Autor: Tassilon-Stavros -HIJOS Y HERMANOS-
-Capítulo 3º-
RECORDANDO A GONZALO TORRENTE BALLESTER
A
todo lo aquí consignado sobre
Julia de Vilar parecía haberla
destinado la Naturaleza, pues por aquel tiempo poseía, además de
juventud, sus recién adquiridas maneras afectadas para conquistar a don
Guillermo Vilar. Y no titubeó ante el entusiasmo demostrado por el viudo
ni deliberó sobre el género de vida que sobrevendría tras su
matrimonio. Dejar atrás el servilismo, después de muchos años de estar
entregada al mismo, y como si en verdad hubiese
llegado a soñar con otras ocupaciones que la apartaran definitivamente de sus pesadas tareas como criada, era
como librarse de un fardo aplastante, de una especie de precepto que
confundía el orden físico de la pobreza haciendo de ella una virtud.
¿Qué mal había por tanto, para emanciparse de aquella servidumbre, en
entregarse a un hombre al que desde luego no quería, que le reduplicaba
la edad, y no prestar atención a los pueblerinos rumores públicos y
aislados improperios que a partir de entonces no dejarían de murmurar que
la sirvienta Julia Vega ya había compartido perversiones nocturnas con
el viudo, y que no sentía repugnancia alguna en alentar la lascivia del
viejo prócer inhibiéndose de las energías amorosas de los hombres de su
edad? La antigua criada de origen casi
desconocido trepó así con suma agilidad el escalafón de aquel muro casi
ruinoso del señorío galaico de don Guillermo Vilar. Y no cabía la menor
duda de que Julia
de Vilar, viendo el asombro de sus conciudadanos, sintiera ahora un
verdadero
placer en hacer oídos sordos ante las necedades de las críticas, aunque
esta primera boda nunca fuera festejada. Pero todo el mundo iba a
conocer ahora a la
misteriosa dama de hielo. La señora del pazo que observaría a partir de
entonces a sus asalariados
pescadores con ojos turbios y jerárquicos, considerando que las
maliciosas hablillas aldeanas eran el resultado de la más pura envidia. Y aunque nunca,
durante este primer matrimonio, se sintió dichosa, tampoco tuvo ni
remordimientos de conciencia ni la asaltaron los miedos de las almas
felices que viven temerosas de que les arrebaten sus goces. Y como le
repugnaba aquel acuerdo matrimonial frente al cual se mostró clara y
expeditiva en sus condicionamientos sexuales y muy especialmente acerca
de la aceptación del casi decrépito cuerpo de don Guillermo Vilar, que
tan sólo vio desnudo una vez y le repugnó observar todo aquello que le
colgaba, nada atrayente, al menos a simple vista, despidió su muerte
limitando su bagaje luctuoso para seguir favoreciendo, con su viudez,
tan sólo los efectos del buen casamiento que tan buenos resultados le
habían dado. Jamás exaltó, en consecuencia, los placeres de la carne,
perdiendo en seguida todo interés por el cuerpo masculino. Y aceptó el
nacimiento de
Miguel Vilar y el obligado bautizo cristiano impuesto por la mística
moral gallega, tan fríamente como los ardores del cuerpo vicioso y salaz
del difunto que, aunque no se mantuviera ajeno a su falta de deseo para
entregarse a él, el viejo Vilar prácticamente casi se vio obligado a
violarla. La viuda consideró de inmediato que la crianza de aquel hijo
no deseado, le resultaba una tensión demasiado fuerte, y se cansó del
recién nacido mucho antes de que cualquier tipo de sentimiento maternal
pudiera enternecerla. Tal era su carácter. Así el siguiente paso a dar
era que el niño fuese amamantado a la usanza campesina de la tierra
por los pechos rollizos de alguna moza descarriada, que era el sino de
las mujeres degradadas por el abandono indiferente de algún amante que
tras deshonrarlas
con sus rijosidades pecaminosas y amores prohibidos, parieran más tarde
entre el silencio y la fuga del amante y fuesen apartadas del fruto de
sus enviciamientos lascivos frente a las prescripciones paternas y la
indignación que suscitaban tales ignominias. Pero la viuda del pazo
Vilar no estaba dispuesta a involucrarse, tras la muerte de su marido,
en consideraciones sutiles sobre el hecho de haber sido madre a la
fuerza, ni a confundir el orden acomodaticio con el orden físico de un
aborrecido parto. Y sin duda la crianza de un bebé exigía motivaciones
demasiado complicadas. Y para la señora de Vilar ahora su nueva
situación social la obligaba a vivir ante un aprendizaje menos empírico y
más racional y determinante. ¿Se renovaba así la sangre de la antigua
criada? Y por tanto todo estaba ya decidido, aunque resultase cruel. Con
su individualismo y su iniciático impulso de una particularísima
moralidad que desde ahora iba a gobernar sus actos, sin noción de lo
justo, tal vez, pero dejando aparte la sanción de los deberes, para
entregarse a otras motivaciones más imperiosas: el placer de preservar
su patrimonio y el interés de que nada pudiese perjudicarlo.
