡Voy contigo, Sergiete!... Estoy aquí,... no te preocupes por nada...- Trató Miguel de imprimir a sus palabras un acento tranquilizador, al tiempo que enjugaba sus lágrimas. Luego su mano se atenazó cuidadosamente al brazo desmadejado de Sergio, que había sufrido un desmayo.

Requeridos por la llamada alarmada de la vecina, y tras la ambulancia apareció un coche de la Guardia Urbana. La procesión hasta el hospital se le hizo interminable a Miguel. A través de las frías calles desiertas, aquel alarido siniestro se trenzaba en el moderado corazón de la noche, penetraba en la ceguera insaciable del alma, proclamaba un sacrificio de expiación al dios de la locura.


Recorrió Miguel el inmenso pasillo de hospital como se recorre el subterráneo de la muerte. Frío como el mármol muerto de la pasión. Más allá de la puerta por la que desapareció Sergio se abría una tenebrosidad iluminada, diáfana y fluida. Era como penetrar en el confesionario de la nada. Se cerró la puerta como se cierra el sobre de la despedida. Luego todo levitaría sobre esa especie de magnetismo que posee el morir voluntario. La noche y el recuerdo flotando sobre la inundación de la muerte. La languidez intoxicada del absoluto silencio.

Cuando Miguel volvió en sí, se enfrentaba ya al tono prudente de un policía.

-¿Era amigo suyo?...

Miguel empujaba ahora sus palabras entre lágrimas. Recordó de pronto algo que había leído una vez: “las noches mueren desesperadas por no oír sus gritos de dolor”.

-¿Era amigo suyo?...- Insistió el policía.

-C... compañero y... amante.

-¿Vivían juntos, entonces?...

-No.

-¿Su dirección?...

-La ignoro...- Aclaró Miguel. El nudo que se había instalado en su garganta le asfixiaba.- Imagino que constará en su D.N.I... Sus...-Trató inútilmente de contener sus lágrimas- Sus ropas... están ahí...-

-Es obligado que avisemos a algún familiar.

-No tiene... Sé que vivía... Sé que v... vivía...- Miguel no acertaba con las palabras. Se quedó enredado en la cadencia arrinconada de ese universo por el que se desgajan sombras humanas, como lo fue la de Sergio, que se hacen los encontradizos y aportan despertares de recién llegado al mundo de las aventuras, de las pasiones.

-¿Vivía?...- Aguardaba el agente-... Si no se encuentra usted bien, podemos avisar...

-Estoy bien... no necesito que avise a nadie...- Repitió Miguel como un autómata.- V... vivía... con una especie de... (dudó, como conteniendo un sollozo frente al marco negro del espejo de las infidelidades).

-¿Una especie de...?

-No sé...¡Qué hostias quiere que le diga!- Desbarró Miguel- ¡No lo sé!...

-¿Otro amante, no?... – Ironizó el policía, con la mirada fija en el rostro demudado de Miguel.

-¡Sí,... otro amante... quizás...! ¡Ya le he dicho que no lo sé!...- Repitió el joven, como alucinado. Y le tembló la boca: -¡Qué coño puede importar ya!...

-Tranquilícese- Se mostró comprensivo el policía.

Miguel hubiese querido buscar palabras atroces, pero únicamente hallaba la pureza de una resonancia, el concepto diáfano de una evocación, que permanecía como imaginada en lo inmutable: ... el cuerpo ágil y moreno de Sergio, la exquisitez burlona de su rostro, que llegaba de nuevo hasta él por entre el hall magnífico del hotel de Londres. Era enloquecedora su maestría en el movimiento. Y resultaba majestuoso porque ejercía sus artimañas con esa acomodaticia espontaneidad de quienes saben también acaparar el placer como un arte. Era el más hermoso predicador de las doctrinas del deseo. Y así había obrado ante Miguel, como intérprete solitario ante un espectador único, midiéndose con las trazas persuasivas y soñadoras del llorado Hefestion.

