"Quienes
contemplaban en ese momento a la reservada Emily la vieron palidecer
sobremanera y echarse a temblar. De repente dio un chillido: un segundo
después comenzaba a sollozar. Todos escuchaban, en helada inmovilidad,
con un nudo en la garganta. A través de las lágrimas de Emily, se
escaparon estas palabras: ... “Estaba allí, tumbado en su sangre... ¡Qué
horrible estaba!... Y... y se murió... ¡dijo algo y luego se murió!”...
Esto fue lo único articulado que pronunció la niña.... Dejaron a su
padre que la sacara de allí... Vio por primera vez –desde hacía tantos
meses- al capitán Jonsen y a la tripulación, amontonados en una especie
de jaula. ¿Qué le recordaba aquella terrible expresión en el rostro del
capitán, cuando sus ojos se encontraron con los de ella?... Los juicios
terminan pronto. La noche antes de la ejecución se las arregló Jonsen
para darse un tajo en el cuello..."
Resulta
sencillo proyectar sobre el lector esa simplicidad temática, a través
de la cual se barajan los esquemas, casi siempre intensos y
apasionantes, del mundo de las aventuras. Y en el que esperanzas,
frustraciones y dificultades se convierten en un arquetipo idealizado de
una fantasía sana, casi deportiva, sonriente, teñida a veces de cierta
ironía, entre marcos exóticos o épocas pretéritas, mitificadas por
superhombres optimistas, acrobáticos (fácilmente extrapolables a la
pantalla), o adalides sabelotodo, capaces de alcanzar con su impacto, a
través del cómodo y sutil vehículo de la literatura, a ese heterogéneo
lector cosmopolita.
El
barómetro intelectual, satisfecho (casi siempre) de su pasado
historiográfico, supo, pues, volcar en los libros, ya desde sus primeros
tiempos, ese toque ingenuo que otorga precisamente la grandeza épica,
sin perder de vista una cierta proximidad cronológica y, a poder ser,
geográfica, de cuantos pueblos habitan este planeta, ensalzando a sus
héroes, auténticos o ficticios, que siempre han ejercido un magnético
poder sobre las lectoras turbamultas, hasta convertirlos en mitos.
Homeros de los nuevos tiempos, orientados hacia los grandes y ya
desvanecidos fastos vividos por la humanidad, y que, sintiendo la vieja
fascinación romántica y épica de algún remoto “color local” (según el
país en que la confesada voluntad del escritor situase su potencial
estilístico, emparentándolo con la temática de las gestas que allí
hubiesen tenido lugar) vertían en sus técnicas narrativas un ritmo
prodigioso, que, muchas veces, por desgracia, podían llegar a formar un
rompecabezas histórico sin sentido.
Paralelamente
sobre estas obras pesaba la sombra de vastas polémicas entre
historiadores, que, por sistema, rehuían de su festines babilónicos de
autenticidad historiográfica, los aspectos folletinescos, el tono
sensiblero, el uso dramático excesivo, el falso esquematismo psicológico
de personajes que jamás existieron, y el no menos peligroso alegato
ideológico de cuantos héroes, tiranos o núbiles doncellas recorrieran
sus páginas. En efecto, porque en muchos de los grandes libros de
aventuras, entre otros aspectos creadores del artificio, sus personajes
(sin dejar de ser interesantes y resistir bien la carcoma de los siglos)
demuestran poseer una psicología rudimentaria, banal, y a galope del
encuadre subjetivo que crea, en el terreno de la creación literaria, el
gran evento conductor de la grandilocuencia, ya sea trágica o romántica,
más exasperada. La importancia o la extravagancia de las existencias de
sus campeones se hallan, las más de las veces, encerradas en una
absurda jungla de inaceptable contenido humano, y los conflictos en que
también se ven inmersos, aparte de su elementalidad enloquecida, pueden
acabar por transformar la herencia ilustrativa de la historia en un
circo “ortopédico”
Auténticos
arietes del mercado aventurero literario, que resonaron como
gigantescos artífices en la culminación emocional de la acción por la
acción, convirtiéndose en patrimonios culturales de primer orden de la
creatividad frente a aquella nueva gramática que proponía el recurso de
la inventiva histórica, fueron, entre otros miles, Walter Scott, Robert
Louis Stevenson, Herbert George Wells, Rudyard Kipling, Alejandro
Dumas Sr., Emilio Salgari, y, muy especialmente, Julio Verne. Pero al
citar estas formulaciones teóricas de tan bello arte literario, en el
que muchos de estos autores, con sus óptimos relieves descriptivos,
descubrieron una furtiva macrofisonomía dramática del hombre, a veces
ignorada, es obligado también mencionar que al espolear esta cultura
épica, trataron, al mismo tiempo, de asir el secreto estético del
tiempo, captando en sus escritos porciones de realidad elegidas con
determinada y agradecible perspectiva. No cabe duda, sin embargo, que
cualquier seísmo, por muy pequeño que sea, puede sacudir cimientos. En
consecuencia, al límite de las contradicciones artísticas, exuberantes, y
visionariamente épicas ya mencionadas, se halla esta distorsionadora,
espléndida y antológica reflexión sobre la novela de aventuras que
supuso “Huracán en Jamaica”.
