Autor: Tassilon-Stavros
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UNA NOVELA DE ANTHONY BURGESS
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"... Varias cristianas desnudas fueron obligadas, en sucesión, a cabalgar un vigoroso toro blanco. Si el toro era Zeus, la función resultaba en parodia blasfema. Pero la blasfemia se mitigaba un tanto cuando las Europas caían a tierra, gritando, y allí les daban la vuelta y las pasaban a cuchillo. "¡Mira! ¡Que mires!", ordenaba Nerón a Popea. Ésta se había cubierto los ojos con el velo. Cuando lo hubo retirado, el rostro se le distorsionó en una náusea. En seguida abandonó el palco imperial, vomitando de paso encima de Tigelino. Hubo quien se dio cuenta, y se levantó una débil oleada de aprobación, cabe suponer que entre las mujeres plebeyas. Nerón, encolerizado, le lanzó un salivazo a Cayo Petronio... Aquella noche, el emperador, en su lecho solitario, tamaño como una barcaza, soñó con el infierno. Se despertó con un grito y pasó en vela lo que restaba de noche, bebiendo -muy tristón- vino caliente sin rebajar. Estaba de muy mal talante cuando se reunió con Popea en la mesa del desayuno; y ella le soliviantó la difusa rabia, concentrándosela, cuando se puso a despotricar contra la bestialidad de los juegos. "Tú y tu pueblo romano. Con espasmos bajo las togas, ante una degollina de mujeres y niños. Qué fácil resulta sacar a relucir la fiera que todos llevamos dentro, ¿verdad?. El Imperio Romano invade la historia y trompetea el triunfo de la razón. Pero es el trompeteo de un elefante suelto y salvaje. Llevamos dentro a las fieras, y tienen nombres, pero el mío no va a estar entre ellos... Llevo en mis entrañas a quien puede ser el próximo Emperador de Roma. No me queda sino rogar a dios, cualquiera que sea, para que por sus venas corra más sangre de mi familia que de la tuya"... "De tu familia ¿y de qué otra? ¿De la de algún barbudo mascullador de conjuros hebreos. Has probado la carne incircuncisa, y no con disgusto, supongo. Me hago la misma pregunta de todos los padres: ¿cómo puedo estar seguro?"... "El niño es tuyo, para mi vergüenza. Dios quisiera que fuese de otro"... "¿Dios, verdad? ¿Qué dios? Eres una puta y una asquerosa desertora. Has puesto nombre a la fiera, ¿no? Pues sigue poniéndoselo, sigue"... Sobre estas palabras Nerón derribó de un golpe a Popea y, teniéndola en el duro suelo, le pateó con alevosía el vientre. Ella se retorcía y aullaba, y luego cesó. Nerón le aplicó el último puntapié... Estaba en el lado de la destrucción. Todo podía permitirse menos el miedo y la piedad. Para captar la dignidad existente en el impulso de destrucción había que situarse en el contexto de una especie de lucha cósmica. Ahí fallaba la religión de los romanos. Había algo sagrado en el enfrentamiento con Dios"
El lenguaje que reinventara John Anthony Burgess Wilson, [Harpurhey, Manchester, Reino Unido, 25 de febrero de 1917- St. John's Wood, Londres, 22 de noviembre de 1993 a la edad de 76 años], ya no podía dar más de sí. Arquetipo, el de su literatura, escasamente idealizado de unas épocas pretéritas, que se sumergen en la brumosa noche de los tiempos a través del más burdo rebullicio, tratando de hallar en esa oscura niebla del pasado, con todo el poder de sus grandes fallos y anacronismos, una reconstrucción histórica enfervorizadora, en este caso, de los atrios de Occidente y del Próximo Oriente, sin enflaquecer jamás su rigor; apercibiéndonos, con cierta desaliñada presencia, del pregón de una liturgia que siempre promete más repulsión que solaz; que jamás reprime el aciago rugir de los odios raciales entre sus cohortes farisaicas; el cepo de acechos de sus "Sanhedrines" escrupulosos y vengativos cuyos fallos de muerte se pronuncian a la luz del día en la llamada "Casa de la Justicia"; de sus levitas y rabbis a quienes les está vedada toda misericordia ante la santidad de Israel, siempre anunciada por el servicio divino de sus inmolaciones, o de sus eternos profetas quebrantadores de leyes. Y de la barbarie "lícita", antojadiza y exaltada de las multitudes ciudadanas; de sus mezquinos, sibaritas y nauseabundos "gentiles romanos"; de los sicarios homicidas que acompañan a crueles y enloquecidos emperadores, capaces de necesitar el incendio de toda una ciudad como Roma, al igual que menesterosos de un éxtasis que los esclaviza, que buscan la emoción de la divinidad en el pregón que les desnuda gloriosamente dentro de su oscuridad, y que se entregan delirantes al festín de la muerte cuya potestad mana de la misma sangre en memoria de Roma. Antorcha que una una vez se encendiera para alumbrarnos con sus enseñanzas, y que, como segur que amputa la raíz de los árboles, sajara el fulgor de su grandeza y de sus pórticos de gloria con el desatino, el salvajismo y el horror más extremo; la brutalidad pecadora de sus desdeñosos dioses (humanos o marmóreos) que también apetecieron de la holgura de sus velarios enguirnaldados para gozo de artífices y retóricos, de carnes triunfales y solemnidades maestras; y que, tras embaucarnos con el poder de una magia civilizadora de pueblos, escondieron dentro de sí ese embrión de voraz fiereza que posee el león.