martes, 16 de junio de 2009

Aquel septiembre




Autor: Tassilon-Stavros




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AQUEL SEPTIEMBRE



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Pasaba yo unas vacaciones en Paros (isla cyclada de hermosas ermitas y molinos de viento que ofrecen una gracia, un aroma y un goce irresistible a los cultos humildes de sus gentes y a la curiosidad incansable de sus visitantes) con mi tío Michelis, que tenía un restaurante típico bastante famoso en el puerto de Parikia, y muy frecuentado durante el verano por cientos de turistas, siempre atraídos por su buena cocina. Era un lugar que me encantaba, y cuando recalaba en Atenas, casi siempre en el mes de septiembre, antes de empezar el curso en Madrid (donde continuaría con mis apasionantes estudios de psicología en la Universidad Autónoma), me lanzaba al pequeño transbordador que partía del Pireo y me plantificaba en Paros dispuesta a disfrutar, durante un par de semanas, de aquel lugar acogedor en compañía de mi tío predilecto, muy avenido con su soltería (aunque eran muchos los amores que se le conocían o achacaban, según divertidos comentarios de los vecinos de Parikia, y que él conservaba en un poniente de memorias, contándome (cuando yo le preguntaba sobre ellos) que “los tenía guardados en el bolsillo de su corazón para no dejárselos en este mundo cuando se fuera de él”.

Aquella tarde en el cielo de Parikia grandes nubarrones se oprimían, acechantes, sobre su siempre purificada rotundidad azulada, como describiendo signos abultados y deformes en aquel valle celestial siempre desnudo y desembarazado que parecía proteger fervientemente, con su eterna limpidez, nuestra isla de Paros. De pronto, todo aquel negro arropamiento se desgarró, y la lluvia, como un reguero brutal y rugiente, devorando toda percepción del pequeño puerto, arreció, extendiéndose como un telón de neblina que no dejaba ver nada más allá de unos cuantos metros.

El temporal vino siguiendo al transbordador de Atenas. Y cuando atracó por fin sobre las ocho de la tarde, la mayor parte de tabernas, cafés y tiendecitas que salpicaban el muelle tenían ya sus luces encendidas. Algunos de los turistas que viajaban en él buque se habían mareado, dadas las tremendas sacudidas a que se había visto expuestos. Mi tío y yo, junto con algunos clientes fijos del pequeño restaurante, contemplábamos a través de la cristalera como arreciaba la lluvia, y cómo bajo tan exasperante reiteración como la de los truenos y relámpagos se organizaba una divertida algarabía de gritos en el puerto, aunque las voces resultasen sonidos totalmente incongruentes. Muchos de los visitantes llegados en el transbordador de Atenas penetraron en el primer café que se les puso a mano.

Un joven, que se empleaba ahora en dar grandes zancadas, a fin de acortar la distancia que lo separaba de nuestro acogedora taberna-restaurante, tomó la delantera a otros muchos que le seguían, y penetró en el establecimiento, jovial y sonriente, resoplando, mientras se liberaba con toda rapidez de la mochila que transportaba en su espalda. Se hallaba empapado. Su escasa y chorreante vestimenta veraniega, casi invisible, alternaba sus hechuras sobre el cuerpo, como si conformasen absurdos taparrabos relucientes. Se entrecortaba su respiración. Gruesos goterones recorrían la limpia modelación de su rostro. Llevaba el cabello muy rasurado, que refulgía, al igual que su atractiva barba, también muy rapada y bien perfilada más allá de sus pómulos, bajo la luz del establecimiento. En cada ademán de aquel rostro moreno y no menos perlado por la acometida de la lluvia vibraba, he de reconocerlo, su masculina belleza. La veraniega camiseta y el pantalón tejano habían recibido, en su arrebatada carrera, los raudales incontenibles que sobre él vertiera aquella catarata incontenible de los cielos, y así se le adherían al cuerpo, como engrudados, permitiendo a mi mente maquinar, dado el placer que me producía contemplarlo, casi “morbosas” transparencias frente al más conciso y menudo de sus movimientos. Su magnífica espalda se incorporaba, simétrica y tentadoramente, a la ondulación voluptuosa de sus constreñidos glúteos, ahora lubricados por la húmeda estrechez del tejano. Sus muslos y piernas tenían también esa conjunción perfecta de las estatuas clásicas que a mí tanto me atraían. Me dirigí rápidamente a él, que ahora se quitaba unas minúsculas gafas y trataba de secarlas con una toalleta que había tomado de uno de los servilleteros que se hallaban sobre las mesitas. Yo me sentí casi en una especie de séptimo cielo, ¡a pesar de la lluvia!, cuando el joven me saludó con un sonriente ¡hola!, y pude comprobar que el visitante era español. Su voz quedó un tanto velada por el rumor del televisor, cuando me volvió a saludar:

-Perdona,...- Se excusó- “Kalispera” (‘buenas tardes”)

Yo me hice la tonta, y tan sólo le respondí con un apenas entrecortado “yásou” (hola).


