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jueves, 25 de septiembre de 2008

Marruecos IV



Autor: Tassilon-Stavros


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: FARID -IV-
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Assilah se cuajaba en el vapor de la inclemente solana matinal cuando Andrés abandonó el hotel. Las playas se hallaban atestadas. Sobresalía la Medina, encumbrada por las blancas cúpulas de sus minaretes. Toda la ciudad arrastraba ya el devoto oleaje de sus más intensos apasionamientos turísticos. Mostraba esa ansiedad que convertían su parte antigua en un caudaloso río de insaciables sensaciones que se desbordaran por entre sus innumerables callejones, que subían y bajaban bruscamente, acechantes, bajo el baldaquino avejentado de los arcos increíbles de sus habitáculos. La brisa crepitaba como una pasta hirviente. Tenía Assilah la palpitación profética de un oráculo marroquí, que embaucaba al visitante con el mágico poder de su luz. Era una piedra gigantesca y venerable envuelta en las láminas de oro de sus playas de fina arena.

La multitud se embravecía ahora junto a la escollera del muelle, clavando sobre los turistas sus miradas voraces y pegajosas. Montones de embarcaciones se encerraban entre los tufos del pequeño fondeadero. Para abandonar Assilah, el muelle se hacía angosto, y el sol saltaba sobre aquel retumbo delirante de voces, dejando en los desasosegados rostros de aquellos racimos humanos un abrasado color erizado. Asomaban por todas partes cabezas machaconas, caían las palabras enigmáticas. Y por pocos dirhams, francos, dólares o pesetas desfallecían. Si en algo coincidían aquellas almas rústicas era en la sutileza de su ardor.

Andrés, una vez el Cherokee en marcha, trató de atravesar toda aquella porfiante monserga con aire divertido. Ante él revoloteaban hombres y niños, adhiriéndose a su paso como un enjambre de tercas abejas. En aquel pesado cabeceo sonriente de los habitantes de Assilah temblaba siempre una esperanza. Y en cada palabra, en cada mirada, en cada ademán anhelante, impetuoso, todo el fuego y toda la inocencia que conlleva la precariedad.

Tras arduo esfuerzo abandonó por fin el puertecillo de la ciudad. En gran parte de la carretera que se deslizaba ya en las afueras, se esparcía también el afán participativo de los habitantes del extrarradio. Infinidad de criaturas recorrían las orillas de la mal pavimentada carretera alzando con pretendida eufonía mendicante, por desgracia incomprensible, esperanzados llamamientos a la foránea generosidad. Luego el suelo marroquí trajo como un nuevo pregón de fiesta. Su tierra se cubría de una marea incesante de campos tortuosos, que lanzaban, bajo la viva luz del sol, una inmensidad de pliegues y túnicas vegetales. Como una revelación a flor de piel de los esfuerzos extraordinarios emprendido día tras día por los horticultores magrebíes.

Austera y sumisa a todo dictado de las primitivas tradiciones, Fez tendía de nuevo sus insignias.

Laberinto medieval, de calles sinuosas y estrechas. Fez quebranta sus citas con los nuevos tecnicismos. Deja volar del todo sus túnicas inmaculadas. Y a través de cuantas memorias proyectan esa esclavitud vacilante, contradictoria y paradójica de los tiempos, enigmática y misteriosa, conforma un juego de luces y sombras entre sus añejos edificios, sus terrazas deslumbrantes, y sus escalinatas venerables como paños clásicos. El sublime encanto de las tradiciones perdidas, a las que hoy no se amolda ya el lógico avance sincrónico con el que se mide y supersatura toda imagen de nuestro mundo occidental, forman en Fez un cuadro seductor y tajante, apretado y rumoroso, una influencia jugosa entre espectaculares portalones orientales que menudean en la más antigua Medina de Marruecos, con su gran puerta: la Bab Bou Jeloud, y su gigantesco zoco El Bali. Un dédalo en el que se ensarta el mímico silencio de cuantos jumentos atestan sus estrechas rúas, que ondulan y desfallecen, sin el menor ímpetu de rebeldía, ante el mandato de sus amos. Un universo convulso y ardiente entre la ceremonia de la cal. Humean sus inacabables talleres menestrales, embrión de estilos olvidados; y sus joviales habitantes, sobre la mágica cabalgadura de la seducción, entonan la cantinela ruidosa e incesante de sus ofrecimientos, eternamente sometidos, en su aislamiento, a la más inesperada y admirable de las conjunciones artesanales. Aspecto nostálgico y exótico que, lejos de cosmopolitas dictámenes, esclaviza al hombre a la autodisciplina de su propia inspiración; a la impagable solemnidad que distingue el trabajo humano del de la máquina. Fez tiene la calidez de la cerámica; y se erige en marea incesante que se revuelve encrespada entre el pregón de los menesteres artesanos. Y hasta la humildad hirsuta de sus andamiajes llegan los vientos resecos de la tierra. Se enrarece su atmósfera en el barrio de los curtidores. Y entre su calima veraniega se mezclan las especias de Attarin, y las resinas fragantes del mercado de la Jenna, y hasta los aromas extraviados que parecen brotar de sus ocultos jardines consentidos.

Andrés, a pesar del calor, había decidido dedicar la segunda tarde de su estancia en Fez a una visita exhaustiva al gran yacimiento arqueológico de Volubilis, antigua ciudad fundada por los cartagineses en el siglo III A. C., y que Roma anexionara a su gran imperio en el año 40 durante el reinado de Calígula. Avanzó por entre aquel devastado conjunto arquitectónico en el que se insertaban, como depósitos sagrados de un primitivo proyecto colosal, la gran Basílica del siglo II, el templo de Júpiter Capitolino y el gran Arco de Triunfo de Caracalla. La materia ejercía allí su predominio sobre el espíritu. Como elemento tangible, conquistaba una vida infinita por medio del arte. Recorrió Volubilis el joven Cruz hasta el atardecer, sojuzgado una vez más, como espectador solitario, por aquella sucesión de espacios tan míticos como inmortales, ejercitándose de nuevo en el rito de un placer diferente. Era como permanecer en un sosegado letargo de vivencias extraterrenas.

