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lunes, 3 de febrero de 2025

MARTIN LUTERO Y LOS ENFRENTAMIENTOS DE LA CONCIENCIA CRISTIANA A CAUSA DE LAS INDULGENCIAS DE LEÓN X -4-

 


 

 

 

 

Autor Tassilon-Stavros






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MARTÍN LUTERO Y LOS 

 

ENFRENTAMIENTOS 

 

DE LA CONCIENCIA CRISTIANA 

 

A CAUSA DE LAS INDULGENCIAS 

 

DE LEÓN X -4-

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                                EL GRAN ALZAMIENTO

 


En 1525 los campesinos alemanes tomaron las armas para rechazar los abusos que sufrían por parte de los señores feudales, provocando una represión implacable en la que participó Lutero

 
 

Lutero
había emprendido el camino de Wittenberg sin ninguna seguridad de llegar.Ignoraba que entre tanto el Papa León, con una integridad que le hace honor, había recomendado a Carlos que respetase el salvoconducto. Pero como esto no se sabía aún el duque Federico persuadió a Lutero para que se dejara raptar por el camino por hombres de su confianza y se "emboscara" en el castillo de Wartburg. Hay que preguntarse si el joven emperador creyó en el fingido rapto. Lo único que se sabe es que después de declararlo hereje no hizo nada  por averiguar a dónde había ido a parar el rebelde monje, ni tampoco el Papa León solicitó información alguna. Los dos estaban ocupados únicamente en la guerra con Francia y a ninguno le agradaba el papel de perseguidor. Apoyada en lo alto de una colina, Wartburg no era una residencia agradable. La única compañía de Lutero era la de un grupo de guardias y la caza su única distracción. Para no hacerse reconocer había cambiado su nombre por el de Junker Jörg y había abandonado el hábito y estrenado una espesa barba. La inactividad le producía insomnios y pesadillas.

Una noche creyó ver a Satanás y le arrojó una botella. Para librarse de su acecho permanecía trabajando hasta el alba en la traducción de la Biblia al alemán. El único alivio a tanta tribulación, eran las cartas de los pocos íntimos que conocían su refugio.

 

Aquellas cartas le llevaban buenas noticias. Los frailes del convento agustino donde había militado habían abrazado el luteranismo. Melanchton estaba componiendo un tratado de dogmática. Carlstadt, promovido a archidiácono de la catedral, oficiaba en alemán, y había puesto en práctica las teorías de Lutero según las cuales los curas podían casarse, y a los cuarenta años había desposado a una muchacha de quince. Lutero se sintió muy satisfecho, pero escribió: "Santo cielo, ¿es verdad que nuestros bravos wittemburgueses están dispuestos a dar a sus hijas a los monjes?" Parecía que sí, puesto que los agustinos de su convento se habían casado sin dificultad.
 

Sin embargo, entre estas nuevas alentadoras, había otras inquietantes. Algunos estudiantes y ciudadanos habían arrojado a los sacerdotes ortodoxos de los altares donde oficiaban, habían lapidado a algunos y habían saqueado el monasterio franciscano. Lutero comprendió inmediatamente el peligro. Como todas las revoluciones,  también la suya corría el riesgo de caer presa de los elementos más extremistas y subversivos. Entonces, abandonando toda prudencia, marchó a Wittemberg y se reunió en consejo con los suyos para  ponerlos en guardia contra aquellos excesos. Pero no todos se mostraron dispuestos a ello, y entre los irreductibles se contaba Carlstadt. Después de volver  a Wittemberg con muchas precauciones, Lutero inundó con cartas media Alemania para reclamar orden a los desviacionistas. En Zwickau, uno de los mayores centros industriales, la Reforma religiosa se había confundido con una especie de movimiento socialista inspirado en los mismos principios del que se había producido en Bohemia. Pretendidos apóstoles del nuevo credo recorrían Alemania instigando a los oyentes a destruir los frescos de las iglesias y hasta los órganos, a abandonar las escuelas y a intentar los más arriesgados experimentos sociales. La Reforma corría el peligro de descomponerse en una galaxia de sectas en disputa unas con otras. Y esto era lo que Roma esperaba.
 
