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miércoles, 17 de diciembre de 2025

Las Sombras del Tiempo -Hijos y hermanos -Capítulo 3º-

 


 

 
                                                                             Autor: Tassilon-Stavros
                                                                              -HIJOS Y HERMANOS-

                                                                                     -Capítulo 3º-


       RECORDANDO A GONZALO TORRENTE BALLESTER


  
Doña Julia de Bazán, la antigua sirvienta, fue adquiriendo maneras señoriales como quien se reviste de un disfraz extravagante de escaso altruismo. Con sus miradas hurañas y su voz fría, se mantuvo por medio de sus dos casamientos, como una recalcitrante, solemne y agriada improvisadora de tiránica jerarquía. Y es que para mantener el don de la pervivencia debía arrogarse el control moral de aquella sombra indeterminada y negra que entre tanto morbo e ignorancia caracterizaba a los habitantes
de un pueblucho como Puentemuros (los eternamente explotados e imposibilitados para salir de la ignorancia y la pobreza). Así, sus potentadas maneras de envarada y adusta opresora se resolvían siempre a puertas cerradas, como se mantienen los retratos de glorias legendarias. Y como un desafío inesperado a que se legitimara su flamante realidad absolutista, reafirmó definitivamente sus recientes prejuicios de casta dominante, y no dejó ya de seguir viviendo con ellos. Su aureola moral se mantenía tan firme como desde el primer día en que contrajo matrimonio con don Guillermo Vilar; un casamiento que, en realidad sólo tenía para ella, como antigua criada de silenciosa actitud ausente, un nebuloso valor linajudo frente al futuro. Aprendió pronto a tomar sus precauciones para vivir castamente en estado matrimonial. Se plantó en una especie de grado sumo en el aprendizaje del uso social distanciador del fastidioso proletariado al que ella misma había pertenecido. Siendo asistenta, veneraba por sobre todas las cosas la seguridad de ser muy pura, muy casta, y muy maniquea en templo de oro. Jamás demostraba emociones, ni un solo delirio de los sentidos, ni remordimientos por nada. Y tampoco dio pruebas de agradecimiento a los especímenes pudientes del ricachón señoritismo galaico, y su presuntuoso encumbramiento. Por ende, sabiéndose ya de antemano recriminada entre los necios parloteos que, desde muchos años atrás, circulaban por Puentemuros al haber aceptado ambos matrimonios sin amor, tampoco prescindió a lo largo de su nueva vida de una peculiaridad impertinente y autoritaria frente a semejante pueblo de patanes y miserables pescadores y de lo que pudieran pensar de sus nuevos actos materialistas. El rostro imperativo y soberbio de la Señora, seguiría luego manteniéndose también con aquella odiada expresión nada compasiva ante sus proletarios asalariados y sus familias, que entre sus carestías y sufrimientos, permanecían en consecuencia prácticamente aislados de su conmiseración. Las alusiones a sus actos caritativos eran así tan escasas como las alusiones a los héroes. Pero, en realidad, cada instante de su vida, desde que enviudó de sus dos matrimonios, era tan insulso que bien poco podía decirse ya acerca de ella aparte de trasquilarla entre comidillas como quienes trasquilan a un perro o a un borrego. Ni aun siendo Julia Vega, como criada que aceptó a sus amas perfectamente equilibrada en sus silencios y tolerada apatía de servilismo, tampoco sintió nunca, ni fuera ni dentro de aquella envoltura de trabajos domésticos entre los que únicamente se había dedicado a sobrevivir, sensaciones intensas propias de una juventud ambiciosa, ni exégesis, ni desviacionismos o depravaciones pasionales de la carne que hubieran reforzado una parte de su insípida existencia. Y si alguna vez tuvo momentos angustiosos, ejerciendo los más variados menesteres como sirvienta, quizá en su patria chica leonesa primero, y luego entre el santero y centenario mundo galaico al que había ido a parar, ya lo había olvidado como se olvida una penosa agonía irremediable. Y esta era hasta entonces la única historia más o menos conocida de Julia Vega: un oscuro designio de conformidad con la Providencia. Una triste sombra de juventud liberada de la esclavitud por la carne, pero un espíritu adormecido que no advirtiera la desigualdad entre el gozo y el dolor. Y ya como Julia de Vilar primero, y luego de Bazán, no es que se sintiera en absoluto desdichada o impugnadora en la medida en que se pueda llegar a sentir algo parecido a los placeres no degustados. Si se hubiese podido penetrar en la mente de aquella mujer en busca de alguna de sus posibles y relevantes cualidades, aunque siempre tan escasamente participativa de las agitadas complicaciones con que agobian los errores, ya que no los arrepentimientos, y el casi eterno ánimo apaciguador de una fúnebre lascivia,  lo único que habría salido a relucir es que a la sirvienta de Vilar lo que menos la motivaba era hacer planes ante el porvenir. Las primeras esposas de los dos próceres gallegos, dueño, uno de la flota de pescadores y del pequeño astillero, el segundo, tampoco se complacían en revestir con el tropel injurioso de sus parloteos de preponderancia social, económicamente fuerte, una minuciosa investigación que aclarase los orígenes de la apenas perceptible y resignada criada; ni pretendieron ahondar en su oscura existencia precedente antes de aparecer en aquellas lluviosas tierras galaicas, como rehaciendo con ello algún tipo de viejas novelerías ante las inmoderados cotorras que frecuentaban el pazo: "Nadie sabe a ciencia cierta de dónde es, aunque admita haber nacido en León..., ni hemos conseguido que nos hable de sus padres, si es que todavía viven... guarda una compostura modesta y diligente, pero no es más que una infeliz, aunque, eso si, nos ahorra toda clase de molestias..."  
 
Ni la misma Julia Vega, que al parecer carecía también de la excitación que precede o se adelanta a la sorpresa, esperaba que aquel mundillo de sofisticación adinerada se enfriara tan pronto cuando sus dos amas consumieron su papel preponderante atrapadas por la niebla de la muerte. Y ni siquiera que el primer viudo don Guillermo Vilar, padre de dos hijas, ya muy crecidas e ingresadas en un internado femenino de monjas en La Coruña (aunque las hablillas del pueblo aseguraban que habían sido enviadas a Inglaterra, las cuales, enigmáticamente, jamás regresaron a Puentemuros, y salvo alguna que otra carta tardía,  no volvieron a dar señales de vida), le hubiese estado sugiriendo, aun en vida de su esposa, la proximidad de una apetencia carnal probablemente ya adormecida en su primer matrimonio: y no manifestándole, hasta después del óbito conyugal, ciertos sorprendentes planes de nuevo casamiento. Aquel episodio a la todavía joven Julia Vega le pareció algo grosero, carente de todo interés romántico por su parte, y segura únicamente, aunque aceptase tal sugerencia, de que sería imposible que ella pudiera llegar a querer al provecto señorón. Mas, a fuerza de terquedad e insistencia, Guillermo Vilar, augusto pero ridículo, que sí era hombre para el cual hacer planes significaba una pasión, creyó honrarla de ese modo y liberarla de su aislamiento de servilismo. No obstante, si don Guillermo buscaba en la joven sirvienta un nuevo seno perfumado y tibio de mujer, o esperaba de ella que se comportara en la cama como una ramera, lo cierto fue que en los escasos años de matrimonio jamás tuvo el suficiente arrojo para meterla en cintura ni tampoco para repudiarla, porque amargado y entristecido, sólo halló en ella sus dedos fríos, su queja atribulada frente a los masculinos arrebatos sexuales, y que su innata frigidez no hiciese jamás excesivas alharacas en relación con el matrimonio casi obligado y los subsecuentes y evitados abrazos carnales del viudo. Y sin embargo, en una de aquellas noches tortuosas, que también le envenenaban los días, don Guillermo logró esfumar los sobresaltos esquivos de la nueva cónyuge, atravesando por primera y única vez la sangrante amapola de su virginidad. Y aunque Julia de Vilar con su mordacidad hiriente hubiese puesto en duda la potencia viril del caduco prócer galaico, como consecuencia poco entusiasta y por supuesto nada deseada, quedó embarazada.
 

