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miércoles, 17 de septiembre de 2008

Marruecos XI



Autor: Tassilon-Stavros




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: LA PESADILLA -XI-

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El aire ennegrecido de la envolvente espesura parecía avanzar como una tonada ardiente y aventurera de la muerte hasta el Cherokee. Andrés no dejaba de observar el mosaico lejano de los cielos desde el interior completamente a oscuras del automóvil. En su mente se arremolinaban, como un tormento pueril, frases aprendidas de sus lecturas: “Desafío a las graciosas deidades palpitando en el arrebato heroico”... “Egregia mutación de los linajes divinos”... “Héroes perdidos en la audacia prohibida a través de intrincados jardines de pecado”... (“Creo que me estoy volviendo loco”, se repitió varias veces para sus adentros, “Entre el hambre que arrastro,... cayéndome de sueño... este bailoteo constante de bicharracos contra el parabrisas... y el castigo de este cemento agrietado, donde vamos a acabar machacándonos,... ¡puta carretera que no va hacia ninguna parte!”...) Examinó un instante la cara de sus acompañantes: Farid y Mónica dormidos y cabeceantes, y Patonia, a su lado, despierta. Sus ojos no mostraban la menor somnolencia, sino que brillaban con viveza. (“Ésta no se duerme”, se dijo Andrés, algo escamado) La muchacha, pese a sentirse constantemente observada por su acompañante, no le devolvió la mirada. Varias veces se echó de costado, e intentó también en repetidas ocasiones apoyar su cabeza en una mano. Entornó los ojos, los volvió a abrir como si la atravesase un fugaz destello de dolor, y sus labios, que se movieron levemente por las comisuras, dejaron escapar algunos gemidos que ella trató de disimular. Tan determinante resultó aquella especie de inquietante y angustiosa gesticulación que acometiera de continuo a la joven, que acabó por destrozarle los nervios a Andrés. Detuvo el Cherokee. (“¡Esto es horrible!”, exclamó para su capote, “¿Dónde coño estaremos?... Y a ésta... algo le pasa. Seguro”...) Cuando el joven Cruz encendió a luz, Patonia tenía el rostro perlado en sudor, y respiraba con rapidez inusual. Farid se despertó, y tras un bostezo, dijo medio musitando:

-¿Qué pasa, colegui?... Joder, se me han dormido las piernas,... y en el estómago sigo teniendo los mismos perros rabiosos... ¿Tenemos ya el chiringo por ahí?- Inquirió mientras se masajeaba las piernas y observaba a Mónica- Mira la habibi, ¡está como una marmota! – Y luego con mirada desdeñosa, tras asomarse por la ventanilla del automóvil, se quedó asombrado: -Tío, yo no veo ningún chiringo... No nos habremos metido en otro agujero... ¡Aunque no se ve un pijo!... ¿Por qué has parado?... – Se quedó rígido, observando a Andrés y Patonia, que no se molestaron en contestarle, ni volvieron la cabeza hacia él.

La cosa se ponía seria. Farid, interiormente, empezó a agitarse desesperado. Observó a sus silenciosos acompañantes, que, en efecto, parecían ignorarle. Cambió de táctica. Esperaría. Se calló y volvió a apoltronarse en su asiento, pero sin apartar la mirada de Patonia, que, a la luz del Cherokee, parecía una odiosa figura de bronce que, en tales instantes, ocupara por completo su pensamiento: “¡Puttana habibi! ¡Qué cojones habrá hecho ahora para que el majara éste se detenga!” La figura inmóvil de Patonia, de espaldas a él, ardía en su mente como si fuese fuego.

El tiempo había perdido su ímpetu. Aquella especie de monstruo solitario en que se había convertido el Cherokee, y frente a cuyo parabrisas relumbraba únicamente una leve lucecilla interior, se había quedado como atrapado bajo la intacta desnudez del cielo, perdido en tan inconmensurable intemporalidad como en la que se recrea la soledad nocturna. ¡Qué ancha y qué íntima la halagada boca de la oscuridad! Y pulverizadas en el aire pesado las respiraciones apocadas, implorantes, enjauladas en aquel abandono, de los cuatro jóvenes.

Andrés callaba, con su ceño fruncido y los ojos puestos ahora en sus manos sudorosas que sujetaban la curva salvadora del volante. Y mientras tanto Farid, y también Patonia con toda probabilidad, se estarían devanando los sesos tratando de penetrar en sus intenciones como en un reverso del misterio. Pero los misterios no son más que horas privadas de los hombres, que anidan en los internados perpetuos de la mente, se amasan en la sequedad de las miradas, y cierran sus aposentos a fin de que nadie adivine el difícil desvío de la penitencia que encubren. A esa hora confusa se hallaban sometidos ahora Andrés, Patonia y Farid (Mónica aún dormitaba), mientras al otro lado de la cristalera transitaba únicamente el retablo inmóvil y dulce de las estrellas, estampándose en el sepulcro de la noche. Pero entre aquella terrible soledad el ritual mitológico con que se significaba la exaltación del universo se volcaba sobre ellos, en efecto, como una gigantesca y pesada losa sepulcral que se gozara en detener su huida.

-¿Qué hacemos, tío?- No pudo reprimir Farid su ansiedad, y observó a Andrés y a Patonia con tanta furia que no tuvo más ocurrencia que vapulear exasperado el cuerpo adormecido de Mónica:- ¡Eh, tú, bella durmiente, espabila de una vez,... a ver si me echas un cable!

Despertó Mónica sobresaltada. Notó de entrada una enorme punzada en el costado, luego un dolor en la espalda y una terrible regurgitación de los ácidos del cuerpo. Se sintió desfallecida, enferma, a punto de vomitar como todos los adictos a las drogas. Exhaló un profundo quejido, y pasándose insistentemente la lengua por los labios, los miró a todos con una fijeza hipnótica.

-Farid...- Dijo con marcada voz enronquecida.

-¡Farid, Farid!...- Repitió asqueado y burlón el joven marroquí con una luz de expectante interés en los ojos- ¡La única palabra que sale de tu boca! ¡Muñeca de trapo! ¡Estás tan fabricada a prueba de ácidos, que ni comes, tía! Lo único que pretendes siempre es merendarme.

-¡Qué pasa, Farid!- Inquirió Mónica, atontada, abriendo sus ojos más de lo normal. Y de pronto se levantó un poco de puntillas, pegándose un encontronazo con el asiento delantero que ocupaba Patonia, que siguió en silencio, sin inmutarse. Andrés no se tomó tampoco la molestia ni de mirarla. Y fue Farid quien la agarró, mientras exclamaba:

-Pero ¿adónde quieres ir, so gilipollas? ¡Espabílate, joder!...

-Pero ¿qué pasa?...- Insistió Mónica, errática, tratando de vencer la oscuridad en que se hallaba, expectante y contusionada.

-Pasa, chiflada,- Se caldeó la voz de Farid- que aquí el amigo Andrés, como decís vosotros los españoles, se ha quedado en Babia... o en las nubes de La Meca, como decimos los hijos del Profeta. Y que la otra chiflada de tu amiguita, después del pollo suicida que nos ha montado, se ha convertido en Medusa, n’ est-ce pas?, ... y ¡cómo si no tuviera ya suficiente veneno la habibi!, nos ha convertido al colegui en estatua,... ¡y aquí nos tienes, en mitad de la mierda sin saber qué coño hacer,... y con los huevos revueltos, ¡por lo menos los míos!... (Andrés le miró ahora con indignación y Farid volvió a estallar)... ¡Sí, sí, colegui, míranos, hombre,...y decídete de una vez a hacer algo, porque a mí el Ramadán siempre me la ha traído floja, y estoy ya del ayuno hasta los cojones! Así que tú veras,... o seguimos o nos quedamos aquí bailándoles el agua a estas dos descerebradas, ¡yonqui la una, zumbada hasta la polla la otra!, y a quienes, aunque ni Dios se lo creería, ¡les importa un huevo comer o no!, mientras tú y yo, los únicos que tenemos el cerebro en su sitio, y el estómago también, nos morimos de hambre, para que luego ellas, ¡lo típico!, se monten el numerito de plañideras morroquíes... porque en España, con lo adelantaditos que estáis, pocas os quedan ya... ¡Éstas dos, y para de contar! ¡Y a mí, oye dabuten, que las tías se emancipen de una vez... que ya les toca! Pero no por eso voy a dejar de darle a la manduca para celebrarlo... ¡A mí la emancipación femenina no va a joderme el estómago!

-“Éste ya hasta delira”- Se dijo Andrés.

-¡Farid!...- Se le enconó una especie de congoja a Mónica, y ya más recuperada, se abrazó al joven.

-¡Quita, coño, que estás majara!- Se soltó de ella Farid- ¡Lo ves, tío,... esta gilipollas ya se está montando el numerito conmigo! Y eso que aún estamos vivos... Pero, sabes que te digo, amigo, que yo os mando a los tres a tomar por el culo,... que a mí las plañideras no me montan más numeritos cuando todavía coleo por este mundo,... y que me largo, aunque sea a pie, porque el chiringo no está a más de cien metros de aquí, y a mí vosotros no me matáis de hambre... ¡Montaos vosotros solitos la Vía Dolorosa de vuestro Cristo!- Y estremecido por el cómico berrinche, abrió Farid la portezuela dispuesto a salir del Cherokee- ¡A tomar por el culo, ya os lo he dicho!...

Andrés no tuvo más remedio que comulgar con las exposiciones de Farid, sintiendo de nuevo el apuro que le confería su responsabilidad hacia ellos, ya un tanto siniestra y vomitativa.

-¡Cierra la puerta, joder!- Exclamó Andrés, y observando en silencio a Patonia, le dijo por fin:- ¿Podrás aguantar?...

-¿Y por qué coño no va a poder aguantar?- Saltó Farid.

-Ésta está con una fiebre de campeonato... ¿O es que no te has dado cuenta?- Replicó con acritud el joven Cruz.

Patonia, temblorosa, parecía contener la respiración, levantó la vista con lentitud para mirar a Andrés, y trató por todos los medios de no perder su firmeza, aunque no dijo esta boca es mía.

-¡Joder, tía, no hay quien te saque una palabra!- Protestó Andrés. Y, encolerizado, se dispuso a poner el Cherokee en marcha.

-Yo también tengo fiebre- Lloriqueó entonces Mónica.