-¿Poo ine, toilette,… parakaló? (¿dónde... lavabo, por favor?)- Se notaba a la legua que se había aprendido de memoria las típicas frases de las guías turísticas- ¡Toilette! ¿Entiendes?- Insistió- Bueno, es igual... Es que estoy chorreando- Añadió gesticulante, con esos ademanes tan característicos de la idiosincrasia latina- “I’m very wet”- Echó mano ahora del inglés por si acaso; y luego, ahuecándose la chorreante camiseta azul, exclamó: -¡Joder con la lluvia de los c...! “Sorry”- Se arrepintió- Bueno, como no me entiendes...- Y yo solapé una risilla.

Seguí riendo para mis adentros mientras le indicaba con un gesto expresivo de la mano que me siguiera. Abrí la puerta de un pequeño patio (siempre bajo la mirada asombrada de mi tío Michelis, que no comprendía a qué estaba jugando yo con aquel atractivo joven, haciéndole creer que no entendía el español) donde la lluvia repiqueteaba estruendosamente sobre un techado de uralitas, y le mostré, al fondo, el magnífico (he de insistir en que lo era) lavabo que el restaurante ofrecía. El me lo agradeció con el clásico “efcharistó”, y tomando su mochila corrió a cambiarse de ropa.

Pasado el inicial nerviosismo de la llegada, apareció de nuevo. Se había cambiado de ropa: tejano y una preciosa camiseta que le sentaba de miedo. A mí me gustaba tanto que, cuando se me acercó otra vez (estaba yo ahora tras el mostrador), me quedé sin respiro, casi aturdida o embobada, lo mismo da. Había soltado su mochila y colgado su ropa mojada en una de las sillas que se hallaban junto a la mesita que se disponía a ocupar. Me hizo un gesto antes, como pidiéndome permiso para dejar allí la camiseta y los tejanos humedecidos. Yo le sonreí afirmativamente.

-¿”Fagitó”? (¿comida?)- Inquirió él, con una expresiva y dulce mímica llevándose sus dedos a los labios. Yo no dejaba de sonreír ante el guapo muchacho, disfrutando ante la técnica de gestos por él empleada.

-“Ne, ne” (¡sí, sí!) –Repuse de inmediato.

El muelle de Parikia, bajo resplandor tan lívido como el de su cielo anubarrado, y con aquel encanto lacrimoso y amarillento que le prestaban sus lucecillas, asomaba ante los ojos de los visitantes como una de aquellas viejas fantasías tantas veces reflejadas en los aguafuertes impresionistas del diecinueve. Y en su horizonte, ahora brumoso por el aguacero, apenas parecía perfilarse ya el aliento del verano, pues toda la alegría del que fuera activo puerto, surcado por transbordadores, barcos pesqueros y algunos yates de recreo, se transformaba ahora en plañido casi otoñal. El joven había echado una nueva ojeada al exterior desde las ventanas. El calorcillo del restaurante le había reanimado. El establecimiento era muy acogedor, limpio hasta el delirio, plenas sus paredes de enmarcadas fotografías de la antigua Paros, y cerca del mostrador de baldosines, sobre un pedestalillo de madera, se exhibía la imagen disecada y negruzca de un pez enorme, pescado por sabe Dios quién (mi tío aseguraba que había sido él, pero yo sabía de sobras que eso no era más que una de las muchas trolas que tanto le gustaba contar a sus clientes)

-¡Mi madre, vaya bacalao!- Había exclamado mi atractivo visitante, sonriéndome, e imaginando, claro está, que yo seguía sin entenderle.

Yo me contuve la risa, y, más y más solícita, me di buena prisa en aliviar la mesita en la que él se había sentado de una inexistente capa de suciedad, repasándola obcecadamente con un blanco pañito ante la mirada divertida del joven.

-¿Pós ... se léne...? ¿Tú?... ¿Name? (¿Cómo te llamas?... ¿Tú? ¿Nombre?)- Inquirió de pronto él, volviendo de nuevo al inglés, y yo observé en su rostro una simpatía retozona, una irresistible atención investigadora a la que no pude resistirme. No podía tampoco (mágica y divertidamente imantada a él) apartarme del joven, como imponiéndome a mí misma cierta ansia absurda por gustarle ya hasta el fin. Y él me seguía mirando como un niño curioso... Acabé por tartamudear:

-“Me... l... léne... Vicky... Victoria...” (“Me ll.. llamo Vicky... Victoria”) –Y me temblaron las manos mientras le entregaba la carta: “To catalogo”...