A todo lo aquí consignado sobre Julia de Vilar parecía haberla destinado la Naturaleza, pues por aquel tiempo poseía, además de juventud, sus recién adquiridas maneras afectadas para conquistar a don Guillermo Vilar. Y no titubeó ante el entusiasmo demostrado por el viudo ni deliberó sobre el género  de vida que sobrevendría tras su matrimonio. Dejar atrás el servilismo, después de muchos años de estar entregada al  mismo, y como si en verdad hubiese llegado a soñar con otras ocupaciones que la apartaran definitivamente de sus pesadas tareas como criada, era como librarse de un fardo aplastante, de una especie de precepto que confundía el orden físico de la pobreza haciendo de ella una virtud. ¿Qué mal había por tanto, para emanciparse de aquella servidumbre, en entregarse a un hombre al que desde luego no quería, que le reduplicaba la edad, y no prestar atención a los pueblerinos rumores públicos y aislados improperios que a partir de entonces no dejarían de murmurar que la sirvienta Julia Vega ya había compartido perversiones nocturnas con el viudo, y que no sentía repugnancia alguna en alentar la lascivia del viejo prócer inhibiéndose de las energías amorosas de los hombres de su edad? La antigua criada de origen casi desconocido trepó así con suma agilidad el escalafón de aquel muro casi ruinoso del señorío galaico de don Guillermo Vilar. Y no cabía la menor duda de que Julia de Vilar, viendo el asombro de sus conciudadanos, sintiera ahora un verdadero placer en hacer oídos sordos ante las necedades de las críticas, aunque esta primera boda nunca fuera festejada. Pero todo el mundo iba a conocer ahora a la misteriosa dama de hielo. La señora del pazo que observaría a partir de entonces a sus asalariados pescadores con ojos turbios y jerárquicos, considerando que las maliciosas hablillas aldeanas eran el resultado de la más pura envidia. Y aunque nunca, durante este primer matrimonio, se sintió dichosa, tampoco tuvo ni remordimientos de conciencia ni la asaltaron los miedos de las almas felices que viven temerosas de que les arrebaten sus goces. Y como le repugnaba aquel acuerdo matrimonial frente al cual se mostró clara y expeditiva en sus condicionamientos sexuales y muy especialmente acerca de la aceptación del casi decrépito cuerpo de don Guillermo Vilar, que tan sólo vio desnudo una vez y le repugnó observar todo aquello que le colgaba, nada atrayente, al menos a simple vista, despidió su muerte limitando su bagaje luctuoso para seguir favoreciendo, con su viudez, tan sólo los efectos del buen casamiento que tan buenos resultados le habían dado. Jamás exaltó, en consecuencia, los placeres de la carne, perdiendo en seguida todo interés por el cuerpo masculino. Y aceptó el nacimiento de Miguel Vilar y el obligado bautizo cristiano impuesto por la mística moral gallega, tan fríamente como los ardores del cuerpo vicioso y salaz del difunto que, aunque no se mantuviera ajeno a su falta de deseo para entregarse a él, el viejo Vilar prácticamente casi se vio obligado a violarla. La viuda consideró de inmediato que la crianza de aquel hijo no deseado, le resultaba una tensión demasiado fuerte, y se cansó del recién nacido mucho antes de que cualquier tipo de sentimiento maternal pudiera enternecerla. Tal era su carácter. Así el siguiente paso a dar era que el niño fuese amamantado a la usanza campesina de la tierra por los pechos rollizos de alguna moza descarriada, que era el sino de las mujeres degradadas por el abandono indiferente de algún amante que tras deshonrarlas con sus rijosidades pecaminosas y amores prohibidos, parieran más tarde entre el silencio y la fuga del amante y fuesen apartadas del fruto de sus enviciamientos lascivos frente a las prescripciones paternas y la indignación que suscitaban tales ignominias. Pero la viuda del pazo Vilar no estaba dispuesta a involucrarse, tras la muerte de su marido, en consideraciones sutiles sobre el hecho de haber sido madre a la fuerza, ni a confundir el orden acomodaticio con el orden físico de un aborrecido parto. Y sin duda la crianza de un bebé exigía motivaciones demasiado complicadas. Y para la señora de Vilar ahora su nueva situación social la obligaba a vivir ante un aprendizaje menos empírico y más racional y determinante. ¿Se renovaba así la sangre de la antigua criada? Y por tanto todo estaba ya decidido, aunque resultase cruel. Con su individualismo y su iniciático impulso de una particularísima moralidad que desde ahora iba a gobernar sus actos, sin noción de lo justo, tal vez, pero dejando aparte la sanción de los deberes, para entregarse a otras motivaciones más imperiosas: el placer de preservar su patrimonio y el interés de que nada pudiese perjudicarlo. Consecuentemente, para Doña Julia de Vilar sus deberes tan sólo se dividían en dos clases: el deber consigo misma, como si éste consistiera en cuidar su propio cuerpo,  y el de preservarlo de todo posible daño. Fue como despertar su imaginación, a partir de entonces, para ceñirse únicamente a lo que a ella le convenía, aunque perjudicara a sus semejantes. Nada sabía de filosofías, o nadie le había explicado nunca que el "interés" siempre difiere del Bien.

Miguel Vilar creció en el ala del pazo destinado a su ama de cría, y durante pocos años conoció el tono sosegado del padre languideciente, mientras Julia de Vilar, tras el luto riguroso del fallecimiento marital, cumplía así con total desgana su desabrida maternidad. El niño la aburría, la ternura no existía, y la esperanza de que la sangre materna pudiera manifestarse era dudosa. Afortunadamente para los niños el futuro no existe, lo mismo que tampoco poseen ninguna noción de lo justo. Y hay que esperar a que crezcan para que se comporten como alumnos aptos para leer historietas destinadas a inspirarles amor a la ética. Mientras tanto su vida se mantiene expuesta al individuo bueno y a la del individuo malo. Y si su padre hubiese tenido tiempo de explicárselo: "Ya ves, hijo mío, los peligros que entrañan las malas conductas, hay que ser ante todo hombres útiles, el trabajo es honorable y los ricos muchas veces suelen ser desdichados", su madre habría merodeado por allí, como una meiga sumida en el colmo de la perversidad y el desvío materno, incapaz de reparar en la ironía razonable de aquel hombre, más compresivo y bondadoso que la pudibunda y petulante desposada, olfateando como una burla cualquier disciplina de moral, y dispuesta a insistirle en que desconfiase de todo tipo de opinión pública y ajena a la hidalga vida en el pazo, y a recordarle también que lo único importante era conservar el "castillo" adquirido, la casa del oro, como la morada de los bienaventurados, donde la vida no dolía, ni existían las tan traídas y llevadas heridas del alma, compañeras de los ahogados suspiros místicos de los mojigatos curas y sus meapilas.

El ama de cría tardó así unos cuatro y pico de años en salir del pazo. Por el contrario, la ambición de Julia de Vilar había aumentado, y como no se realizara un posible desprendimiento o generosidad de sí misma, lo que sí había conseguido alcanzar era una especie de "propia contemplación perfecta" Y aún se proponía ir más lejos. Nada lograba transformar el florecimiento de esa conciencia que gobierna el mundo sin iluminar el espíritu. Nada tenía que agradecer a Dios, y de nada era preciso resguardarse frente a ese temor indispensable que para tanta gente puritana significa la "salvación". Ni era pecadora ni culpable de castigo alguno, ni creía en las costumbres y las leyes que buscan un significado preciso a la Providencia (a la que ella se había abandonado cuando no era más que una miserable sirvienta), porque ésta se encuentra en la Naturaleza. Y la Naturaleza ni nos conoce ni nos quiere. Ése es su misterio, el único que puede trastornar la idea de la justicia. Y ni la idea del cielo ni la del infierno podían llegar ya a atormentarla. Los arrebatos de arrogancia, que eran cada vez más fuertes, la impulsaron entonces a aceptar su segundo matrimonio con don Santiago Bazán, otro viudo y adinerado prohombre, dueño del productivo astillero de Puentemuros. Una segunda boda que sus correligionarios aceptaron con la misma curiosidad morbosa y censuradora de la anterior, porque escudriñaban a la nueva esposa con ojo de tasadores desconfiados. Y cuando Julia de Vilar abandonó el pazo con el hijo a punto de cumplir los cinco años, para aposentarse en la gran casona de Bazán en la villa, aceptó la nueva recepción con la fingida cortesía de feliz desposada con que el enviudado y rico señorón galaico la agasajaba. Frente a los murmuradores reproches de las consiguientes hablillas pueblerinas, la nueva señora de Bazán, siguió tan rotunda en su indiferencia, sin turbarse lo más mínimo al adoptar el apellido de Bazán, como si lo escupiera en la cara a los piojosos, mugrientos y hediondos hipócritas de Puentemuros. El vástago Vilar llegó a conmover favorablemente a don Santiago y aceptado como hijastro sin la menor reticencia, y con la placidez que puede conceder el instinto saciado, halagando con elogios a su segunda cónyuge e indiferente a ciertas reconvenciones por parte de sus amistades. Miguel trajo cierto regocijo a la casona con las gracias de su niñez, y aunque carecía de la edad del discernimiento, su madre seguía sin poder soportar los excesos del niño y trataba de corregirlos aunque para don Santiago, que había sido padre de dos hijos de su primer matrimonio, cuya muerte se mantuvo en el más estricto de los silencios a lo largo de muchos años, lo que se había frustrado con los hijos perdidos podía ser ahora menos doloroso con la presencia del pequeño Miguel. Un par de años después, Julia de Bazán, sin dejar de sentirse de nuevo mancillada por las noches de angustia lasciva del esposo que no cejaba en saciar en ella el rijo de su cuerpo todavía en celo, sintió a un nuevo vástago agitársele en el vientre.