-¡Qué par de gilipollas!... – Los ojos negros de Farid brillaban con una lucecilla burlona y viva- ¡Oye, colegui, en serio, el ayuno nos va a matar a los cuatro!... Nos estamos volviendo locos. ¿Es que no lo ves?... Sal zumbando de una vez. El chiringo no está a más de cien metros, te lo garantizo, ... máximo doscientos... Alguna arboleda habrá tapado las lucecillas, pero está ahí... (el motor se había puesto en marcha) ¡Así, tío, dale al Cherokee! Que esto se está pareciendo cada vez más a una película de terror con brujas incluidas... Sí, colegui, ¿te acuerdas?,... seguro que la viste ... Aquélla de la "Blair Witch Project" donde todos acababan palmándola y the end. ¡Menudo canguelo pasé!- Rió Farid, observando a Andrés que, crispado, atenazaba el volante, y que, por no “ahostiar” (como él acostumbraba a expresar) a Farid, se ensañaba ya con el embrague del vehículo.

Volvió a desperezarse el Cherokee entre la envolvente masa de tinieblas. Todos recibieron al mismo tiempo inmensas bocanadas de perfumes vegetales, que primero se destocaban furtivamente entre la holganza veraniega, luego se apartaban muy súbitos, y acababan alejándose con celoso furor, como ocultos melindres esenciados de las pasiones perdidas de los jardines marroquíes. Emanaciones remotas como anacoretas fantasmagóricos del Jihad, que una vez albergaron sus efluvios primitivos entre las hachas de resinas llegadas de Damasco, se enardecieron entre el tránsito fastuoso de las caravanas de Arabia, y moraron entre el olivo, el cidro, el mirto, la morera, el pistachero y la palmera, despertando a las plenitudes litúrgicas bajo la luna de Nissán, para mezclar eternamente sus hábitos en la órbita congregante de los ensueños coránicos.

La plenitud de septiembre ofrendaba, pues, a la noche una huidiza respiración agraria, inocente y devota. No obstante, hambres, esfuerzos, sacrificios, vigilias, rigores de climas y penitencias de Oriente habían plasmado, bajo un sol de justicia y de cosechas martirizadoras, la piedra calcárea, la inmensidad desértica, en aquel cuerpo agostado que era Marruecos. No tenía nada de extraño que sobre aquella vastedad un silencio doloroso, una castigada tierra deshabitada, se tendiera olvidada como un gigantesco paño mutilado.

De pronto, aparecieron varios destellos rojos. Una sigilosa rúbrica de bombillas que formando un collar esculpido en el aire revelaba, entre una sombra de encierro, el difícil contorno cuadrilongo de una especie de pabellón enladrillado, sin ventanas al exterior, salvo una balaustrada blanquinosa, de rasillas entrelazadas que formaban oquedades en forma de equis, protegiendo una pequeña azotea, apenas entrevista, sobre la puerta de entrada al miserable bar-quiosco de ladrillos. Una luz amarillenta parecía escudriñar, desde el interior, la emanación pavorosa de las sombras que revelaban los mil murmullos que, con vocecillas apretadas, la noche expulsaba desde la lenidad de las frondas. Una especie de sahumerio borboteante que fingía dormir en cada profundo rincón campestre, y que, no obstante, se extendía como una fiebre contagiosa de rumores que jamás se debilitaban.

-¿Qué te dije, amigo?- No pudo contener su alborozo Farid- ¡El chiringo! Eccolo qua!... No me equivocaba... y a menos de cien metros... ¡Tío, joder,... alegra esas pajarillas! Acuérdate que no hemos comido nada desde... ya no sé cuándo!

En silencio, detuvo Andrés el Cherokee, y Farid, haciendo caso omiso de su falta de contento, sintió un alivio estremecedor, como si se hubiera desembarazado de un yugo que le ahogara. Saltó del vehículo como si se dispusiese a galopar entre la negrura. Andrés dejó encendidas las luces traseras.

-¡Gracias, colegui!- Exclamó Farid, lanzándose entre los matorrales..

En el airecillo abrasante que vibraba a su alrededor revoloteaban infinidad de insectos. Pero Farid era consciente tan sólo de los latidos de su corazón. Varios calambres le contrajeron el epigastrio.

-¡Farid, Farid!... ¡Espérame... no me dejes sola!- Gritaba ahora Mónica que había corrido tras él, internándose al mismo tiempo en aquel terreno obstruido por una tremenda alfombra de maleza, que se juntaba, abierto en grietas, con la paralelismo tumefacto de la carretera, listada de negro, descompuesta por los guijarros, y como atacada por mordiscos volcánicos. Y que aún se perdía en un angosto repecho donde todo horizonte se diluía. Más allá, en efecto, aparte del chiringuito iluminado por el rojo brillo de las bombillas, seguía abriéndose una gruta profunda que parecía no tener fin.

-¡Calla la boca, tía loca!- Clamó amoscado Farid- A ver si te matas, yonqui de los cojones- Murmujeó mientras caminaba penosamente por entre el barzal, sin lograr hallar el pequeño sendero que debía abrirse hasta el iluminado kiosko. Gesticulaba y lanzaba reniegos en árabe, ya que, al tratar de abrirse camino por entre el inacabable zarzal, los matorrales se le clavaban en el vientre.

-¡Farid,... Farid!- Gritó ahora con voz aguda y alegre Mónica- ¡Aquí hay un camino!... Por ahí te vas a perder... Aquí parece que hay menos hierbajos... ¡Farid!...

-“La yonqui ha tenido más suerte que yo”- Se dijo para sí Farid- “¡Puttana habibi de los cojones!” “Hasta para eso tiene potra la tía... y yo me voy a quedar sin huevos entre estas zarzas”...

Andrés permaneció en el interior del Cherokee junto a Patonia. Parecía estudiarla con detenimiento, sin el menor disimulo. Y ella, silenciosa, se agitó un instante, tratando de incorporarse a fin de abandonar el vehículo. Pero el sudor caía en forma de gruesas gotas por su frente. Se repitió un débil lamento, y volvió a sentarse. Le escocían los ojos. Mantuvo cuanto pudo la rigidez de su espalda. Siguió observando con fijeza el negro avance de las sombras de la carretera. Pero luego dirigió su mirada hacia la ventanilla, como si el pequeño tramo débilmente iluminado por los faros del coche la hiriera al mismo tiempo que la deslumbraba. Y vuelto el rostro, trató de apoyar su cabeza en el vano metálico que bordeaba el abierto cristal de la portezuela; se atenazó el cuerpo fuertemente con sus propios brazos, y trató de reprimir los lúgubres temblores que la acometían. Por la abertura penetraba una brisa ardiente que en nada aliviaba su transpiración. Y contuvo el aliento un par o tres de veces. Andrés buscaba en su cerebro alguna palabra de ternura con la que dirigirse a ella. Pero no atinó con ninguna. Se acercó más a la muchacha. Sus labios casi rozaron la mejilla de ella, que se volvió y le observó como una figura exigua que la noche se fuese tragando poco a poco. Los ojos de Patonia parecían chispas reflejando ahora la luz artificial del Cherokee.

-Oye... – Dijo Andrés, con voz susurrante- No sé... pero creo que no estás bien... Me encantaría que esta especie de pesadilla acabara cuanto antes... Lamento haber sido tan brusco contigo... De verdad, chica. Creo que me he portado como un bestia. Y yo no soy así, te lo aseguro. Pero tenemos que hallar una manera de poner fin a esta carrera de locos... Deberías comer algo,... o beber. ¿Qué te parece?...

-No sé...- Confesó Patonia, tratando de mirar al joven Cruz con dulzura. Pero su rostro estaba endurecido por la fatiga y por la tensión con que intentaba dominar los temblores de su cuerpo- La verdad es que tengo una sed terrible.

Andrés, ya más animado por la actitud que ella mostraba ahora, le pasó la mano por la frente:

-Esta fiebre no me gusta nada... Hay que salir de aquí lo antes posible. A lo mejor te repones en ese pueblo de tu amigo Farid. ¿Te duele mucho la espalda?...

-No, no,... de verdad- La mano de la joven osciló ahora con fuerza sobre la manecilla de la portezuela del vehículo, tratando de abrirla.

-Está puesto el seguro- Dijo Andrés- Es mejor que no salgas, créeme.

Patonia intentó alzarse de nuevo del asiento, pero no pudo. Lo cierto es que la muchacha se ahogaba..

-No, no te muevas de aquí- La detuvo al instante Andrés- Yo te traeré la bebida, ... y tendrás que comer algo también. Joder, estás helada, amiga.- Rebuscó la linterna en la guantera- Tengo un suéter en una de las mochilas. Te lo traeré también...

-Voy contigo, Andrés... Me da miedo quedarme aquí sola- Se le enturbió tristemente la voz Patonia.

-¿Miedo, tú?- Bromeó el joven Cruz- Hazme caso, y no te muevas del coche. Te traigo el suéter, y voy por la bebida y algún buen piscolabis. Correré más yendo solo.

Andrés se movió con cuidado sorteando las matas que invadían la carretera. Retrocedió hasta el maletero, y abrió la mochila, sin dejar de observar a Patonia a través de las cristaleras del coche. No dejaba de soplar un aire abrasador, tan seco que hasta los matorrales que cubrían gran parte de la resquebrajada carretera crujían por efecto del calor. Era como si toda la espesura que los rodeaba, repleta de grillos, se mofara de aquella locura. Silbaban las arboledas como gigantes malignos de la noche, y junto al chiringuito varias palmeras ancestrales soplaban con furia como si, en la distancia, estampasen las afiladas cuchillas de sus palmas sobre el cielo limpio y terso, tratando de arrebatarle la luz fría y lechosa de sus estrellas. Alguna bestiecilla indefinida lanzó una mirada curiosa y desafiante al Cherokee desde el barzal, mientras Andrés rebuscaba en su mochila. Luego prosiguió su camino escondiéndose entre la densa maleza.

Volvió Andrés con el suéter en las manos, y echándoselo sobre los hombros a Patonia, observó, casi con pánico, una honda preocupación en los ojos de la joven.

-¿Tienes frío?- Le preguntó; y como Patonia hiciese un gesto afirmativo, oprimiendo el suéter sobre su espalda y pecho, tratando de evitar sus temblores al calor que la prenda de lana le ofrecía, aclaró Andrés:- Es por la fiebre. Pronto pasará todo, ya verás. Tú tranquila... Vuelvo en seguida.