La noche, no obstante, necesita crear ligeros altibajos a la ilustración con que se revisten los ensueños viajeros. Trabaja así la noche en su siguiente texto: “vivir”, imponiendo el nuevo pulso que enriquece y asiste la actitud secreta de la virilidad, y que, por supuesto, se inicia en el requerimiento privado. El Andrés viajero cedía a uno de los virajes más bruscos de nuestras emociones, que era responder a la morbidez que revitaliza el universo de los instintos. A fin de cuentas, la carne nunca ha sabido instruir al espíritu. Tras el orden melancólico de cuantas bellezas decadentes educar pudiesen los estrafalarios hábitos turísticos, se cernía ahora sobre Andrés, tan leído, tan inteligente e individualista, el latido inmodificable que conlleva la declaración del deseo, que siempre se refugia en esa otra naturaleza: la humana, y en esas prescripciones, tan innatas y apremiantes, como son las del sexo.

“Chez Simone”, cerca de La Mellah, el barrio judío, se aplicaba al efecto. Se abría al crepúsculo del nocturno sopor antes de que llegase. Poseía el acelerado ritmo con que se esmeran las “pupilas” que invalidan el amor por el placer que se amortiza. Son los seductores cortinajes del símbolo febril y de la confidencia libidinosa. Puertas que se abren y se cierran, ofrendando su magia de laberinto al mecanismo de la discreción sexual.

Aunque Andrés se había hospedado a las afueras de Fez, le encantaba el gran zoco. Era un grandioso mercado variado y divertido. Luego, rehuyendo el aturdimiento de sus itinerarios turísticos, se ejercitaba en la búsqueda de pequeños restaurantes, escenarios soleados que jamás perdían su contexto exótico: alicatados, muebles, adornos, pero en cuyos jardines, entre alguna larga línea de fuentes, recordaba el joven Cruz momentáneamente lo importante que era para él el silencio.

Se dice que la especie humana que vive en un lugar determinado, es la única que tiene que ver con su luz, y que el turista jamás se impregna de los deberes de esa luz. Es traidor a ella.

Especialmente en el zoco de Fez El Bali, y en su infinita vía principal: la Tala el-Kbira, el visitante oscila desorientado, siempre bajo toldos de cañizo, que les proporcionan sombras de enrejado, tratando en todo momento de rehuir esas inacabables miríadas de sus rendijas refulgentes. Son como imágenes conducidas por la ceguera, mitad amarillas, mitad negras. Sus conversaciones y gritos se aprecian como un choque de metal contra metal, esperándose en todas las esquinas, al igual que convidados entre una infinita animación festiva. Miembros de un ágape que siempre se hacen los encontradizos. La casualidad es, pues, trabazón obligatoria en ese pasaporte cegador que tan pronto desasosiega como fascina al viajero.

Aquella tarde, cuando el turno lento del último paseo empujaba a Andrés hacia el hotel, Mónica, como una integrante inocente del complot turístico, se dio de manos a boca con él. Se observaron un instante sin hablarse. Luego ella se limitó a volverle la espalda entre el tumulto del zoco, y siguió andando con precipitado paso hasta detenerse en una pequeña puerta entreabierta. Volvió dos o tres veces su cara, sin reprimir un gesto de impaciencia. Transcurridos unos minutos (Andrés, oculto entre la gente, no pudo evitar cierta curiosidad malsana por ver si de allí salía o no salía alguien) apareció un individuo, joven y atractivo, que vestía un tejano y una simple camiseta blanca. Mónica, sonriente, con esa inquietud de enamorada que llena de ansiedad, de impaciencia por llegar a no se sabe qué sacramentación de un fiel exclusivismo, besó repetidamente su rostro, como tratando de apoderarse de aquella especie de sublime armonía que se conjuntaba en tan perfecta donosura como la que se resumía en la masculina belleza del joven. Y así permanecieron abrazados unos segundos.

El vocerío y los mil ruidos del zoco atronaban el aire enrarecido con sus sones. Por sus gestos, era un claro indicio la insistencia de Mónica por entrar en el pequeño edificio del que acababa de salir el joven. Él, apartándola del soportal, la tomó de la mano forzándola, entre los cientos de transeúntes y jumentos que atestaban el mercado, a abrirse paso por los pocos espacios que quedaban libres. Consciente de una absurda desazón que no podía explicarse a sí mismo, fue un alivio para Andrés verlos desaparecer entre el gentío. Entró en un pequeño café, situado al otro extremo del destartalado edificio donde Mónica se había citado con su nervioso acompañante; se instaló en una mesa y pidió un té con menta. Abrió un periódico español, y, tratando de sorber el té caliente que acababan de servirle, levantó su vista mirando con esa fijeza distraída que caracteriza al turista, a través del ventanal del establecimiento, el ambiente rebosante de animación del gran mercado. De pronto, por entre las cabezas de los transeúntes, vio a Patonia, que salía apresuradamente del sucio portal. Andrés se levantó de un salto.

-“¡La hostia!”- Exclamó el joven Cruz en voz baja.

Acto seguido su cuerpo se tensó, presintiendo el juego incoherente en que aquellas dos medio descerebradas se hallaban enzarzadas. Andrés seguía con los ojos clavados en la joven, que, absorbida por el aluvión del zoco, permaneció varios minutos a la expectativa. Luego, moviéndose con una lentitud recelosa, desapareció.

A la mañana siguiente, Andrés, después de tres días en Fez, estaba listo para partir. Observando la maleta que había dejado sobre la cama, una especie de febril curiosidad atravesó de nuevo su pensamiento arrancándole una sonrisa, y luego se esfumó como una chispa huidiza.

-“En menuda pajarera deben andar metidos esos tres”- Se dijo, mientras salía de la habitación.

Una vez en el Cherokee, trató de no pensar en nada, pero aun así se dio cuenta de que el recuerdo de Patonia le indignaba profundamente. En su mente se representó a la perfección todo aquel absurdo enredo. Quizás estaba exagerando el asunto, se dijo el joven Cruz.

