Autor Tassilon-Stavros
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MARTÍN LUTERO Y LOS
ENFRENTAMIENTOS
DE LA CONCIENCIA CRISTIANA
A CAUSA DE LAS INDULGENCIAS
DE LEÓN X -2-
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Los resultados de sus estudios secundarios fueron tan brillantes que Hans decidió abrir la bolsa y enviarlo a la Universidad de Erfort. Su ambición era hacer un abogado de aquel prometedor retoño y posiblemente Martín fingió secundar sus deseos para evitar el regreso al seno familiar. Sus condiscípulos lo recordaron después como un compañero sociable y despreocupado, si alergia para las francachelas, pronto a unir su agraciada voz de barítono al coro de estudiantes, acompañándose del laúd Sus profesores no estaban tan satisfechos. La enseñanza de aquel tiempo todavía se basaba por entero en la teología, es decir, en aquella mezcla de Evangelio y lógica aristotélica que se llama "escolástica". Lutero la encontró indigerible y se mostró igualmente disgustado con los humanistas que querían inculcarle el culto de Virgilio y de Cicerón, a los que prefería la ruda prosa de Tertuliano [Quinto Septimio Florente Tertuliano-en latín: Quintus Septimius Florens Tertullianus, c. 160-220, padre de la Iglesia y un prolífico escritor]. Con todo, perfeccionó su latín y aprendió algo de griego y de hebreo, lo que le bastó para conseguir el meritorio título de "Maestro en Artes", o, como diríamos hoy, de "Doctor" Su padre se sintió tan orgulloso que, en premio, le envió una lujosa edición del "Corpus Iuris", convencido de que su hijo extraería del libro muy buenos "honorarios". El irascible señor debió de tener un derrame de bilis cuando supo que el ingrato había hecho un solo paquete con el precioso libro, el certificado de laureado y sus ropas de paisano y había ido a pedir hospitalidad en el convento de los agustinos de Erfurt, donde tomó el hábito. Los biógrafos de Lutero atribuyen aquella brusca decisión a una tormenta. Hasta entonces Martín había sido un muchacho como todos los demás, que parecía aceptar, sin hacerse un drama de conciencia, las debilidades con que estamos amasados. Vigoroso, sanguíneo y sensual, posiblemente había tenido las normales experiencias de los jóvenes de su edad, aunque lo nieguen algunos de sus biógrafos. Y también es posible que le remordiera la conciencia.








En 1510, los conventos agustinos
lo enviaron a Roma con otro monje para resolver un complicado pleito
con los hermanos de Sajonia. A la vista de la ciudad, cayó de rodillas y
alzando la vista al cielo exclamó:


El hecho mismo de que, apenas de regreso, fuera promovido a vicario provincial y encargado de un curso sobre las Escrituras, demuestra que no había dado lugar a dudas sobre su celo, y no era hombre que disimulara su indignación si la hubiera tenido. Su separación de la doctrina oficial de la Iglesia tuvo otro origen, se produjo poco a poco, y probablemente al principio no se dio cuenta de ello. En cuanto a sus superiores y cofrades, comenzaron a sentir alguna inquietud sólo cuando lo vieron publicar, con el título de "Teología Germánica", un manuscrito anónimo alemán que había encontrado en el fondo de un archivo. A los oídos de los católicos ortodoxos, aquella palabra germánica sonaba mal. Para ellos no había más que una teología que no se prestaba a nacionalismos.