Patonia lo miró ahora largamente, con ojos apenados. Desde el chiringuito llegó entonces la voz de Farid, ininteligible por la distancia y el susurro del viento que arreciaba a rachas entre los pliegues de la noche. Ambos hicieron caso omiso de su grito. De nuevo vio Patonia en Andrés al benefactor incondicional. Le emocionaba de él, tras aquel pequeño huracán de negativas experiencias que Farid, Mónica y ella misma habían generado, y del que él había formado parte, bien que por voluntad propia, (de ahí la magia de su un tanto encubierta ternura, y, sin embargo, en todo momento puesta a prueba) aquella capacidad ilimitada de responder afectuosamente, las veces que fueran, (y cuyo reflujo de confusión y comprensibles irritaciones acababa siempre por dejar en seco) a aquel penoso acoplamiento ocasional que tan demencial compañía le había impuesto.

-Andrés... yo...- Patonia, aunque invadida por esa especie de letargo gris que conlleva la desesperanza, analizaba ahora sus nuevas impresiones. Su curiosa brusquedad desconfiada había desaparecido por completo. Irradiaba de ella, a pesar de la fiebre, aquel encanto arrebatador, aquella curiosa mezcla de liviandad exultante y tontamente autoritaria que el joven descubriera en la muchacha desde su primera tarde en Assilah; y que, como si buscara siempre su aprobación desinteresada, él había aceptado sin vacilar, hipnotizado por el hechizo festivo de su cuerpo y movido un tanto por la curiosidad de su audacia, hasta dejarse arrastrar por ella entre las callejuelas más tenebrosas de Assilah, y vivir juntos una primera y excitante experiencia frente a la servidumbre peligrosa impuesta por la amenaza de la droga- ... No sé, querido amigo,... quiero que sepas... Perdóname... no he sido justa contigo. Tú eres un tío maravilloso... legal. Todo lo que me viene de ti..., desde el primer día..., todo... de verdad,... todo me enternece... Ahora estoy mejor; estoy casi bien... Y... y te quiero... No mereces lo que te hemos hecho... Y yo he sido una estúpida... una niña tonta y mala... Pero no he jugado contigo... aunque tú lo hayas podido creer en algún momento. De todas formas, te pido perdón... y creo que te seguiré pidiendo perdón siempre... Lo que te hice en Fez... bueno, eso fue una putada...

-¡Quién se acuerda!- Alzó los hombros Andrés, aunque experimentando un hondo sentimiento de placer. Y con voz más amable e insinuante, bromeó: - Lo que sucedió y no sucedió,... escribió alguien una vez, y no me preguntes quién, porque no me acuerdo, forma parte de “los cuatro terribles rostros del amor, que, a su vez, esconden el quinto, que es el mejor”... Aún nos quedan tres y el del misterio... Quizás la próxima vez aparezca.

-Quizás, Andrés..., porque tú te las sabes todas, macho- Se rió en su interior Patonia, inclinándose algo más hacia el joven Cruz, y le contempló casi con adoración- Me gustaría besarte... pero apesto...

-Ya estás dándome esquinazo otra vez- Repuso sonriendo Andrés- Aunque yo estoy siempre dispuesto... ¡Venga ese beso!...

-¡No, no... mi aliento!- Se cubrió la boca Patonia.

-Si no tengo inconveniente... Mi aliento tampoco huele a fresa que digamos.

-En la mejilla, ... aunque pinches- Esbozó Patonia una risita. Su boca se deslizó por el rostro encendido de Andrés, recorriendo su frente, resbalando por los pómulos hacia su varonil mentón y rozando suavemente los labios del joven. Fueron más hondos suspiros que besos. En aquel recorrido confluía también esa sintaxis aterciopelada del beso que rehuye el drama y juega con una nueva emoción; o esa evocación fugitiva del deseo que decide besar sin explicar nada, para iluminarlo todo de pronto. Luego fue su mano la que imitó a sus labios: - Me gustan tus gafitas,... me gusta esta nariz perfecta (posó en ella un dedo la joven),... y tu boca arde... ¡eres un guaperas de mucho cuidado, tío!...

Andrés le siguió la broma, tomó las dos mangas del suéter, y anudándolas sobre el fino cuello de ella, dijo:

-Pues este guaperas necesita un tentempié con urgencia... Y no me sigas sobando, chica, que me va a dar una lipotimia.

-No tardes, Andrés, por favor- Rogó Patonia dominada por un profundo temor.

-Tú ahí quietecita, ... y no te preocupes. Dame cinco minutos.

-¡Andrés!- Le retuvo Patonia todavía- Entre Farid y yo no hay ni ha habido nada de nada... Te lo juro... ¿Me crees?

-¿Por qué no habría de creerte?- Siguió mostrándose conciliador el joven Cruz.

-Pero... te preguntarás el porqué de mi... estado.

-Ya te dije una vez que no me debes ninguna explicación.- Y extendió la palma de su mano: - Cinco minutos y me tienes de vuelta.

Junto al un tanto oculto sendero que Andrés tomó a toda prisa, linterna en mano, se definía un terreno en el que subsistían enormes manchas verdinegras que se adherían unas a otras como profusas hebras punzantes que se alzaban hasta medio cuerpo, devorando la línea de la senda entre la bruma engañosa del barzal que, por supuesto, se burlaba de cualquier exactitud óptica sobre el terreno que se pisaba. Farid, viendo llegar a su compañero, apareció regocijado en la iluminada puerta del chiringuito o improvisado bar.

-Eh, colegui, tenemos bastela o “pastela” como decís vosotros. ¡Están de muerte! Esta gente del campo no duerme en toda la noche.- Y observando la ausencia de Patonia, preguntó: - ¿Y ésa? ¿No viene?... ¿Qué pasa, está a régimen la habibi, o es que le vas a hacer de mayordomo?... Te ha dado fuerte, tío. Yo de ti, no le seguiría el juego.

-¡Quita de en medio, coño!- Profirió Andrés- ¡Come y calla!

-¡Venga ya, tío!...- La mirada que Farid dirigió a su enfurruñado compañero fue arrebatada y tirante. Siguió comiendo con rabia. Pero se guardó todo su rigor, aunque la brusquedad de Andrés le secaba la boca en un desaliento airado. Atacó una helada Coca-Cola, mientras Mónica, que parecía sumida en una actitud distante, comiendo en una de las destartaladas mesillas que ofrendaba el chiringo, observaba a ambos amoscada e hiriente, hasta que ya no pudo contenerse:

-¿Qué, la puta no quiere comer?... ¿Está enfermita, la pobre?...

-¡Cállate, gilipollas!...- Le reconvino Farid.

La tensión nerviosa que había ido acumulándose en el espíritu de Andrés emergió hirviente en la superficie:

-¡Oye, no hemos tenido ya bastante! ¡Esta tía es que no rige o qué! (mirando a Farid) ¡La prefiero cuando no está chutada, joder!...

Un magrebí de rostro duro regentaba el chiringuito. No hablaba español, ni estaba acostumbrado a los turistas, puesto que era prácticamente imposible que alguno se aventurara a transitar por aquella carretera perdida. Sin haberse librado todavía de su asombro mantuvo una conversación en árabe con Farid. Con toda probabilidad había temido que por un momento los tres jóvenes promovieran algún escándalo, y Farid trataba de tranquilizarlo. Una vez calmada su sed, Andrés tomó dos bastelas y una botella de agua mineral. Pagó, y salió del chiringuito atacando la apetitosa masa de hojaldre con pollo. Al olor acudieron algunas moscas bobas y pegajosas que revoloteaban por entre las bombillas que adornaban el desvencijado establecimiento. Farid, situándose en la entrada de nuevo, se quedó allí sobre un fondo de luz amarilla, silencioso, zumbón, y con una lumbre lívida en sus ojos. Siguió comiendo y bebiendo.

-“Ya se ablanda el colegui”- Se dijo para su capote- “¡Mejor!”

La sombra de Andrés danzaba en las tinieblas, mientras el leve fulgor que emitía la linterna se zarandeaba por entre el sendero sin desbrozar, como si husmeara el barzal vapuleado por la ventolera. A lo lejos, los faros del Cherokee, apostado en la velada carretera, semejaban cuatro lucecitas de cetrina insolencia que se enfrentasen, somnolientas y burlonas, al tachonado claustro estelar, y que allí, en la noche marroquí, se escarchaba en un prodigio de tentadoras complacencias argentadas.

Cuando Andrés llegó al Cherokee se asustó. La cabeza de Patonia había resbalado por completo hacia el lado izquierdo, bajo el volante. La botella de agua y la bastela se le cayeron de las manos cuando se lanzó hacia el interior de la cabina. Un gato enorme apareció de pronto desde el barzal arrastrando con presteza en su boca la apetitosa pasta hojaldrada y desapareció.

Andrés contuvo la respiración observando a Patonia:

-¡Dios mío!...- Y siguió horrorizado: ¡Dios, Dios!....

La muchacha se había dejado caer sobre ambos asientos y su falda se hallaba empapada de sangre fresca. Por sus piernas el mismo magma sanguinolento la había recorrido hasta el empeine de los pies impregnando sus leves zapatillas veraniegas.

-Ayúd... ayúdam...me Andrés...- Vacilaron las palabras de Patonia antes de conferirle una mínima forma audible.

Las manos del joven Cruz planearon un instante, desesperadas, sobre la muchacha, aunque sin atreverse a tocar su cuerpo. Luego sus dedos sintieron la extraña quemazón palpitante de la garganta de ella al tratar de desembarazarla del nudo con que las mangas del suéter parecían asfixiarla ahora. Toda aquella sangre formaba un esmerilado lustre rojinegro con mortecinas imágenes de pesadilla sobre el estrambótico y abigarrado colorido del faldón de Patonia. La sangre poseía una voracidad licuada, emblandecida y pegajosa, que se recreaba, como un estuario tenebroso, sobre los asientos y el fondo afelpado del suelo de la cabina. Y tan espantosa hemorragia seguía su camino.

-¡¡¡Farid!!!... ¡¡¡Farid!!!- Saltó el grito enloquecido de Andrés sobre el ventarrón que aullaba entre el barzal. El polvo arenoso que se levantaba de la carretera, penetrando en su garganta, detuvo su jadeante clamor, haciéndole toser repetidamente. Nadie contestó a su llamada. Y cuando el joven penetró de nuevo en la cabina del Cherokee, Patonia le miró fijamente a sus ojos.