Consecuentemente, para Doña Julia de Vilar sus deberes tan sólo se
dividían en dos clases: el deber consigo misma, como si éste consistiera
en cuidar su propio cuerpo, y el de preservarlo de todo posible daño.
Fue como despertar su imaginación, a partir de entonces, para ceñirse
únicamente a lo que a ella le convenía, aunque perjudicara a sus
semejantes. Nada sabía de filosofías, o nadie le había explicado nunca
que el "interés" siempre difiere del Bien.
Miguel Vilar creció en el ala del pazo destinado a su ama de cría, y durante pocos años conoció el tono sosegado del padre languideciente, mientras Julia de Vilar, tras el luto riguroso del fallecimiento marital, cumplía así con total desgana su desabrida maternidad. El niño la aburría, la ternura no existía, y la esperanza de que la sangre materna pudiera manifestarse era dudosa. Afortunadamente para los niños el futuro no existe, lo mismo que tampoco poseen ninguna noción de lo justo. Y hay que esperar a que crezcan para que se comporten como alumnos aptos para leer historietas destinadas a inspirarles amor a la ética. Mientras tanto su vida se mantiene expuesta al individuo bueno y a la del individuo malo. Y si su padre hubiese tenido tiempo de explicárselo: "Ya ves, hijo mío, los peligros que entrañan las malas conductas, hay que ser ante todo hombres útiles, el trabajo es honorable y los ricos muchas veces suelen ser desdichados", su madre habría merodeado por allí, como una meiga sumida en el colmo de la perversidad y el desvío materno, incapaz de reparar en la ironía razonable de aquel hombre, más compresivo y bondadoso que la pudibunda y petulante desposada, olfateando como una burla cualquier disciplina de moral, y dispuesta a insistirle en que desconfiase de todo tipo de opinión pública y ajena a la hidalga vida en el pazo, y a recordarle también que lo único importante era conservar el "castillo" adquirido, la casa del oro, como la morada de los bienaventurados, donde la vida no dolía, ni existían las tan traídas y llevadas heridas del alma, compañeras de los ahogados suspiros místicos de los mojigatos curas y sus meapilas.
El
ama de cría tardó así unos cuatro y pico de años en salir del pazo. Por
el contrario, la ambición de Julia de Vilar había aumentado, y como no
se realizara un posible desprendimiento o generosidad de sí misma, lo
que sí había conseguido alcanzar era una especie de "propia
contemplación perfecta" Y aún se proponía ir más lejos. Nada lograba
transformar el florecimiento de esa conciencia que gobierna el mundo sin
iluminar el espíritu. Nada tenía que agradecer a Dios, y de nada era
preciso resguardarse frente a ese temor indispensable que para tanta
gente puritana significa la "salvación". Ni era pecadora ni culpable de
castigo alguno, ni creía en las costumbres y las leyes que buscan un
significado preciso a la Providencia (a la que ella se había abandonado
cuando no era más que una miserable sirvienta), porque ésta se encuentra
en la Naturaleza. Y la Naturaleza ni nos conoce ni nos quiere. Ése es
su misterio, el único que puede trastornar la idea de la justicia. Y ni
la idea del cielo ni la del infierno podían llegar ya a atormentarla.
Los arrebatos de arrogancia, que eran cada vez más fuertes, la
impulsaron entonces a aceptar su segundo matrimonio con don Santiago
Bazán, otro viudo y adinerado prohombre, dueño del productivo astillero
de Puentemuros. Una segunda boda que sus correligionarios aceptaron con
la misma curiosidad morbosa y censuradora de la anterior, porque
escudriñaban a la nueva esposa con ojo de tasadores desconfiados.
Y cuando Julia de Vilar abandonó el pazo con el hijo a punto de cumplir
los cinco años, para
aposentarse en la gran casona de Bazán en la villa, aceptó la nueva
recepción
con la fingida cortesía de feliz desposada con que el enviudado y rico
señorón galaico la agasajaba. Frente a los murmuradores reproches de las
consiguientes hablillas pueblerinas, la nueva señora de Bazán, siguió
tan rotunda en su indiferencia, sin turbarse lo más mínimo al adoptar el
apellido de Bazán, como si lo escupiera en la cara a los piojosos,
mugrientos y hediondos hipócritas de Puentemuros. El vástago Vilar llegó
a conmover favorablemente a don Santiago y aceptado como hijastro sin
la menor reticencia, y con la placidez que puede conceder el instinto
saciado, halagando con elogios a su segunda cónyuge e indiferente a
ciertas reconvenciones por parte de sus amistades. Miguel trajo cierto
regocijo a la casona con las gracias de su niñez, y aunque carecía de la
edad del discernimiento, su madre seguía sin poder soportar los excesos
del niño y trataba de corregirlos aunque para don Santiago, que había
sido padre de dos hijos de su primer matrimonio, cuya muerte se mantuvo
en el más estricto de los silencios a lo largo de muchos años, lo que se
había frustrado con los hijos perdidos podía ser ahora menos doloroso
con la presencia del pequeño Miguel. Un par de años después, Julia de
Bazán, sin dejar de sentirse de nuevo mancillada por las noches de
angustia
lasciva del esposo que no cejaba en saciar en ella el rijo de su cuerpo
todavía
en celo, sintió a un nuevo vástago agitársele en el vientre.