Lutero no se preocupó, aunque se lo hicieron ver. En sus lecciones hablaba abiertamente de la Fe como de la única condición para la salvación del alma, atribuía los vicios y la corrupción de la sociedad a los del clero, y acusaba a los vendedores de indulgencias de aprovecharse de la simpleza del pueblo. Tal vez hubiese sufrido alguna sanción disciplinaria si, como revulsivo, no hubiera estallado una tremenda epidemia de peste. En aquella ocasión la conducta del inquieto monje fue ejemplar por su valor y su fervor cristiano. Cuando, finalmente, el flagelo cedió, el duque Jorge de Sajonia también conocido por El Barbudo [Georg der Bärtige, nacido en Meissen, Alemania, el 27 de agosto de 1471-Fallecido en Dresde el 17 de abril de 1537 a los 67 años] invitó a Lutero a dar un ciclo de pláticas en Dresde. Lutero lo aprovechó para exponer su teoría sobre la Gracia y la condenación, es decir, sobre la predestinación. El duque se turbó, no porque viese un atentado al dogma, del que seguramente no sabía nada y poco le importaba, sino porque desde su punto de vista de soberano temporal le pareció peligroso enseñar a sus súbditos que la salvación de sus almas no dependía de su buena conducta. En aquellos momentos Tetzel estaba ya de viaje con la carga de indulgencias que desencadenaría la famosa polémica entre los dos monjes.

El Papa León se había sentido molesto por la negativa de Lutero a presentarse a Roma, pero sin darle demasiada importancia. Le preocupaban problemas mucho más graves. Quería lanzar un cruzada contra los turcos, que amenazaban Viena, y para financiarla había propuesto al emperador imponer a sus súbditos un impuesto sobre las rentas del diez por ciento para el clero y del doce por ciento para los laicos. Maximiliano convocó una Dieta para pedirle su parecer. Y la Dieta no sólo rechazó el proyecto, sino que lo tomó como pretexto para condenar en los términos más ásperos y resueltos el sistemático "saqueo" que la curia romana ejercía sobre las finanzas alemanas en nombre de Dios y de la religión, pero en realidad con el fin de engordar a los curas italianos. La negativa no era una novedad, pero nunca se había expresado de forma tan categórica y desconsiderada. Al informar al Papa, el emperador aconsejó la máxima cautela, incluso en lo que atañía a eventuales sanciones contra Lutero, que no había influido directa, pero indirectamente, sobre la determinación de la Dieta.
León aceptó la sugerencia y excusó al rebelde de ir a Roma siempre que se presentara en Augsburgo ante el legado pontificio, cardenal Caetano. Le dio instrucciones al cardenal en el sentido de buscar un arreglo con el monje ofreciéndole un perdón pleno y unas tentadoras sinecuras si reconocía su error y se retractaba, pero insinuándole que si se obstinaba, Roma solicitaría su extradición de la autoridad temporal. Para dar cuerpo a la amenaza comenzó inmediatamente a influir en el piadoso duque Federico, del que dependía directamente la seguridad de Lutero, prometiéndole la más alta de todas las condecoraciones eclesiásticas, la "Rosa de Oro", por la que el príncipe suspiraba desde hacía tiempo.
Lutero se presentó en Augsburgo el 12 de octubre de 1518 provisto de un salvoconducto imperial y se enfrentó con un prelado, Caetano, que brillaba más por la austeridad de su vida y por la profundidad de su cultura que por su diplomacia. En contradicción con las instrucciones recibidas asumió atribuciones inquisitoriales, se negó a discutir las ideas del monje y se limitó a censurarle con palabras agrias el derecho a criticar las decisiones de las jerarquías y especialmente del Papa, y para concluir, le instó a reconocerse culpable de insubordinación. Fue un grave error psicológico, ya que llevada al plano de la teología la discusión podría haber producido algún fruto, pero el hecho de que Caetano no quisiera entablarla siquiera como si no considerase al interlocutor a su altura, sólo por ser un pobre monje, hirió mortalmente el orgullo de Lutero, que de orgullo cojeaba, aunque en sus escritos y discursos se encuentren muchos himnos a la humildad. El coloquio se estancó bruscamente y terminó en un fiasco, ya que las dos veces que se reanudó sólo sirvieron para ahondar aún más las posiciones antagónicas. Lutero se apresuró a informar a la opinión pública con un relato de los coloquios, ignoramos hasta qué punto exacto, que tuvo amplisima difusión y un eco considerable. Al enviar una copia a su amigo Wenzel, le decía: "De todo esto podéis ver si tengo o no derecho a pensar que el Anticristo en persona tiene a la Corte de Roma bajo su espada. Yo lo considero peor que cualquier turco"