Andrés, tomándola entre sus brazos, se encaminaba ya hacia el chiringuito describiendo continuos zigzags en busca del sendero apenas visible que resbalaba desde la carretera. Los espinos del barzal se clavaron varias veces en su tejano. En la oscuridad no podía ver el rostro de Patonia, pero la hemorragia no se había detenido. Todo su pantalón se hallaba empapado de sangre. El campo visual de Andrés, aturdido y jadeante, y dado que las gafas resbalaban continuamente, resultaba escaso. Se sentía extenuado. Se puso rígido, y volvió a atenazar con fuerza el cuerpo de Patonia, temeroso de tropezar. Y mientras sus ojos se fijaban tan sólo en el punto iluminado de rojo y amarillo del bar, como si se erigiera en único refugio de vida y a la vez de muerte, la reveladora pesadilla del instante le cercenaba como esa melodía horrísona que zumba en nuestras sienes cuando nos hallamos regidos por el pánico, como ese palpitar acelerado del corazón que concede un ritmo trepidante a nuestra circulación sanguínea, y que suena como si chocara contra nuestros dientes, a través de argumentos siniestros que quisiéramos desechar, pero que penetran como espinas punzantes en nuestro cerebro y lo envenenan.

-¡¡Farid!!- Gritó de nuevo Andrés.

Esta vez el joven marroquí acudió a recibirle. Pero sus apretados labios, su silencio sorprendido, observando el cuerpo exangüe y ensangrentado de Patonia en brazos de su compañero, se erigieron en testigos trémulos del miedo que en tales instantes se gestaba en él. Apareció Mónica y el dueño del bar. Ambos se apartaron de Andrés, aterrorizados, sin dirigirle la palabra.

-¡¡Una cama,... algún lugar donde tenderla!!- Exclamó enronquecido Andrés, penetrando en el tabuco, en busca de algún refugio salvaguardador más allá del mostrador.

Todos contuvieron la respiración. Andrés, todavía con Patonia en brazos, se movía frenéticamente. Primero fue una súplica frente a Mónica, Farid y el dueño de aquel extraño tugurio perdido entre los campos marroquíes, mientras se mantenía titubeante, estremecido como un perro, de pie, embebiendo el sudor angustioso que le confería un estado febril, y oprimiendo entre sus brazos el cuerpo desangrado de Patonia. Luego una explosión llorosa del joven Cruz, ya convertida en ira, mientras los demás, no menos angustiados por la escena, parecían resignarse a una estólida, bien que no menos sombría, inactividad.

Una cortina se corrió de pronto ante el joven, y apareció una habitación maloliente, alumbrada por una simple bombilla desnuda, alfombrada, pobremente amueblada por un par de banquetas, una baúl y un destartalado camastro, como si aquella especie de taberna lúgubre ofrendara un último secreto entre las miserables arcas de su soledad campestre.

La carrera emprendida por Andrés desde el Cherokee hasta el establecimiento, atravesando enloquecido los matojos y recibiendo en su rostro la ventolera arenosa que crispaba el ardiente ámbito nocturno, le habían resecado la garganta. Había cruzado todo el barzal casi a ciegas, pues las gafas, sin llegar a caerse, se habían complacido en el tránsito sudoroso de su apéndice nasal, atrapándolo en la inevitable neblina que le confería su miopía. Y cuando por fin depositó a la muchacha sobre la sucia yacija, su boca ardía como desgarrada por un doloroso fruncido de llagas que bajasen desde el paladar hasta la laringe. Víctima de un acceso de tos muy seca, sus ojos aterrorizados se posaron de nuevo en Patonia y encaró luego con mirada frenética el retraído silencio espantado de Farid, Mónica, y la parpadeante preocupación que se reflejaba en la cara huesuda y áspera del dueño del chiringo. El ingenio irónico de Farid y los remilgos insoportables de Mónica, a través de tan terrorífica impresión como la que les produjera la aparición de Andrés con el cuerpo exánime de Patonia en los brazos, se estancaban ahora en esa idea desconocida e inquietante con que la palabra muerte, pese a tratar de abrirse paso hacia la conciencia, no llega a aflorar con su verdad hasta los labios y permanece vacilando en el aire como un espectro.

El mezquino haz de luz que lanzaba desde el techo la bombilla incidía sobre el camastro. La cabeza de Patonia había quedado hundida en un largo almohadón grisáceo. Fue un unánime parpadeo de postrer estupor el que todos ellos dirigieron a la joven. Vieron sus labios exangües y sus ojos apagados, fríos y distantes, entre sus párpados medio entornados, y comprendieron que estaba muerta.

Y fue entonces Mónica quien, finalmente, lanzó un histérico grito doliente ante la muerte.
 

 

 
 

Marruecos XII


Autor: Tassilon-Stavros


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XII: HACIA EL KAA

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Había que reaccionar. Mónica, con expresión absorta, contemplaba en silencio la rigidez pavorosa de Patonia, más blanca y macerada a la luz casi cirial que desprendía la única bombilla de la estancia. Resplandor de una fosforescencia sepulcral que enlutaba la sucia habitación, como sustrayéndole su soledad tierna a la noche para convertirla en un túmulo inmenso, desamparado; y cuya categoría de mortaja, recogida en culpable intimidad, robara olores misteriosos a esos jardines abandonados de la tierra que han de seguir respirando después de nuestra muerte, siempre estremecidos por los remotos privilegios plateados que los cielos campesinos vuelcan sobre ellos. Farid y el dueño del inhóspito tugurio se hallaban enzarzados en una incomprensible discusión. Y Andrés se vio necesitado de un discernimiento especial, un juicio rápido que le dotara de la capacidad de distinguir entre lo real e irreal del momento. Como desarticulado en partes, trataba de vincular estas concepciones inciertas que empiezan a trabajar por separado en la mente, descomponen la memoria, suprimen y agregan ideas para tratar de volver a comunicarse sus propias reflexiones, entre combinaciones a las que acompaña el peligro de desviarse de la finalidad de lo verdadero; de intentar expresar a través de lo finito lo infinito, de rehuir las profundas tinieblas que se obstinan en no reconocer los límites de lo verosímil, y convertir, en consecuencia, lo verdadero en un obstáculo para la Razón. 
 
Aquella síntesis del momento tenía todas las características metafóricas del árbol azotado por la tempestad. La condición primera de lo Bello era ese árbol que había exigido una conformación humana: Patonia, una mujer, un vínculo casual, un precio de la pasión que se trocara en vestidura de la audacia; imagen y color inesperado en esa sensual gramática de la ilusión. Luego la tempestad, proclamando las consecuencias de hirientes principios que nuestra decadencia humana insiste en negar, y que había llegado afirmándose en su ortografía amenazadora del deseo, en su refinamiento amargo del rechazo, hasta acabar apoyándose en la tradición emocional de la muerte. Y al fin el lamento de los protagonistas implicados. Y el rigor demostrado de ese deseo fatídico, como si la raíz obedeciera con celo al dolor que el mismo desencadena, a la proclama de su podredumbre inclemente que trata siempre de imponerse a la vida, para seguir luego a la postrer mortificación ceremonial de su procelosa expiración.
 
Mónica salió finalmente del cubículo maloliente donde había dejado de existir Patonia. Empezaba ahora a sentir miedo de verdad, pese a que siempre había dejado de lado cualquier manifestación de las debilidades humanas, a fin de bombardear al mundo con la suyas. Ya en su adolescencia había adquirido muchos de sus hábitos desordenados. Mimada por su padre, nunca se había molestado en guerrear para conquistar cualquier tipo de cualidades ajenas. El mundo siempre le había parecido algo desprovisto de todo interés. Y sin contrincantes ¿de qué servía tratar de apoderarse de las por otro lado escasas personalidades de los pocos amigos con los que contaba? Luego llegó la cocaína, en la que cayó probablemente impulsada por la violencia interna de su propia desidia e infelicidad. Y cuando conoció a Farid, hijo de un país desconocido, traficante y cazador, joven pirata insensible y atractivo que vivaqueaba en los laberintos peligrosos y solventes del envilecedor tráfico de droga por entre las noches madrileñas, su padre, aullando como un lobo, arrojó ante ella la carga fatigosa que comportara la fascinación de la carne: su enamoramiento se afianzaba brutalmente como un legajo de groseros documentos que demostraban la invalidez de las emociones, la propaganda hipócrita, sin luz verdadera, y en los que se difundía tan sólo la oscura mentira del fingido amor de Farid por ella. La depresión que siguió a aquella certeza le resultó intolerable. Y sin poder dejar de amar al atractivo joven marroquí, supo siempre, sin importarle, que, siguiéndole, permanecería tan sumida en las sombras como antes de conocerle; y que, aun teniéndole, se enfrentaría de continuo a un testigo ocular capaz de sacar tajada en todo momento de sus patentes miserias.
 
La aparición de Patonia en la vida de su padre también se había movido por una espiral espasmódica de victimismo. A través de ella, él creyó saborear tiernamente las sobras de una nueva adolescencia añorada. Una hija no suele mirar nunca con buenos ojos una segunda oportunidad pasional en un padre. Sabía muy bien que las sonrisas caprichosas de Patonia filtraban ante todo el interés que únicamente proviene de la aptitud protectora que puede proporcionar el dinero y la comodidad de poseerlo. En la muchacha, veinticinco años más joven que su amante, se insinuaban todas las complacencias femeninas que se permiten guardar un gran secreto. Un secreto, en realidad, de profundo desprecio por el preceptor que cree a pies juntillas que pueda existir esa plenitud total de un nuevo amor. Pero la verdad siempre resulta triste. La tensión entre Patonia y su amante empezaba a resultar demasiado grande. Ella siempre buscaba una excusa para viajar, para huir de él, devorada por una insoslayable falta de deseos, y a sabiendas de que Alberto, el padre de Mónica, aunque víctima, (según su hija, como lo era ella también en aquellos momentos de Farid), de los innobles apetitos de su madurez (siempre desde el punto de vista físico), antepondría siempre a su trama emocional con Patonia, los intereses gananciales de su Empresa de Hostelería que requería de él atenciones constantes y frecuentes visitas de negocios. 
 
La pasión, cuando no se puede llamar amor, es pródiga en promesas que jamás podrán cumplirse. Y los milagros emocionales del deseo en la etapa de la madurez son aburridas quimeras que se diluyen en la inocencia y en la estupidez. Y por eso la mejor de las dedicatorias es la de la mentira, una simple y eterna ciencia que nunca estuvo en pañales. Siempre es más sencillo actuar que deliberar. Las emociones que conllevan las necesidades físicas del adulto hacia el joven son tan interesantes como grotescas, y aun conmovedoras. El amor que, como es bien sabido, no es siempre el aliento vital que guía la sexualidad, parece estar siempre en quiebra de una forma u otra. Le falta la voluntad necesaria para hacerse perenne. Tres son los pilares que exige el amor: querer, sufrir o perpetrar literatura. Mónica era el fruto de esa especie de desesperación. Patonia el punto muerto de ese sentimiento. Y la escapada a Marruecos una absurda representación de la rabia interior que dominaba a ambas mujeres; que en realidad se odiaban como demonios absorbentes, superficiales, impulsivos; atrapada, una, por el tráfico casi siempre estéril de la servidumbre enigmática de la carne y de la drogadicción; de la indiferencia más aberrante hacia el torbellino romántico aunque vapuleada por un enigmático centro de apasionadas y hasta caritativas tinieblas, la otra; vorágines que acostumbran a abrir ideas y sentimientos al rencor, para luego transmitirlo como una infección incurable a los fracasados que se enamoran y también a los que no. 
 