El lenguaje que reinventara John Anthony Burgess Wilson, [Harpurhey, Manchester, Reino Unido, 25 de febrero de 1917- St. John's Wood, Londres, 22 de noviembre de 1993 a la edad de 76 años], ya no podía dar más de sí. Arquetipo, el de su literatura, escasamente idealizado de unas épocas pretéritas, que se sumergen en la brumosa noche de los tiempos a través del más burdo rebullicio, tratando de hallar en esa oscura niebla del pasado, con todo el poder de sus grandes fallos y anacronismos, una reconstrucción histórica enfervorizadora, en este caso, de los atrios de Occidente y del Próximo Oriente, sin enflaquecer jamás su rigor; apercibiéndonos, con cierta desaliñada presencia, del pregón de una liturgia que siempre promete más repulsión que solaz; que jamás reprime el aciago rugir de los odios raciales entre sus cohortes farisaicas; el cepo de acechos de sus "Sanhedrines" escrupulosos y vengativos cuyos fallos de muerte se pronuncian a la luz del día en la llamada "Casa de la Justicia"; de sus levitas y rabbis a quienes les está vedada toda misericordia ante la santidad de Israel, siempre anunciada por el servicio divino de sus inmolaciones, o de sus eternos profetas quebrantadores de leyes. Y de la barbarie "lícita", antojadiza y exaltada de las multitudes ciudadanas; de sus mezquinos, sibaritas y nauseabundos "gentiles romanos"; de los sicarios homicidas que acompañan a crueles y enloquecidos emperadores, capaces de necesitar el incendio de toda una ciudad como Roma, al igual que menesterosos de un éxtasis que los esclaviza, que buscan la emoción de la divinidad en el pregón que les desnuda gloriosamente dentro de su oscuridad, y que se entregan delirantes al festín de la muerte cuya potestad mana de la misma sangre en memoria de Roma. Antorcha que una una vez se encendiera para alumbrarnos con sus enseñanzas, y que, como segur que amputa la raíz de los árboles, sajara el fulgor de su grandeza y de sus pórticos de gloria con el desatino, el salvajismo y el horror más extremo; la brutalidad pecadora de sus desdeñosos dioses (humanos o marmóreos) que también apetecieron de la holgura de sus velarios enguirnaldados para gozo de artífices y retóricos, de carnes triunfales y solemnidades maestras; y que, tras embaucarnos con el poder de una magia civilizadora de pueblos, escondieron dentro de sí ese embrión de voraz fiereza que posee el león.

Burgess, como Simón Mago, ave que protege sus crías, se lanzará al vacío de cuanta brutalidad acoge su "Reino de réprobos"; se elevará llameante de vestiduras que se derretirán podridas por el sol, y se desgarrará bestialmente en los breñales que ocultan su saber apócrifo. Su altar de magias inventadas quedará en ruinas. Pero antes de que los huesos de este gigante mutilador de la "presea" histórica queden astillados y que los buitres acaben por roer su violentada cabeza, nos exaltará todos los apetitos viciosos de un mundo que, aunque capaz de hacer suya la voluntad de la muerte, siempre se curará de la desgana de vivir. Premiará nuestras complacencias de lectores empedernidos concienciándonos con la emoción de un nuevo "profeta del siglo" que habrá de sepultar ya sus oídos y sus sollozos en la muerte, a fin de que jamás escuchemos a los amonestadores, fanáticos y gazmoños ancianos circuncisos del Sanhedrín, ni que prestemos atención a los tartamudeos chocheantes del feble Claudio, ni a los sofismas obcecados del epiléptico y visionario Pablo, ni a las bravatas pacificadoras pero no menos sanguinarias de Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano y Tito. Y acabará, no obstante, por advertirnos sobre el mando violento y carroñero de estos "Procuradores" de la historia, que cambiaran sus blancas togas adornadas por el sayal negro de la parca, como esqueletos en actitud de vida que ya nunca jamás permanecerán callados, sino que seguirán atravesando los campos esperanzados de Europa con ese hachón sinuoso y lúgubre que deja en pos de sí mucha más negrura.