Él la tomó y me respondió:

-¡Bonito nombre! That is english?… (¿Es inglés?)... Bueno, “járica” (“encantado”)... “Me léne Pablo”...

-¿Hispaniká? – Pregunté yo como una tonta.

-¡”Ne, ne, hispaniká!” (¡Sí, sí, español!) ... De Madrid...

-¿Milate heliniká? (¿Hablas griego?)- Le pregunté cómo habría hecho cualquier muchacha que se dejara llevar, como yo en aquel momento (aparte la broma de ocultarle mi procedencia española) de una encendida candidez, que no me liberaba ni por un momento (ni yo lo quería) del apetecible desmayo de satisfacción que me ofrendaba aquel infantil juego.

-¿Yo?... ¡No, no!... “Ochi, ochi... then mil... miló heliniká” (¡No no,... no... hablo griego”)... ¡Que más quisiera!- Añadió rascándose nerviosamente su recortada barba a lo Aquiles, y empezó a leer la carta. La verdad es que no dejábamos de mirarnos y yo, como extasiada, la leía al mismo tiempo que él: ¿Kotópoulo?...- Yo hice un gesto con las manos, como batiendo alas (riéndome) para que me entendiera: ¡Ah, pollo!...

-Sí... – Se me escapó la afirmación.

-¡Muy bien!,... en español: sí, sí... – Rió él, y yo me puse colorada, mientras mi tío Michelis se reía también al tiempo que servía a otros clientes, observando que no tardaría en escapárseme mi conocimiento del español (que era mi lengua materna).

-Bueno, pues pollo... – Me iba indicando él- Y... – Dudó, hablando consigo mismo- A ver... un poco de “tapeo”... esto... “kalamarákia”... calamar ¿no?... Bueno, en español... un poco de “psomi” (“pan”)... una copita de...

-¿“bira”?... – Aventuré yo.

-No, no “bira”... No me gusta la cerveza... Mejor “krasí” (“vino”)... Y “yiaourti heleniká” (“yoghurt griego”) con miel... “Honey”... como tú...- Solapó el piropo, lanzándome una mirada encantadora tras sus gafitas que le resbalaron un instante de la nariz mientras me observaba, y siempre convencido de que yo no lo entendía.

-“Baklavá” (“Pastel de miel”)- Le aconsejé yo, animándome, tentada ya de crear con él un conato de conversación,... pero aún me mordí la lengua: -“Good”... “Bueno” ...

-¡Ah, en español, ¿eh?... ¡Bueno! Muy bien, amiga... Pues, bueno,... “otra vez.... es que me repito, joder”- Se dijo para su capote- Comeré ese “baklavá”... Y más si me lo sirves tú... con esas manos y esa cara, chica... ¡Ufff! – Volvió a las andadas, casi con una especie de anhelo nostálgico porque pudiera yo entender sus requiebros.

Me fui contenta hacia el mostrador, seguida por su atractiva mirada que tan bien había sabido dosificar sobre mí, y como perdida entre tan sensual musiquita como la que aquel gracioso maestrillo español, cuyo nombre “Pablo” me embriagaba ya al igual que un torbellino; y que, como me dijo en broma mi tío, me estaba alegrando la penúltima noche de mis vacaciones en Paros.

Cenó Pablo, mientras yo observaba de hito en hito su cara de satisfacción, pues, sin que él me lo pidiera, yo le había preparado un “tapeo” griego de lo más fantástico, al que había añadido muchas especialidades de la isla, entre ellas una ensalada riquísima con queso y aceitunas (“eliés”) de las mejores de Paros: la “horiatiki”; y “souvlakiás” (“pinchitos morunos”), y varias porciones de apetitosa “astakós” (“langosta”), etc., ante el asombro de mi tío Michelis, que, siempre sonriente y generoso, no me dijo nada. Y no negaré tampoco que el recién llegado Pablo disfrutó como un cosaco con el banquetazo que se pegó. Mientras tanto, al tiempo que anochecía, escampó. Una nueva radiación se apretujaba ya en los frontis de los múltiples cafetines de Parikia. Eran como acogedores saloncillos que recordaban a los “pubs” ingleses. El gris monótono del cielo se había dulcificado y empezaban a aparecer las primeras estrellas. El aislamiento turístico se significaba ahora como una música recobrada. Ascendían ya los ecos de las voces por el puerto, y todo se animaba de nuevo merced a la complacencia un poco fútil y frívola que aporta el turismo. Pablo, que había tomado ya su mochila, pagó la cuenta, sin dejar de asombrarse (me miró dos o tres veces, y yo experimenté, al sentirme traspasada por sus ojos pardos, un goce riente y especialísimo) por el módico precio, arreglado por mí, que en la misma se hacía constar, y luego me preguntó:

“¿Xenodochio? (¿Hotel?)... por aquí cerca?... ¿Do you understand?... Cualquiera sabe cómo se dice en griego.- Bromeó.

