Autor: Tassilon-Stavros
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ATILA: "EL FIN DEL AZOTE"
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470 d. C. retrato de Atila, dibujado por Santa Marina.
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Atila tenía ya mujeres en abundancia y podía renovar su harén siempre que se le antojaba. Pero se guardó el anillo y de vez en cuando lo sacaba con la pretensión de casarse con la princesa romana, y, sobre todo, de meter en sus arcas la dote que él mismo fijaba de vez en cuando en una o varias provincias del Imperio. Pero se trataba solamente de uno de sus acostumbrados chantajes para conseguir un aumento del tributo y algún que otro regalo añadido a las propinas habituales. En el año 450, Honoria que ya tenía más de treinta años, fue devuelta a su hermano Valentiniano, al mismo tiempo que le llegaba un nuevo mensaje de Atila que con los mayores miramientos le decía que la consideraba su prometida y la dueña de la mitad de del Occidente. Valentiniano contestó que Honoria estaba ya casada, lo que tal vez era una mentira de aquel emperador títere, y que la sucesión en el Imperio estaba regulada por la vía masculina, no femenina. Pero Atila había decidido ya la guerra y así tenía que ser. Durante meses enteros preparó su ejército, que en realidad no era tal ejército, sino toda la nación en armas, según la costumbre bárbara de la horda. De manera que cuando se dice que avanzó con setecientos mil hombres, no debe entenderse setecientos mil soldados, sino tal vez setenta u ochenta mil. De esta masa, los hunos eran una minoría y constituían la caballería. El grueso de la infantería estaba formado por las tribus germanas sojuzgadas: los rugios, los scirios, los restos de los francos, los turingios y los burgundios que no habían tenido tiempo de pasar con sus hermanos el Rin, y, especialmente, las dos familias godas, los ostrogodos y los gépidos, a los que Atila gabía sometido por entero. Los ostrogodos se habían distinguido especialmente en el ejército huno y su rey Ardarico {nacido en el siglo V- se desconoce el año- y fallecido en el 460} gozaba de una posición de favor en el estado mayor de Aetzelburg por ser uno de los seguidores más fervientes de Atila.
La razón por la que este ejército polícromo y políglota, cargado además con los carros que transportaba las familias de los guerreros y una inverosímil cantidad de víveres, comenzara desde Francia el asalto de Occidente es algo que no conocemos con exactitud, pero tal vez esté en la guerrilla surgida entre los bárbaros allí instalados. El predominio de los francos no se había afirmado aún,. Se lo disputaban los visigodos que, después de la muerte de su rey Valia {gótico Waljan -385-418}, habían formado un reino bastante sólido cuya capital estaba en Toulouse. Los sajones se habían instalado en las costas de la Mancha, los hercúleos estaban en Saboya, y los escasos alanos no absorbidos por Atila y arrastrados por los vándalos hacia el Oeste, formaban una isla independiente en Provenza. Por todo ello, no podemos saber con certeza qué quedaba de la autoridad romana en aquellos países ocupados por el aluvión de los bárbaros. Pero aún debía haber una brizna, representada por algún prefecto o algún cuestor o por unos regimientos dispersos en Lyon, Arles y Narbona que procuraban salir adelante aprovechando las rivalidades que dividían a los contrarios. De vez en cuando, los representantes imperiales se aliaban con los visigodos contra los sajones o con los sajones contra los burgundios, y así alternaban efímeras victorias con pasajeros fracasos. En realidad, la única misión que los romanos cumplían aún en estas provincias occidentales era la conversión de los bárbaros a un cierto respeto de la cultura latina, de la lengua y del orden legislativo y administrativo. Pero como influencia política ejercían ya muy poca.