... Andrés se había quedado a solas en el pesado silencio de la sucia estancia, en cuyo rincón macilento, pobremente iluminado, sobre el camastro de hierro, angosto y desproporcionado, permanecía el cadáver de Patonia, pálida y marchita. Sus ojos se hallaban cerrados. Andrés habría temido “su mirada” (se dijo para sí) La tierna y casi adolescente mandíbula de la muchacha había empezado a desencajarse y su boca se mostraba ahora entreabierta, como si se hubiese quedado dormida a punto de recibir una caricia y corresponderla con un beso. El joven Cruz, acosado por los esporádicos recuerdos de aquellos últimos días, apartó por un instante la mirada de Patonia, observando con repugnancia, profundamente perturbado, todos y cada uno de los objetos inanimados que se ubicaban en el deprimente cuchitril. La envoltura del tiempo los había dotado de una pátina, casi irreversible, de suciedad y polvo. Poseían en aquellos momentos, como vistos a través de esa perspectiva incoherente con que se mantiene un contacto esporádico, un destino tan absurdo como el de los seres humanos. Por ello ante la defección disparatada de Patonia, acuciado por aquellos pensamientos, Andrés dejó de sentirse angustiado. Pero renacía en él una rabia dolorosa que daba un valor y un sentido distinto al momento vivido. Y se dejó embargar por una furia deliberada hacia Farid que nacía, imaginó, de una especie de incongruente remordimiento. Acometido de golpe por aquella irrefrenable turbación, abandonó la estancia, tembloroso, como si arrastrara consigo, además del peso marmóreo que siempre se lee en el rostro de los muertos, esa maleta en la que, como trastos inservibles o cuerpos putrefactos, amontonamos nuestras emociones humanas. Tuvo que apoyarse un instante en la puerta, porque, aparte de sentirse completamente mareado, las ráfagas impetuosas del viento, que seguían arreciando entre aquellas soledades inmensas de la noche, como si hubieran fijado allí, en aquel abandono terrorífico de la desconocida campiña marroquí, su identidad definitiva, se aplastaron contra él como cortinajes que se balancearan y se aferraran a su cuerpo, cortándole la respiración. El joven Cruz, exasperado, se deslizó como si apartara de su semblante descompuesto la hopalanda invisible de la ventolera. ¡Cómo le palpitaba el corazón, cuando su mente, sorprendida de las emociones que le embargaban, le aconsejaba en todo momento que fuera juicioso! Pero la noche le devolvió el horror, tocó sus labios con impaciente rabia, le enfrentó a la tempestad, le sumió en abismos de un profundidad infinita de la que emanaba tan sólo el espanto.
 
De pronto, como si se hallara atrapado en un inmenso corredor cuya bóveda tachonaran únicamente las estrellas, la visión de Andrés se ahondó en algo que recorría aquel pasillo, amarillento y pálido. Como si sus ojos trataran de orientarse en un espacio informe, y en el que, gradualmente, con lentitud y dificultad, una vez replegadas las tinieblas que se cernieran sobre él, aparecieran por fin imágenes minutos antes empapadas de oscuridad. A la luz espectral del chiringuito apareció, casi agitado por un brinco, el rostro de Farid. Y Andrés, como fulminado por aquella mirada irónica, experimentada por la indiferencia, en la que siempre se recreara la insultante serenidad y soltura del joven marroquí, hubiese querido desgarrar su rostro rasgo por rasgo.
 
-“Cada palabra de este descerebrado es una nueva conquista de repulsión”- Reflexionó asqueado Andrés.
 
El corredor en que el joven Cruz se hallaba perdido giró vertiginosamente. Hubo un movimiento convulsivo, como impulsado por un tono de feroz reprimenda, torturante y profundamente perturbada. Andrés no pudo hablar. Sus ojos explotaban llenos de lágrimas contenidas. Un ansia de revancha se contenía apenas en sus manos, y abandonándose al desafío, sintiendo sobre su cara la intolerable presión ejercida por el viento, se abandonó a las tinieblas circundantes como si hubiera olvidado su envoltura de hombre. Y se lanzó enloquecido sobre Farid porque a la angustia que sentía en aquellos instantes la guiaba tan sólo ese acto de penetración que puede llevar al ser humano a la más irracional de las desesperaciones, distanciando los sentimientos de toda otra verdad que no sea la de esa acción simple, libre, bestial, que nos impele a matar. Torpemente ensamblados, como víctimas de un terrible accidente, Andrés y Farid rodaron por tierra. El joven marroquí, poseído al igual que Andrés por el mero lenguaje epidérmico de los golpes inesperados, se revolvió como un tigre, sin ofrendar la más mínima huella propiciatoria. Y ante los insultos del joven Cruz (“¡Hijo de puta! ¡Cabrón!... ¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Puto perro... te voy a matar!”...), se desorbitaron sus grandes ojos negros, enfebrecidos como los de un felino, restableciendo su ira entre una tempestad ininteligible de reniegos que parecían el resultado de una primera tentativa lingüística, en la que el castellano se mezclara constantemente con el árabe. Petrificada en su desesperación, Mónica no gritaba. Únicamente, temblorosa y desencajada, se dejaba sacudir por hondos e impotentes sollozos entrecortados. La noche, aquel establecimiento destartalado apenas percibido en la oscuridad merced a sus bombillas de colorines y a la luz amarillenta que despedía la entrada del mismo, la encarnizada maquinaria que había puesto en marcha la mortificadora ira que acometiera a ambos jóvenes, ahora desplomados sobre el polvo, y enzarzados en aquel persistente afán malevolente que se amplifica en una retórica empecinada que únicamente se satisface a golpes, sangrando ambos por la nariz, todo cobraba una sensación fantasmal, de pesadilla, que cruzara como un meteoro el negro y titilante cielo, mientras aquel delimitado rincón de la tierra recibía como único alivio a la oscuridad reinante las leves fosforescencias rojizas de las absurdas bombillitas, que, como pavesas perdidas en las distancias, formaban un pequeño rosario de luz bajo la descascarillada balaustrada del chiringuito.
 
Finalmente, las voces de ambos jóvenes cobraron un matiz ronco y húmedo, debido en parte a la sangre y a la saliva que se conjuntaban por entre las comisuras de sus labios, desdibujando las punzantes aristas de sus insultos. Cedieron los mutuos reproches. Se miraron con odio, atenazados tan sólo por sentimientos internos imposibles de dominar. Fue como si la melodía del rencor desafinara ligeramente, mientras trataban de restañar las hebras sanguinolentas. Las manifestaciones físicas del dolor se hicieron patentes. Andrés no podía mover el brazo izquierdo y la cojera de Farid se hizo doblemente ostensible. Las impecables camisetas veraniegas se habían coloreado de un rojo ceniciento, formando grandes manchas abstractas a las que se habían adherido toda la variedad de rastrojos que el viento arrastrara por el suelo. Ambos sudaban, aún jadeantes. A Mónica la henchía el desprecio por Andrés. Su rostro aparecía convulsionado por los destellos de colores, y, llorosa, movida por esa ridícula prodigalidad mimosa que impone el amor, se precipitó sobre Farid, para ayudarle a andar. El joven marroquí, hecho una auténtica furia, la apartó de sí:
 
-¡Quita, coño,... que no estoy para mimitos!...- Dio un par de pasos- ¡Este cabrón de colega me ha acabado de joder el pie!...
 
-Deja que te ayude, Farid...- Se aferró Mónica, temblorosa, a su cintura.
 
-¡¡Que me dejes ahora, coño!! ¡Habibi de los cojones!... Cuando necesite tu ayuda, te la pediré... Oye, tú, Mohamed... – Se dirigió ahora al dueño del establecimiento, que había observado la trifulca de sus ocasionales clientes con rostro displicente, poco afectado al parecer por esa latente presión que origina la curiosidad, aunque, acometido por una inexplicable ansiedad, no había dejado ni por un momento de sondear con sus ojillos de gato la atmósfera inquietante que ofrendara la ennegrecida distancia, cuyos rastrojales ondulaban como un hormiguero vapuleados por el viento. Indudablemente se hallaba impaciente por librarse de sus inesperados visitantes. Farid y él, hablando en árabe, penetraron en el interior iluminado del chiringuito, Monica corrió tras ellos, y Andrés permaneció sólo, en el exterior, profundamente perturbado, luchando contra la sangre que seguía manando de sus fosas nasales, y pasándose una vez y otra la mano por la frente y los ojos, que ahora le escocían de forma insoportable, como quien ha estado a punto de morir ahogado. Empezó a temblar de fatiga. Le castañeteaban los dientes, y un dolor agudo persistía en su brazo izquierdo. Apareció de nuevo Farid, y tras él, Mónica, cada vez más insistente, tratando de abducir a su amante en el más amplio sentido de la palabra. El dueño del establecimiento les observaba de nuevo, detenido ahora en la entrada iluminada. 
 
-¡Eh, tú, "zumbao"!- Exclamó, dirigiéndose a Andrés- ¿Se puede hablar contigo o te vas a echar encima de mí otra vez? Por si acaso,... bueno, suponiendo que se te vaya la olla por segunda vez,... quiero advertirte que, aquí el Mohamed, está dispuesto a echarme el cable del Profeta contra ti. ¡Esta vez vamos a ser dos los que estemos dispuestos a calmarte los humos, españolito de los cojones!... ¡Qué, colegui!, ¿hay trato o no hay trato?...
 
Andrés no dijo nada, aunque se mostró más calmado, y Farid, impaciente por librarse del peso de la pregunta, dijo:
 
-Oye, tío, escúchame, que esto nos interesa a todos. Y vamos a dejarnos ya de lucha libre. El amigo Mohamed ya me advirtió, cuando llegamos, que a unos doscientos metros de aquí tenemos... lo que vosotros llamáis un cuartelillo de policía. Y te aseguro que la policía marroquí es mucho peor que la del tricornio o el Wanadoo o el anti Narco que tenéis en España. Teníamos que haber salido pitando de aquí en cuanto pusimos el pie en el chiringuito... Ésos, colegui, entérate, porque el Mohamed está cagado, suelen presentarse por aquí cada noche a refrescar el gaznate...
 