Aquel nuevo embarazo sólo había vuelto a lograr en la mujer de don Santiago aquel pliegue de asco que solía dibujarse en sus labios, hasta el punto de no poder contener en silencio la misma sensación  morbosa e inquietante de cuando Vilar obtuvo de su cuerpo el gozo malsano de su provecta voluptuosidad, sorprendiendo rijosamente su carne a manera de cazador furtivo entre las sombras de su habitación y el lecho conyugal en busca de aquellas expansiones concupiscentes que ella le negaba reiteradamente. Julia de Bazán había seguido ofreciendo matices de justificación y disculpas sobre sus flujos menstruales, concienciando a su cónyuge de la repugnancia que sobrevendría de cada momento de intimidad. Y como si al cincuentón don Santiago sólo le estuvieran permitidos goces espirituales, aunque su cuerpo ni se encontraba achacoso ni fatigado frente a la incontinencia que pudiera ofrendarle aquel segundo himeneo con una todavía lozana mujer. Y aquel afán de patriarcal  lujuria del segundo consorte la desquiciaba. Y de nada le sirvió esta vez el ingenio y la habilidad de advenediza, intrigante e hipocondriacamente embustera, pero poseedora todavía de un cuerpo sano y hermoso, resistirse a las muestras de impaciencia rijosa con que la importunaban noche tras noche las acometidas licenciosas del viudo insomne a quien los frigidos pretextos de Julia sólo le sonaban ahora a falsos. Puntillosamente se vio obligada a cumplir bajo la férula libertina de aquel rico patán galaico que la cubría con la actitud inflexible de un sátiro impaciente que parecía reclamarle un derecho de pernada al igual que un encrespado señorón extemporáneamente emplazado en una atávica Edad Media galaica. Julia de Bazán, ante aquella nueva boda de conveniencia, tuvo que cumplir, desabrida y seca, con sus deberes conyugales, justo el tiempo necesario para quedar embarazada en dos ocasiones, dando a luz primero a un varón, y dos años después a una hembra, antes de que admitiera como sirvienta a la montañesa Elvira (la Barallocas) y a su hijo, que supuso un alivio para las contrariedades de su segunda vida matrimonial, y la libró de los insoportables galanteos maritales de don Santiago, tan primitivo y grosero que empezó a complacerse en sus juegos viciosos con la criada, y Julia de Bazán logró así liberarse de aquel zorruno marido gallego que ya dejó de quitarle el sueño de aquellas pasadas y nauseabundas noches de sexualidad no deseada, para acabar revoloteando sensualmente con la ignorante, algo retrasada mentalmente y ligera de cascos Barallocas, que, sin embargo, lo manejó a su antojo halagando no sólo al anfitrión sino a la redimida consorte hasta el día en que se lo llevó un fallo cardíaco.

Durante los primeros años de Miguel Vilar, con un padre envejecido y una madre esquiva y distante que mantuvo con el niño un terco resentimiento por haberse visto obligada a traerlo al mundo, no hubo, en consecuencia,  más existencia reglamentada para la criatura que el de su ama de cría, una joven rolliza y rubicunda, de la que se descolgaba su casi bermeja cabellera, cuando no se la recogía, hasta los pechos que amamantaban al vástago de los Vilar. Y el neonato, cuando mamaba, saboreaba al mismo tiempo aquella sensación de imborrable caricia que se mezclaba con el perfume de su carne mórbida. La nodriza lo fue colmando también de alegría a medida que iba creciendo, y para despertar su imaginación le cantaba al principio cancioncillas en gallego, y más adelante le contaba historietas galaicas de meigas malvadas que vestían túnicas hechas jirones, carecían de inteligencia, peor aún, de alma y corazón "como temos nós", y aunque eran duchas en hechicerías, por ser muy malas y cobardes, no había que temerlas dado que nunca se acercaban a los hombres temerosas de sus castigos rigurosos que las condenaban a morir en la hoguera. Y al niño, todavía de una inocencia perfecta, le ponía furioso la existencia de tan malas meigas y aseguraba que instalaría unas trampas cerca del pazo para atraparlas como a ratas. Entonces su joven pasiega, entre risas, le hablaba de que en esa especie de caza furtiva que Miguel proponía, además de matar conejos, liebres y zorros, quedarían también apresados los gnomos del bosque, dulces criaturas de barbillas puntiagudas, ojos azules, y caras achatadas como mochuelos, juguetones y saltarines que adoraban a los niños, y cuando no llovía, recorrían aquellas arboledas próximas al pazo por las noches de luna llena evitando el sol, y asomándose a su ventana para entrar en el interior de sus dulces sueños infantiles. Julia de Vilar siguió sin conciliar sus ánimos con la crianza del hijo, aunque consintiera las fantasiosas fábulas que la niñera le contaba, pero observando la impertinente hostilidad con que aquella criatura ya de casi cuatro años se atrevía a demostrarle abiertamente, dado que Miguel lo único que conoció hasta entonces de su madre fue aquel extraño rostro inquieto y despechado, mezcla de odio y asco, a la que únicamente parecían interesarle las futilidades del cuidado del pazo, y tratar de mantener a raya a sus dos viejos criados que habían estado al servicio del ama anterior. Fieles sirvientes a  los que no tardó en despedir porque según ella conjeturaba para sus adentros, dada la frialdad con que los trataba,  musitaban a la oreja de don Guillermo agitados secretos de mal agüero e indudables quejas de total rencor hacia su nueva desposada. El niño, bien amamantado, se había criado rechoncho, moreno, y muy guapo, y por la gracia de sus correrías, de sus entradas y salidas por los rincones del pazo entre risas sonoras que le conferían un indudable encanto fue muy bien aceptado por el ya luctuoso y casi chocheante don Guillermo. Pero todo eso acabó siendo achacado a la excéntrica fantasía de la pasiega que lo había criado, muy acorde con la barbarie que Julia de Vilar atribuía a los ignorantes habitantes de aquellas tierras galaicas. La criadora, que ejerció al mismo tiempo de preceptora de Miguel, era incapaz de relacionar la superficialidad de aquellos cuentos maternales con la impávida y turbia Señora del pazo, que sin delatar su cólera reprimida mientras duró la necesaria lactancia del hijo, nutrición a pecho que ella se impuso no ofrecerle, se había liberado por lo menos de sus impulsos de innata abulia en lo que a la educación de los primeros años de Miguel se refería. No obstante, cuando el vástago estaba ya a punto de cumplir los cinco años, fallecido repentinamente, poco antes, don Guillermo, su orgullo tenaz venció al fin aquel comedimiento del que hasta entonces había hecho gala, arrogándose de pronto un imprevisto deber ineludible como educadora, y despidió a la nodriza de dulcificada expresión que todavía conservaba la envidiable alegría de la mocedad y que durante más de cuatro años supo alegrar la infancia del niño en aquel funesto pazo regentado por aquella alma siniestra y amedrentadora de doña Julia. Porque la Señora, que no se había conformado tan sólo con apartar del mundo al hijo nacido de un padre amargado y finalmente resentido, sino que, con su autoritarismo seco y encopetado, consideraba ahora que la amamantadora había agudizado el  ingenio y la osadía, cada vez más perceptible y retadora de Miguel, pese a no ser más que una semianalfabeta, de sofocada morbidez maternal, que contaba historias al niño de un catolicismo casi conventual y lacrimoso. La nodriza, tras casi cinco años de crianza, abandonó el pazo rabiosa y desesperanzada por lo mucho que quería al vástago Vilar, pero resignada ya ante lo inevitable, mientras Miguel sentía que su odiosa madre le arrebataba el preciosísimo tesoro de aquel cariño que había alegrado sus primeros cuatro años de vida. La Señora callaba, mostrando como siempre una terquedad inhumana y maligna, volviendo durante un año a sus doradas soledades, mientras Miguel la miraba con repulsión clara y expeditiva, y como sumido ahora en aquella especie de tenebroso mal de familia escéptico e intolerante que detentaba su siniestra y escarnecedora madre y un nuevo criado inocuo y bobalicón al que mantuvo aquel último año en el pazo. Y porque, una vez transcurrido ese primer año de viudez, la ex-Vilar no tardó en aceptar con fingida sumisión una nueva boda con un fijodalgo galaico, llamado don Santiago de Bazán, que había enviudado tres años antes, nacido de familia hidalga y opulenta, ya fenecida, y dueño único del astillero de Puentemuros. Y de don Santigo Bazán, unos veinte años mayor que ella, habló a su hijo sin excesivo entusiasmo, pero conminándole a que lo aceptase como padrastro y tutor, ya que de modo indeclinable y realista participara de una decisión tan importante para el futuro de los dos. 
 