-“Sería completamente demencial que...”- Dudó- “¡No, no, me largo... es lo mejor!”... –Pausa- “¡Hay que joderse!... aquí estoy, discutiendo conmigo mismo por culpa de esa estúpida”- Andrés, añadiendo a Mónica y al joven desconocido, intentó convencerse de que no eran más que “cosas”, tres seres sin nombre, sin forma, que, irritándole, se instalaban en su cerebro, rondándole como las furias mitológicas.

Para serenarse no había nada mejor que una buena comida. Se detuvo en un atractivo restaurante muy cercano a la enorme puerta del zoco. Resultaba maravilloso contemplar el gran arco alicatado de azules violáceos, el Bab Bou Jeloud, y aspirar el ardiente olor dulzón que agitaba y rodeaba El Bali. La brisa era una sola, pero se estampaba en el espacio, transportando una liturgia de costumbres, un tiempo que jamás se consumía, un relato viajero que administraba sabiamente el inexplicable espectáculo del rito nostálgico que subyugaba al turista con la inquebrantable tenacidad de su exotismo.

Había sido como si un rayo le atravesara. Sin hacerse eco de tan desatinada motivación indagadora, ilógicamente desasosegante, como la que lo había arrastrado hasta allí, se vio de nuevo en el pequeño café frontal al viejo edificio, motivo de inquietud de Patonia y Mónica, y que, al parecer, todavía ocultaba preguntas sin sus correspondientes respuestas. Serían a todo esto las cinco de la tarde. Andrés era consciente de que se estaba buscando problemas a propósito. Actuaba como un ridículo aficionado (se rió el joven Cruz para sus adentros) jugando a detectives.

Se hallaba ya medio adormilado. Y fue como una instantánea casi cómica o un atropellado latido de la sangre el que reavivó con acento delirante su soñolencia. Un inminente barrunto de borrasca se sumía al carrusel en que se había enredado. La rutina agitada del zoco alcanzó de pronto una vaharada de misterio; únicamente, por supuesto, ante los ojos asombrados de Andrés, que se había quedado paralizado. Tenía su presencia, allí, oculto en el bar, ese aguijón dañino del huésped no deseado, y se sintió como si le hubieran sorprendido interfiriéndose en algún asunto turbio y prohibido. A partir de ahí, todo ocurrió con la celeridad de una sacudida, con el fulgor silencioso que encubre, impune, la amenaza de un estallido. El joven amigo de Patonia y Mónica se había abierto paso con una nerviosidad fuera de lo común entre el gentío. Incomprensiblemente, sujetaba con fuerza una roja redecilla repleta de naranjas. Penetró con rapidez en el viejo portal, y cerró a toda prisa la desvencijada puerta. Pocos minutos después, aparecieron las dos muchachas. Intentaron forzar el pequeño portón que no cedió. De inmediato, Mónica, mientras Patonia se situaba a un lado recibiendo ambas el empuje incontenible de la marea humana que invadía el zoco, observando la única ventana que tenía el pequeño edificio, lanzó el pertinaz zumbido de un nombre, que logró reafirmarse entre la algarabía callejera :

-¡¡Farid!!... ¡¡Farid!!...

Se abrió el ventanuco, y apareció el agraciado joven, que se cuidó de observar, desde aquella altura, con el mismo desasosiego que lo había llevado hasta allí, el interminable callejón atestado.

-¡¡La puerta!!...- Inquirió Mónica- ¿Por qué está cerrada?

Farid la conminó a que esperase con un gesto de su mano. Desapareció y apareció en un segundo. Les mostró a ambas la roja redecilla repleta:

-¡¡Las naranjas!!- Exclamó, lanzándoselas con sumo cuidado.

Patonia las cazó al vuelo con la prontitud que caracterizara cada uno de sus movimientos.

-¡La cuarta esquina!...– Indicó Farid mientras tanto a Mónica, que le escuchaba con la mayor atención- ¡Me voy por la azotea!... ¡Esperadme allí!

-¡Farid, pero...!- Insistió Mónica.

-¡¡Largaos!!- Gritó el joven, y luego insistió- ¡¡La cuarta esquina... no os olvidéis!!...

-¡Venga, so gilipollas!- Exclamó entonces Patonia, tirando del brazo de Mónica, que parecía resistirse.

Andrés, siempre entrenado en la impasibilidad, las vigilaba ahora celosamente. Antes de abandonar también a toda prisa el café, observó a dos individuos de catadura más bien dudosa que golpeaban la puerta atrancada del viejo edificio del que, sin lugar a dudas, había huido ya Farid. Se internó Andrés entre el gentío, siguiendo a las dos muchachas; ahogándose casi entre la ardorosa reverberación, brillante y espesa, que recorría el zoco. Trató de imprimir a sus pasos la mayor celeridad posible. Patonia y Mónica avanzaban también con inusitada rapidez, entre empujones, cabeceando sin descanso, sin tomarse un respiro, buscando un resquicio, a veces imposible, entre la multitud y los pobres pollinos que, acosados por el grito de sus dueños, entremetían también su peluda testuz esclavizada entre la masificación humana. Fue el de los tres un recorrido demencial, aunque el de Andrés permaneciera invisible a los ojos de ambas muchachas. El joven, jadeante, iba soltando maldiciones. Actuaba contra toda lógica en pos de aquellas dos descerebradas. Trató de repetirse a sí mismo que semejante disparate no tenía más razón de ser que la de una irracional sugestión mental que, en el fondo, por su tono audaz y totalmente inusitado, le divertía tanto como le excitaba.

Interminable, el mercado de Fez El Bali se eternizaba. La atardecida fomentaba el desequilibrio turístico. El zoco a aquella hora padecía como una nueva explosión de la tierra donde sus gentes, como enloquecidas, huyesen hacia cualquier parte. Buscar una esquina, distinguirla para ofrendarle un segundo de soledad, era como tratar de impedir el ser devorado por un hormiguero colosal horadado por la locura. Andrés simplemente continuó caminando, abriéndose paso entre empellones, sin pensar ni por un momento en detenerse. Y cuando tuvo a mano el brazo de Patonia, sin dudarlo tiró de ella con firmeza. La joven dio unos pasos todavía hacia delante, achacando al barullo reinante aquella sujeción que alguien ejercía sobre uno de sus brazos. Intentó zafarse como pudo al tiempo que oscilaba aplastada entre el gentío. Volvió su rostro. Andrés la estaba mirando. Tenía en los ojos una especie de febril aspereza. Aturdido la retuvo allí durante unos instantes, apretándola con fuerza, para que no pudiera escabullirse.