Aquel nuevo embarazo sólo había vuelto a lograr en la mujer de don Santiago aquel pliegue de asco que solía dibujarse en sus labios, hasta el punto de no poder contener en silencio la misma sensación morbosa e inquietante de cuando Vilar obtuvo de su cuerpo el gozo malsano de su provecta voluptuosidad, sorprendiendo rijosamente su carne a manera de cazador furtivo entre las sombras de su habitación y el lecho conyugal en busca de aquellas expansiones concupiscentes que ella le negaba reiteradamente. Julia de Bazán había seguido ofreciendo matices de justificación y disculpas sobre sus flujos menstruales, concienciando a su cónyuge de la repugnancia que sobrevendría de cada momento de intimidad. Y como si al cincuentón don Santiago sólo le estuvieran permitidos goces espirituales, aunque su cuerpo ni se encontraba achacoso ni fatigado frente a la incontinencia que pudiera ofrendarle aquel segundo himeneo con una todavía lozana mujer. Y aquel afán de patriarcal lujuria del segundo consorte la desquiciaba. Y de nada le sirvió esta vez el ingenio y la habilidad de advenediza, intrigante e hipocondriacamente embustera, pero poseedora todavía de un cuerpo sano y hermoso, resistirse a las muestras de impaciencia rijosa con que la importunaban noche tras noche las acometidas licenciosas del viudo insomne a quien los frigidos pretextos de Julia sólo le sonaban ahora a falsos. Puntillosamente se vio obligada a cumplir bajo la férula libertina de aquel rico patán galaico que la cubría con la actitud inflexible de un sátiro impaciente que parecía reclamarle un derecho de pernada al igual que un encrespado señorón extemporáneamente emplazado en una atávica Edad Media galaica. Julia de Bazán, ante aquella nueva boda de conveniencia, tuvo que cumplir, desabrida y seca, con sus deberes conyugales, justo el tiempo necesario para quedar embarazada en dos ocasiones, dando a luz primero a un varón, y dos años después a una hembra, antes de que admitiera como sirvienta a la montañesa Elvira (la Barallocas) y a su hijo, que supuso un alivio para las contrariedades de su segunda vida matrimonial, y la libró de los insoportables galanteos maritales de don Santiago, tan primitivo y grosero que empezó a complacerse en sus juegos viciosos con la criada, y Julia de Bazán logró así liberarse de aquel zorruno marido gallego que ya dejó de quitarle el sueño de aquellas pasadas y nauseabundas noches de sexualidad no deseada, para acabar revoloteando sensualmente con la ignorante, algo retrasada mentalmente y ligera de cascos Barallocas, que, sin embargo, lo manejó a su antojo halagando no sólo al anfitrión sino a la redimida consorte hasta el día en que se lo llevó un fallo cardíaco.
Durante los primeros años de Miguel Vilar, con un padre envejecido y una madre esquiva y distante que mantuvo con el niño un terco resentimiento por haberse visto obligada a traerlo al mundo, no hubo, en consecuencia, más existencia reglamentada para la criatura que el de su ama de cría, una joven rolliza y rubicunda, de la que se descolgaba su casi bermeja cabellera, cuando no se la recogía, hasta los pechos que amamantaban al vástago de los Vilar. Y el neonato, cuando mamaba, saboreaba al mismo tiempo aquella sensación de imborrable caricia que se mezclaba con el perfume de su carne mórbida. La nodriza lo fue colmando también de alegría a medida que iba creciendo, y para despertar su imaginación le cantaba al principio cancioncillas en gallego, y más adelante le contaba historietas galaicas de meigas malvadas que vestían túnicas hechas jirones, carecían de inteligencia, peor aún, de alma y corazón "como temos nós", y aunque eran duchas en hechicerías, por ser muy malas y cobardes, no había que temerlas dado que nunca se acercaban a los hombres temerosas de sus castigos rigurosos que las condenaban a morir en la hoguera. Y al niño, todavía de una inocencia perfecta, le ponía furioso la existencia de tan malas meigas y aseguraba que instalaría unas trampas cerca del pazo para atraparlas como a ratas. Entonces su joven pasiega, entre risas, le hablaba de que en esa especie de caza furtiva que Miguel proponía, además de matar conejos, liebres y zorros, quedarían también apresados los gnomos del bosque, dulces criaturas de barbillas puntiagudas, ojos azules, y caras achatadas como mochuelos, juguetones y saltarines que adoraban a los niños, y cuando no llovía, recorrían aquellas arboledas próximas al pazo por las noches de luna llena evitando el sol, y asomándose a su ventana para entrar en el interior de sus dulces sueños infantiles. Julia de Vilar siguió sin conciliar sus ánimos con la crianza del hijo, aunque consintiera las fantasiosas fábulas que la niñera le contaba, pero observando la impertinente hostilidad con que aquella criatura ya de casi cuatro años se atrevía a demostrarle abiertamente, dado que Miguel lo único que conoció hasta entonces de su madre fue aquel extraño rostro inquieto y despechado, mezcla de odio y asco, a la que únicamente parecían interesarle las futilidades del cuidado del pazo, y tratar de mantener a raya a sus dos viejos criados que habían estado al servicio del ama anterior. Fieles sirvientes a los que no tardó en despedir porque según ella conjeturaba para sus adentros, dada la