Miguel seguía sintiendo por su madre el más fiero y desleal desamor, acompañado de una ya crónica  animadversión, viéndose ahora casi condenado a una especie de ostracismo en el caserón de los Bazán situado en el pueblo. Muy adelantado para su edad, sabía que ella aprovecharía la menor muestra de debilidad acerca de su comportamiento con el nuevo marido para deshacerse de su presencia, como ya le había hablado su complaciente y astuta nodriza de la existencia de tenebrosos internados donde se confinaban a los hijos no deseados, y cumplió escrupulosa y respetuosamente su trato con el probo ricachón, que lo miraba ahora con semblante satisfecho y contento. Miguel gustaba sin duda y había dejado de sentirse decepcionado con total probidad infantil. Y Julia de Bazán que nunca se había sentido de ningún modo fascinada por el ingenio de su hijo, achacaba la causa de ello a otras razones más concretas, porque vislumbraba en Miguel, con sus enrevesados razonamientos de madrastra más que de madre biológica, proverbiales fundamentos étnicos del padre leonés cuya existencia siempre había silenciado, viviendo, desde que huyó de León, muy desvinculada de su amaurótico recuerdo paterno. Todo era  posible. Y por ello, no era impensable que la Señora llegase a la conclusión de que tras su procreación indeseada, en aquel niño malicioso pero certero ya en sus aventajados discernimientos, además de agraciado en cuanto a porte y prestancia, sobreviniese genéticamente una inesperada  semblanza con el buen sentido de su desconocido abuelo. Brillaba en Miguel sobre todo la facultad de enfrentarse a la fatuidad con que su madre arrastraba hasta el máximo extremo el descalabro vivencial de la casa con sus irritaciones cotidianas, y como buscando de nuevo con aquel casamiento, odioso pero fructífero, que las prosperidades y las posibles desdichas se equilibrasen. Y Miguel aprendió a no tolerarlo. Más que niño, según crecía, iba convirtiéndose en una especie de hábilmente estructurado adolescente, con atrevimientos irrevocables ante el ama y señora del caserón Bazán, para la cual el bien de la especie no existía. Había en Miguel una evidencia de superioridad en todo cuanto se negaba a transigir, y una seguridad que jamás se hubiera imaginado propia de un muchachito como él.  
 
La descarriada Barallocas apaciguó con su presencia en el caserón la insoportable observancia connubial de apetitos libidinosos de don Santiago, y, por ende, a la desposada Julia, que tras parir dos hijos suyos, anduvo ya ferozmente inquieta por encontrar el término preciso que la liberara definitivamente de esas ineludibles emociones que puede atravesar el ser humano al casarse, y antes de que su marido pudiera llegar a aceptar la difícil y fría normativa, nada pasional y tan racional para ella en cuanto se refería a las imposiciones sensuales con que la rijosidad masculina sancionaba su matrimonio. Y así, después de parir dos hijos, empezó a autoanalizar la conveniencia de poner fin a los riesgos de un nuevo embarazo. Y con la joven Barallocas, al acogerla en su casa con el hijo de su desliz, delimitó su relación matrimonial con don Santiago, enviando a la pasiega amamantadora de su neonato, noche tras noche, hasta el dormitorio del cónyuge, que tan a pesar suyo la había estado poseyendo hasta hacerla concebir dos nuevos embarazos. Pudo así mantener su actitud rastrera e hipócrita, y la sinuosidad de su orgullosa frigidez oculta tras aquella máscara  de sumisión y honra conyugal. El segundo varón, al que se le impuso el nombre de Santiago, acristianado por no querer mantener discrepancias con el padre de la criatura, nació guapo y rollizo como prueba casi irrefutable de la potencia viril que todavía mantenía el fijodalgo Bazán. Y la presencia en el caserón del recién nacido ni rompió la tranquilidad de Miguel Vilar ni fue objeto de aborrecimiento por su parte; muy al contrario, se mantuvo con una serenidad conmovedora ante sus lloros y hasta llegó a sentir cierta piedad por él porque sabía que la Señora no le inspiraría jamás un sentimiento de amor de madre. Santiago no tuvo una niñera campesina para amamantarlo, porque la Barallocas lo atetó al mismo tiempo que a su hijo. Quince meses después nació una niña, linda y rubia, a la que su padre bautizó con el nombre de Virginia, patronímico familiar que había pertenecido a su abuela. Y doña Julia no hizo tampoco ninguna objeción al capricho de su marido, aunque desde este segundo parto se convirtió en protectora y tirana de la Barallocas para que con ella don Santiago siguiera desfogándose a su gusto en sus insaciables hábitos salaces mientras la joven criada (al parecer y por suerte ya malparada para nuevas concepciones o con toda probabilidad porque la virilidad de don Santiago Bazán andaba ya de capa caída) le ofrendara el encanto de sus poderes de persuasión libidinosa. Un año más tarde don Santiago Bazán murió de una insuficiencia cardíaca en aquel mismo tálamo donde habían transcurrido las últimas noches más plácidas de su existencia en compañía de la Barallocas. La lactante Virginia fue enviada a un convento cercano de monjas de una Orden  Redentora para ser amamantada, entre idas y venidas, por una de las muchas pasiegas jóvenes de mamas recién vascularizadas, que atrapadas por sus actos fornicadores y abandonadas por sus amantes, habían dado a luz a los hijos del pecado; y luego redimidas por las monjas al tiempo que los neonatos también eran liberados del aquellos deslices impuros y enviados a La Coruña, a Santiago de Compostela, y más tarde a ciudades importantes como Madrid o Barcelona, en centros de acogida que se encargaban de incógnitas gestiones adoptivas por toda España e incluso por otros países europeos mediante sustanciosas retribuciones pecuniarias absorbidas por aquel organismo de sello jesuístico, y por medio del cual también el convento de madres redentoras y pecadoras regeneradas se ganaban gran parte del sustento en sus prerrogativas mesiánicas, y en su trascendencia moralista para combatir en lo posible el fornicio pecaminoso de tantas jóvenes galanteadas y seducidas furtivamente por desconocidos cortejadores.
 

La idea subyacente de Julia de Bazán era mantener ahora las posiciones permanentemente adquiridas con su segundo estado de viudez, aunque con tres hijos a cuestas. Ante Miguel, por ser el mayor, tenía muchos motivos de preocupación. La perspectiva de su crecimiento le resultaba sórdida, aburrida y mareante, porque en él tan sólo veía una especie de retorcimiento anfractuoso y granujiente de la casta galaica opuesta a su, para ella, aventajada idiosicrasia castellana. Y sabía que jamás lograría provocar en él el sentido del respeto y del miedo para que se aviniera a aceptar su prepotente matriarcado, ahora que don Guillermo, su padre biológico, y su padrastro putativo, don Santiago, ya habían pasado a mejor vida como tantas veces el niño le había oído exclamar, sin comprender el significado de aquella aseveración materna. Pero no se atrevía a posponer todo acto de entendimiento con él con actitudes inflexibles, y cumplía puntillosamente aquella especie de transacción acomodaticia en la casona para que su primogénito no se sintiera ni deprimido o aburrido, ni inmerso en una vida nada satisfactoria con la que rellenar el paso lento de sus primeros días de infancia, ahora ya con siete años de edad. Lo acomodó así en una de las mejores habitaciones de la casa y se encargó de que nada le pudiese faltar e incluso lo trataba al principio como una madre encargada de ofrendarle cierto roce de urbanidad y cortesía. Y porque la llama inteligente que Julia de Bazán vislumbraba en Miguel, niño de cuerpo sano y hermoso además, no era más meritoria a sus ojos que la de un futuro parásito que pudiera llegar a dedicarse a la improductiva holganza con la que disfrutar de sus bienes hereditarios, y contraatacar su vejez con la astucia, el ingenio y la habilidad de advenedizo intrigante que no dudaba llegaría a manifestarse en él. Pero el desamor entre madre e hijo persistía como una rabia sorda, porque además la Señora tenía esa conciencia clara de que semejante inquina iba a durar para siempre, y que incluso, en un futuro, el muchacho acabara por tiranizarla. Era como si en Miguel corriera una sangre maldita de lejanas tendencias genéticas que inquietaban la jerarquizada conciencia de las flamantes normas sociales de la Señora con su latente desparpajo de impertinencia cada vez más proverbial. Y doña Julia comprobaba día a día que Miguel podía así inspirarle cualquier sentimiento sinuoso antes que el de amor de una madre otorgado con inclinaciones egocéntricas. Por ende, aquella desenvuelta osadía del niño se mantenía como un trato desabrido de constantes reproches enfurecidos que el niño alimentaba en su interior. Miguel resultaba ya tan exasperante como un desarrollado adolescente muy satisfecho del impacto que sus díscolas terquedades confirmaran cierta supremacía de comportamiento frente a una madre autoritaria y, por supuesto, cada vez más resentida con él, dando pie así a una situación de convivencia si no inadecuada del todo, sí humillante e hiriente para Julia de Bazán, que tanto había tenido que luchar para conseguir la posición de la que ahora disfrutaba, rehuyendo las inclinaciones de la carne de ambos maridos; y que no lograba, en tal caso, gozar de la influencia necesaria para dominar el carácter indómito en aquel pequeño diablo que iba a cumplir ya los ocho años. Claro que tampoco en ella había existido jamás cualquier conato de verdadera ternura hacia su hijo. Aquella insensible mujer había llegado a la conclusión de que toda carnalidad de amor maternal, a través de su corta experiencia con dicho sentimiento, era terriblemente engorrosa, y cuya única utilidad le había servido para que algún varón provecto la utilizara para los fines de la lujuria, y la obligara a parir como recurso de otro amor paterno filial más arraigado genéticamente, amparándola con un buen patrimonio. Y eso si lo había logrado por medio de la presencia molesta e indeseable de dos esposos viejos pero pudientes. De todas formas,  ahora no podía por menos que pensar que frente a su primogénito todo lo que había adquirido se hallaría en peligro de por vida. Y era como si constantemente tuviera que recordarse a sí misma que, a los ojos de Miguel, belicoso por el rencor que interiormente le profesaba, hubiera de concienciarse de que, de todo eso, ella no era culpable, y que el turbio esfuerzo por mantener una maternidad castigada por sus relevantes egoísmos entre las soledades y desordenes juveniles conferidas a viejos potentados gallegos todavía la ahogaban como si se hallara sumida en un pozo de escarmientos.  