El
lector capaz de librarse de ese sarampión intelectual, tantas veces
contagiado por un formalismo más plausible, y que sea capaz de separar
la ganga más convencional de lo “realmente válido”, se verá, en un
instante, sumergido en el remolino luminoso de esta tragedia aventurera,
tan lírica como angustiosa, tan poética como magistral, en todo lo que
se refiere a su transpiración de auténtico amor hacia la tierra, el
paisaje, el cielo y el mar, bien que inquietante en su objetivo,
negativa en su heroicidad, y ambiciosa e inflexible en cuanto a la
complicada psicología (intrincado camino en el que ahondar) de sus
personajes infantiles. Y a través de ellos (una irracional, aunque
verosímil, cohabitación única entre niños y hombres), asistiremos a una
macabra “vuelta de tuerca” de cuanta potencial explicitación puede
arrastrar consigo la “nefanda crueldad que el insondable candor de la
niñez encubre”.Y que depurado en esencia hasta sus últimas
consecuencias, más allá de los arcanos implacables de la fantasía (desde
la lógica que promueve el involuntario reflejo moral del desequilibrio
en que vive la mente infantil), puede llegar a vampirizar, tiranizar, y
transformarse en el ogro monstruoso, que, como en la novela, convierta a
una pequeña colectivización de hombres, anacrónicamente sumidos en el
seno de las viejas mitologías del pirateo en los mares caribeños, en una
espectral procesión de cadáveres vivientes, faltos de toda voluntad, y
hasta de la más elemental malignidad, y que tan sólo parecen habitar en
la “subjetividad maliciosa” de los niños, ingenuamente maltratados por
su pueril imaginación, si nos atenemos a la contrapartida que supone su
inocencia.
Y
dado que la niñez siempre enmudece ante lo que no alcanza a comprender,
los patéticos filibusteros de “Huracán en Jamaica” (una vez acentuando
el extremismo de las soluciones formales frente a unos actos de pirateo
y secuestro “más que sabidos, intuidos”, a los que les será aplicada la
futura e irrefutable condena de la sociedad adulta de las naciones más
civilizadas) acabarán por recorrer, atrapados por tan “deletérea”
convivencia, esa especie de campo de batalla que resulta tan mortífero
como todos aquellos en los que se fecundaran tantas semillas
“hedonísticamente heroicas”, y que maduraran en el ciclo espectacular de
aquellos nuevos recursos estilísticos y documentales que inspiraron las
más representativas hazañas de los relatos aventureros en tantos
escritores de renombre.
Los
apabullantes episodios intimistas que encarrilan los sucesos colectivos
de esta excepcional novela, de fuerte inspiración realista, abren una
nueva dimensión, no meramente ornamental, dado el exotismo de que se
reviste, sino dramática, en su vertiente, como dije, más racional y
psicológica, dada la meritoria labor introspectiva que de la mente
infantil hace gala su autor, Richard Hughes. Despojando la obra de todo
el artificio que conlleva la aventura clásica, “acecha y ahonda” en el
desasosegado pensamiento de los protagonistas del libro al tiempo que en
el del posible lector. Una prolongación y una superación del realismo
más incisivo, que se aleja años luz de los aquelarres fantásticos de los
cuentos de Andersen. El sujeto emocional de la acción trasvasado a las
perspectivas vivenciales del utópicamente inofensivo intelecto infantil.