frialdad con que los trataba, musitaban a la oreja de don Guillermo agitados secretos de mal agüero e indudables quejas de total rencor hacia su nueva desposada. El niño, bien amamantado, se había criado rechoncho, moreno, y muy guapo, y por la gracia de sus correrías, de sus entradas y salidas por los rincones del pazo entre risas sonoras que le conferían un indudable encanto fue muy bien aceptado por el ya luctuoso y casi chocheante don Guillermo. Pero todo eso acabó siendo achacado a la excéntrica fantasía de la pasiega que lo había criado, muy acorde con la barbarie que Julia de Vilar atribuía a los ignorantes habitantes de aquellas tierras galaicas. La criadora, que ejerció al mismo tiempo de preceptora de Miguel, era incapaz de relacionar la superficialidad de aquellos cuentos maternales con la impávida y turbia Señora del pazo, que sin delatar su cólera reprimida mientras duró la necesaria lactancia del hijo, nutrición a pecho que ella se impuso no ofrecerle, se había liberado por lo menos de sus impulsos de innata abulia en lo que a la educación de los primeros años de Miguel se refería. No obstante, cuando el vástago estaba ya a punto de cumplir los cinco años, fallecido repentinamente, poco antes, don Guillermo, su orgullo tenaz venció al fin aquel comedimiento del que hasta entonces había hecho gala, arrogándose de pronto un imprevisto deber ineludible como educadora, y despidió a la nodriza de dulcificada expresión que todavía conservaba la envidiable alegría de la mocedad y que durante más de cuatro años supo alegrar la infancia del niño en aquel funesto pazo regentado por aquella alma siniestra y amedrentadora de doña Julia. Porque la Señora, que no se había conformado tan sólo con apartar del mundo al hijo nacido de un padre amargado y finalmente resentido, sino que, con su autoritarismo seco y encopetado, consideraba ahora que la amamantadora había agudizado el ingenio y la osadía, cada vez más perceptible y retadora de Miguel, pese a no ser más que una semianalfabeta, de sofocada morbidez maternal, que contaba historias al niño de un catolicismo casi conventual y lacrimoso. La nodriza, tras casi cinco años de crianza, abandonó el pazo rabiosa y desesperanzada por lo mucho que quería al vástago Vilar, pero resignada ya ante lo inevitable, mientras Miguel sentía que su odiosa madre le arrebataba el preciosísimo tesoro de aquel cariño que había alegrado sus primeros cuatro años de vida. La Señora callaba, mostrando como siempre una terquedad inhumana y maligna, volviendo durante un año a sus doradas soledades, mientras Miguel la miraba con repulsión clara y expeditiva, y como sumido ahora en aquella especie de tenebroso mal de familia escéptico e intolerante que detentaba su siniestra y escarnecedora madre y un nuevo criado inocuo y bobalicón al que mantuvo aquel último año en el pazo. Y porque, una vez transcurrido ese primer año de viudez, la ex-Vilar no tardó en aceptar con fingida sumisión una nueva boda con un fijodalgo galaico, llamado don Santiago de Bazán, que había enviudado tres años antes, nacido de familia hidalga y opulenta, ya fenecida, y dueño único del astillero de Puentemuros. Y de don Santigo Bazán, unos veinte años mayor que ella, habló a su hijo sin excesivo entusiasmo, pero conminándole a que lo aceptase como padrastro y tutor, ya que de modo indeclinable y realista participara de una decisión tan importante para el futuro de los dos.La idea subyacente de Julia de Bazán era mantener ahora las posiciones permanentemente adquiridas con su segundo estado de viudez, aunque con tres hijos a cuestas. Ante Miguel, por ser el mayor, tenía muchos motivos de preocupación. La perspectiva de su crecimiento le resultaba sórdida, aburrida y mareante, porque en él tan sólo veía una especie de retorcimiento anfractuoso y granujiente de la casta galaica opuesta a su, para ella, aventajada idiosicrasia castellana. Y sabía que jamás lograría provocar en él el sentido del respeto y del miedo para que se aviniera a aceptar su prepotente matriarcado, ahora que don Guillermo, su padre biológico, y su padrastro putativo, don Santiago, ya habían pasado a mejor vida como tantas veces el niño le había oído exclamar, sin comprender el significado de aquella aseveración materna. Pero no se atrevía a posponer todo acto de entendimiento con él con actitudes inflexibles, y cumplía puntillosamente aquella especie de transacción acomodaticia en la casona para que su primogénito no se sintiera ni deprimido o aburrido, ni inmerso en una vida nada satisfactoria con la que rellenar el paso lento de sus primeros días de infancia, ahora ya con siete años de edad. Lo acomodó así en una de las mejores habitaciones de la casa y se encargó de que nada le pudiese faltar e incluso lo trataba al principio como una madre encargada de ofrendarle cierto roce de urbanidad y cortesía. Y porque la llama inteligente que Julia de Bazán vislumbraba en Miguel, niño de cuerpo sano y hermoso además, no era más meritoria a sus ojos que la de un futuro parásito que pudiera llegar a dedicarse a la improductiva holganza con la que disfrutar de sus bienes hereditarios, y contraatacar su vejez con la astucia, el ingenio y la habilidad de advenedizo intrigante que no dudaba llegaría a