-¡Y a mí qué coño me cuentas!- Exclamó por fin Andrés- ¡Mereces todo lo que te pase, descerebrado de la hostia! ¡Que te trinquen de una vez, y a la yonqui esa también! Si te crees que vais a seguir teniendo billete gratis en mi Cherokee, ¡vais dados!- Se friccionó Andrés el brazo dolorido- ¡Yo me largo de aquí ahora mismo, y vosotros os la componéis como podáis!...
 
-Tío, colegui, ¿y qué pasa con Pato?...- Inquirió Farid como primera tentativa para retener a Andrés, mientras el dueño del establecimiento murmuraba algo en árabe- Hay que llevársela de aquí... No vamos a dejarle a éste desgraciado el muerto.
 
-¡Cabrón!- Gritó Andrés.
 
-Oye, colegui, deja de hacer el gilipollas. Estamos metidos en la mierda los tres. Tú el primero por cargar con nosotros... Además, quizás esto te convenza de que no puedes largarte así por las buenas. Mira, la documentación del Cherokee. Lo tengo todo, y si me sale de los huevos,... como me trinquen... como el Profeta nos joda a todos, a ti no te salva tampoco ni tu Cristo. ¿Qué? ¿Estás en la mierda o no?... A la Pato hay que sacarla de aquí y llevárnosla a El Kaa.
 
-Prefiero la policía.- Repitió furioso Andrés- ¡Me importa un huevo los que os pase,... y en cuanto a mí, dales toda la filiación... 
 
-¿Y qué hay de las naranjitas?... A ver, tío listo ¿y cómo explicarás la muerte de la habibi? ¡Te veo entre barrotes, tío, por muchos enchufes que tengas en Madrid... Esto es Marruecos, que es lo mismo que decir el culo del mundo, y aquí tus enchufes de tío pijo no te van a servir de nada. Aquí si la poli no te corta la polla, serán los del narco, muchos de ellos aconchabados con esos pretendidos defensores de la ley, que..., cuando nos pesquen, porque no faltarán los chivatazos, serán los que nos cortarán los huevos... Además, éstas dos, pedazo de gilipollas, ¡están indocumentadas! Les robaron el pasaporte en Assilah... Y para sacar a la yonqui esta de Marruecos...
 
-¡Estoy harta de que me llames yonqui...!-Exclamó Mónica, lloriqueante.
 
-¡Cállate, niñata!...- La miró despreciativo Farid, y añadió en voz baja- No ves que el cabrón ese nos la quiere jugar, so retrasada... Escucha, Andrés, en El Kaa podremos solucionar el tema de Pato, pero tenemos que llegar a Marrakesh,... allí tengo contactos, y ésta necesita el pasaporte... ¿Cómo si no la mando a Madrid?...
 
-Eso, tú verás...
 
-¡Venga, joder, colegui, no te la juegues por estas dos! Una ya ha dejado de darnos el coñazo... Y a la otra, no hay más que largarla. Y luego, tío, si te vi no me acuerdo. La Pato no era más que un muermo... ¡El crío, joder, entérate, si eso es lo que tanto te duele,... no era mío, sino del padre de ésta!
 
-¿De mi padre?- Inquirió con voz perpleja Mónica.
 
-¡Pues, claro, imbécil!...- Se reafirmó exasperado Farid- Yo nunca tuve nada qué ver con la zumbada esa... Habíamos acordado repartirnos el dinero, y luego cada uno ¡de rositas! ¿Lo estás oyendo, tío? A mí esa calienta pollas no me iba para nada. No era más que una fulana. ¡Una quelconque arrimada a un repugnante parvenu!...Lo único que le interesaba ahora era quitarse el crío de encima... y perder de vista al viejo sátiro.
 
-¡Júralo, Farid!...- Se enardeció Mónica, con satisfacción.
 
-¡Qué te tengo yo que jurar a ti, so tarada!... ¡Muérete!- Y dando un empellón a la muchacha, se acercó más al joven Cruz- Oye, Andrés, colegui... ¿tanto te importaba esa putita? Mucho chagrin y nada de bonheur decía mi padre. ¡Esa era Patonia! (sostuvo Farid la mirada implacable que le lanzó Andrés) Venga, amigo, no seas aguafiestas, hombre. Aquí hay mucha pasta en juego. 
 
-Óyeme tú a mí, descerebrado, careces de toda condición indispensable para merecer la más mínima consideración afectiva por mi parte. No es sólo tu avidez lo que me saca de quicio, sino la actitud insensata con la que calculas todos tus actos y el alivio de inocentón con que acabas en un segundo librándote de todo sentimiento. ¡Eres un cabrón como la copa de un pino! A mí no me engañas. Jamás habrías repartido ni un puto duro ni con Pato ni con ésta.... Te he dicho que me largo. No quiero volver a pensar en esa desgraciada ni en las locuras que haya cometido. Ya lo ha pagado con creces... Os la dejo a ti y a tu amiguita. Lo demás es cosa de la policía. En cuanto a la documentación del Cherokee, haz con ella lo que te salga de los cojones... Una vez en Marrakesh, ya me las compondré. Las llaves- Les dijo, mostrándolas- las tengo yo. Y la documentación no la necesito. Explicaré todo lo sucedido a la policía... ¿Tan seguro estás de que no van a creerme? No soy más que un turista. Tengo medios... mi familia responderá por mí. Estoy limpio... Y tú, no yo, estás fichado en todas las comisarías de este país. Soy yo quien puedo meterte entre rejas. Mañana estaré en Marrakesh. Es cuestión de horas. Lo que os pase, me tiene sin cuidado. ¡Estoy harto de ti y de tu insoportable enamorada! ¡Se acabó el jueguecito, amigo! ¡A mí no me acojonas ni me metes en más embrollos!
 
Al manifestado desdén por los hechos siguió el descuido de Andrés. Farid pareció abandonar terreno. Habló un instante en árabe con el dueño del chiringuito, y éste, tras aquella especie de murmullo confidencial, penetró con rapidez en el interior del establecimiento para aparecer de nuevo con una escopeta en la mano, encañonando con ella al joven Cruz.
 
-Las llaves del Cherokee, colegui- Le miró ahora Farid con un talante siniestro, prolongando sus tentativas de éxito en una amenaza sólida seguida de nuevas advertencias que más que asustarle, indignaron a Andrés- No me voy a andar con rodeos, tío. Quiero el coche. Me llevo a Patonia de aquí,... y el Profeta va a ser testigo de que te dejó a ti en su lugar,... pero más agujereado que un gruyère, y tirado por esos campos perdidos, donde ten por seguro que ni la policía podrá dar con tus huesos. No serías el primer turista que desaparece en Marruecos. Campo es lo que nos sobra en este puto país... Elige. Nos llevamos a Patonia a El Kaa. Tú mantienes la boca cerrada... Luego nos despedimos en Marrakesh, y ¡tararí que te vi!... ¡La escopeta, Mohamed!- Añadió cogiendo el arma sin dejar de apuntar a Andrés, y soltando un buen fajo de billetes al dueño del chiringuito, que se dio buena prisa en quitarse de en medio- Te aseguro que no bromeo, colegui...
 
-¡Esto es una verdadera locura, Farid!- Se agitó Mónica, temblorosa, observando sobreexcitada a Andrés- ¡Oye, tú,... tanto te cuesta hacernos un favor más! Si lo hiciste por Pato... ella ya no cuenta... Deja de hacerte el machito. No querrás hacerte matar. Conozco a Farid. No es malo... te lo aseguro. Pero, ya lo sabes, lo has podido comprobar, es capaz de cometer todo tipo de barbaridades si no se sale con la suya. ¡Ayúdanos, tío! ¿Qué te cuesta?...
 
Farid secundaba en silencio esta vez la maniobra apaciguadora esgrimida por Mónica, sin apartar sus ojos de la perpleja mirada que a ambos dirigía Andrés.
 
-No creo que te atrevas a tanto- Replicó entonces el joven Cruz- Y aunque no dudo de que estás como una puta cabra, no vas a agujerearme. ¡Estoy de tus guasas hasta los cojones! ¿Sabes conducir, descerebrado? Y, aun suponiendo que sepas, ¿cómo te las vas a apañar con un pie roto?... O acaso esperas que sea tu amiguita la que conduzca el Cherokee. No me imagino a la yonqui esta llevándote hasta Marrakesh...
 
-¡No, Farid, yo no podría... tú sabes que yo...!- Exclamó aterrorizada Mónica.
 
-¡Cállate, joder!- Cortó furiosamente Farid el alarido quejicoso lanzado por Mónica- ¡Nadie más que él nos va a sacar de aquí!
 
-¿Cómo? ¿Disparando ese chisme?- Ironizó Andrés- La autoridad sucumbe, tío, si se la discute a tiros.
 
-¡Déjate de pijoterías! Te juro, colegui, que te llevaré al Cherokee, aunque sea a rastras. No creo que seas tan gilipollas que hayas venido hasta aquí para dejarte matar como un conejo. Y te lo repito por segunda vez, ¡no estoy bromeando!...
 
-¡Y yo me estoy meando, 007!- Exclamó Andrés, abriéndose la bragueta del tejano, y acercándose a los matorrales más próximos- ¡Hay que joderse, qué hostia!
 
Aguardó Farid, desconcertado, un par de minutos. La sangre fría de Andrés le estaba haciendo perder los estribos, y antes de que el joven Cruz se volviera de nuevo hacia él, le asestó un certero golpe en la cabeza con la culata de la escopeta. Andrés, inconsciente, cayó de inmediato sobre los barzales. Lo atrajo Farid hacia el polvoriento suelo, entre los remolinos que el viento levantaba, y hurgando en el bolsillo del tejano, se hizo con las llaves del Cherokee que Andrés había vuelto a guardar.
 
-Hay que salir de aquí en seguida- Exclamó Farid, haciendo caso omiso de la mirada obstinadamente horrorizada que le dirigía Mónica- Estamos a una hora de El Kaa. Nos llevamos a éste, y Mohamed nos ayudará a meter a Pato en el maletero... La policía puede aparecer en cualquier momento, y del Mohamed no me fío ni un pelo. Seguro que lo larga todo, estemos o no estemos aquí... Le he dicho que volvemos a Fez... por si acaso, aunque lo más probable es que no se lo haya creído.
 