Nada de esto impidió a Atila destruir una tras otra las ciudades de Reims, Cambrai, Tréveris, Metz, Arras, Colonia, Amiens y París (Lutetia), que era todavía una pequeña aldea, y descender por el valle del río Loira dejando detrás de él solamente un cúmulo de ruinas humeantes, hasta Troyes, cuya salvación parece atribuirse a otro hecho medio milagroso, aunque no sepamos cual fue. Lo único que al parecer se sabe es que allí fue el obispo Lupo {¿?} quien se presentó a Atila para suplicarle que perdonara a su ciudad. Y Atila, incomprensiblemente, aceptó, pero con la condición de que el santo varón rogara por él y la victoria de su ejército. Lupo no tuvo más remedio que hacerlo ganándose desde luego la gratitud de sus conciudadanos, pero dejándonos a los hombres de la posteridad un tanto perplejos no sólo acerca de su patriotismo, sino también sobre su fe religiosa, puesto que durante la batalla se encontraba en el campo del huno pagano e idólatra conjurando al cielo -que, por otro lado, no debía hacerle demasiado caso- para que le concediera la victoria sobre los cristianos, empeñados con él en una lucha mortal. Lo gracioso del caso es que, como Lupo rezaba en latín, cabe la posibilidad que en realidad lo que le pidiese a Cristo fuese lo contrario de lo que había prometido, y Atila, desconocedor de dicha lengua, no entendiese de la misa la media de lo que Lupo estaba rogando al cielo del Dios cristiano.


La cruenta batalla, comúnmente llamada de de "los Campos Catalaúnicos" tuvo lugar en la llanura de Mauriac en el 451, y fue terriblemente sangrienta. Según Jordane -funcionario e historiador del Imperio Romano de Oriente durante el siglo VI-, quedaron en el campo 162.000 cadáveres, pero el resultado sigue siendo hoy un misterio. Teodorico cayó al frente de los suyos. Y Atila hubo de replegarse. Pero lo hizo ordenadamente, sin que el ejército romano-visigodo comandado por Ezio lo persiguiera. Se dijo que éste tuvo quizá la sospecha de que si aniquilaba a la horda huna Valentiniano y el Imperio no lo necesitarían más. Turismundo {420 – 453}, que sobre el mismo campo de batalla había sido aclamado rey de los visigodos después de la muerte de su padre, Teodorico, tenía también sus razones para no insistir. Su sucesión podía ser discutida por parte de sus hermanastros, que se habían quedado en Toulouse, a donde no quería regresar con el ejército deshecho. Desde luego, todo esto son suposiciones, pero desgraciadamente no tenemos nada mejor para explicar el extraño episodio, dejando al bárbaro Atila que se replegara tranquilamente tras el final del terrorífico combate. Sea como fuere, en la llanura de Mauriac se decidió la suerte de Europa. Y Europa tenía que quedar en poder de los germanos y de los latinos.
No era de esperar que aquel aterrador y orgulloso huno como era Atila, rey de una horda salvajemente organizada y conquistadora por la sangre de una parte de la Europa norte, se resignara a la derrota. Y en efecto, cuando regresó a Aetzelburg al término del verano del año 451, se dedicó con todas sus fuerzas y nuevos anhelos de conquista a preparar el desquite por el revés que había sufrido. En la primavera del año siguiente se puso en marcha con su fervoroso ejército, ansioso de nuevos botines, pero no por el camino del año anterior. Con la audacia que les caracterizaba, cruzaron los Alpes Julianos y descendieron a la llanura véneta. Atila había comprendido que los romanos hubieran acudido de nuevo a la Galia en ayuda de los visigodos, pero que en cambio los visigodos no acudirían a apoyar a los romanos en Italia. Y los acontecimientos le dieron la razón. Ningún ejército de Roma se presentó para cerrarle el paso. En su nuevo recorrido, como era de esperar, los pequeños pueblos y sus aterrorizadas gentes huían en desbandada. Y algunas de las ciudades más importantes le abrían sus puertas.
Una sola las cerró disponiéndose a resistir: Aquilea. Era, en aquellos tiempos, una gran ciudad que hacía la competencia a Rávena y Milán. Se hallaba situada en la desembocadura del río Isonzo en el mar Adriático. Nacida en el año 181 como colonia romana, se había desarrollado después enormemente como centro comercial gracias a los intercamvios comerciales con Germania, con Austria, que por el entonces se llamaba Nórica, y con Yugoslavia, llamada Iliria. La población de Aquilea era una mezcla de italianos, germanos, galos celtas y tránsfugas de todas las tribus que emigraban empujándose unas a otras, a Hungría (Panonia) y a Rumanía, gente activa que, entre otras cosas, se había construido un cerco de muros y sólidos bastidores. La Iglesia mantenía allí incluso un metropólita (arzobispado), cuya diócesis se extendía desde Verona a la Croacia.
