Autor : Tassilón -Estavros
Genio y figura hasta la sepultura

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Había nacido en Florencia el 3 de noviembre del año 1500, y era hijo de un pobre flautista. Pero se avergonzaba de su origen humilde y toda su vida se vanaglorió de descender de un capitán de cohorte de Julio César. En su adolescencia siguió el deseo de su padre y se consagró a la música, pero entre sonata y sonata tomaba lecciones de dibujo y cincel en el taller de algún orfebre florentino cuyo nombre desconocemos. Contaba más o menos dieciocho años y ya se había hecho amigo de muchos de los pintores y escultores en boga. Pero al único que convirtió en su ídolo y modelo fue a Michelangelo Buonarroti. A los diecinueve años, no se sabe con qué medios, se compró un rocín y en compañía de su amigo Juan Bautista Tasso se fue a Roma. Encontró trabajo en el taller de un famoso orfebre, se agenció como pudo una vivienda y se zambulló de inmediato en la "dolce vita" de la "Caput Mundi", donde vivaqueó hasta finales de 1521.
Se convirtió en un mujeriego empedernido, y el sexo femenino se dejaba encandilar por su cara de pícaro, por lo atlético de su musculatura, y por ser muy dado a soltar la mano cada vez que la ocasión, según él, lo requería. Fingía una cultura que no tenía, era un conversador picante, desvergonzado, voluptuoso, sin pelos en la lengua. Cabalgaba con una habilidad endemoniada y era un ágil esgrimista. Astuto y falto de escrúpulos. Prepotente, camorrista, no había bronca en la que no estuviese presente, y en 1523, hallándose en Florencia, tuvo que abandonar la ciudad y buscar refugio nuevamente en Roma porque, en un altercado de taberna con un joven, lo apuñaló y lo dejó sangrando en el suelo creyendo que lo había matado.
Su mala fama se extendió hasta el palacio Vaticano. El Papa Clemente VII quiso conocerlo, e inesperadamente, atraído quizás por su impavidez ante cualquier obstáculo que se le pusiese por delante y sus extraordinarias habilidades en orfebrería, lo tomó a su servicio como grabador de la Casa de la Moneda y como ejecutante de flauta, actividad que, para complacer a su padre, no había abandonado. El taller que montó fue muy pronto el más renombrado de Roma. De sus hornos salían monedas, sellos, medallas, collares, obras maestras del cincel, que iban a colmar los joyeros y a enriquecer las colecciones del pontífice y de los ricos prelados romanos. Este delincuente tenía las manos de Midas. Todo lo que tocaba, si no era una daga, se convertía en joya.
En consecuencia, su fama se acrecentaba al mismo tiempo que su entrega a los más nefandos disfrutes que pudiera proporcionarle su nueva existencia. Tanto era así que los montones de dinero que ganaba los dilapidaba en mujeres y tabernas. Se pasaba las noches enteras en hosterías de baja estofa, en francachelas, o jugando a los dados con gente de mala nota, sin hacer el menor distingo entre una calaña u otra. A menudo estas partidas se concluían en terribles riñas, y en ocasiones hubo algún muerto. Benvenuto nunca sintió remordimientos. Estaba siempre convencido de que la razón la tenía él, de que ejercía un derecho elemental para vivir entre el arte más refinado y las pendencias tabernarias, o que, con respecto a esto último, sucediese lo que sucediese, había sido víctima de la fatalidad.
Refiriéndose a un individuo que tuvo la mala idea de provocar su cólera en una de sus acostumbradas trifulcas, escribió: "Cuando traté de darle en la cara tuvo tanto miedo que volvió la cabeza y clavé mi daga precisamente bajo la oreja. Quise asegurarme y le di solamente dos pinchazos más, pero al segundo cayó muerto, lo que no era mi intención". En resumen, para el muy bergante, la culpa era siempre del asesinado, nunca del asesino. Y la Guardia ciudadana debía de ser del mismo parecer, dado que Benvenuto salía siempre impune de estas malhadadas aventuras que, por lo general, acababan con derramamiento de sangre.