-¡¡Andrés!!- Exclamó Patonia tan excitada como asustada- ¿De dónde sales, tío?... Pero...

-¡Déjate de peros, so descerebrada!- Repuso como fuera de sí el joven Cruz- Tengo el Cherokee en la puerta del zoco...

-¡¡Y éste!!... ¿qué... demonios hace aquí?- Inquirió agitada Mónica, que, tras lograr detenerse, finalmente, frente a un portal, vociferaba ahora a grito pelado, indagadora- ¡¡Patoo, que se vaya!!

La interpelada se zafó esta vez apartando de sí a Andrés con la redecilla de naranjas.

-¡Las naranjitas de la discordia, eh!- Ironizó el joven, mientras Patonia trató de correr hacia Mónica, sin conseguirlo, ya que la aturdidora masificación reinante se lo impedía una vez y otra.

-¡Os estáis calentando el viaje!- Gritó Andrés, logrando también aproximarse a ellas.

-¡Mejor te callas, rico!- Exclamó Mónica, a quien la presencia del joven Cruz se le hacía insoportable- ¡Lárgate, joder!

-¡Pero, tías, es que sois burras u os falta un cuarto de hora!- Agarró Andrés de nuevo a Patonia- ¡Menudo jolgorio os traéis con el “Expreso de Medianoche” marroquí! ¿Estáis mal del tarro o qué? ¡No sois más que un par de “pringás”!... Os lo digo por última vez, tengo el coche en la puerta del zoco... ¡Hasta las cejas estáis metidas! Y yo os estoy ofreciendo la oportunidad de salir de aquí antes de que os echen el guante. A vuestro amiguito, por si no os enteráis, me lo van a trincar en dos minutos.

En medio de aquel juego peligroso, Patonia se mostró más receptiva al ofrecimiento de Andrés:

-Oye, Andrés, mejor que no te metas. Te estamos haciendo un favor, créeme.

-¡Que te largues, joder!- Se revolvió Mónica, sin dejar de observar con inquietud las cerradas puertas del edificio junto al que se habían apostado- Nosotras, entérate, rico, sin Farid no nos movemos de aquí.

De pronto, uno de los techados de cañizo, por entre cuyas rendijas se filtraban los últimos resplandores de la tarde, se vino abajo con gran estrépito, abriendo un hueco hacia el cielo en mitad del larguísimo callejón. Aquella especie de trenzado de persiana, como la rotura de un puente colgante sobre un abismo, se deslizó violentamente sobre las cabezas de los viandantes. La turbamulta que llenaba aquel rincón del zoco, aterrorizada, lanzó al aire su gritería, temiendo la posibilidad de algún atentado. Mucha gente se lanzó por los suelos. La enorme entretejedura de cañizo fue a parar contra uno de las innumerables tiendas en las que se amontonaban todo tipo de “souvenirs”. Farid se había lanzado al vacío desde la azotea que se hallaba por encima de la cubierta de cañas, voló un instante asiéndose a la misma, y tras aterrizar estruendosamente, fue a golpearse contra uno de los tenderetes de ropa que se amontonaban ante la tienda.

-¡¡¡Farid!!!!- Gritaron a unísono Patonia y Mónica, corriendo hacia el joven.

Todo aquello resultaba tan sorprendente como irracional. Los tenderos permanecieron unos minutos contemplándose entre sí, temblando de miedo. Gran parte del gentío se sintió como inmovilizado por el terror, temiendo ya un estallido inmediato, aunque incapaz de marcharse de allí y sin saber a qué atenerse. La espantada aglomeración se enlazaba a su propia barahúnda.

-Creo que me he roto un pie- Dijo Farid, al tratar de andar, librándose del ropaje en que se había enredado, y ayudado ahora con prontitud por sus amigas.

-¡¡Te podrías haber matado, so animal!!- Exclamó Mónica encendida.

-¿Con esta altura? ¡Bah!- Se rió Farid- Ahora, nenas, ¡hay que salir de aquí a pelo!

Los tenderos, comprendiendo en seguida que todo aquello no significaba más que una esperpéntica barrabasada sin sentido, empezaron a atizar el fuego de sus reproches sobre Farid y ambas jóvenes, amenazándoles con la policía.

Apareció Andrés, que, inmediatamente, se hizo cargo de Farid, pasándole el brazo por una de las axilas:

-¡Tengo el Cherokee en la puerta del zoco! ¿Lo tomáis o lo dejáis?- Propuso el joven Cruz, menos agresivo aunque no menos exigente. No quedaba más elección.

Farid sonrió a Andrés, agradeciendo su ayuda. Mónica le sujetó por el otro lado.

-Y éste, ¿de dónde ha salido?- Inquirió Farid, observando con sorna a sus compañeras y al joven Cruz.

-Es un buen amigo- Dijo Patonia- ¡Un maravilloso amigo! Puedes fiarte de él.

La mayor parte de la gente aún permanecía espantada en el gran ángulo de luz que la techumbre caída había abierto sobre el mercado. Los cuatro jóvenes huyeron de allí como pudieron. Sin hablarse ahora. Tomaron un callejón, con paso precipitado, por el que se deslizaba una estrecha escalera pedregosa y polvorienta. Luego desaparecieron.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Marruecos V



Autor: Tassilon-Stavros


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: LA MARAÑA -V-
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Tras la mundaneidad triunfante de Fez y la excitación de la huida, se abría un factor extra: el misticismo, la soledad y la severa belleza silenciosa de sus innumerables calles que parecen hurgar en un paisaje donde, por momentos, son pocas las cosas vivas que se encuentran. Sus historias maravillosas se alimentan en la emoción arcaica de su mito, que se incorpora al único núcleo natural y legendario de la espectacular ciudad, que es su zoco: un inmenso oasis, un majestuoso Valhalla que, hoy, se siente capaz de confrontar los pensamientos exacerbados de un mimado materialismo, abiertos a nuevas formas de vida, con la mística meditación que aún invade y habita en la prehistoria del alma.