Una sola las cerró disponiéndose a resistir: Aquilea. Era, en aquellos tiempos, una gran ciudad que hacía la competencia a Rávena y Milán. Se hallaba situada en la desembocadura del río Isonzo en el mar Adriático. Nacida en el año 181 como colonia romana, se había desarrollado después enormemente como centro comercial gracias a los intercamvios comerciales con Germania, con Austria, que por el entonces se llamaba Nórica, y con Yugoslavia, llamada Iliria. La población de Aquilea era una mezcla de italianos, germanos, galos celtas y tránsfugas de todas las tribus que emigraban empujándose unas a otras, a Hungría (Panonia) y a Rumanía, gente activa que, entre otras cosas, se había construido un cerco de muros y sólidos bastidores. La Iglesia mantenía allí incluso un metropólita (arzobispado), cuya diócesis se extendía desde Verona a la Croacia.




Concilio de Calcedonia (año 451)
Fue él quien se enfrrentó, en el Concilio de Calcedonia {8 de octubre y el 1 de noviembre de 451 en Calcedonia, ciudad de Bitinia} con los historianos y monofisitas {sólo se puede hablar de una única naturaleza divina de Cristo} que pretendían introducir sutiles discriminaciones entre Cristo-Dios y Cristo hombre, y puso en marcha aquel sistema de preceptos que cerraría el camino a ulteriores desviaciones religiosas. Era por tanto un hombre sólido, animoso, dotado de buen sentido, de gran carácter más que de gran inteligencia, animado por una fe sin vacilaciones ni tanteos, y convencido de que la disciplina y la obediencia valían más que la caridad. Atila se encontró frente a frente con él en el verano del año 452, a orillas del río Mincio, a donde había ido a su encuentro. Nadie sabe cómo se desarrolló la entrevista porque nadie tomó nota de lo ocurrido. Corrió el rumor de que la insolencia había abandonado de pronto al no menos endiosado huno frente al Papa que, crucifijo en mano, lo conminaba a salir de Italia. El gran pintor Rafael {Raffaello Sanzio-Urbino, 6 de abril de 1483-Roma, 6 de abril de 1520} ha representado la escena en un fresco. El fresco es admirable, pero la escena históricamente nos parece poco verosímil. Atila no era un tipo que se dejara impresionar y además era pagano hasta los tuétanos, y, por ello, no demasiado atento para con quien le hablara en nombre de Cristo.

Dado el sesgo de los acontecimientos, nos parece la hipótesis más probable la de que Atila se hubiera dado cuenta en aquel momento de los primeros síntomas del mal que poco después acabaría con él. Sufría unas fuertes hemorragias nasales acompañadas de vértigos, y tal vez, supersticioso como era, pensó que Italia le daba mala suerte. Pero tampoco debe excluirse el que el Papa León, mezclándose con aquel estado de ánimo suyo, le produjera un fuerte efecto y diera el golpe decisivo a su tentación de renuncia a invadir y saquear Roma como hizo Alarico. No preguntó irónicamente como haría mil quinientos años después su casi consanguineo Stalín {Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Iósif Stalin o José Stalin, nacido en Gori, el 6 de diciembre o 18 de diciembre de 1878-Fallecido en Moscú, el 5 de marzo de 1953} : "¿El Papa? ¿Cuántas divisiones acorazadas posee?". Lo cierto es que Atila trató con la mayor consideración al inerme purpurado de la Iglesia cristiana. Y, aun repitiendo su pretensión a la mano de Honoria y la
amenaza, si no se la concedían, de volver al año siguiente a tomarla
por la fuerza, se volvió a las llanuras magiares, tomándose un descanso
necesario tanto para él como para su horda en la destartalada capital de
Aetzelburg..Allí concluiría el viaje póstumo de Atila. Cuenta el historiador Jordane que, apenas llegó a su ciudad, el terrible huno, asolador de las múltiples ciudades occidentales que había recorrido con su horda, se arrepintió de su propia indecisión, y volvió a ponerse en camino hacia la Galia para vengarse de los visigodos y fue derrotado por segunda vez. Pero la Historia rechaza este episodio. Atila envió un insolente mensaje a Marciano conminándole a pagar el tributo acostumbrado, y después trató de consolarse de las desilusiones sufridas en Occidente tomando como mujer a una bellisima jovencita llamada Ildico.