Yo, con ademanes fáciles de comprender, y palabras griegas, por supuesto, ininteligibles para él, me ofrecí a acompañarle hasta el hotel, pese a sus negativas un tanto azoradas:

-No, oye,... de verdad, “efcharistó”, pero no hace falta... Tranqui, que ya daré con él.

Pero yo, haciéndome la jovencita incauta, no me mostré dispuesta a ceder. Percibí cierta excitación en su voz que aún me estimuló más a no apartarme ya ni por un momento de su lado. En todo ello se hallaba lo irrepresentable de ciertos perturbadores “transportes físicos”. Además, no hay mujer en este mundo que no haya vivaqueado alguna vez al calor de los cuentos románticos, y aquel escarceo, por muy cortito y estrafalario que fuera, y en el que prevalecía cierto aire de comicidad (al que yo había dado lugar ocultando mi identidad española), me aportaba toda esa emoción (o hilarante simulacro), que no siempre suele presentarse en la vida, de “pegarle por fin un mordisquillo a la fruta prohibida”. Ésa que aporta repentinamente el encuentro con la tan esperada zozobra que suele despertar en nosotros la sensualidad.

-¡Bueno, acompáñame si quieres!- Respondió él, convencido por completo, claro está, y amparándose, por ello, en mi “falso desconocimiento” del idioma español- Para mí será un gustazo... Si supieras como me gustas, amiga. ¡Ojalá pudiera explicártelo!... Con ese pelo rubio y esos ojazos,... y de tipo, ¡mi madre y mi abuela! – Seguía él requebrándome por lo bajini. Y yo le seguía, embobada, como tratando de ofrendarle una actitud amistosa y divertida, cuando en realidad no deseaba más que obedecer el dictado intemperante de aquella boca tan varonil y ahora tan deseada (dos o tres veces estuve tentada ya de hacerle partícipe de mi extravío, pues, en mi infantilismo juvenil, ya casi me estaba cayendo rendida a sus pies, y confesarle que también yo era de Madrid y que el español pugnaba por dejar a un lado la técnica de gestos por mí empleada para hacerme entender –expansiones que resultaban cada vez más disparatadas- y no escatimarle ya mi labia desproporcionada, como buena española que se deja arrastrar por sus emociones)-... ¿Sabes qué, grieguecita? – Me miró un instante (regocijada yo en las expuestas apetencias con que se desnudaban sus palabras, partiendo de aquella fantástica, varonil y apetitosa boca barbada) cuando, finalmente, nos detuvimos frente a la plaza mayor de Parikía, la Plateia Mavrogenous, en la que se alzaba el hotel Georgy, que yo le señalé con la mano, sin dejar de mirarle con una fijeza extasiada- ... ¡Joder, chica!- Cortó por un instante la frase con la que quería piropearme- ¡Cómo miras...! Te aseguro que si sigues mirándome así, con esos ojos azules, me lanzo... Ya, ya sé que no me entiendes,... ¡Mi madre, esto es para...!... Mira, mejor lo dejamos así, porque no quiero ni pensar en la noche que me espera... –Y otra vez me lanzó toda la caballería de sus ojos tras las gafitas- ¡Vale ya, Victorita... que me estás matando!... Lástima que no me entiendas, joder... ¡Uff, me marcho, porque me estás poniendo a cien!... – Pablo había empalidecido.