Fue liberado por intercesión del arzobispo de origen húngaro Esztei Ipoly (Hipólito de Este), sobrino de Beatriz de Nápoles. Y en marzo de 1540, temiendo ser apresado de nuevo por las intrigas constantes que contra él mantenía Farnese, cruzó a duras penas los Alpes, y se dirigió a Fontainebleau donde François I había fijado ahora su espléndida corte. El soberano francés lo acogió esta vez con todos los honores y puso a su disposición un castillo que Benvenuto utilizaría como vivienda y estudio. Pese a la orden real, los viejos moradores de la fortificación se negaron obstinadamente a desalojarlo, por lo que Cellini, sin aguardar la ayuda del monarca, les tiró los muebles por la ventana. Uno de los moradores y perjudicado por aquel furibundo desalojo lo denunció ante el tribunal de justicia de París, y el osado y oportunista Benvenuto se lanzó en su busca para vengarse. Cuando consiguió dar con él, le cortó las piernas a golpe de espada.
Tan resuelto de espada como de puño, nada ni nadie detenía sus atributos de bergante vengativo. Cuando descubrió que su joven modelo y amante Caterina lo traicionaba con un muchacho, la golpeó sin piedad hasta casi matarla. De boca de otra amante despechada recibió la noticia de que la había dejado embarazada y que había tenido una niña. Acto seguido, no dudó en arrojarla de casa. Finalmente, las tropelías constantes de Cellini no tardaron en acabar con la paciencia del soberano francés, y temeroso de perder por segunda vez su favor, el artista acopió cuantos bártulos pudo, abandonó su castillo, y decidió volver definitivamente a Italia. Pero François le negó el permiso para ausentarse de su corte sin que el motivo de esta negativa quedase clara para el recalcitrante aventurero, quien, no obstante, se malició una funesta amenaza en aquel cambio de opinión. Y una noche partió a escondidas con rumbo a Florencia, ciudad en la que el Duque Cosme I de Medici lo tomó a su servicio.
Por orden del duque continuó su obra mas célebre, el Perseo, fusión esta que había iniciado años antes y cuya dramática fundición describe admirablemente en su "Vita". El ducado de Cosme era una exigua sede de arcas vacías y los pagos a Cellini padecían de esta carestía, por lo que el orfebre conjeturó que su estancia en Florencia habría de arrastrarlo a un estado próximo a la mendicidad.Y en 1552 se marchó de nuevo a Roma. La estancia en la Urbe no mejoró su supervivencia, y movido también por cierta nostalgia, decidió regresar a Florencia. Allí, sobreviviendo a trancas y barrancas, se entregó a su acostumbrada vida aventurera y disipada con los cuatro cuartos que se agenciaba con sus trabajos, porque entre duelos y fugas, cuando su mano se liberaba de los desafíos y trifulcas en que se hallaba metido, no había perdido el toque de Midas y había seguido produciendo obras maestras. Pese a todo, las puertas ducales le abrieron siempre sus puertas, y se lo disputaron los salones de moda, aunque Cellini prefiriera las tabernas y burdeles, seguir echando los carros a las piedras entre escándalos y tropelías sin fin, y dejar a la justicia, con su audacia habitual, que se entretuviera en devanar las madejas condenatorias de las que siempre acostumbraba librarse. Pero en 1556 lo encarcelaron dos veces por indignidades de tipo criminal.

A los cincuenta años cumplidos, tonsurado y todo, no había perdido la pasión por la buena mesa, las bellas mujeres seguían atrayéndole sobremanera, y, entre rezo y rezo, se entregaba a los juegos de azar. Su preferido era una especie de lotería demográfica de su invención, basada en la adivinación del sexo de los niños por nacer. Lo cierto es que pocos podían aventajarle como gran experto que era en asuntos de prole, pues, en sus recorridos errabundos, había dejado vástagos repartidos entre la geografía italiana y francesa. De los ocho hijos que las comidillas ciudadanas le atribuyeron, seis eran bastardos y dos legítimos. Éstos se los dio una tal Monna Piera, con la que se casó a los sesenta y cuatro años, después de haber disuelto sus votos, infamado su vida monacal persistiendo en el juego y las trampas, y empeñado una vez más en hacer pasar por virtudes sus vicios, que, como se ve, habían conservado el vigor de su juventud. A Monna Piera, acompañada probablemente con el llanto de las busconas de los burdeles florentinos y los fingidos lamentos de los jugadores de tabernas, la dejó viuda, finalmente, a los setenta y un años. Con Benvenuto Cellini desaparece de la escena el prototipo del aventurero italiano del Renacimiento, mezcla explosiva de genialidad y desbarajuste, de doblez y de entusiasmo, de bravuconería y de servilismo. Carente de escrúpulos y de ideales, pero capaz como ninguno de encarnar la más impávida intelectualidad y la sordidez ética del siglo que le tocó vivir. Un Renacimiento que únicamente aceptaría grandes figuras artísticas en todas las facetas capaces de reconocer la audacia de su floración, y mostrarse intolerante con cualquier intérprete mediocre o los fines anodinos, ya fueran contendientes en el bien o en el mal.