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sábado, 12 de junio de 2010

Amada voz


 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros






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AMADA VOZ


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Voz que surte de mi tiempo recluido y alcanza mi figura pesarosa. Cuando te busque en las distancias ciegas y calladas para otras gentes, reconcíliame con la conciencia y el tiempo. Sé mi águila y mi dios. Pero no busques en mí holgura para oraciones. Oculto en mi corazón la crónica pormenorizada de mi temperamento profuso, descarnado en el aturdimiento. Soy preso que duerme con hábito del que ha de ser ajusticiado, sin esperanza ni alimento. Devora mi avidez. Y si me acuso de vanidad e ira, derríbame como al jinete del miedo, aunque me veas duro y pálido, fingiendo no padecer en mi silencio de insensatez.
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Eco que me otorgas tanto bien y que no ofrendas el paso roto del enlutado sobre esa razón que tantas veces nos justifica para el daño. Cuando me veas herido, aunque lo niegue con clamor rencoroso, helada sangre bajo mi desnuda piel, escudriña en lo que el truhán no dice. Y, aunque no me acuse, sé mi libre halcón. Brinca sobre esta carne de contrición. Y confiésame. Yo finjo vivir como santo de piedra. Y miro sin ver, pero, tú lo sabes, en cárcel duermo. Y tras la reja se escapa un grito áspero de ave loca. Demencia que retoza en mi corazón. Y es mi sombra opaca y aciaga. Un ciprés fantasma frente a un olvidado panteón.
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Lengua que humilla mi despotismo, mi halagada vanidad, mis rabias tenebrosas. Cuando no halle senda en la que debiera arrepentirme, no te erijas en oración fúnebre, aunque frente a ti yo descubra trastornos y cavilaciones. Sé mi valimiento. Mi letra exaltada. Rehabilítame con tu rito y milagro. Desbórdate sobre mí con tu porción de noche estrellada. Soy el enfermo que tantas veces alumbró despojos con cirio devorado. No me encierres de nuevo en mi tiniebla de cementerio. Y favorece al hombre socarrón que, estando muerto, se creyó ensalzado.
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Invocación interna que desmenuza virtudes, brote virgen en los torbellinos de mi sangre. Cuando te reciba con recelos, abismados mis ojos por moradas ojeras, sé blanda y maternal. Y si de ti desconfío con el estupor de mis arrebatos, es porque, recordando mis culpas, lloro. Y de mis malintencionadas obras recuerdo su mal. Socórreme en este trance, porque aún soy criatura de espíritu harapiento que se oculta en su guarida. Un renegado que vibra de anhelos heroicos. Participa de mi pasión de hombre. Sé amorosa con este acorralado de humanidad primitiva. Con este reo que sutiliza el sentimiento sin desposarse con la huida.
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Calentura que por fin vitorea inflamadamente el aleteo poseído de mi aura enfermiza, arráncame del convite de la congoja. De las fealdades de mis cicatrices, de las ferias de los mercaderes que resucitan su hediondez sobre las ciudades húmedas y doradas. Es un humo inmóvil que huele a sahumerio. Una sangre maldecida que se cuajó en su origen de desventura. Un clamor en aire cerrado que nunca renueva su lectura. Arrebátame de los horizontes cegados. Sé mi ejército. La batalla gloriosa que me pueda salvar. Poseo un antifaz de sombra en mis mejillas. Angustias que con mis lágrimas he de expiar. Mantente al acecho de este lisiado y guíame con infantil sorpresa. Sé mi celadora. El requiebro inspirador que aliente mi imaginación loca. La amancebada temblorosa. La sacerdotisa desamorada del mundo. Mi ave peregrina. La postrer concupiscencia que bese mi boca.
 