Y en otra carta al duque de Jorge de Sajonia, del que había sido huésped en Dresde, sugirió "una reforma que señale finalmente, de una manera clara, el límite entre el poder temporal y el espiritual" Era la primera vez que empleaba esta palabra "Reforma", con la que la Historia habría de denominar su rebelión. León seguía considerando aquel asunto como "chismes de monjes". Comenzó a darse cuenta de su gravedad solamente cuando, en un segundo informe, Caetano puso en su conocimiento que el duque Federico negaba la extradición de Lutero a Roma. Y entonces trató de ponerle remedio. En una bula que representaba una implícita retractación, afirmó que las indulgencias no rescataban el pecado y la culpa, sino que valían únicamente para las penitencias impuestas por la Iglesia. En cuanto a la liberación de las penas del purgatorio, reconocía que el Papa sólo podía influir con sus plegarias. Era exactamente lo que venía sosteniendo Lutero, al que no nombraba, pero cuyas tesis se ratificaban. Con este documento, León envió a Alemania un joven noble alemán, que hacía en la curia su noviciado, en las órdenes menores, para entregar la "Rosa de Oro" a Federico y reanudar las conversaciones con el rebelde en un tono más amigable. Lutero se mostró favorablemente dispuesto. Se declaró pronto a abandonar la polémica si sus contradictores dejaban de provocarlo, a escribir una carta de sumisión al Papa, a reconocer públicamente la influencia de las plegarias en el rescate de las almas del purgatorio y a recomendar desde el púlpito la obediencia a los preceptos de la Iglesia. Ponía una sola condición: que los demás detalles de la controversia fueran sometidos al juicio de un obispo alemán aceptado por ambas partes.
... Parecía que todo se arreglaba, y el pobre Tetzel pagó los platos rotos de esta inesperada aclaración de posiciones. Miltiz
lo convocó en Leipzig, le reprochó haberse excedido en las órdenes
papales y lo trató de embustero. El pobre monje se retiró a su
monasterio, pero no se recuperó nunca del golpe. En su lecho de muerte
recibió una afectuosa carta de Lutero en la que le decía que no
se amargase por aquella historia de las indulgencias, pues no había sido
la causa sino el pretexto de un incidente "que no era hijo de aquella madre"
porque sus orígenes eran mucho más profundos y complejos. El monje de
Wittenberg tenía lo suyo de generosidad y elegancia. Lo que él pensara
en aquel momento, no está claro y tal vez tampoco lo estaba para él. Al
mismo tiempo que una carta llena de devoción al Papa, escribió otra al
confesor del duque Federico, en la que decía que realmente no sabía si el Papa era el Anticristo, o su vicario. De todos modos, cuando León, al contestar su carta en términos amistosos y paternales le invitó por segunda vez a Roma, por segunda vez Lutero se negó a ir. Algunos historiadores afirman que en aquel momento Lutero vacilaba
ante la responsabilidad de romper la unidad cristiana y sostienen que
se hubiera resignado a cualquier retractación con tal de evitar el
cisma. Es probable, o al menos posible.
Pero las cosas siguieron otro rumbo merced a una nueva intervención de Eck, el vicerrector de la Universidad de Ingolstadt, que en su "Obelisci" había tachado de hereje a Lutero, y éste ya había rebatido aquel libelo con otro titulado "Resolutiones" Pero antes que él y en favor suyo había replicado Andrés Bodenstein, llamado comúnmente Carlstadt por su lugar de origen: un joven teólogo, profesor de filosofía tomista en Wittemberg que después de combatir a Lutero se había convertido en entusiasta partidario suyo. La polémica Eck-Carlstadt se había extendido y enconado precisamente en el momento en que Karl von Miltitz [-1490-1529- nuncio papal de León X y canónigo de la catedral de Maguncia] creía coronar su misión de paz. Y los dos adversarios habían acabado por desafiarse a un debate público. El tema de la controversia era éste: si el obispo de Roma, o sea, el Papa, había obtenido el rango de Jefe de la Iglesia en su calidad de sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo, como sostenía Eck de acuerdo con la tradición ortodoxa, o lo había logrado por medio de maniobras políticas, como sostenía Carlstadt.