La noche del banquete nupcial, por primera vez en su vida se excedió en su costumbre y comió y bebió en abundancia. Después subió a la cámara nupcial y la mañana siguiente lo encontraron muerto, ahogado en su propia sangre, junto a la joven esposa que sollozaba.. Se habló de envenenamiento y de regicidio. Se insinuaron otras hipótesis que la decencia impide contar. Pero la más verosímil que es también la más sencilla, es que debió de tratarse precisamente de una hemorragia, más fuerte que las que ya había tenido. La tristeza de los súbditos fue casi tan grande como el alivio de los enemigos. Según la bárbara costumbre, se arañaron y se cortaron el rostro, de manera que fuese inundado de sangre viril y no de lágrimas de mujercilla. El cadáver quedó primero expuesto en una suntuosa tienda alrededor de la cual los jinetes hunos galoparon locamente y durante mucho tiempo cantando himnos fúnebres. Después fue colocado en un ataúd de oro, éste en otro de plata y el de plata en uno de hierro, que fue conducido en secreto e inhumado con algunos cofres llenos de joyas, de manera que no pudiera considerarse pobre ni siquiera una vez muerto. Por último, como había ocurrido con Alarico, los esclavos que cavaron la fosa fueron muertos inmediatamente para que no revelaran el lugar en que había sido enterrado. El cargo de enterrador, en aquellos tiempos, no era muy apetecible.


El fin de Atila fue automáticamente el fin de los hunos, y esto nos demuestra precisamente qué pequeño, en el fondo, había sido el grandísimo y terrorífico Atila, "el azote de Dios", como lo llamaban los romanos. No había sabido crear nada que pudiera sobrevivirle. Los numerosos hijos que tuvo de sus diversas esposas no supieron ponerse de acuerdo acerca de la sucesión o se la ganaron con más de una sangrienta revuelta. Comenzaron los gépidos por su rey Ardarico. Siguieron los ostrogodos, conducidos por los tres hermanos Amal. Y tras ellos los suevos, los hérulos y los alanos. Mernak, el hijo predilecto de Atila, aceptó instalarse con sus pocos secuaces en la Dobrudja, región histórica localizada entre el curso bajo del Danubio y el Mar Negro, incluido el delta del Danubio, y la costa de Rumanía, reconociendo allí la soberanía del Imperio de Oriente y aceptando su protección. Ellak, el primogénito, murió en una batalla sostenida con los gépidos, que se constituyeron en Estado independiente en la Panonia (Hungría). Los ostrogodos acamparon en Nórica (Austria) y Croacia, y los hérulos en Carintia (una parte de Noricum). En pequeños grupos, la mayor parte de los hunos recorrieron una vez más los caminos del Este para perderse de nuevo en las estepas rusas. Al cabo de unos años, en Europa ya no había traza de ellos, ni siquiera después de la muerte de Alejandro de Macedonia se había producido una disolución tan fulminante. Tanto fue así que, como algún historiador ha escrito, se cae en la tentación de preguntarse qué misión pudo haber confiado la Providencia a Atila como no sea la de demostrar precisamente que la Providencia no existe. Pero esto no es del todo verdad porque, aun no logrando edificar nada duradero, Atila hizo algo, aunque fuese involuntariamente. Fundó Venecia. Fueron, en efecto, los fugitivos de Aquilea, de Padua y de las demás ciudades vénetas arrasadas por él quienes para escapar de otras desventuras de este género causadas por la siniestra horda de los hunos, se refugiaron en los islotes de la gran laguna que hoy es Venecia.