O lo que es lo mismo, la batahola de la existencia vista desde la
fantasmagoría mental del niño, que es como un ribete onírico que lo
separa del más explorado mundo adulto. Todo lo cual nos aniquila
moralmente, pues no hay más monstruos ni más espectros que los de la
acomodaticia elucubración capaz de situarse en el punto de vista de cada
personaje, ya sea adulto, y poco inteligente, cuando no debería ser
así; ya infantil, y por tanto irresponsable, como debe de ser, sin que
por ello la presida la necedad.
...
“Pasaron las semanas en un navegar sin rumbo. El transcurso del tiempo
tenía para los niños –una vez más- la contextura de un sueño. Cada
pulgada del barco les era familiar... Se dedicaron tranquilamente a
crecer. Y entonces le sucedió a Emily un acontecimiento de importancia
considerable. De repente se dio cuenta de quién era... Había estado
jugando a las casitas en un escondrijo de proa, detrás del cabestrante, y
cansada de jugar, vagaba por la popa, pensando confusamente en unas
abejas y en una reina de las hadas, cuando de pronto le cruzó como una
exhalación por su espíritu que ella era “ella”... Pero le bastaba para
poderse formar una idea elemental del cuerpecito que –ahora se daba
súbita cuenta de ello- le pertenecía. Se echó a reír: “¡Vaya!”, pensó.
“Mira que haberte pasado esto precisamente a ti.” “¡Tendrás que
resignarte a ser una chiquilla, y crecer, y envejecer, antes de que
puedas salir de esta endiablada carraca!”... Así, con las
exigencias inextricables de la evolución, logra determinar Hugues la
emoción con que, en la inteligencia privilegiada de su protagonista
infantil Emily, se produce, desde la confusión que en la mente de los
niños genera el bien y el mal, la verdad y la mentira, lo real y lo
imaginario, la “exhumación” individualista de nuestro cuerpo, la
accidentalidad emergente del propio “yo” , transmutador y claramente
discernible del de los demás.
Todo
esto y mucho más alimentará, por tanto, nuestra devoción por penetrar
en el texto literario. Detengámonos un momento en lo que sí es
definible, pero devoremos como buenos lectores, cada una de las
apetecibles individualidades que conforman el colectivo humano de la
obra: “Paraíso jamaicano, a mediados del siglo XIX . Tras un huracán que
reduce a escombros las posesiones de la familia británica Bas-Thornton y
la criolla Fernández, siete niños (accidentalmente “secuestrados” al
ser abordado el buque en que viajan rumbo a Inglaterra para su educación
por la caricaturesca tripulación de piratas -último aliento aventurero
del añejo mar caribeño- que preside el capitán Jonsen, y el cual dista
mucho de ser el rudo y desalmado marinero al uso) se integran a la
teatralidad irreflexiva del arcaico colectivo pirata. Una convivencia
que da rienda suelta a ciertos métodos paradójicos de autoexamen: desde
la inocencia a la crueldad, desde el humor al pánico. Una pirotecnia
literaria que es capaz de pulsar gozosamente el sistema nervioso del
lector, merced al subjetivismo en el que postula la hermética
agresividad de la infancia, similar al espectáculo circense de la
payasada risible, aunque discutible y desconcertante de la malicia
humana, aunque sea en su faceta más primaria o pueril. Y que subyuga
nuestro intelecto a través de tan impresionante despliegue de
profundísima psicología narrativa como la que conforma ese arco
reflejo de un mundo que va de la equívoca idea de la puericia
irresponsable a la no menos equívoca exaltación del sentimiento, y del
sentimiento fugaz e insostenible de ese fraude que tantas veces
significa el cariño infantil, arrojado pero olvidadizo, a la idea de su
casi imposible perdurabilidad en nuestra existencia.
Nacido
en Weybridge, localidad galesa, en 1900. Richard Hughes alcanzó la más
alta notoriedad como magistral narrador con "Huracán en Jamaica",
publicada en 1929. Famoso más tarde por especializarse en la literatura
fantástica infantil, cuyo título más recordado fue "El perro
prodigioso", y que se publicaría un año después de su muerte, en 1977.
Inspirándose en las afamadas epopeyas de su amada Gales, fue autor de
hermosos dramas poéticos. Murió en Talsarnau en 1976.