manifestarse en él. Pero el desamor entre madre e hijo persistía como una rabia sorda, porque además la Señora tenía esa conciencia clara de que semejante inquina iba a durar para siempre, y que incluso, en un futuro, el muchacho acabara por tiranizarla. Era como si en Miguel corriera una sangre maldita de lejanas tendencias genéticas que inquietaban la jerarquizada conciencia de las flamantes normas sociales de la Señora con su latente desparpajo de impertinencia cada vez más proverbial. Y doña Julia comprobaba día a día que Miguel podía así inspirarle cualquier sentimiento sinuoso antes que el de amor de una madre otorgado con inclinaciones egocéntricas. Por ende, aquella desenvuelta osadía del niño se mantenía como un trato desabrido de constantes reproches enfurecidos que el niño alimentaba en su interior. Miguel resultaba ya tan exasperante como un desarrollado adolescente muy satisfecho del impacto que sus díscolas terquedades confirmaran cierta supremacía de comportamiento frente a una madre autoritaria y, por supuesto, cada vez más resentida con él, dando pie así a una situación de convivencia si no inadecuada del todo, sí humillante e hiriente para Julia de Bazán, que tanto había tenido que luchar para conseguir la posición de la que ahora disfrutaba, rehuyendo las inclinaciones de la carne de ambos maridos; y que no lograba, en tal caso, gozar de la influencia necesaria para dominar el carácter indómito en aquel pequeño diablo que iba a cumplir ya los ocho años. Claro que tampoco en ella había existido jamás cualquier conato de verdadera ternura hacia su hijo. Aquella insensible mujer había llegado a la conclusión de que toda carnalidad de amor maternal, a través de su corta experiencia con dicho sentimiento, era terriblemente engorrosa, y cuya única utilidad le había servido para que algún varón provecto la utilizara para los fines de la lujuria, y la obligara a parir como recurso de otro amor paterno filial más arraigado genéticamente, amparándola con un buen patrimonio. Y eso si lo había logrado por medio de la presencia molesta e indeseable de dos esposos viejos pero pudientes. De todas formas, ahora no podía por menos que pensar que frente a su primogénito todo lo que había adquirido se hallaría en peligro de por vida. Y era como si constantemente tuviera que recordarse a sí misma que, a los ojos de Miguel, belicoso por el rencor que interiormente le profesaba, hubiera de concienciarse de que, de todo eso, ella no era culpable, y que el turbio esfuerzo por mantener una maternidad castigada por sus relevantes egoísmos entre las soledades y desordenes juveniles conferidas a viejos potentados gallegos todavía la ahogaban como si se hallara sumida en un pozo de escarmientos.
La generosidad que mantuvo desde un principio con la presencia de la pasiega Elvira, había sido providencial antes de enviudar de Bazán, y lo seguía siendo ahora. Los fríos rasgos de doña Julia se desvanecían ante la sirvienta para ser reemplazados por todo lo que todavía podía haber de más cálido y más grato en esa nueva vida privada del caserón. Así, todo basculaba ahora entre dos mujeres y cuatro niños. En Elvira, la charlatana y analfabeta galaica, era posible que también coincidieran sus sentimientos con la acritud hiriente de su encopetada ama. Y Miguel empezó a darse cuenta de que en aquel pequeño círculo familiar su papel de consentidor resultaba tan inútil como no otorgable. La necedad y papatanería de la Barallocas, amamantadora de dos varones: Jerónimo, su hijo bastardo y el neonato Santiago, se mantenía con una serenidad aborrecible dando gusto por encima de todo a su señora, y, más que a su propio hijo, ofrendaba todo su cariño al pequeño heredero Bazán que alimentaba con su pechos, y sus sentimientos eran efectivamente tan intensos y malsanos hacia Miguel como los de la mezquina ricachona, más racionalista en el trato por interés que en otro sentimiento más tibio y entrañable. Y sólo por eso era inconcebible que aquella necia y casi anormal criatura montaraz y cuchicheadora, que seguía atropellando el idioma castellano con sus zafias incorrecciones galaico-fónicas con las que también muchas veces exasperaba a su ama, pudiera llegar a querer a Miguel por ser hijo de otro padre, y vástago de una identificación de raza que habían marcado su carácter con aquel descaro triunfante que desapaciguaba los ánimos de la matriarca. Muy pronto, con el nacimiento, de Santiago primero, de Virginia después, a los que se unían también la presencia del pequeño Jerónimo de la Barallocas, empezaron contra Miguel las malas intenciones, y no sólo las falsas expansiones pasivas de la Señora que ya venían de largo, sino también de las rudimentarias inconveniencias de la sirvienta, junto con la libre interpretación de tanta antipatía en todo cuanto se refería a él. La Barallocas, a escondidas, se complacía en maldecirle en su gallego ininteligible y montaraz, aunque sin que ello pudiera acarrearle perjuicio mental y físico al niño, que la motejaba burlonamente a la cara y le arrojaba audazmente cualquier trasto que llegara hasta sus manos entre insultos, llamándola adefesio desgarbado con cara de pan hinchado de migajones como verrugas, además de vaca gallega atontada y analfabeta. Y es