-Pero, Farid, tú no puedes conducir con ese pie... y yo- Palideció Mónica- No pretenderás hacerme conducir a mí... Yo... yo no puedo...
 
-Tú sabes conducir, tía. No me vengas ahora con tus cuentos de yonqui tarada... Si tienes miedo, te jodes. Pero vas a conducir ese Cherokee aunque sea a empujones... ¿Quieres que acabemos entre rejas los dos? Tú no sabes cómo son las cárceles marroquíes. Aquí no te mantienen a pan y cuchillo como en tu bonita España... Aquí te meten los cuchillos por el culo, y cuánto más grites y te quejes, más adentro te los meten... ¿Has entendido, tía? No tengo ganas de que me agujeréen el culo ni con cuchillos, y mucho menos con la polla de algún mariconazo condenado a cadena perpetua...¿Tú qué necesitas para ponerte a tono y en marcha? ¿Un chute? Nos sobra. No te preocupes, en cuanto estemos a veinte o treinta kilómetros de aquí, ¡pericazo al canto¡ Así que muévete, joder!
 
-¡No, Farid! ¡No puedo... no me obligues! ¡Nos vamos a matar por esa carretera!... ¡Estoy temblando! ¿No lo ves? Me da mucho miedo esa oscuridad... ¡Yo... yo no puedo conducir... no conozco ese tipo de coches! ¡Te digo que nos mataremos!
 
-Tú conducirás, me oyes...- Le exigió una vez más Farid, sacudiéndola brutalmente- Si podías conducir en Madrid los cochecitos que ponía a tu disposición el calentorro de tu papá, también conducirás aquí, aunque sea, como decís vosotros, a trancas y barrancas... Tienes que hacerlo por mí, habibi- Suavizó ahora su voz ladinamente Farid- Tienes que ayudarme, como yo te he ayudado siempre a ti. No hay más solución...
 
-¡No!...
 
-¡Por el Profeta, Cleopatra venenosa!, o me llevas a Marrakesh, o te quedas con el mono de por vida, porque yo no te proveo de más farlopa... Tú decides... ¡Eh, Mohamed!...- Cojeó Farid, entre reniegos, debidos al dolor que martirizaba su pie, hasta el chiringuito. 
 
El dueño del mismo apareció ya con el cuerpo inerme de Patonia en brazos. Le indicó en árabe que la llevara lo antes posible hasta el Cherokee, y que se diera buena prisa en volver para ayudarle con el cuerpo inconsciente de Andrés. La subida por el camino polvoriento fue una tortura para Farid. En cuanto conseguían tenerlo bien asido, ambos tomaban impulso, pero al apoyar el pie en tierra, Farid pegaba un respingo. El viento era caliente, y ambos chorreaban en sudor. 
 
-¡Ayúdanos, tía!- Se dirigió a Mónica, que venía tras ellos- Que éste pesa veinte veces más que la otra. No sé quién coño está más muerto de los dos. ¡Cógele un pie o... no ves que no puedo andar!
 
-¡No sé... Farid... no veo nada! Con esta oscuridad- Se lamentó Mónica.
 
Finalmente, el dueño del chiringuito, conocedor del terreno que pisaba, cargó con el cuerpo inconsciente de Andrés, y recorrió en pocos minutos el pequeño trecho que les separaba del Cherokee, situando al joven Cruz en el asiento trasero del mismo. Farid le observó bajo la luz interior del vehículo. La herida que Andrés presentaba en la cabeza había sangrado, formando ahora un negro coágulo sobre el recortado cabello de Andrés.
 
-“A éste también habrá que curarlo en cuanto lleguemos a El Kaa”- Se dijo para su capote- “Estaría bueno que se me muriera también. ¡Otro puto turista al hoyo!”- Se pasó la mano por la garganta- “¡Joder, ya me estoy viendo con la soga al cuello!”- Y volviéndose hacia Mónica, la conminó: - El colegui no tardará mucho en recobrar el conocimiento, así que espabila... ¡Venga!, que el Mohamed se ha largado muy rápido- Observó Farid preocupado- Y ya te he dicho que el tipo ese me da mala espina.
 
-Pero ¿no le has dicho que volvemos a Fez?
 
-¡No seas imbécil! Volvamos a Fez o a La Meca, como el Mohamed le dé a la lengua, y le cuente a sus amigos, los polis, todo lo que aquí ha pasado esta noche, esos cabrones lo mismo salen disparados hacia la izquierda que hacia la derecha, y nos trincan donde coño sea.
 
-Y cuando éste despierte...- Dijo Mónica señalando a Andrés- ¿qué crees tú que hará? ¡Nos la volverá a armar!
 
-¡Bah!, lo primero carretera y manta. Y una vez en el coche, te aseguro que Andresito se aviene a razones. Y si se nos pone farruco de nuevo, le abro la cabeza por segunda vez.
 
-¿También lo vas a matar?- Ironizó Mónica.
 
-Oye tú, víbora, si eso va por Pato, a mí no me cargues con el muerto. Si la muy salida tenía ganas de suicidarse, ¿ahora me vas a culpabilizar a mí? ¿Tanto la querías? ¡No te jode!... Lo único que nos queda por hacer es enterrarla en El Kaa. Y una vez en Madrid, le cuentas a tu padre el historión que más te convenga... 
 
-¿Cómo le voy a contar a mi padre esta locura? Tú crees que él se va a quedar tan fresco. Al primero que querrá echar mano es a ti. ¡Removerá Roma con Santiago hasta encontrarte! Y te lo hará pagar caro. ¡No lo conoces bien! No ves que estaba loco por la puta esa, y más cuando se entere que estaba preñada de él.
 
-¿Se lo vas a contar tú, cabeza de chorlito?
 
-¡Yo qué le voy a contar!- Se desentendió Mónica.
 
-Pues, entonces, que me busque. Pero, por Alah, que no hay más verdad que la que hay. 
 
-¿Y la coca? Cuando se entere mi padre de lo de la coca... porque de eso sí que se enterará... ¡Tú también estás loco, Farid!
 
-De sobra sabe tu papi que tú tampoco estás muy en tus cabales. A mí no me vengas con monsergas ni escrúpulos familiares. ¡Es tu problema, habibi! El dinero me lo disteis vosotras. Así que a mí olvídame.
 
-¿Qué te olvide?...
 
-¡Que no me metas en más bollos, joder, ... eso es lo que quiero que entiendas de una vez!... ¿Sabes si la zumbada esa de Pato tenía familia?
 
-¡Yo no me voy a meter a investigarlo! ¿Qué te crees?
 
-Bueno, vosotros veréis... Y cuando digo vosotros, me refiero a tu padre y a ti. En Marrakesh nos quitaremos al colega de encima. Después ya buscaremos soluciones...
 
-¿Qué soluciones, Farid? A mí no irás a dejarme tirada.
 
-Oye, tía, lo primero que necesitas es un pasaporte. ¿O te has olvidado que sin documentación no sales de Marruecos?...
 
-Puedo ir al Consulado Español.
 
-¿Al Consulado Español, tú... con el mono? ¡Estás loca, habibi! A mí no me metas en Consulados de los huevos que allí rastrean hasta lo irrastreable antes de mandarte a tu país. Te preguntarán cómo has llegado hasta aquí, y con quién. Y tú, como eres una pedazo de gilipollas, acabarás cantando, y al que llevarán al Festival de Eurovisión será a mí... Además, tenemos las naranjitas de Valencia. ¿Qué quieres, que les dé el olor, y que encima se hagan un zumo con ellas? ¡Tú no riges, tía! Esas naranjitas valen su precio en oro. Y hay que conseguir pasta gansa... A mí, tus compatriotas del Consulado me tendrán fichado, o en cuanto te vean, investigarán, llamarán al hijo puta de tu papi y atarán cabos. ¿Te has olvidado de cómo me ganaba el guano en Madrid? Y las preguntitas de rigor no te iban a faltar. ¡No tienes nada aquí, tía!- Se tocó la frente Farid.
 
-Lo que sí tengo es miedo Farid. Un miedo atroz. En Marrakesh correrás el mismo peligro que en Fez. No creo que tus camellos hayan decidido así por las buenas dejarte la mercancía sin haberles pagado. Me apuesto lo que sea a que se huelen que nos dirigimos hacia allí. ¡Te van a matar! Te dije que les pagaras- Mónica lo agarró ahora por la camiseta manchada de sangre y lo retuvo bruscamente.
 
-¿Qué quieres ahora? ¡No me agarres, joder! Estamos perdiendo un tiempo precioso.
 
-Dime, ¿de verdad pensabas repartir el dinero con Pato?... ¡Como siempre, por tu mala cabeza, has acabado por meterte en la boca del lobo, y ésa, ya ves también cómo ha acabado... ¿Por qué no volvemos a Tánger, Farid, y desde allí cruzamos a España?
 
-¿A Tánger, tía? A ti la farlopa te ha trastornado el cerebro. ¿Y cómo vamos a Tánger, listorra? Así, chasqueando los dedos, tocando las palmas, ¡plis, plas!, ¿o tienes algún helicóptero escondido por ahí?... No te atreves a conducir hasta un poblacho que está a una hora de aquí, y quieres que nos larguemos a Tánger que está a unos mil kilómetros de distancia. Y con esa autopista de lujo. ¡Deja de delirar con tus sueños de romántica, porque no es este el mejor momento para azucararte el café de las promesas! ¡A Tánger,... serás cretina!- Repitió secamente Farid- Y con un muerto encima, y el Andresito ese haciéndose el héroe. ¡Como no tiene cojones el tío! Además, que en este país los muertos se descomponen con tanta rapidez, que a veces no hay tiempo ni de cavar fosas. Y tu amiguita ya está empezando a oler. 
 
-¡Déjala aquí... y a ése también!- Rugió casi enfurecida Mónica.
 