En realidad Carlstadt había extraído esta tesis de las "Resolutiones" de Lutero, que se encontraba frente a una penosa elección: o desconocer la paternidad de aquella afirmación, dejando abandonado a su alumno empeñado en su defensa, o reivindicarla para sí e intervenir en el debate. En el primer caso cometía una deserción, mientras que en el segundo mandaba al traste la misión de paz de Miltitz, que seguramente él mismo deseaba. Escogió esta segunda alternativa, no solamente por sentido de la responsabilidad y de orgullo, sino también porque temió que, de no presentarse, desilusionaría a la opinión pública, que estaba masivamente a su favor, y perdería su prestigio de Führer de aquella revuelta. La discusión tuvo lugar en Leipzig entre fines de junio y primeros de julio de 1519. Lutero se presentó en compañía de Carlstadt y de seis teólogos, escoltado por doscientos estudiantes de Wittemberg. Teatro del debate fue el castillo de Pleissenburg, rebosante de público. Lo presidía el duque Jorge de Sajonia en persona y la atmósfera estaba cargada de suspense. A las opiniones de Eck, sutil argumentador y orador eficaz, respondió en primer término Carlstadt y salió bastante malparado. Lutero bajó entonces a la liza, y con pruebas en la mano, pues la Historia se las suministraba a montones, demostró que en los primeros tiempos de la era cristiana el obispo de Roma había sido únicamente el obispo de Roma, y nada más, como lo probaba el hecho de que era elegido sólo por el pueblo y el clero de la Urbe, igual que los demás obispos. Eck lo rebatió alegando que ésta era la tesis de Huss, condenada por herética precisamente en uno de aquellos concilios -el de Constanza-, a los que Lutero atribuía una autoridad superior a la del Papa y, por lo tanto, decisiva en asuntos de doctrina. Era una respuesta hábil, pero Lutero, con igual destreza, le replicó que, en efecto, atribuía al concilio una autoridad superior a la del Papa, pero no el don de la infalibilidad, exclusiva prerrogativa de Dios. Hasta el concilio, según dijo, podía errar, y lo había demostrado al condenar ciertas premisas de Huss que eran justas. El problema quedó sin solucionar, pero Eck había logrado su objetivo, ya que no había propuesto la discusión para responder a aquella pregunta, sino para colocar a su adversario en una posición herética. Declarándose a favor de Huss, Lutero se había caído. Su rebelión contra las indulgencias, sobre la que la Iglesia podía transigir y de hecho había transigido, se convertía en una negación del supremo magisterio papal. Y sobre todo no era posible ningún compromiso.
Eck se volvió a Roma con la rendición a cuestas del debate para someterla a León, que dudó aún en aplicar medidas drásticas, hasta el extremo de que la única resolución que tomó fue la de no tomar ninguna, con la esperanza de que el tiempo arreglaría las cosas. Aquel Papa tolerante. epicureo y optimista, no conocía Alemania a la que consideraba un país de bárbaros analfabetos, y no imaginaba que "unos chismes de monjes", como se obstinaba en considerar aquel altercado, iban a provocar un incendio. Y era precisamente esto lo que estaba pasando. De Durero y Pirkheimer para abajo, la Intelligentsia alemana se había declarado de parte de Lutero. Ulrich von Hutten [1488-1523] humanista alemán, se convirtió en su bardo más elocuente
Ulrich von Hutten [castillo de Steckelberg, cerca de Fulda, 21 de abril de 1488-isla de Ufenau, en el lago de Zúrich, 29 de agosto de 1523)