que aquella Elvira moza de buenas carnes pueblerinas había engordado hasta perder el tipo garrido que la trajo hasta Puentemuros, y sufría ahora de varicoflebitis y de tremendas y dolorosas grietas de los pechos que habían amamantado a los dos varones; y de la consecuencia de consentidos coqueteos adúlteros con don Santiago de Bazán sólo se mantenía aquel recuerdo de juventud ya irrecuperable. La tirantez entre el muchachito, que ahora con nueve años se comunicaba más por la sangre que por la palabra, aunque su dicción era ya lo bastante adecuada para desarrollar complicaciones y para rebotar adecuadamente, duro y compacto, ante el desasosiego que pudiera infligirle el trato de ambas mujeres, no trajo más consecuencia que el de iniciar los preparativos de una incuestionable escolarización. Ya había empezado a asistir a la escuela de Puentemuros, desde los siete años. Fue como si la Señora considerase por fin que de los hijos, en efecto, podían llegar a ocuparse otras personas, y que las influencias futuras que intuía en el contestatario Miguel empezaran merecidamente a ser bombardeadas con castigos de una precisión tan insufrible como de la que gozaba la fama de sadismo de don Anselmo Carvajal, el no menos patético y cruel dickensiano profesor; y que era lo suficiente conocida como para que pudiese llegar a meter en cintura a aquella criatura imposible que era el vástago Vilar. Que lo aporrease a troche y moche, ya fuera con varas y si fuese preciso hasta con látigo, podría incidir en la memoria del niño con una esperanzada ansia huidiza (como así iba a ocurrir en un futuro), ahuyentándolo del ámbito familiar como al lobezno intrigante y amenazador que en realidad era, y desapareciera para siempre con su racional y fría vehemencia de enfant terrible, con el convencimiento íntimo del resentimiento jerarquizador de una madre depravada, y mantenerse finalmente ajeno a sus manipulaciones arbitrarias para no volver jamás a aquel caserón familiar. Había sido sencillo, pese a su anticlericarismo, sugerir al perverso y santurrón maestro que no escatimase esfuerzos en la educación de Miguel Vilar, siguiendo el dictado de que la enseñanza con sangre entra, y que no se valiera de ningún tipo de bondad y sí de la virulencia necesaria para crear una insufrible atmósfera de irrealidad educativa como la que ya mantenía con el resto de su alumnado, generando el mayor de los odios en aquel miserable y atrasado ámbito escolar del pueblo. La Señora no pedía nada más, y don Anselmo había aceptado tales instrucciones como quien acepta una somera clase de anatomía a base de palos y otros pasatiempos escarmentadores siempre al servicio de una religión sórdida y aburrida como era el cristianismo, y de un Dios malhumurado que ni era justo ni misericordioso con la infancia de Puentemuros.
El Jeromín de la Barallocas crecía macizo, sin ser feo, pero obtuso por falta de escolarización, aunque, en cierto modo, fue una suerte para él no asistir al colegio, y librarse del yugo maligno que don Anselmo Carvajal empleaba en la enseñanzas afianzadas ante todo en el catolicismo más extremo. El niño hablaba poco, y lo poco que hablaba era parte del galimatías galaico montañés que cautelosamente, para no encocorar a la Señora, mantenía monopolizado la Barallocas entre sus limitaciones para aprender castellano, y con el que estimulaba sus rezos y persignaciones con el "Meu Señor", "Noso Pai" y el "Ave María". Con su Jeromin, obediente y subordinado a la férula materna, se peleaba constantemente y la mayoría de las veces sin motivo alguno. Encargada de las compras en los mercadillos, en el único ultramarinos de Puentemuros, y del pescado con que que los asalariados de la Señora la surtían gratuitamente, se libraba de la aburrida monotonía acomodaticia y autoritaria con que gobernaba el caserón doña Julia; hablaba así por los codos en los corrillos del pueblo y regresaba a la casona rebosante de satisfacción y de chismorreos aledaños, generalmente carentes de importancia.
Y aunque doña Julia había empezado a desconfiar de sus andanzas por Puentemuros cuando iba a los mandados, y sabía de sobra que era una imprudente y parlanchina fisgona, aceptaba enterarse por ella de todos los cotilleos y acontecimientos que recopilaba en sus salidas, porque eso en el fondo la complacía. No obstante, fingía escucharla sin mucho entusiasmo, tratando también de imprimir a los impulsos de su verborrea formas más sutiles y claras del idioma en castellano. Pero "ni por esas ni por esotras" casaba la Barallocas con las exigencias idiomáticas castellanas del ama y seguía así trastornando sus estultos conceptos sobre la enseñanza de la lengua. Y al final tanto alteraban a doña Julia aquellos múltiples aspectos de su tontura galaica para el aprendizaje de la lengua de Castilla, porque la criada no solía encontrar los términos adecuados del idioma oficial del país para complacerla, y el orden mental seguía confundiéndose en la Barallocas con el orden físico de la idiocia, la Señora acababa dejándola por imposible, aunque no siempre se negaba a seguir intentándolo. Y es que meter a la locuaz sirvienta en tales consideraciones instructivas era como hablarle a un mono de los hombres, del planeta, de los países y de los siglos.