Farid era el único capaz de hurgonear por aquel extraño desierto de costanas y callejuelas cercadas por pequeñas líneas divisorias, que a veces semejaban desmoronarse unas encima de otras, y que siempre parecían dormitar al aire libre, ora de día, ora entrada la noche, invadidas por aquel cielo profundamente azul, que no tardaría en verse punteado por miles de centelleantes estrellas. Se encontraron con más mujeres que hombres. Llevaban pañuelos negros en la cabeza, los rostros cubiertos; muchas de ellas, las más jóvenes, con collares de amuletos alrededor de sus cuellos celosamente cubiertos, y vestidos de colores.

-¡Ojalá podamos salir de este laberinto sin tropezarnos con los camellos que os andan buscando!- Exclamó Andrés con voz grave, mientras ayudaba a Farid.

-Amigo, ¿tú crees que estoy listo para irme... con este pie?- Repuso Farid sonriendo.

-Estábamos listos. ¡Para qué coño sirve el coche si no!- Insistió Andrés.

Farid le miraba con curiosidad, pero sin perder la calma. Se detuvieron un instante. Tras ellos, Mónica y Patonia, a la expectativa, no perdían detalle de las callejuelas por las que transitaban. Farid se apoyó contra una pared, zafándose del brazo de Andrés.

-No vale la pena que esperes si no quieres- Dijo.

-¡Oh, muy bien, tío!...

-¡No!- Protestó Patonia- ¡Tú no estás en tus cabales, Farid!

-Pero ¿por qué no les pagaste?- Intervino Mónica, encolerizada- ¿Para qué estaba el dinero si no?... Birlar la mercancía, ¡so pedazo de loco!... Ésos son capaces de arrancarnos la cabeza a los tres.

A Farid no se le ocurrió nada que decir; ninguna broma de las que, al parecer, tanto le gustaba echar mano para despistar o encubrir su inquietud.

-Tienes lo que querías ¿no?- El agraciado joven sonrió a Mónica, luego echó una mirada a su pie, completamente inflamado. Se apretó los tobillos- ¡Joder, cómo duele!- Y soltó una carcajada.

-Pero, ¡mira que eres borde!- Exclamó Mónica- ¿Te importaría decírmelo de una vez?...

Farid, tambaleándose a la pata coja, parecía fingir que meditaba cuidadosamente la respuesta. Andrés permaneció callado, y Patonia mostraba un rostro impasible, como si no tuviera ningún comentario que hacer, pero atenta a cada palabra, y sin dejar de observar alternativamente a sus tres compañeros.

-¿El dinero?- Dijo entonces Farid, con su modo de hablar burlón, tan espontáneo como otras veces insincero- Me lo he quedado en préstamo.

-¿En préstamo?- Le observó indignada, con ojos inquisitivos, Mónica.

Y estudiando atentamente la mirada que le dirigió Patonia, muy distinta de la de Mónica, que se mostró más y más airada, Farid echó el cuerpo hacia delante, tratando de apoyar el pie en tierra.

-¡Vamos!...

Andrés sonrió. Luego su sonrisa cobró cierto matiz de indiferencia. Todo aquello resultaba tan grotesco, tan disparatado, que era como flotar en esa hora perezosa que precede al aburrimiento y acaba dándole la espalda al mundo.

-Vamos, ¿adónde?- Se impacientó Mónica, que aún trataba de poner en orden sus ideas sobre todo cuanto sucedía- No ves que no puedes dar ni un paso, ¡pedazo de carcamal!

-Oye, amigo- Intervino de nuevo Andrés, dirigiéndose a Farid- No dudo de que te conoces Fez al dedillo, pero somos nosotros los que estamos intentando largarnos de aquí. Tú sabes que están tratando de echarte el guante... Sé muy bien de qué va el tema de las naranjitas huecas. Y creo que no es más que pura casualidad que tus camellos no hayan dado todavía con nosotros. Toda esta procesión es como darle una tregua desatinada al tiempo para que, finalmente, acaben por trincarnos con más facilidad.

-Ecco- Rió Farid- Pero, créeme, colega, no es tan fácil dar con la gente en este laberinto. Tengo tanto interés como vosotros en largarme de aquí. Pero primero está mi pie. ¿Va bene?... Allora, andiamo.

-Pero, Farid, ¿no ves que está anocheciendo?- Insistió Mónica- ¿Dónde está ese medicucho amigo tuyo? ¿Tanto te duele que no podamos llegar al coche?

Farid lanzó un gruñido:

-N’est-ce pas trés agréable, tía!

-¡Oye, Farid, no te lo aguanto!- Lo sostuvo furiosamente Mónica por la axila- A mí háblame en cristiano,... ¡italiano! ¡francés!... ¡Venga ya, so payaso! ¿Tú es que nunca te vas a poner los tornillos en su sitio?

A Farid volvió a acometerle un ataque de risa:

-Es mi pie el que ahora necesita un buen tornillo, ... ¿o se dice torniquete?

-¡Eres imposible!- Se lamentó Mónica- Todo te lo tomas a chunga. Y así nos va.

El atractivo de Farid podía con todo. Era la suya una especie de eterna expresión triunfante.

-Va bene...¡¡¡”Come faremo... come faremo...per fare l’amore”!!!...- Se puso a cantar flemáticamente, mientras Patonia rompía también a reír con estrépito, sin poderse controlar, enarbolando las naranjas, y Andrés, que había lanzado un suspiro involuntario: “Me cuesta creer en lo que me he metido” (se repitió un par de veces para su capote), sin dejar de asumir ahora una expresión vagamente ansiosa, volvía, casi celebrando el sentido del humor demostrado por Farid, a mostrarse dispuesto a colaborar en aquella huida de chiste.