 

Lutero
abandonó definitivamente su refugio, se cortó la barba, volvió a vestir el sayo, reapareció en el púlpito de Wittemberg y en ocho días pronunció ocho sermones, que representan las perlas de su riquísima oratoria: "Escuchadme. Yo soy el primer que recibió el mensaje del Señor, el único al que ha revelado el sentido de Sus palabras" Le objetaron que después de haber despotricado tanto contra el Papa, hablaba como el Papa, pero finalmente su poder de persuasión convenció a todos, menos a
Carlstadt. que dimitió de su puesto y se retiró a Orlanmünde, desde donde fulminó a su antiguo maestro llamándolo "el nuevo infalible de Wittemberg" Este apasionado y turbulento cuáquero antes de tiempo oficiaba vestido de paisano, rehusaba toda recompensa por su ministerio, se ganaba la vida trabajando como campesino y anticipó la Christian Science no reconociendo otro poder curativo que la oración, incluso para las enfermedades del cuerpo. Perseguido por la Policía por instigación a la revuelta, finalmente volvió a buscar refugio junto a Lutero, que lo acogió fraternalmente y le procuró un puesto de profesor en Basilea.
 

Con todo, el peligro mayor para Lutero no eran estas divergencias individuales, que quedaban confinadas al nivel ideológico, sino la de verse envuelto en la rebelión social, como le había ocurrido a Wycliff. En el verano del año 1522, unos cuantos desheredados segundones de la pequeña nobleza feudal hicieron un llamamiento al pueblo y atacaron al arzobispo de Tréveris en nombre de la Reforma, pero en realidad para apoderarse del patrimonio diocesano. Lutero tuvo tiempo de disociar su responsabilidad de la de aquéllos antes de que fueran vencidos y dispersados. Pero el episodio había alarmado a la Alemania conservadora y moderada. Dondequiera que estallaran revueltas, y estallaban en cadena, se enarbolaba el pabellón de Lutero, aunque éste se apresurase a no reconocerlas. Toda la Alemania proletaria estaba en ebullición. En varias ciudades se establecieron gobiernos comunistas, que se denominaron "Hermandades Evangélicas" y que formaron una especie de  de soviet anticipado en Memmingen. Además, redactaron una Constitución llamada  de los "doce artículos", extraña e inquietante mezcla de biblicismo y de radicalismo populista y la enviaron a Lutero para su aprobación. La elección, para él, era dramática. No podía condenar una revolución que se inspiraba en los principios bíblicos. ¿No había dicho él mismo que la Biblia era la única brújula para todo y para todos? Por otra parte, no podía enajenarse las amistades y las simpatías de los príncipes, comenzando por su duque Federico, que seguían dándole la razón contra el Emperador y el Papa. Algunos, como Philipp I. von Hessen - Felipe I de Hesse, apodado el Magnánimo [Marburgo, 13 de noviembre de 1504-Kassel, 31 de marzo de 1567] uno de los príncipes más destacados del Renacimiento, que había prestado su apoyo a la Reforma Protestante de Lutero, el Margrave -Kasimir von Brandenburg-Kulmbach-Casimiro de Brandeburgo-Bayreuth [Ansbach, 27 de diciembre de 1481 - Buda, 21 de septiembre de 1527], y Ernesto I de Lüneborg y duque de Brunswick [Ernst der Bekenner; 27 de junio de 1497 - 11 de enero de 1546], ya habían abrazado su credo. Se habían convertido a sus teorías hasta unas hermana del propio Emperador Carlos,  Isabel de Habsburgo-Jagellón (Linz, 9 de julio de 1526-Vilna, 15 de junio de 1545] archiduquesa de Austria por nacimiento, y gran duquesa de Lituania como la primera esposa de Segismundo II Augusto Jagellón.  En su respuesta, Lutero trató de conciliar la razón de Dios con la del Estado. Elogió los "doce artículos" por su continua referencia a las Escrituras, pero criticó la incitación a la violencia. Recriminó a los poderosos por no haber hecho las reformas necesarias en su momento, pero confirmó el derecho que les asistía de mantener el orden y concluyó llamando a la conciliación a los elementos más razonables de una y otra parte:

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A LA NOBLEZA CRISTIANA DE LA NACION ALEMANA
 
"Vosotros, príncipes abandonad vuestra obstinación renunciando un poco a vuestros poderes y a vuestros patrimonios de modo que la gente pobre pueda  vivir y respirar. Y vosotros campesinos, abandonad las exigencias incompatibles con la legalidad", proclamó Lutero. 
  