-No sé cómo te las arreglas para entenderte con las gentes de este pueblo- decía doña Julia como inspirada por los sarcasmos de su ininteligibilidad.
-Enténdome... enténdome,... crédeme, Señora, miña Señora- respondía la Barallocas.
-¡No, si de eso estoy segura. Los palurdos de este pueblo no se preocupan ni de pensar y ni se interesan demasiado por hablar correctamente. Y al final todos habláis la misma jerga. En vida de mis maridos, las cosas se veían de otra manera.
-¿Si miña señora ...?
-Sí, pero tú sigues tan tonta como cuando te acogimos... Y no se te ocurra santiguarte ni lanzarme tu "meu Señor"... Y ahora vete a la cocina y haz el favor de trabajar un poco para variar.
En cuanto a Santiaguiño Vilar, un año menor que Jeromín, era agraciado, pero mimoso, llorón y antipático. Además, estaba como poseído por un instinto de curiosidad por todo cuanto le rodeaba, y en cuanto empezó a andar, no cesó de manosear cuanto veía a su alcance, y con una celeridad tan destrozona que había que quitar de en medio muchos de los utensilios y trastos, ya fueran útiles o no, que se hallaran a mano. Doña Julia dejaba también la vigilancia de Santiago al cuidado de la Barallocas, y cuando el chiquillo hacía algún estropicio no se le podía reñir porque lloraba y pataleaba como un descosido. Y la sirvienta, que también controlaba los lloros del niño con un “non chores, meniño”, tanto como sus huroneos y su sueño, siempre estaba dispuesta a exculparlo entre besuqueos. Luego, para que el acostumbrado destrozo, fuese el que fuese, no quedara sin castigo, el que pagaba el pato era el inocentón Jeromín, al que su madre no dudaba en endilgarle algún torniscón acompañado por más de una cachetada. Cuando algo de esto sucedía, a Miguel, merodeando por la casona en sus horas libres de escuela, se lo llevaban los demonios contra las injusticias que la Barallocas prodigaba al resignado Jeromín. Y se enfrentaba al abusivo e injusto trato de la sirvienta, porque Miguel Vilar ya a tan temprana edad mostraba un mínimo necesario de raciocinio y sentido común tendente a la ecuanimidad. Consolaba a Jeromín, que lo adoraba, y le regalaba algún cachivache que su madre no tardaba en quitárselo. Y Miguel, al mismo tiempo que le soltaba un rabioso pero débil envite al llorón de su hermanastro mientras se hallaba en los brazos de la Barallocas como si lo acunara por medio de su insufrible hábito de inocentona tonta, ésta murmujeaba algunos reniegos contra Miguel, hasta que doña Julia, que parecía mantenerse al margen de la trifulca infantil aunque no fuese así, ponía fin al barullo con un ¡¡Basta ya!!.
-¡Barallocas papanatas! – replicaba sin embargo Miguel- ¡Bruja,
fea... teta de vaca! - Acababa luego con el insulto que más ofendía a la pasiega
-E ti, neno demo, mala saude... acabarás no inferno.
-E ti... filla puta... - la imitaba Miguel
-¡¡Migue!!- gritaba entonces doña Julia- ¿Pero a ti quién te enseña esas groserías? Tendré que hablar muy en serio con don Anselmo... No estoy dispuesta a seguir consintiéndote tanto descaro.
La Barallocas sonreía mientras abrazaba a
Santiaguiño, regocijados sus grandes ojos simiescos y callaba no por miedo, sino
porque doña Julia se erigiera en confidente del nuevo altercado y reprimiera el
ímpetu insultante de su hijo mayor con el frío desdén acostumbrado y su severa
rigidez de indiferencia maternal, al tiempo que Miguel se quitaba de en medio con la misma indiferencia, y se encerraba en su habitación muy alejada del gran salón de la casona, obsequiando al pobre Jeromín con un tierno y comprensivo arrumaco. .
- ¡E ti, parvo, vai á cociña!- reconvenía luego la Barallocas a Jeromín- ¿Cantas veces terei que axustar contas contigo? ¡¡Cordeiro chocalleiro!! ¡¡Y non quero máis chocalladas do demo Migueliño!!