-¿Pero qué, so borde?- Se revolvió Mónica contra Patonia- ¿También tú le vas a seguir el juego a éste?

-¡Ah, no, no, ... no!- Protestó cómicamente Patonia, sin dejar de reírse.

-¡Vaya par de “zumbaos”!- Siguió Mónica, acomodándose al paso doloroso de Farid- Pero, no te hagas ilusiones, rico, porque el dinero tú a mí me lo devuelves. ¡Qué te has creído!

-¡Venga ya, tía!- Exclamó Farid, ahora con expresión fría y adusta- Que te va a dar el subidón.

La noche se les había echado encima. Pasaron por un pequeño arco agareno, de estilo lobulado, tras el cual, a mano izquierda, casi oculta, se hallaba entreabierta una portezuela que daba a un impluvio o almizcate marroquí. Penetraron en él. Farid habló en árabe a una anciana que había asomado la cabeza por una especie de celosía repleta de flores. El patio, que se hallaba casi a oscuras, se iluminó de pronto con un par de bombillas ocultas tras las arcadas que acordonaban el almizcate. La anciana les indicó que entraran por una cancela que daba al interior de la antigua casa, que conservaba esa vieja pureza adocenada, mística y desfalleciente que despiden los aromas ocultos, los efluvios a redomas y a drogas; a ciertas mieles de pueblo que agudizan el adormecimiento, y que parecen guardadas en jeringas llenas, como medicinas en farmacias escondidas que esperan al visitante misterioso entre una complacencia de soledad y silencio. Sonriente, apareció un anciano curandero.

-Es un matasanos, más viejo que mi tatarabuelo- Dijo burlonamente Farid a sus compañeros- O me deja sin pie o me cura- Se rió a continuación, mientras hablaba ahora con el anciano saludador marroquí.

-Déjate de chistes, Farid, que no está el horno...- Repuso Mónica, mientras el joven pegaba un grito y lanzaba algún reniego en árabe.

El curandero trataba de recomponerle el pie, luego habló con Farid y la anciana.

-Dice que no está roto, algo astillado- Se quejó todavía Farid- Pero el muy cabronazo casi me mata.

Unos minutos después, apareció la anciana con una palangana llena de agua caliente y de un ligero tinte amarronado. Tras mantener el pie de Farid sumergido, aguardaron.

Patonia y Andrés salieron al patio. Era un entorno excitante, bochornoso. El primitivo almizcate poseía la severa belleza, deslumbrantemente ilustrada por la noche y el límpido cielo estrellado de Fez, de los simbolismos costumbristas, de las excitaciones secretas de lo no perecedero, y de las opulencias románticas que se copian, como una fiesta eterna, en las sonrisas de las flores, que siempre parecen poseer ese tesoro instantáneo capaz de conectarse con los ensueños, con lo infinito.

-¿Qué piensas hacer? ¿Vas a seguir con ese par de chiflados, metida en el bollo hasta el cuello?- Preguntó de pronto Andrés, frunciendo el ceño, porque Patonia le había observado con una expresión distinta, como si sintiera una súbita sensación de miedo.

La muchacha se sentó en el hueco de una de las arcadas lobuladas del patio. Y miró al joven Cruz fijamente.

-Me alegra mucho haberte visto otra vez,... pero ya ves que yo también estoy lista para irme.

El cuerpo de Andrés se tensó, tomó del brazo a Patonia y la levantó de golpe.

-¡Eh, tío! ¿Qué pretendes, arrancarme el brazo?

-Quizá. No estoy seguro- Dijo Andrés con tono amenazador- Por lo que veo, tú sigues, erre que erre... Aparte de la farlopa, ¡no sé qué líos te traes con tu amiguito árabe!... Te vi, ¿sabes?, en el zoco... ¡Sí, no pongas esa cara de mosquita muerta! El primer día, cuando Mónica y Farid se largaron después de achucharse y besuquearse como dos “turistas accidentales” (ironizó Andrés) en medio del mercado, y tú apareciste como una zorra después de cometer la fechoría en... ¡yo que sé!, ¡en el puto gallinero!

-¿Qué me viste?- Repitió sorprendida Patonia- ¡Oye, qué pasa contigo! Te dedicas al espionaje... El primer día, ... y luego apareces también el segundo.

-¡Podrías agradecérmelo por lo menos, joder!- Exclamó Andrés con tono concluyente- Porque si no llego a estar yo allí, os muelen a hostias a los tres. Por aquí no se andan con chiquitas. Ya te dije que os la estáis jugando desde que pusisteis el pie en Marruecos. Y todavía no sé si vamos a poder salir de Fez sin tropiezos... Tú es que parece que no te quieres enterar, chica
 
-Chica o tía, que más da... – Restó importancia Andrés con el mismo nerviosismo.
          
-Sí, pero a ti no te gusta que... –Iba a insistir Patonia 
 
-Mira, dejemos ahora ese el cachondeo de los apelativos... Y haz el favor de escucharme, antes de que pierda el hilo de lo que quería decirte...

 -Bueno...

 -¡Bueno, bueno!... es todo lo que se te ocurre...? Lo que trato de hacerte entender, cabeza de chorlito, es que yo también me la estoy jugando. Y lo más jodido es que aún no sé por qué. Y aquí nos tienes como tres gilipollas, detrás de ese pájaro de cuenta que es tu amiguito Farid, metidos en un “fregao” de la hostia. ¿Qué pasa? ¿Eres masoca o qué? ¿Tanto te apetece que te despellejen viva?...¡Estáis los tres para que os aten, coño! Y a mí ya me estáis tocando... lo que no me suena... ¡Los gayumbos, joder! (Pausa reflexiva de Andrés) ¡Y pensar que me vine a Marruecos para embriagarme yo solito, que es como mejor se está, de cuanto hasta aquí me ha traído!

-Oye, Andrés, lo siento, créeme- Pareció sentirse algo pesarosa Patonia.-Mira, creo que tienes toda la razón. Y yo ahora casi me siento culpable de haberte metido en toda esta maraña. De veras.Y, como tú no sé cómo lo vamos a solucionar

    Andrés, mirándola de hito en hito, sintió el impulso de abofetearla, pero de pronto la joven, como si presintiese el peligro por primera vez, exclamó:

          -Pero ¿no nos irás a dar el plantón ahora? ¡Sería un palo!