La generosidad que mantuvo desde un principio con la presencia de la pasiega Elvira, había sido providencial antes de enviudar de Bazán, y lo seguía siendo ahora. Los fríos rasgos de doña Julia se desvanecían ante la sirvienta para ser reemplazados por todo lo que todavía podía haber de más cálido y más grato en esa nueva vida privada del caserón. Así, todo basculaba ahora entre dos mujeres y cuatro niños. En Elvira, la charlatana y analfabeta galaica, era posible que también coincidieran sus sentimientos con la acritud hiriente de su encopetada ama. Y Miguel empezó a darse cuenta de que en aquel pequeño círculo familiar su papel de consentidor resultaba tan inútil como no otorgable. La necedad y papatanería de la Barallocas, amamantadora de dos varones: Jerónimo, su hijo bastardo y el neonato Santiago, se mantenía con una serenidad aborrecible dando gusto por encima de todo a su señora, y, más que a su propio hijo, ofrendaba todo su cariño al pequeño heredero Bazán que alimentaba con su pechos, y sus sentimientos eran efectivamente tan intensos y malsanos hacia Miguel como los de la mezquina ricachona, más racionalista en el trato por interés que en otro sentimiento más tibio y entrañable. Y sólo por eso era inconcebible que aquella necia y casi anormal criatura montaraz y cuchicheadora, que seguía atropellando el idioma castellano con sus zafias incorrecciones galaico-fónicas con las que también muchas veces exasperaba a su ama, pudiera llegar a querer a Miguel por ser hijo de otro padre, y vástago de una identificación de raza que habían marcado su carácter con aquel descaro triunfante que desapaciguaba los ánimos de la matriarca. Muy pronto, con el nacimiento, de Santiago primero, de Virginia después, a los que se unían también la presencia del pequeño Jerónimo de la Barallocas, empezaron contra Miguel las malas intenciones, y no sólo las falsas expansiones pasivas de la Señora que ya venían de largo, sino también de las rudimentarias inconveniencias de la sirvienta, junto con  la libre interpretación de tanta antipatía en todo cuanto se refería a él. La Barallocas, a escondidas, se complacía en maldecirle en su gallego ininteligible y montaraz, aunque sin que ello pudiera acarrearle perjuicio mental y físico al niño, que la motejaba burlonamente a la cara y le arrojaba audazmente cualquier trasto que llegara hasta sus manos entre insultos, llamándola adefesio desgarbado con cara de pan hinchado de migajones como verrugas, además de vaca gallega atontada y analfabeta. Y es que aquella Elvira moza de buenas carnes pueblerinas había engordado hasta perder el tipo garrido que la trajo hasta Puentemuros, y sufría ahora de varicoflebitis y de tremendas y dolorosas grietas de los pechos que habían amamantado a los dos varones; y de la consecuencia de consentidos coqueteos adúlteros con don Santiago de Bazán sólo se mantenía aquel recuerdo de juventud ya irrecuperable. La tirantez entre el muchachito, que ahora con nueve años se comunicaba más por la sangre que por la palabra, aunque su dicción era ya lo bastante adecuada para desarrollar complicaciones y para rebotar adecuadamente, duro y compacto, ante el desasosiego que pudiera infligirle el trato de ambas mujeres, no trajo más consecuencia que el de iniciar los preparativos de una incuestionable escolarización. Ya había empezado a asistir a la escuela de Puentemuros, desde los siete años. Fue como si  la Señora considerase por fin que de los hijos, en efecto, podían  llegar a ocuparse otras personas, y que las influencias futuras que intuía en el contestatario Miguel empezaran merecidamente a ser bombardeadas con castigos de una precisión tan insufrible como de la que gozaba  la fama de sadismo de don Anselmo Carvajal, el no menos  patético y cruel dickensiano profesor; y que era lo suficiente conocida  como para que pudiese llegar a meter en cintura a aquella criatura imposible que era el vástago Vilar. Que lo aporrease a troche y moche, ya fuera con varas y si fuese preciso hasta con látigo, podría incidir en la memoria del niño con una esperanzada ansia huidiza (como así iba a ocurrir en un futuro), ahuyentándolo del ámbito familiar como al lobezno intrigante y amenazador que en realidad era, y desapareciera para siempre con su racional y fría vehemencia de enfant terrible,  con el convencimiento íntimo del resentimiento jerarquizador de una madre depravada, y mantenerse finalmente ajeno a sus manipulaciones arbitrarias para no volver jamás a aquel caserón familiar. Había sido sencillo, pese a su anticlericarismo,  sugerir al perverso y santurrón maestro que no escatimase esfuerzos en la educación de Miguel Vilar, siguiendo el dictado de que la enseñanza con sangre entra, y que no se valiera de ningún tipo de bondad y sí de la virulencia necesaria para crear una insufrible atmósfera de irrealidad educativa como la que ya mantenía con el resto de su alumnado, generando el mayor de los odios en aquel miserable y atrasado ámbito escolar del pueblo. La Señora no pedía nada más, y don Anselmo había aceptado tales instrucciones como quien acepta una somera clase de anatomía a base de palos y otros pasatiempos escarmentadores siempre al servicio de una religión sórdida y aburrida como era el cristianismo, y de un Dios malhumurado que ni era justo ni misericordioso con la infancia de Puentemuros.

El Jeromín de la Barallocas crecía macizo, sin ser feo, pero obtuso por falta de escolarización, aunque, en cierto modo, fue una suerte para él no asistir al colegio, y librarse del yugo maligno que don Anselmo Carvajal empleaba en la enseñanzas afianzadas ante todo en el catolicismo más extremo. El niño hablaba poco, y lo poco que hablaba era parte del galimatías galaico montañés que cautelosamente, para no encocorar a la Señora, mantenía monopolizado la Barallocas entre sus limitaciones para aprender castellano, y con el que estimulaba sus rezos y persignaciones con el "Meu Señor", "Noso Pai" y  el "Ave María". Con su Jeromin, obediente y subordinado a la férula materna, se peleaba constantemente y la mayoría de las veces sin motivo alguno. Encargada de las compras en los mercadillos, en el único ultramarinos de Puentemuros,  y del pescado con que que los asalariados de la Señora la surtían gratuitamente, se libraba de la aburrida monotonía acomodaticia y autoritaria con que gobernaba el caserón doña Julia; hablaba así por los codos en los corrillos del pueblo y regresaba a la casona rebosante de satisfacción y de chismorreos aledaños, generalmente carentes de importancia.

Y aunque doña Julia había empezado a desconfiar de sus andanzas por Puentemuros cuando iba a los mandados, y sabía de sobra que era una imprudente y parlanchina fisgona, aceptaba enterarse por ella de todos los cotilleos y acontecimientos que recopilaba en sus salidas, porque eso en el fondo la complacía. No obstante, fingía escucharla sin mucho entusiasmo, tratando también de imprimir a los impulsos de su verborrea formas más sutiles y claras del idioma en castellano. Pero "ni por esas ni por esotras" casaba la Barallocas con las exigencias idiomáticas castellanas del ama y seguía así trastornando sus estultos conceptos sobre la enseñanza de la lengua. Y al final tanto alteraban a doña Julia aquellos múltiples aspectos de su tontura galaica para el aprendizaje de la lengua de Castilla, porque la criada no solía encontrar los términos adecuados del idioma oficial del país para complacerla, y el orden mental seguía confundiéndose en la Barallocas con el orden físico de la idiocia, la Señora acababa dejándola por imposible, aunque no siempre se negaba a seguir intentándolo. Y es que meter a la locuaz sirvienta en tales consideraciones instructivas era como hablarle a un mono de los hombres, del planeta, de los países y de los siglos.