La pequeña Virginia iba a crecer con una alegría permanentemente impresa en su lindo semblante. Pocas veces, a diferencia de Santiago, se dejaba llevar por el llanto, y sus arrebatos infantiles resultaban un bocado de gracia locuaz tan seductor que la eximían de la singular debilidad mimosa y quejica de su hermano. El temperamento de la chiquilla, aunque todavía estaba lejos de las disposiciones con que se adquieren las sutiles actitudes defensivas de la opresión frente a la disciplina, si empezaba a emanar en su imaginación prematuramente el sentimiento hereditario de cierta aversión inculcada de un modo más o menos soterrado en su carne y en el lazo común que la unía a aquella familia; y no se equivocaba cuando, tras su inocencia infantil, algo turbulento y exaltado se le revolvía por dentro, y en su sangre, y que de aquel enmarañado ramaje de su árbol genealógico su parentesco ni se mezclase con su sangre ni se singularizase lo más mínimo en ella. Que Santiago y Jeromín fueran demasiado mansos, ¡qué más daba! Que su madre farfullara broncas incomprensibles entre vehementes sensaciones que parecían expresar injustificables penas de toda una vida y de las que la encopetada matriarca no tenía de qué quejarse, tampoco importaba a sus hijos, porque los niños crecen sin pasado y sin saber nada sobre ello. Y de que la Barallocas no consiguiera formar las sílabas adecuadas del lenguaje que la Señora exigía, indignándola, seguía mentalmente deficitaria a los ojos burlones y las risas de los niños, como una pobre idiota sin remedio. Pese a todo, doña Julia de Bazán, en su prepotente trato con la sirvienta, ni sentía incomodidades de conciencia ni remordimientos frente la crianza de aquellas criaturas. La Señora se amoldó sin chistar al hecho irrefutable de que las mojigatas acciones infantiles, tras haber perdido primero las prescripciones paternas, siguieran, por esa misma abulia, en manos de la criada, aunque con una salvedad: que entre los prejuicios y sinrazones absurdas de la ignorante matriarca el tuteo materno si les estuviese prohibido. Tanto Virginia como el primogénito Miguel no tardaron tampoco en mostrarse experimentados en levantar el codo a manera de escudo para evitar las impacientes cachetadas de la Barallocas ante aquellas expansiones peregrinas con las que la analfabeta sirvienta aún se atrevía a dar muestras de autoridad en la edad primera de ambos. Y si la madre era también una especie de reliquia de rancia, orgullosa y necia figura de ricachona, porque no había alterado sus costumbres ni su despreocupación por cualquier otro miembro familiar que no fuese ella misma, desatendiendo como siempre había hecho cualquier tipo de recursos para exponer sus insensibles ideas sobre el amor maternal, todo quedaba debidamente reglamentado en la vida de los niños conforme iban creciendo. Y era normal que en aquella especie de vida almenada del caserón el instinto de conservación infantil campara por sus respetos. Tampoco era de extrañar que los dos diablillos atrevidos como el ya desarrollado mozalbete que era Miguel y la párvula Virginia, la alumna que lo seguía e idolatraba, iniciasen, como personajes de otra vuelta de tuerca, su privativo curso de moral propia, y que no les viniesen con el cuento de que los niños no tuvieran ya noción alguna de lo justo. Era como si Miguel exaltara en su fiel hermanastra Virginia el avance de una inteligencia superior, y abriera los ojos a su discípula como un moldeador "pigmalión" que acabara por convertirla en su obra maestra. Por tanto, al igual que un divertimento más, hermana y hermanastro se erigían en dos maestrillos perfectos capaces de no aceptar unos procedimientos de impositivas disciplinas tan distantes para ellos en aquella casa por la que discurrían como pesados estorbos junto a Santiago y Jerónimo. Y por ende que las actitudes desdeñosas, los insultos cautelosos, las ansias de correctivo, ya fuesen por parte de su madre o de la sirvienta, menos las de las recompensas, desconociesen toda praxis de rigor y propendieran así al nivelamiento de una inusitada jerarquización de rebeldía infantil que daban como resultado unas conductas individualistas cada vez más progresivas. Hasta don Anselmo Carvajal acabó abordando contra el indócil alumno que era Miguel una determinación invalidadora de sus reprimendas porque el ya casi adolescente primogénito de Vilar trangredía con aire desafiante al santurrón maestro con su ergotista escolarización a base de palos. Y ya con catorce años, Miguel, en sus propias narices, hasta tuvo el atrevimiento de romperle la vara con la que castigaba a sus alumnos. "Lo abominable, describió ante doña Julia el inconciliable maestro, es que su hijo discute mi autoridad, y se concede la libertad de injuriarme, transgrede toda mi instrucción, se vanagloria de su revuelta constante como si se valiera del mismo argumento del que gozaran los mártires... y para corregirlo haría falta molerlo a palos... de modo que juzgue usted" "¡De ningún modo!, enfatizó entonces, terriblemente aburrida, la Señora, "¡Deje usted de oponérsele y deje quietas las manos también... Muy buenas tardes"... Y don Anselmo, airado tras esta conversación y considerando que las pasadas y machaconas insistencias de cooperaciones correctivas contra su irreductible vástago quizá repentinamente se habrían congelado en doña Julia de Bazán, también se dijo para sus adentros que la Señora, pese a no sentirse cristiana, y tras semejante negativa, conocía muy bien ahora el precepto de dar bofetadas sin que se las pudiesen devolver, y alentando de forma inesperada el hecho evidente de que al pillo de su hijo no se le volviese a tocar ni un pelo... "Servidor", se despidió achantado y dramáticamente desgarrado en su orgullo el violento don Anselmo.“¡Valiente testimonio!” se dijo de nuevo para sí.Autor: Tassilon-Stavros -SINDICALISMO EN PUENTEMUROS-
-Capítulo 4º-