No contento con sus encarnizadas sátiras contra la Iglesia y el Papa, exhumó y publicó un viejo manuscrito alemán en el que se sostenía las razones de Enrique IV en su lucha contra Gregorio VII. Y lo dedicó al nuevo emperador Carlos V, que acababa de suceder a Maximiliano, sugiriéndoles que se vengara de la afrenta hecha entonces por Roma a Alemania. El sentimiento nacional se movilizaba detrás de la disputa religiosa: una mezcla peligrosamente explosiva. La cultura suministró a Lutero un poderoso aliado en Philipp Schwarzerd [Bretten, Alemania, 16 de febrero de 1497-Wittenberg 19 de abril de 1560] un gran humanista que había helenizado su nombre convirtiéndolo en Melanchtón, un hombrecillo frágil de poca salud, de voz temblorosa y mirada tímida, pero que ejercía desde su cátedra una tal fascinación que el mismo Lutero solía confundirse entre sus alumnos para ir a escuchar sus lecciones. "Ninguna virtud le es extraña", decía. Y únicamente le negaba la capacidad de agresión, aquella "rabia del cuerpo" que caracteriza a los luchadores y que él poseía en grado sumo. Y quizá por esto, no sintiéndose celoso, reconocía lealmente la superioridad intelectual de Melanchtón y lo convirtió en el ideólogo del cisma que iba a provocar. Pues ya no había duda de que se trataba de un cisma. En un violento Epítome, Lutero definía a Roma como "una Babilonia empurpurada" y a la curia como "la sinagoga de Satán"
Georg Burkhardt, con pseudónimo Spalatin [Spalt, 17 de enero de 1484-Altemburgo, 16 de enero de 1545]:
"He arrojado los dados. Me río tanto de la rabia de León
como de sus favores, y nunca me reconciliaré con él. Ya no lo temo y me
proponga publicar un libro sobre la reforma cristiana usando contra el
Papa el mismo lenguaje que emplearía contra el Anticristo"
Arrastrado por los cabellos por estos ataques, en junio del año 1520 León promulgó una bula Exurge Domine, que condenaba cuarenta y una proposiciones de Lutero, ordenaba quemar los textos relativos e invitaba al rebelde a abjurar de sus errores. Si dentro de sesenta días no obedecía, sería excomulgado, las autoridades temporales eran invitadas a entregarlo a Roma, y en cualquier comunidad que le diese asilo se suspendería los servicio divinos. Lutero empleó estos sesenta días del ultimátum en escribir, en alemán, una "carta abierta a la nobleza cristiana de la nación alemana" Y como principal destinatario se dirigía al "noble joven" que pocos meses antes había ascendido al trono imperial con el nombre de Carlos V de Alemania y I de España [nacido en Gante el 24 de febrero de 1500- Fallecido en Cuacos de Yuste, Extremadura, el 21 de septiembre de 1558]: "Cada cristiano -decía- recibe la consagración con el bautismo y por tanto es un sacerdote. El hecho de que luego haga de esta condición una "carrera" y se convierta en obispo o Papa, no impide que continúe siendo un cristiano como los otros y que como los otros esté sujeto, en los asuntos civiles, a las leyes y autoridades seculares. No tiene ningún privilegio; ni siquiera el de decidir sobre la interpretación de los textos sagrados, puesto que cualquier fiel, siendo sacerdote él mismo, tiene el derecho de leerlos e interpretarlos a su modo. Estos textos representan la autoridad suprema a la que ni siquiera el Papa puede sobreponer la suya. En él no hay nada que lo califique para convocar o impedir los concilios. Si se trata de hacerlo blandiendo el arma de la excomunión, los fieles tienen el derecho de tratarlo de loco y de reducirlo a la razón por todos los medios, incluidos los coercitivos. Y ahora hay necesidad de un concilio que examine la vergonzosa anomalía de una curia corrompida hasta la médula por los esplendores mundanos y engordada con las rapiñas efectuadas en Alemania. Y aquí llegamos al nudo del problema: se calcula que cada año más de trescientos mil gulden fluyen del bolsillo del contribuyente alemán a las arcas del Papa. Si colgamos a los ladrones, ¿por qué tratar de diferente modo a los romanos?"