         -No sé cómo te las arreglas para entenderte con las gentes de este pueblo- decía doña Julia como inspirada por los sarcasmos de su ininteligibilidad.

        -Enténdome... enténdome,... crédeme, Señora, miña Señora- respondía la Barallocas.

     -¡No, si de eso estoy segura. Los palurdos de este pueblo no se preocupan ni de pensar y ni se interesan demasiado por hablar correctamente. Y al final todos habláis la misma jerga. En vida de mis maridos, las cosas  se veían de otra manera.

     -¿Si miña señora ...?

   -Sí, pero tú sigues tan tonta como cuando te acogimos... Y no se te ocurra santiguarte ni lanzarme tu "meu Señor"...  Y ahora vete a la cocina y haz el favor de trabajar un poco para variar.

En cuanto a Santiaguiño Vilar, un año menor que Jeromín, era agraciado, pero mimoso, llorón y antipático. Además, estaba como poseído por un instinto de curiosidad por todo cuanto le rodeaba, y en cuanto empezó a andar, no cesó de manosear cuanto veía a su alcance, y con una celeridad tan destrozona que había que quitar de en medio muchos de los utensilios y trastos, ya fueran útiles o no, que se hallaran a mano. Doña Julia dejaba también la vigilancia de Santiago al cuidado de la Barallocas, y cuando el chiquillo hacía algún estropicio no se le podía reñir porque lloraba y pataleaba como un descosido. Y la sirvienta, que también controlaba los lloros del niño con un “non chores, meniño”, tanto como sus huroneos y su sueño, siempre estaba dispuesta a exculparlo entre besuqueos. Luego, para que el acostumbrado destrozo, fuese el que fuese, no quedara sin castigo, el que pagaba el pato era el inocentón Jeromín, al que su madre no dudaba en endilgarle algún torniscón acompañado por más de una cachetada. Cuando algo de esto sucedía, a Miguel, merodeando por la casona en sus horas libres de escuela, se lo llevaban los demonios contra las injusticias que la Barallocas prodigaba al resignado Jeromín. Y se enfrentaba al abusivo e injusto trato de la sirvienta, porque Miguel Vilar ya a tan temprana edad mostraba un mínimo necesario de raciocinio y sentido común tendente a la ecuanimidad. Consolaba a Jeromín, que lo adoraba, y le regalaba algún cachivache que su madre no tardaba en quitárselo. Y Miguel, al mismo tiempo que le soltaba un rabioso pero débil envite al llorón de su hermanastro mientras se hallaba en los brazos de la Barallocas como si lo acunara por medio de su insufrible hábito de inocentona tonta, ésta murmujeaba algunos reniegos contra Miguel, hasta que doña Julia, que parecía mantenerse al margen de la trifulca infantil aunque no fuese así, ponía fin al barullo con un ¡¡Basta ya!!.

   -¡Barallocas papanatas! – replicaba sin embargo Miguel- ¡Bruja, fea... teta de vaca! - Acababa luego con el insulto que más ofendía a la pasiega

   -E ti, neno demo, mala saude... acabarás no inferno.

   -E ti... filla puta... - la imitaba Miguel

  -¡¡Migue!!- gritaba entonces doña Julia- ¿Pero a ti quién te enseña esas groserías? Tendré que hablar muy en serio con don Anselmo... No estoy dispuesta a seguir consintiéndote tanto descaro.

La Barallocas sonreía mientras abrazaba a Santiaguiño, regocijados sus grandes ojos simiescos y callaba no por miedo, sino porque doña Julia se erigiera en confidente del nuevo altercado y reprimiera el ímpetu insultante de su hijo mayor con el frío desdén acostumbrado y su severa rigidez de indiferencia maternal, al tiempo que Miguel se quitaba de en medio con la misma indiferencia, y se encerraba en su habitación muy alejada del gran salón de la casona, obsequiando al pobre Jeromín con un tierno y comprensivo arrumaco. .

  - ¡E ti, parvo, vai á cociña!- reconvenía luego la Barallocas a Jeromín- ¿Cantas veces terei que axustar contas contigo? ¡¡Cordeiro chocalleiro!! ¡¡Y non quero máis chocalladas do demo Migueliño!!

La pequeña Virginia  iba a crecer con una alegría permanentemente impresa en su lindo semblante. Pocas veces, a diferencia de Santiago, se dejaba llevar por el llanto, y sus arrebatos infantiles resultaban un bocado de gracia locuaz tan seductor que la eximían de la singular debilidad mimosa y quejica de su hermano. El temperamento de la chiquilla, aunque todavía estaba lejos de las disposiciones con que se adquieren las sutiles actitudes defensivas de la opresión frente a la disciplina, si empezaba a emanar en su imaginación prematuramente el sentimiento  hereditario de cierta aversión inculcada de un modo más o menos soterrado en su carne y en el lazo común que la unía a aquella familia; y no se equivocaba cuando, tras su inocencia infantil, algo turbulento y exaltado se le revolvía por dentro, y en su sangre, y que de aquel enmarañado ramaje de su árbol genealógico su parentesco ni se mezclase con su sangre ni se singularizase lo más mínimo en ella. Que Santiago y Jeromín fueran demasiado mansos, ¡qué más daba! Que su madre farfullara broncas incomprensibles entre vehementes sensaciones que parecían expresar injustificables penas de toda una vida y de las que la encopetada matriarca  no tenía de qué quejarse, tampoco importaba a sus hijos, porque los niños crecen sin  pasado y sin saber nada sobre ello. Y de que la Barallocas no consiguiera formar las sílabas adecuadas del lenguaje que la Señora exigía, indignándola,  seguía  mentalmente deficitaria a los ojos burlones y las risas de los niños, como una pobre idiota sin remedio. Pese a todo, doña Julia de Bazán, en su prepotente trato con la sirvienta, ni sentía incomodidades de conciencia ni remordimientos frente la crianza de aquellas criaturas. La Señora se amoldó sin chistar al  hecho irrefutable de que las mojigatas acciones infantiles, tras haber perdido primero las prescripciones paternas, siguieran, por esa misma abulia, en manos de la criada, aunque con una salvedad: que entre los prejuicios y sinrazones absurdas de la ignorante matriarca el tuteo materno si les estuviese prohibido. Tanto Virginia como el primogénito Miguel no tardaron tampoco en mostrarse experimentados en levantar el codo a manera de escudo para evitar las impacientes cachetadas de la Barallocas ante aquellas expansiones peregrinas con las que la analfabeta sirvienta aún se atrevía a dar muestras de autoridad en la edad primera de ambos. Y si la madre era también una especie de reliquia de rancia, orgullosa y necia figura de ricachona, porque no había alterado sus costumbres ni su despreocupación por cualquier otro miembro familiar que no fuese ella misma, desatendiendo como siempre había hecho cualquier tipo de recursos para exponer sus insensibles ideas sobre el amor maternal, todo quedaba debidamente reglamentado en la vida de los niños conforme iban creciendo. Y era normal que en aquella especie de vida almenada del caserón el instinto de conservación infantil campara por sus respetos. Tampoco era de extrañar que los dos diablillos atrevidos como el ya desarrollado mozalbete que era Miguel y la párvula Virginia, la alumna que lo seguía e idolatraba, iniciasen, como personajes de otra vuelta de tuerca, su privativo curso de moral propia, y que no les viniesen con el cuento de que los niños no tuvieran ya noción alguna de lo justo. Era como si Miguel exaltara en su fiel hermanastra Virginia el avance de una inteligencia superior, y abriera los ojos a su discípula como un moldeador "pigmalión" que acabara por convertirla en su obra maestra. Por tanto, al igual que un divertimento más, hermana y hermanastro se erigían en dos maestrillos perfectos capaces de no aceptar unos procedimientos de impositivas disciplinas tan distantes para ellos en aquella casa por la que discurrían como pesados estorbos junto a Santiago y Jerónimo. Y por ende que las actitudes desdeñosas, los insultos cautelosos, las ansias de correctivo, ya fuesen por parte de su madre o de la sirvienta, menos las de las  recompensas, desconociesen toda praxis de rigor y propendieran así al nivelamiento de una inusitada jerarquización de rebeldía infantil que daban como resultado unas conductas individualistas cada vez más progresivas. Hasta don Anselmo Carvajal acabó abordando contra el indócil alumno que era Miguel una determinación invalidadora de sus reprimendas porque el ya casi adolescente primogénito de Vilar trangredía con aire desafiante al santurrón maestro con su ergotista escolarización a base de palos. Y ya con catorce años, Miguel, en sus propias narices, hasta tuvo el atrevimiento de romperle la vara con la que castigaba a sus alumnos. "Lo abominable, describió ante doña Julia el inconciliable maestro, es que su hijo discute mi autoridad, y se concede la libertad de injuriarme, transgrede toda mi instrucción, se vanagloria de  su revuelta constante como si se valiera del mismo argumento del que gozaran los mártires... y para corregirlo haría falta molerlo a palos... de modo que juzgue usted" "¡De ningún modo!, enfatizó entonces, terriblemente aburrida, la Señora, "¡Deje usted de oponérsele y deje quietas las manos también... Muy buenas tardes"... Y don Anselmo, airado tras esta conversación y considerando que las pasadas y machaconas insistencias de cooperaciones correctivas contra su irreductible vástago quizá repentinamente se habrían congelado en doña Julia de Bazán, también se dijo para sus adentros que la Señora, pese a no sentirse cristiana, y tras semejante negativa, conocía muy bien ahora el precepto de dar bofetadas sin que se las pudiesen devolver, y alentando de forma inesperada el hecho evidente de que al pillo de su hijo no se le volviese a tocar ni un pelo... "Servidor", se despidió achantado y dramáticamente desgarrado en su orgullo el violento don Anselmo.“¡Valiente testimonio!” se dijo de nuevo para sí.
 