-¿Qué dices, tía? Como le dejemos los dos muertos al Mohamed, la policía nos trinca en menos de diez minutos. Aunque le he dado dinero, ya te he dicho que no me fío ni un pelo de él. Tiene teléfono, sabes, lista, y si no lo ha usado todavía es por el dinero... Y si le arranco el aparatejo y le endilgamos a estos dos, saldrá corriendo en busca de la patrulla. Eccolo qua il problemi, habibi. ¿Qué quieres, que me lo cargue para que no le dé a la lengua?... Métete en el coche de una vez y no me crees más pesadillas. Hay que salir pitando para El Kaa. Este puto pie me está matando. Conozco allí a una vieja bruja experta en ungüentos. Seguro que me alivia el dolor y al mismo tiempo le curarán la cabeza al Andresito. Enterramos a Pato, y nos largamos a Marrakesh. Éste (observando de nuevo a Andrés) tendrá que tragar. Desapareceremos en Marrakesh, que es otro laberinto, y yo lo conozco muy bien. No hay otra solución para salvar el pellejo. Tengo buenos amigos allí. Así que métetelo en la chola, no hay más vía de escape que esa. Y de ti depende que lleguemos sanos y salvos.
 
Mónica penetró temblorosa en el Cherokee, mientras Farid se acomodaba también.
 
-¡Joder, cómo me duele el pie!- Exclamó. Y observando la indecisión de ella, la instigó de nuevo- ¡Venga, habibi! ¿a qué esperas?
 
Tomó Mónica el volante.
 
-Me tiemblan las piernas, Farid.- Le miró aterrorizada.
 
-¡Y a mí los huevos, tía!... Venga, enciende el motor... quita el freno de mano.- Mónica iba siguiendo las instrucciones de Farid- Pisa el embrague con cuidado antes de arrancar. Asegúrate, ¡quita coño, deja que lo mire yo!, la palanca de cambios... supongo que estará en punto muerto... No le metas caña todavía a ninguna marcha... ¡Ahora... mete la primera marcha, pero sin dejar de pisar el embrague...
 
-¡Lo sé,... si lo sé, Farid! No te preocupes...
 
-Dale tía, dale al acelerador, con fuerza, y ves soltando poco a poco el embrague. Que no se te cale. Pero no te embales a la primera- El Cherokee se había puesto en marcha, al tiempo que Mónica iba cogiendo más seguridad- Y ahora la segunda marcha pisando un poquito más, ecco, ecco,... pisa, pisa el embrague... ¡Bien, habibi! ¡Vamos bien!... En una hora llegamos a El Kaa... ¿Supongo que sabrás frenar?...
 
Mónica, que había estado a punto de desmayarse, amenazada por el colapso mental que le había producido el terror a conducir el Cherokee, pasó de una respiración jadeante a una risa convulsiva. Se veía sumergida en aquellas sombras erráticas como un murciélago que recobrara el latido de sus radares y se dejara mecer, recobrando su seguridad en la noche, por la irresistible suavidad de las tinieblas, pocos minutos antes totalmente inextricables.
 
-¡Eh, habibi, ahora no te entusiasmes!- Exclamó Farid, atemorizado por el giro vertiginoso que imprimía Mónica al desplazamiento del vehículo.- Que el terreno que pisamos no es tan seguro como el que al parecer te estás imaginando.
 
-Ahora voy segura, cariño... No te preocupes- Aseguró Mónica- No va a pasar nada. ¿No ves? Ya le he cogido el tranquillo al tanque este.
 
-Sí, sí, pero... ¡ojo al parche!...
 
-Estoy tranquila,... no temas... Tenías razón, como siempre.
 
-¿Cómo siempre?- Repitió sarcástico Farid.
 
-Sí, sí, como siempre... Tú nunca te equivocas... Tu ayuda lo es todo para mí... Por eso, te quiero tanto. ¿Ves? Ya me he hecho con el coche. Llegaremos sanos y salvos a tu pueblo...
 
-No es mi pueblo, tía...
 
-No importa... Llegaremos... llegaremos bien. ¿Conduzco bien, cariño?... Me ayudarás, ¿verdad?... como yo te estoy ayudando...
 
-Oye, oye, habibi, ¿no estarás empezando a delirar?- Empezó a agitarse el joven marroquí.
 
-No, no, cariño... Estoy muy bien... Pero no dejes de ayudarme. Me moriría aquí, sola, de noche, en esta carretera perdida... ¡Mira, mira, Farid, allí, un cometa, he visto un cometa! ¿No lo ves?...
 
La riente y locuaz alegría de Mónica, envuelta en el caparazón inquietante de la noche, ascendía, en efecto, a intervalos desatinados, confundiéndose con el murmullo del motor. Farid la estudiaba con rostro displicente, y ella asumía feliz la repentina prodigalidad entusiástica con que podía, finalmente, ayudar al hombre amado. Como una invitada que sintiera latir por primera vez en su interior una curiosidad y un deseo acuciante por conocer mejor a su anfitrión. Mónica, creyendo descubrir un amor siempre difícil y extraviado en los motivos e intenciones con que la arropara ahora la temporal contingencia cariñosa de Farid, renacía a través de ese imaginado coito con que se comparten los momentos de mayor soledad entre los seres humanos, especialmente entre hombres y mujeres. Y, atrapados en la huida, acrecentaba todo su amor por Farid, como si ambos se unieran por medio de una autoposesión de índole muy peculiar: ¿locura?, ¿delirio? ¿tortura? ¿castigo?. Parecía gritar a Farid, desde el fondo de su corazón, que aunque a todo el mundo le repugnara su comportamiento, sólo para ella continuaba siendo normal, irresistible y digno de ser amado.
 
Oyeron gemidos, el roce ligero de la respiración un tanto agitada de Andrés, como si tras Mónica y Farid palpitara la cercanía de un ser impalpable entre la oscuridad. Los ojos de todos ellos no tenían luz.. Eran rostros descompuestos que ahora no se atrevieran a hacer el más leve movimiento ni a hablar siquiera. Farid echó una simple ojeada con curiosidad, pero guardó silencio, porque Andrés seguía inconsciente. El golpe recibido, el cansancio acumulado, la pesadez del aire, le proporcionaban casi convenientemente el desmadejamiento exigido por su cuerpo. La noche, en aquel rincón trasero del Cherokee donde dormía, se aplastaba contra él como un fardo gigantesco. Mónica, que chorreaba en sudor, seguía aferrada al volante del Cherokee, sintiéndose levitar como un ave descarriada en un monstruoso vacío en el que se hubiera enterrado en el momento de emigrar. Sabía que conducía aquel enorme vehículo como si se hallara en trance. Debía tan sólo continuar, continuar, pese a que todo aquel mundo que ahora la circundaba le resultase aterrador. Afortunadamente, le bastaba con mirar a Farid para recobrar sus facultades. El campo, bajo las estrellas, se mostraba infinitamente llano. Pero empezó a ver cosas extraordinarias que saltaban en el horizonte. De vez en cuando, algo rozaba los cristales, hojas secas quizás, el zumbido de los insectos, o los empellones inmisericordes del viento.
 
-¿Qué es eso, Farid?... ¡Tengo miedo!...- Las pupilas de Mónica se petrificaban en las tinieblas.
 
-¿Qué es qué, tía?- Inquirió bruscamente Farid, acercando su rostro al parabrisas- Yo no veo nada.
 
-¡Ahí hay algo, Farid!... Yo lo veo...
 
-“¡Maldita yonqui!”- Masculló para sí Farid- “Ésta ya está empezando a tener visiones”... Que no hay nada, habibi- Trató de tranquilizarla- No te asustes,... y no se te ocurra frenar... Sigue... Es probable que sea el wadi.
 
-¿El wadi, Farid?- Se volvió Mónica hacia él- ¿Y qué es el wadi?...
 
-¡No apartes la mirada de la carretera, joder!- Sostuvo Farid el volante un momento- ¡No ves que podemos salir disparados hacia donde coño sea! El wadi no es más que un arroyo reseco, está ahí, seguro, en una hondonada... Habrás visto algún reflejo... No sé.
 
-Pero si es un río, nos podemos ahogar. El coche se va a hundir.
 
-¡Que no es un río, coño! Ese wadi no es más que una charca que lleva siglos soñando con nubarrones de lluvia. Y para el Cherokee, pan comido... Lo hemos conseguido, habibi. Al otro lado del wadi tenemos El Kaa.
 
-¿De verdad, Farid?...
 
-Tú sigue, y no te preocupes más, que tu Farid no te engaña... ¡Dale, habibi, dale!
 
Pero Mónica, sin tener ni la menor idea de lo que hacía, redujo velocidad. Sus pies parecían moverse mecánicamente. Una tupida vegetación de perfiles imprecisos se abría ahora ante el Cherokeee. Y el entorno, sumido en la oscuridad, resultaba casi terrorífico. La amplitud de la espesura aparecía como una negra masa casi gigantesca que se aprestase a devorar cualquier movimiento que por allí se produjera (quizá hasta el mismo Cherokee), sirviéndose de sus miles de bocas ennegrecidas, y precipitar el objeto, fuera del tamaño que fuera, en un pozo negro, invisible tras los velos enmarañados de la tenebrosa fragosidad.
 
-No veo nada, Farid-  titubeó Mónica- Nos vamos a dar contra no sé que... y nos vamos a matar.
 
-¡Sigue, sigue! Y no seas gilipollas ...¡Y no apagues los faros!
 
-¿Pero es que no ves que hay un millón de matorrales cerrando el paso? Y se nos van a tragar...
 
-Que no, tía,... detrás de toda esa espesura  hay una hondonada nada más. Pegaremos un bote y luego todo es camino,... un camino que va directo al wadi... ¡No pasa nada, joder! Si ahí enfrente tenemos el pueblucho del Kaa. Venga, dale que lo conseguimos- se mostró tan eufórico Farid, que no dudó en besar a Mónica.. 

Ella hubiera querido aferrarse a su cuerpo. Tenía los párpados rojos, y toda llorosa, exclamó:

 -Te quiero, Farid... Sigue besándome... Siempre he estado loca por ti... ¡Tú lo sabes, cariño!...

 Pero seguir era como entrar en una penumbra de arbustos intranquilizadores que dejaran tras de sí la ahora distanciada carretera por la que habían transitado como único vestigio de vida entre aquellas soledades. Y el Cherokee se caló de repente. Y sin saber cómo los faros se apagaron también.
 
-¿Y ahora qué? ¡También has apagado los faros, tonta del bote!- gritó Farid, intentando encenderlos de nuevo pero resultó imposible- ¡Lo ves, tía! Ahora no se encienden. ¡Qué coño habrás tocado!  Y es que en seguida te embalas. A ti darte un beso es jugársela- La apartó de sí Farid, rechazando los abrazos de Mónica.- Has parado en seco, so gilipollas... Ya te advertí que no aflojaras. Has calado el Cherokee y encima nos hemos quedado a oscuras.
 
-No me riñas, Farid. No seas borde... Si ahora no tengo miedo... Suelto embrague, ¿lo ves?, poco a poco, primera marcha... y ya está.