Lo que vio Andrés en los ojos de Patonia fue un reluciente espejo con el más negro de los marcos: un brindis ridículo al placer de la fidelidad, a la absurda abnegación, atravesada por el miedo, que las mujeres parecen sentir siempre por el tipo que las chulea.

-¿Qué va pasar cuando tu amiga Mónica se entere de que se la estás pegando con Farid? Porque esa yonqui está tan colada por él como a lo mejor lo estás tú. ¿Me equivoco?... Menuda paja mental la que os habéis montado los tres. Vuestra situación es de auténtico recochineo- Andrés la retuvo más y más airado- ¡A ver, chica lista, decídete de una puta vez a aclararme qué tipo de suicidio sexual es el vuestro porque yo ya estoy hecho la picha un lío! ¿Y escapatoria? Me parece a mí que esto va a ser el  “si te vi no me acuerdo”... Yo, ¿que quieres? No la veo por ninguna parte...
 
Patonia no contestó. Se zafó de Andrés bruscamente, y quedó enmascarada por aquella especie de sombra soterrada con que rehuían las pequeñas luces de las bombillas algunas de las arcadas del patio. Había aparecido la anciana con dos tés mentolados para ofrecérselos a ambos jóvenes. Los dejó sobre una de esas típicas mesitas árabes, realzada por un rojo mosaico artesanal, que se hallaba junto a ellos, y desapareció de nuevo.

Se encendieron de golpe unas cuantas luces más en el patio. Junto a ellos un espino en flor desplegaba su penacho rosado; enormes macizos de pesadas lilas recorrían el almizcate.

martes, 23 de septiembre de 2008

Marruecos VI



Autor: Tassilon-Stavros


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: LO INESPERADO -VI-
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-¡Venga habibis, listos para salir zumbando!- Apareció Farid con el tobillo vendado, calzado con las deportivas y precedido por Mónica- El matasanos me arregló la pezuña. ¡Nuevo! Cuatro ungüentos mágicos y a la calle.

-¿Estás seguro, Farid?- Inquirió Patonia preocupada (porque el joven se movía con paso vacilante), y como si ya no existiera para ella nadie más en el mundo.

El rostro de Andrés no expresaba ahora ninguna amenaza, pese a que se había quedado como el perro al que le ponen pantuflas. Y Mónica, que, en el fondo odiaba aquella familiaridad de Patonia con Farid, les lanzó una mirada poco alborozada. Más bien era la indignación la que empezaba a dibujársele en las comisuras de los labios.

Farid se apoyó en Andrés, y preguntó:

-Oye, amigo...

-Andrés.

Farid sonrió:

-Oye, Andrés, ¿dónde tienes el coche?

-A la entrada de la Medina, frente al Arco de... cómo hostias se llame.

-Del Arco de Bab Bou Jeloud- rió Farid.

-Pues ése, el Bab Bou Jeloud- Repitió Andrés.

-Mal sitio, camarada- Frunció el ceño a continuación Farid- ¿Es buen coche?

-Un Cherokee.

-¡Cojonudo!... Pero atiende, colega, porque el pasaje de llegada ha sido fácil, pero el de salida... ése va a resultar más peliagudo. ¡Cómo el Profeta no nos eche un cable! Estamos en Fez... que es lo mismo que decir que estamos en el infierno. Pero en un infierno árabe, ¡que es peor!

-Sólo son dos- Dijo Andrés sin fingimiento.

Farid, divertido, miró al joven Cruz, sin mostrar excesiva perplejidad:

-Los viste, ¿eh?... Espía y todo- Rió Farid, y observando alternativamente a sus dos amigas, inquirió balanceando el dedo índice :- ¿Por cuál de las dos? ¿Mónica o Pato?

-Oye, a mí esto no me divierte tanto como al parecer te divierte a ti. Así que ¡tú verás!- Dijo Andrés con tono amenazador, sin acabar de digerir toda aquella absurda carencia de preocupación por parte del joven magrebí.- Esto no es una película de ciencia ficción, aunque al parecer a ti sí te lo parece. Y no intentes recompensarme con novelitas rosas, que a mí me la traen al pairo- Añadió, lanzando una mirada furibunda a Patonia.

-No te mosquees, hombre, aunque no te entiendo un pijo, que decía un amigo mío murciano- Se rió de nuevo Farid, totalmente imperturbable.

Patonia parecía mostrar ahora cierto alivio. Andrés actuaba con tacto. Y Farid, una vez enterado, se hacía cargo de la situación con su acostumbrado humorismo.

-Casi te echan la puerta abajo- Dijo fríamente Andrés- Hiciste bien escapándote por la azotea.

-No son dos, colega- Aclaró Farid- Tú viste dos..., pero estamos en Marruecos: aquí dos acaban multiplicándose por cincuenta. Fez tiene mil ojos cuando se trata del narco. Aquí la coca aviva la visión, compañero. ¿Hace falta que siga?... La Medina, o sea, el zoco, es un sumidero. Y su enorme Arco de entrada..., el Bab Bou Jeloud, esa puerta de fantasías turísticas que tanto admiráis, ¡un ojo de camellos! ¡El ojo más grande de Fez!... Un ojo gigantesco que lo ve todo. No hay hijo del Profeta ni del “no profeta” que se le escape.

-Tú lograste escabullirte- Dijo Andrés.

Farid se detuvo un instante. Sus tres acompañantes hicieron lo mismo. Gesticuló como si con ello pudiera aplacar el dolor del pie. Luego volvió a sonreír conciliadoramente:

-¡Me salvé, sí!... ¡La suerte é questo, e questo, e questo!- Dijo Farid señalándose la cabeza, el corazón y las piernas-... e questo!- Lanzó una carcajada, situando su mano en la bragueta del tejano.

-Te has olvidado de los tornillos, ¡so gilipollas!- Farfulló Mónica- ¡Porque no tienes ni uno en su sitio!