Miguel Vilar decidió abandonar el colegio poco después de haber cumplido los dieciocho años: "No tengo ya nada que aprender de ese infame tiparraco", expresó ante su madre con respecto a don Anselmo. "¿Y qué piensas hacer?, replicó doña Julia- ¿Pasarte la vida en la taberna con tus amigos pescadores, prometiéndoles algo que yo nunca les voy a conceder? ¿O acaso creías que no estaba enterada de tus enredos, de tus patrañas hereditarias con las que embaucas a esos desgraciados ganándote su confianza en contra mía?" [en efecto Miguel frecuentaba hacía tiempo la taberna del puerto junto a los asalariados de la flota pesquera, con la promesa de que algún día los liberaría del yugo empresarial heredado por su madre) "Y por muy Vilar que te creas, no voy a permitirlo. Ni tampoco seguir manteniéndote si persistes en esas ideas. Así que tú verás", amenazó luego a su hijo con tono vejatorio. Miguel seguía sin dar importancia a aquellas observaciones semiofensivas de su madre, porque el único golpe de efecto con que las acompañaba seguían siendo sus incalificables cotas de cinismo y petulancia. "¿Patrañas hereditarias dice usted?", reconsideró el joven Miguel con arrojo. "¿Y qué hay de las suyas? Quizá algún día logre averiguar los motivos que la han llevado a viajar varias veces a La Coruña en compañía de ese notario de tres al cuarto que es su amigo Luis Castaño para visitar ciertos despachos de abogados y qué clase de asuntos tiene usted que resolver allí. El día que lo descubra puede que me conduzca a algo interesante" Era aquella la primera vez que Miguel expresaba una opinión sobre aquel punto. "¡Insolente!", exclamó la Señora. Aquella especie de afrenta por parte del adolescente la enfureció "¿Qué advertencia te acabo de hacer? Don Anselmo tenía toda la razón, porque debía haber empleado mucha más mano dura contigo. Es mucha también la disciplina que necesitas, ... ahora me doy cuenta..." "¡Bah!, no tema, tengo tiempo de sobra para hacer todo tipo de planes. No tardará usted mucho tiempo en perderme de vista" Como de costumbre, doña Julia lo único que no pudo evitar fue sentirse molesta ante la actitud de su primogénito. Hacía tiempo ya que cualquier manifestación de respeto hacia ella por parte de Miguel había desaparecido o se había transformado en insoslayable dureza. La Señora daba la impresión de estar murmurando: "¿Es que no vais a dejarme nunca tranquila?" Pero lo único que dijo fue: "Ya trataremos de eso más adelante", como si de pronto se mostrara razonable con su hijo, e incluso abierta a cualquier sugerencia más que a un oscuro e incoherente juicio de un  muchacho de dieciocho años. Y en cuanto a Virginia se vio forzada a acceder a cierta clase de educación escolar en el mismo convento de monjas donde había sido amamantada, dada la irracional estupidez anacrónica del siglo en aquel desfasado reino de España que no admitía colegios mixtos y que las escolarizaciones de mayor envergadura se considerasen patrimonio exclusivo de los varones, dado que las niñas no necesitaban ser instruidas, y se las educaba como verdaderas brutas, limitando su bagaje intelectual a necedades místicas, a coser y bordar. Por tanto, la chiquilla, a los trece años, aprendidas únicamente las cuatro letras necesarias, volvió a verse confinada en el caserón del que su hermanastro deseaba escapar esquivando en cuanto fuera posible la tiranía resentida de la Barallocas y la insania casi complaciente con la que su insoportable madre se purificaba de sus propias perversiones y miserias pasadas por medio del triunfo hacia lo que había decidido que ahora fuese la encarnación de su odioso servilismo en anteriores épocas: aquella criatura necia, exasperantemente pueril, pero de una fidelidad perruna con que la complacía la montañesa Elvira. Miguel Vilar, impaciente en sus deseos repentinamente acuciantes de escapar de aquella tutela que lo obligaba a permanecer en el caserón familiar que odiaba, hablaba ya de recorrer el mundo, como si su destino se encontrara al otro lado de los mares o que su existencia tuviese ya que discurrir entre lejanas tierras claramente imaginarias pero imprescindibles. 
 
La escolarización de Santiago fue mucho más engorrosa. El niño crecía con problemas intestinales al parecer graves. Doña Julia observaba con cierta repulsión los pormenores que la Barallocas escrupulosamente hacía notar a su ama para precisar aquella especie de recurrentes comentarios que rehuían cualquier alusión coprófila en su crianza, dado que era la sirvienta quién vivía pendiente de los "fluxos de ventre" (según los nombraba la Barallocas) del niño. Doña Julia, que contenía a duras penas sus arcadas cuando al crío se le soltaba el vientre, sopesó la solución de más fuerza y quizá menos complicada para el tratamiento de aquel revoltijo inextricable en las tripas del infante. El caso patológico de Santiago se sometió al facultativo de Puentemuros don Agustín Arzúa que desmontó enteramente la esperanza de cura de la criatura, ya que la misma escapaba a su competencia: "Santiago padece disentería", diagnosticó el médico, una especie de contratiempo físico, por llamarlo de alguna manera, o calambres abdominales que probablemente va a arrastrar toda su vida como padecimiento crónico. No conviene por tanto alimentarlo con excesos de fibras, y con pocas legumbres, frutas y verduras, y mucho arroz eso sí, y caldos de pollo y zanahorias cocidas, y el pan mejor que sea siempre tostado. Deben, además, enseñar al niño a masticar despacio, que triture e insalive bien para que el bolo alimenticio siga en su interior, es decir en sus tripitas, hasta los últimos resultados. Las digestiones de Santiago han de ser lo más naturales posibles...Y sobre todo que agite lo menos posible los miembros pélvicos de su cuerpo: cadera, muslo, rodilla, pierna, tobillo... o sea, poca gimnasia, y pocos juegos y peripecias..." Doña Julia y la Barallocas, por lamentable que fuese, no vieron utilidad alguna en lo que don Agustín Arzúa abordó para saneamiento del organismo maltrecho de Santiago. Era como si el médico explicase lo que apenas se entiende por medio de recomendaciones que tampoco se entienden.  A fin de cuentas, las premisas tan sólo se reducían a la alimentación, cuando lo que ambas mujeres esperaban eran los privilegios que se confieren a las curas medicinales para enfermos o  reconstituyentes de boticario. No obstante, la escolarización de Santiago se suprimió de inmediato Y el pobre niño, a diferencia de sus hermanos que tantas veces juguetearon al aire libre en el amplio parterre arbolado anexo al caserón, tendría ahora que pudrirse entre paredes, con lecciones particulares por parte de don Anselmo, requerido para ello por la Señora, aprendiendo a leer y escribir entre un montón de necedades escolares que, según doña Julia, no servían para nada. De todas formas, muy pronto don Anselmo  informó a la Señora de que las aptitudes para el aprendizaje en Santiago dejaban mucho que desear. El niño era un auténtico zángano que acogía las enseñanzas que el amedrentador maestro intentaba inculcarle con la indiferencia propia del mimoso haragán, irrespetuoso y llorón que hasta entonces había vivido bajo la tutela consentida de la Barallocas, y a cada intentona del profesor por meterle en la mollera cualquier tipo de instrucción, ya fuera por medio de letras o números, Santiago se quedaba dormido o salía corriendo de la estancia que don Anselmo utilizaba para sus enseñanzas buscando unas expansiones más liberadoras entre las faldas de la criada, mientras el desesperado maestro seguía sus escapadas con miradas iracundas. Tales eran las disposiciones de Santiago para acogerse a cualquier tipo de básico magisterio. "Créame, señora mía", se mostró claro y expeditivo don Anselmo ante doña Julia, aunque tratando de disimular su contrariedad tras la fría amabilidad desdeñosa que siempre mostraba su talante, "que no hallo modo alguno de que Santiago participe en tan importante determinación como la de conseguir interesarse por cuantas enseñanzas, tan importantes para su futuro, intento yo transmitirle... Estoy convencido de que probablemente en el niño tal inoperancia frente a la cultura..." "Por favor, le agradeceré que use usted palabras que pueda yo entender, ¿Inoperancia? ¿Qué quiere usted indicar con eso? Quizás se deba a que usted, con su acostumbrada severidad....", insinuó doña Julia con la estúpida expresión que era habitual en ella. "No, no, señora mía, no vea en ello el menor síntoma de dureza por mi parte contra su hijo. Al valerme de inoperancia, me refiero a inutilidad, a esfuerzo vano y estéril,... improductivo, entiéndame bien usted ahora... y que probablemente, como le decía, se deba al exceso de mimos protectores que haya podido recibir por parte de usted o de su ama de cría, a los cuales sigue recurriendo en todo momento. En fin, que no es que yo quiera decir con esto que el niño sea ni mucho menos tonto, o que siga algo alelado por las cucamonas recibidas en su crianza" "¡Déjese usted de cucamonas, señor mío!, ¡faltaría más!, porque en esta casa nunca las han habido", protestó doña Julia. "Bien, bien, mucho mejor así, porque son los mimos... los mimos excesivos los que acaban arruinando la mente de los niños, cuando lo que en verdad necesitan es mano dura. Conoce usted muy bien mi intolerancia en tales inadmisibles desaciertos entre cuantos alumnos se acogen a mis enseñanzas en la escuela del pueblo..." Doña Julia asintió con el gesto estereotipado con el trataba de disimular aquella antipatía latente contra el profesor. Pero  debía permanecer impasible ante tales explicaciones con la rigidez que le correspondía como respetable y pudiente viuda de Bazán. "Y es que Santiago muestra una terquedad casi inhumana en contra de las clases que le imparto... Créame cuando le aseguro que me siento como si tratase de bregar con una sombra en la pared...." En consecuencia, la Señora sintió nuevos arrebatos de indignación contra aquel destino progenitor que siempre había odiado. Fue una de esas rabias en las que habría querido que todas las mujeres embarazadas abortasen, porque el mundo no era más que un inmenso orfanato sin sentido. Y por supuesto, esta razón  no le pareció estúpida.
 