Para mi tormento, sentí que si seguía por aquella senda, aquel encuentro maravilloso acabaría pudriéndose, cuando podría haber sido tan fructífero. Él me tendió la mano, casi temblorosamente, esforzándose, en la medida de lo posible, por resultar cortés conmigo, y buscando, a la fuerza, cierta elasticidad más educada en su comportamiento amistoso. Trataba así, por todos los medios, de dar la espalda a la estimulante impetuosidad que mi compañía parecía haber despertado en él:

-Gracias, “efcharistó” por todo... Gracias también por haberme regalado la cena, porque ya me he dado cuenta de que el precio de la misma no tenía la menor consonancia con su calidad... ¡Por qué no me entenderás, joder!- Se lamentó de nuevo repentinamente- ¡Bueno, hay que j...! Que vale, Victoria,... que ha sido un placer conocerte... y que... que no voy a poder dormir... y que mañana vuelvo... y que si tú quisieras pasearte conmigo por la isla... ¡Mi madre!... Me voy... “Yasou”, que creo que también significa “adiós”... y a joderse...- (¡Se me va, se me va!, exclamé yo para mis adentros, ya desesperada y deseando acabar con la broma del idioma)... Pero Pablo aún se volvió un instante: -Oye, Victoria, ¿y qué tal si nos damos un beso de buenas noches? Un beso,... pero de amigos, un beso casto... de “kaliníkta” (de “buenas noches”)- Sus estimulantes labios se fueron acercando a mí tentadoramente- ¡Cómo coño se dirá beso en griego!... ¡”Kiss”, beso,… do you understand? (Otra vez volvía dale que te pego con el inglés, y yo estaba ya de los nervios)... Y no sólo beso... grieguecita- Musitó- ¡¡Besazo!!...

-¡Megalle fillí!, o si lo prefieres, “Megalle aspazmos”, que era cómo lo decían en la antigua Grecia, aunque yo contigo preferiría dejar aparte las viejas enseñanzas amistosas de Platón.- Exclamé lanzadísima, sin mostrar ya la menor circunspección, enfebrecida, descubriéndome por fin, y observando el encantamiento de aquellos ojos que ahora me observaban con estupefacta, bien que divertida, fijeza.

La ententórea carcajada que soltó Pablo se exprimió como un racimo opulento entre la blanca columnata de sus dientes perfectos. Su mirada cobró un centelleo augusto y apasionado; una mágica fusión con la azul brisa nocturna que traía hasta Parikia el más primitivo de los hechizos: la emoción expansiva de lo que habría de ser para mí el primer amor. Ese himno al más codiciado de los festines, que, siempre misterioso e indagador, atravesara mares, y, como me dijo Pablo, poco después, consagrara los más olímpicos altares humanos.

Nos quedamos los dos como sensibilizados por el más valioso de los ensueños. Y a partir de aquel momento Pablo me habló de los dioses helénicos como si fueran de su propia sangre, pero abriendo, juntos, nuestros postigos al presente.

No me cansaré de repetirme a mí misma que “fascinación es igual a tentación”. Y que las más firmes emociones pueden llegar así (¿fue de locos ese torrente apasionado de nuestros deseos?) a velocidad de vértigo. Pero los afanes libidinosos de la atracción entre hombres y mujeres no han de ser forzosamente “cantatas” al río de la lujuria. La belleza del amor se significa con el mismo placer con que se abarca toda otra sinfonía de lo bello. Pueden ser por tanto una revivificación fidedigna de lo estético, sin necesidad de que prevalezca en todo momento la extenuación erótica. La plenitud equilibrada del amor cultiva el sentimiento y estimula su evolución. Aunque no por ello los enternecimientos del amor han de dejar de ser tan genuinamente epicúreos (yo siempre he sabido que hay que rehuir toda superficialidad que pueda convertir en hostil una relación emotiva). Siempre me hará feliz recordar aquel palpitante arrebato en que nos vimos envueltos. Y que, en consecuencia, degradación alguna debe pesar sobre la pasión cuando la tengamos ante sí. Pablo aún asegura que es una “egregia mutación de los linajes divinos concedidos al hombre en la tierra”. Este “monstruíto mío” nunca reposa de su fiesta helénica. Parikía sigue abriéndose para nosotros como un mosaico lejano de los templos que más amamos. Es, como siempre me dice él, su “puerta de la luna, su propileo olímpico”

Y yo, como colándome de rondón en sus fantasías griegas, en ese misterio sagrado que lo trajo hasta mí en Paros, cuando lo beso y me besa, percibiendo ambos nuestros ardientes hálitos, sin que soseguemos jamás de dejar libres las misteriosas riendas de la pasión, ¡y si llueve mejor!, nos decimos como arrebatados siempre por un conato de nostalgia:

-¿Recuerdas rubia...?

-¿Y tú, barbitas, cuatro ojos?...

-¡Esta lluvia!... Él pequeño restaurante de Parikia...

-¡Aquel septiembre!..