Arrastrado por los cabellos por estos ataques, en junio del año 1520 León promulgó una bula Exurge Domine, que condenaba cuarenta y una proposiciones de Lutero, ordenaba quemar los textos relativos e invitaba al rebelde a abjurar de sus errores. Si dentro de sesenta días no obedecía, sería excomulgado, las autoridades temporales eran invitadas a entregarlo a Roma, y en cualquier comunidad que le diese asilo se suspendería los servicio divinos. Lutero empleó estos sesenta días del ultimátum en escribir, en alemán, una "carta abierta a la nobleza cristiana de la nación alemana" Y como principal destinatario se dirigía al "noble joven" que pocos meses antes había ascendido al trono imperial con el nombre de Carlos V de Alemania y I de España [nacido en Gante el 24 de febrero de 1500- Fallecido en Cuacos de Yuste, Extremadura, el 21 de septiembre de 1558]: "Cada cristiano -decía- recibe la consagración con el bautismo y por tanto es un sacerdote. El hecho de que luego haga de esta condición una "carrera" y se convierta en obispo o Papa, no impide que continúe siendo un cristiano como los otros y que como los otros esté sujeto, en los asuntos civiles, a las leyes y autoridades seculares. No tiene ningún privilegio; ni siquiera el de decidir sobre la interpretación de los textos sagrados, puesto que cualquier fiel, siendo sacerdote él mismo, tiene el derecho de leerlos e interpretarlos a su modo. Estos textos representan la autoridad suprema a la que ni siquiera el Papa puede sobreponer la suya. En él no hay nada que lo califique para convocar o impedir los concilios. Si se trata de hacerlo blandiendo el arma de la excomunión, los fieles tienen el derecho de tratarlo de loco y de reducirlo a la razón por todos los medios, incluidos los coercitivos. Y ahora hay necesidad de un concilio que examine la vergonzosa anomalía de una curia corrompida hasta la médula por los esplendores mundanos y engordada con las rapiñas efectuadas en Alemania. Y aquí llegamos al nudo del problema: se calcula que cada año más de trescientos mil gulden fluyen del bolsillo del contribuyente alemán a las arcas del Papa. Si colgamos a los ladrones, ¿por qué tratar de diferente modo a los romanos?"
Dejando
de lado los excesos vituperantes que formaban parte del hábito polémico
de la época, aquella "carta abierta" era un retazo de osadía
periodística. Con suma habilidad, Lutero, comprendiendo su escasa
atracción sobre sus interlocutores, se apartaba de los problemas
teológicos y se encarnizaba con el punto en que los sabía sensibles. Su
llamamiento era una demagógica apelación al sentimiento nacional contra
el cual ni siquiera los alemanes más timoratos y obsequiosos hacia la
Iglesia podían declararse sin pasar por traidores. Y efectivamente logró
una resonancia inmensa. La popularidad que consiguió fue tan grande,
que cuando concluyó el ultimátum y se promulgó la bula de su excomunión,
no tuvo ninguna consecuencia y pudo con toda tranquilidad terminar la
compilación de otros dos opúsculos: "El cautiverio babilónico de la Iglesia" y un "Tratado acerca de la libertad cristiana", que
escribió en latín, pues eran un resumen de sus doctrinas destinado a
los teólogos. Poco tiempo después fueron traducidos y se convirtieron en
el pan nuestro de cada día de sus seguidores. Huss, según
decía, tenía razón: el sacerdote no está dotado del taumatúrgico don de
transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesús en la Eucaristía. El Salvador
está presente junto al pan y al vino, es decir, por consubstanciación, y
no por transubstanciación. El matrimonio no es un sacramento. No lo es
más de lo que lo fueron los matrimonios paganos o lo son los matrimonios
hebreos y musulmanes. Es tan sólo un instrumento para la procreación de
los hijos y por lo tanto se puede muy bien contraerlo con un no
cristiano y disolverlo en caso de impotencia o adulterio. Lo que hace
cristianos no son ni las plegarias ni las buenas obras, sino la fe en Jesucristo, que sólo Jesucristo puede dar. Cada hombre nace con su destino, que nada ni nadie puede cambiar.