Miguel Vilar acababa de cumplir los diecinueve años cuando se produjo el golpe de estado del capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera el 13 de septiembre de 1923, conocido como  la dictadura de Primo de Rivera y que iba a durar hasta el 28 de enero de 1930 con la dimisión del capitán general. El rey Alfonso XIII lo había nombrado jefe del Gobierno y presidente del Directorio militar. Primo de Rivera dio paso así a la primera institucionalización autoritaria del siglo XX, cuyo instrumento fue un ejército corporativo fuertemente pertrechado y nacionalista. Dicha dictadura, que iba a durar hasta el 28 de enero de 1930 con la dimisión del capitán general, se sustituyó por la llamada “dictablanda” del general Dámaso Berenguer que restablecería la normalidad constitucional, seguida un año después por el gobierno del almirante Juan Bautista Aznar. Fue este el paso decisivo para la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931, nuevo régimen político republicano que sucedió a la monarquía borbónica de Alfonso XIII, deslegitimada al haber permitido la dictadura de Primo de Rivera. El monarca abandonó España voluntariamente tras dichas elecciones municipales de abril de 1931, ejercidas como un referéndum a nivel nacional entre monarquía o república. Miguel desaparecería ese mismo día de 1923 pese a las movilizaciones asombradas de la ciudadanía española en toda la península. El joven no se entregaba a las confidencias más que con su hermanastra, ahora de trece años, que en ningún momento había dejado de adoptar el papel de alumna aplicada y deseosa de compartir con él la más fervorosa de las devociones familiares que en el caserón, desde tiempo atrás, no habían pasado desapercibidas ni a la Barallocas ni a doña Julia. Para la pequeña Virginia su hermanastro encarnaba todas las virtudes y perfecciones atribuibles a aquella concepción fraternal con la que había convertido a Miguel en un dios humanizado que satisfacía todas sus fantasías pueriles de niña. Ilusiones capaces de infundirle sosiego y confianza frente al pétreo corazón materno y a las devotos abusos de que aquella meiga analfabeta, como consideraban a la criada, empleaba a escondidas contra ambos. Extralimitaciones incluso carentes de conmiseración con su propio hijo. Por ende, el pobre Jeromín, entre lágrimas, también se acogía a la especial protección que le dispensaba el adolescente Vilar en aquel  recinto familiar regido por los desviacionismos maternales de doña Julia y a cuyo enceguecido servilismo la Barallocas se entregaba con insufribles lazos de necio fanatismo. Los actos de Miguel Vilar habían logrado poner patas arriba el orden frío y funesto del caserón, mientras que, por otro lado, Santiago no era ahora más que una expresión hostil, un gesto desdeñoso falto de todo carisma fraternal hacia Miguel y Virginia,  embobado  tan sólo con el quid pro quo complaciente y esmerado de la pavisosa criada que, tras haberlo amamantado, había colmado la maternidad depravada de doña Julia inconscientemente frustrada en el enfermizo infante. Al final, Miguel iba a poner en práctica aquella emoción mal contenida de su agitada ansiedad trashumante para la que se sentía llamado desde que había rebasado sus primeros años de infancia. Había soportando las manipulaciones cotidianas de aquel impuesto matriarcado doméstico como un huérfano impulsado a fugarse del orfelinato ritualista heredado por una madre que despreciaba su propia carne, como haría cualquier prostituta de suburbio. Y cuando las progenituras de los fijodalgos con los que Julia Vega había contraído matrimonio pasaron a mejor vida, no había dudado en conceder un tono de bastardía tan tibia como insoportable a los nacidos de su vientre. Miguel iba a emprender su viaje sin rumbo probablemente en la larga noche oceánica o entre el silencio secular de tierras desconocidas. Y antes de su partida, al anochecer, acudió a la habitación de Virginia para hacerle partícipe de los pormenores de su inmediata huida. La niña comprendió que era de justicia que su idolatrado hermanastro por fin se decidiera a conseguir la libertad deseada por medio de aquella inquietud aventurera con que la oscura penumbra familiar de la casona le había reprimido.Tales razonamientos bohemios, entre lágrimas, resultaban tan dolorosos a la niña como, finalmente, difíciles de aceptar. Pero luego transigió sumisa ante una ulterior promesa de regreso al pueblo una vez se cumpliera en Miguel su esperanzada experiencia itinerante que nada tenía de capricho estrafalario y mucho de un indudable anhelo aventurero. Puentemuros obtenía de sus veedurías todo lo que era cierto o probable, pero sólo en parte. Así las machaconas insistencias de las hablillas llevaron el compás de su palabrería con ánimo de contribuir, más que al poder de la imaginativa autosugestión pueblerina, que no era poca, a desmandarse entre cotilleos y pormenores contra la odiada genealogía de los Vilar y Bazán, aunque fuese con la tosquedad concienzuda e inflexible de aquel trasnochado gueto aún casi decimonónico. Y regocijándose así con aquella desaparición del vástago Miguel por medio de la cual hacía pagar los probables agravios familiares vividos a manos de las desviaciones de una progenitora de patética y maligna frialdad maternal. Doña Julia de Bazán, tras la fuga de Miguel, no dio gracias a ningún dios, puesto que no creía en ninguno.Y se dice que únicamente movió la cabeza como si ahuyentara recuerdos y murmuraciones, que sólo hubieran servido para que el pueblo le escupiese su fría satisfacción de rencores en la misma cara.

    -A cabra sempre vai cara aos outeiros- Al parecer se le revolvió por dentro su mala sangre a la Barallocas- ¡Meu Deus!" - Se santiguó bisbiseando con los labios fruncidos- ¡E que o demo o leve e o deixe arder no inferno!
 
      -¡Non, nai, iso non é certo, o demo non se levará a Migueliño! - protestó lloroso y asustado Jeromín, que comprendía perfectamente las expresiones  galaicas de su madre.
 
     -¿E que tes que dicir? ¡Cala a boca, estúpido carneiro das montañas!- le soltó un cachete la Barallocas.

 En fin, Doña Julia de Bazán también tendría ahora que vigilar cualquier tipo de consecuencias, si no nefastas, si incómodas. Y, por supuesto, estaba completamente decidida o no consentir que la casona se convirtiese en un pequeño gallinero de herido infantilismo. Y a la primera que tenía que mantener a raya era a la Barallocas, prohibiéndole terminantemente cualquier cotilleo fuera de lugar en sus salidas de compras por Puentemuros, pese a que la tontaina metomentodo de la sirvienta acabase haciendo caso omiso de tal advertencia.

   -Siempre ha sido una cabeza de chorlito - juzgó la Señora con respecto a Miguel- Ahora es un hombre. Que haga lo que quiera,... no vamos a llorarle. Pero no quiero saber nada de él. Y espero que no vuelva a aparecer nunca más por aquí.
 
 



 
                                                                             Autor: Tassilon-Stavros
                                                                   -SINDICALISMO EN PUENTEMUROS-

                                                                                     -Capítulo 4º-