 

martes, 8 de junio de 2010

Arqueología





Autor: Tassilon




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ARQUEOLOGÍA


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Arqueología, espumas y sangre, lengua de piedra, relumbre de agua oxidada. Círculo fantasmal de anhelos heroicos tras un descolorido y gigantesco friso de muertas imágenes. Temporales de enseñanzas, genética de pasiones, cuyos suspiros de piedra transportan memorias, asfixias y desconsuelos. Y el clavo negro entre las frondas guerreras del hierro. Es la historia que implora, que teje el pasado con grácil aderezo de diosa. Y añade al ensueño sus tronos perdidos, las bóvedas viejecitas que guardaran su inmortalidad conspiradora y sinuosa.
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Y bajo la caricia del sol, un oculto milagro de expiaciones. Prodigios que pasaron como suspiros en bocas marchitas. Doncellez presurosa del tiempo, veloz mensajero extraviado en una orfandad de tiniebla temerosa. Pedregal que nos arrastra entre una sed que no halla su agua. Precioso heraldo de astillada sien, hijo eterno que plañe por la madre muerta. Querencia que brota a empujones entre guaridas de roquedal y muestra su libro de arcilla, ornamento de lectura renovada, urdimbre de una escritura apologética.
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Rumor de osadías que, entre los escombros, luces liba e inunda el tiempo de clamores pregoneros, pechos encerrados que supieron de lloros, rezos y atormentadores acosos traicioneros. Flor de piedra antigua, néctar de un tejido de sensibilidad perdida. Origen de desbordadas mieles que nos atrae como a la abeja. Seductora mirada, documentación frondosa. Zarcillos de mármol que aún tiemblan. Estatuas desnudas. Huérfanas que, tras morir en soledad, lloran de nuevo y nos besan. Viejos jardines ocultos, ahora flameantes, que demandan nuevas promesas.
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Súplicas de locuras desesperadas. Calles, edificios, amores. Ciudad con una sola mirada, que muestra sus tribulaciones. Recintos pedregosos en el abandono pastoral que ocultara crueldades. Yeso entre las uñas que arañaran pinturas. Cortezas de argamasa, una vez paredes regias. Vínculos de oscuras voluntades entre pormenores y crónicas impuras. Y tras el reloj gregario de las multitudes, episodios viajeros, visiones exhaustas, trastornos de esclavitud, máscaras de encías abominables por entre visajes poseídos, convulsos y aventureros. Sabiduría de reyes, arrebatos perdidos en los horizontes donde fermentaran, de los hombres, cerrando sus paisajes, sus pilares de argollas, sus posos y hieles.
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Siglos hundidos por ríos que arrullaran pueblos. Cuando el nácar precioso de la arqueología abre su episódica soledad interior, retornan pasadas peregrinaciones, sus caravanas patriarcales. Una grandeza que estuvo sola. Una hora cautelosa. Un filo que hendiera gargantas. Un amor que maquinara escándalos entre el sonrojo denodado de su voluntad ardiente, fría e insidiosa. Ojos y congojas, regocijo y culpa, dioses y santos. Vuelven los horizontes cegados. Y del ímpetu y de la pasión sus redobles metálicos. De nuevo vela la historia. Y los amores escritos con su sangre. Penitencias que se marchitaran entre sueños amancebados.
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Arqueología, vetusta, nobiliaria, tapiz de aposentos hondos. Vestuario extinto que calafateara ventanas furtivas, y recogiera, empecinadamente, reniegos y milagros, ferias de cortinajes y ornamentos. Mastín de palacio murado entre los frescos. Letárgica imagen que, enceguecida por tenebrosa rabia, se suelta de su soga para mostrarnos la mocedad vanidosa, la prisa de los héroes, el fatalismo de los templos. Halagada devoción que rompe sus sombras. Manantial callado que ahora fluye sorprendido. Mata verde que resucita entre suelos sagrados. Altar humillado que aparenta no recoger episodios, y guarda su vida entre misteriosas fiebres perniciosas, sola detrás de nosotros. Dolor ilustre en el refocilo infernal del tiempo. Momificado escándalo de carnes entre sus siglos propicios. Manto calcinado. Losa rígida flagelada por ramaje yerto. Gusano espectral que se crece guardando un latido. Y que, devorado de amarillo, guarda terrores de criaturas, semejando estar muerto.