                                                                              A LOS CAMPESINOS

Demasiado tarde. La revuelta  se iba extendiendo. Fue una competición de violencias, una orgía de sangre. Lutero trató inútilmente de detenerla renovando sus desesperados llamamientos a la razón y a la caridad. Cuando los rebeldes, creyendo haber ganado la partida, se volvieron todavía más crueles entregándose  a los más horribles excesos, publicó un manifiesto de inaudita violencia "contra las hordas asesinas y saqueadoras de los campesinos", invitando a los príncipes a la represión y autorizándoles a emplear cualquier medio para restablecer el orden. Es poco verosímil que fuese esta intervención la que propició el desquite de las fuerzas conservadoras.  Pero la desgracia quiso que, por un retraso en la composición, el manifiesto se publicara precisamente  en el momento en que los príncipes tomaban la iniciativa. Su ejército logró aislar a los insurrectos y los obligó a librar una batalla campal, la única que ellos no podían ganar. En realidad, más que una batalla fue una matanza de la que Lutero apareció como inspirador y cómplice. La rendición de cuentas final mostró que la rebelión había pagado su derrota con 130.000 cadáveres. Pero el pasivo no se limitaba sólo a esto. La represión había hecho tabla rasa de todo, incluso de las instituciones democráticas que bien o mal habían nacido de aquella tormenta social, incluso de la renovación que se estaba delineando en el sentido humanístico. La misma Reforma quedó reducida al mínimo. La desesperada tentativa de Lutero para separarse de ella, había servido solamente para hacerlo aparecer como un traidor a una revolución que se proclamaba de acuerdo con sus doctrinas evangélicas. Los supervivientes de la matanza lo llamaban rencorosamente "Doctor Lünger": "El doctor mentiroso". En la otra parte, el Emperador Carlos tenía un juego fácil sólo con definir aquella revuelta como "un movimiento luterano". Muchos príncipes católicos se valieron de esta identificación para extender el castigo a los seguidores del nuevo credo, aunque fueran ajenos a la revolución. "Todo cuanto Dios ha hecho por los hombres a través de mí ha sido olvidado -esribía Lutero- Príncipes, curas y campesinos están de acuerdo en una sola cosa: en desear mi muerte"


Afortunadamente para él, Wittemberg le permaneció fiel. El amable y leal duque Federico había muerto, pero su sucesor, Juan, apodado el Constante [
en alemán: Johann der Beständige; Meissen, 30 de junio de 1468 - Schweinitz, 16 de agosto de 1532] que continuó la política de Federico en la defensa de Lutero y la Reforma. (En 1527 fundó la Iglesia Evangélica-Luterana de Sajonia (Evangelisch-Lutherische Landeskirche), de la cual el propio elector Johann se erigió en el primer obispo supremo (oberster Bischof). Por lo tanto Lutero estaba seguro dentro de los muros de la ciudad, pero no se atrevía a poner los pies fuera de ella ni siquiera para visitar la tumba de su padre, como había hecho siempre.

La amargura y la desilusión le inspiraron terribles libelos, en especial contra los campesinos que habían renegado de él convencidos de que los había abandonado. "Considero preferible -escribió a un amigo- que perezcan ellos antes  que los príncipes y magistrados. Dios no ha autorizado nunca a esa plebe rústica a coger la espada" Palabras  espantosas , dictadas por un rencor que no le permitía ver cuán próxima estaba la revancha. Pero ésta, más que mérito suyo, fue la consecuencia de la situación política en Europa.