Otros autores, como podían haber sido Henry Sienkiewicz, [1846-1916], (que, por supuesto, no llegó a conocer a Anthony Burgess), o Mika Waltari, [1908-1976], (que sí), fueron capaces de afianzarse en el funcionalismo expresivo de la narrativa histórica, sin perder un ápice del radiante impacto mitificador de sus espectaculares apoteosis literarias. Y sus obras se expandieron con una destreza y maestría admirables por entre ese gran patrimonio que nos legara el clasicimo, ilustrado por la estética y cierto rigor de veracidad (no siempre) como atuendo característico incapaz de profanar los suelos sagrados de los más gustosos regodeos históricos de los hombres. Y así se inspiraron, inventaron y experimentaron atrevidos recursos narrativos que se incorporaron de una manera lógica y madura al lenguaje de la historia, aunque muchas veces se hallasen inspiradas por la hipertrofia más formalista. A despecho de ellos, o por lo menos de Sienkiewicz, (si éste hubiese podido adentrarse en el brutal universo histórico del autor inglés), Burgess intenta dinamitar concienzudamente en sus escritos las bases de una especie de desmesurado y apasionado llamamiento a la crueldad y el asesinato, que, por supuesto, pueden arrastrar hacia la animosidad a muchos lectores tranquilos de espíritu, que jamás aceptarán la historia (ya se encamine hacia el bien, ya hacia el mal) como testimonio de un desatado torrente de barbarie, muy lejano de su venerable arqueología (en la que cabe desde su gran universo religioso hasta la mayor potencia corrosiva que siempre engendrara el poder entre los hombres). Arqueología, al fin y al cabo, como decíamos, de una humanidad "vivita y coleante", casi perennemente coronada por un tentador homenaje a su debilidad y a su no menos infantil vulnerabilidad; y que tuvo la virtud (quizás la única) de poner en marcha, como únicos resortes de su salvación, los ciclos terroríficos de su propia autodefensa, convirtiéndose en el patético oratorio de tantas sociedades que, valiéndose de las ceñudas y homicidas muecas de sus jueces, sacerdotes, pontífices, reyes, y hasta de su propio pueblo llano, acobardado en su ignorancia, y aterrorizado por su mismo fanatismo e intolerancia, se vieron atrapados como ratas por entre los callejones de un mundo que jamás llegaron a comprender. Hombres y mujeres que conformaron la geografía escénica de su vampirismo destructivo, de sus desigualdades dolorosas, de sus desviaciones satánicas, de sus aberrantes y turbios fetichismos. Y en cuyo larguísimo decurso el sórdido drama de la degradación moral del ser humano ofreciera las mil piruetas de sus interminables intrigas melodramáticas, polarizadas con mayor frecuencia hacia el sadismo más tendencioso, desenfrenado y corrupto. Sistemático holocausto personal, conducido por una especie de himno cósmico hacia el Mal, del que acaba desprendiéndose una visión, casi zoológica, del hombre simiesco, tan sólo capacitado para pulular eternamente por un mundo carente de sentido.
Entreguémonos, pues, (quien lo desee), como lectores contumaces e inhibidos, a corroborar nuestra flaqueza y debilidad de hombres; y asintamos en la eficiencia crítica y arrasadora de "El reino de los réprobos": Que los sacerdotes que fueron capaces de remover los signos afanosos del tiempo, prosigan aquietando las turbas. Que los compungidos, que aparentan sumirse en una conturbación disimulada y ritual, alcen sus manos enjutas, consulten con dudas de resquemor y animosidad cualquier sumisión maquinadora de la verdad que pueda poner en peligro sus doctrinas. Y que avancen tendiendo sus insignias intolerantes los esclavos del púlpito, que basan sus sutilezas en ciertos conceptos aprendidos y nunca dilucidados; que se eleven las carcajadas de los "gentiles" entre las atildaduras y los remilgos de la prosopopeya y la erudición que jamás acaban de enmendarse; que se sigan recreando las cruzadas del delito, mientras en cada hombre y en cada pueblo que haya visto florecer una verdad ascienda un bostezo frente a los oficiantes y verdugos que se humillaron acatando la "jurisdictio". Y que, finalmente, los que se llamaron "Ungidos", capaces de arredrar a las multitudes, y de fingirse portadores del júbilo de la equidad entre las criaturas humanas, como embaucadores que se encumbraran por mesías, "¡mueran nuevamente de muerte!".
"Tránsito Histórico" de la mañana y de la noche. Santidad que acuchilla. Hambre de delicias. Olimpo de mercedes. Súbditos amotinados frente a los Templos de la ingratitud. Dedos cuajados de anillos, entre picas, yelmos, tiaras, turbantes y báculos de reviro recamado. Bóvedas de la elegancia. Umbría de los claustros. Aras domeñadoras. Oprobios de la quimera. Aullar de la plebe. Acecho del odio. Destello de la ambición. Bocas de héroes parlanchines. Hazañas de lodo y mugre. Concubinatos de la injusticia. Liviandad oculta. Tránsito fatídico de los Imperios que no pudieron jamás confirmar todas sus sentencias...



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