-Va bene, va bene- Se dirigió a Mónica fingidamente sumiso- Lo que te decía, colega. Tentar la suerte una vez puede darte buen resultado, pero... ¡dos veces!... te la juegas de plano. Tú me entiendes, ¿no, Andrés? Ecco.

-Te entiendo- Dijo el joven Cruz- Te entendemos los tres... Lo que me gustaría saber es cómo hostias vamos a salir de este “embolao”.

-¡A ver, cerebrito!- Intervino de nuevo Mónica- ¡A ver cómo nos sacas de este maldito pueblo sin que nos rajen las tripas tus camellos!

-No hay más solución que el Cherokee del colega- Dijo Farid- Lo primero: ¡hay que comer, porque yo estoy que me caigo!- Se carcajeó a continuación.

-¡Si es que es un borde!- Protestó Mónica- ¡Quién piensa en comer ahora!

-¡El subidón!, ¿no?... Ésta ya está con el mono- Aseguró Farid solapadamente al joven Cruz.

-Farid, no te aguanto más... ¡te juro que no te aguanto más!- Lloriqueó Mónica con voz resentida.

-¡Déjala ya, tío,... joder!- Intervino Patonia- ¡Menuda paliza!

Farid se había apoyado de nuevo en el hombro de Andrés, probablemente maldiciendo mentalmente las histerias de Mónica.

-Está bien, pasamos de comer... Pero hay que llegar hasta el Arco, evitando sobre todo la Tala el-Kbira, ya sabéis, la vía principal del zoco, donde ya estuvimos los cuatro... La calle más larga del mundo, la más jodida y peligrosa, y de la que, os lo podéis creer, ¡nos escapamos de milagro! No sé cuál de vosotros tres le rezaría al Profeta, porque yo (se carcajeó Farid) no fui... Veinte minutos en la puerta mientras yo me despisto. Pato... ¡ahhh cómo me duele este puto pie, joder!, las naranjas me las das a mí... La explanada del Bab Bou Jeloud estará a reventar de automóviles. Y de cabrones con las peores intenciones también. No nos van a faltar ojos que nos atraviesen. Pasados los veinte minutos os metéis en el Cherokee... Tiras de marcha atrás, sin contemplaciones. Vas a llamar la atención, colega. Medio Fez te va a poner a parir, ... y los camellos, que no tardarán en olerse la treta, porque ésos, aunque no te conozcan, se lo huelen todo en un segundo, se te echarán encima a la menor ocasión. Pero tienes que ser más rápido que ellos, y conseguir retroceder hasta el final de la explanada lo antes posible. Justo allí, casi escondido, hay un callejón donde os estaré esperando. Y una vez dentro, ¡carretera y manta! De todas formas, te advierto, amigo, que para poder salir de Fez a todo meter se necesitan cojones. Espero que seas buen conductor, porque si no, por mucha imaginación que le pongamos a tu Cherokee, ¡se nos van a poner por corbata a los cuatro!, porque a estas dos habibis también las meto en el lote.

-¿Y la ruta?- Se impacientó Andrés.

-Oye, colega.- Le echó Farid el brazo por los hombros con gesto amistoso y confidencial al joven Cruz- Conozco una carretera secundaria, prácticamente desconocida, y ya te puedes figurar por qué,... su alquitranado es más viejo que todo esto, y tiene más socavones que la luna, ¡una pura mierda!, pero que, por suerte para nosotros, y como por descuido, hoy todavía se pierde por entre las montañas de desperdicios que se amontonan no muy lejos de Fez. Lo único que tenemos que hacer es taparnos la nariz con los dedos- Rió Farid- Si logramos meternos por allí con tu Cherokee, te aseguro que ya nos pueden andar buscando... No la conoce ni el Profeta. A pocos kilómetros hay un pequeño wadi, un riachuelo, con poca agua casi siempre. Para el Cherokee, pan comido. Y desde allí...

-Oye, tío, ¿no pretenderás meternos en las dunas de Merzouga, porque eso está a más de quinientos kilómetros de aquí?- Exclamó Andrés, dando a su voz un tono más exagerado dadas las circunstancias- ¡Conmigo no cuentes para esa aventura, joder!

-No te pongas nervioso, compañero- Dijo alegremente Farid, entre carcajadas- Te estoy hablando de un wadi reseco, de dos o tres barrancos, y finalmente, de bosques, huertos y frutales. Conozco un pueblecito: El Kelaa. Allí tengo amigos. Nos acogerán bien. Y dentro de tres o cuatro días ¡pie curado y nos largamos a Marrakesh!

-¿Y una vez en Marrakesh?- Se mostró sardónico y dubitativo Andrés.

-Pues, eso, turismo, amigo- Garantizó Farid- ¿A qué has venido a Marruecos si no? La película ya te la hemos montado nosotros- Rió- Tú verás si la continuas o no... Ésta –observando a Mónica- ya tiene lo que había venido a buscar... En cuanto a Pato, yo creo que eso del turismo también le va en cantidad... Hasta podría acompañarte.

Patonia observó a Farid con cierto resentimiento, oliéndose que lo que el muy charrán pretendía era poner tierra de por medio entre ambos lo antes posible. Y mirándole ahora retadoramente, exclamó indignada:

-Tú das por sentadas muchas cosas y te gusta mucho organizarle sus juergas a la gente. ¡Mejor te callas, so mamón! Estarás mucho más guapo, aunque te seguirás ganando más de un sopapo. ¡No te jode!

-Tú te vuelves a Madrid conmigo, rico. Y de turismo ¡nada!- Intervino Mónica con su acostumbrada brusquedad dirigiéndose a Farid, que movió la cabeza asintiendo irónicamente, y dejando en el aire una atractiva sonrisa de misterio mientras le guiñaba un ojo a Andrés- Pato que haga lo que quiera. ¡Allá ella!... El dinero es mío, o, mejor dicho, por si se te ha olvidado, de mi padre, que no tiene ni la más remota idea de por qué se lo pedí ni en qué íbamos a emplearlo.

-¡Joder, tía, otra vez con el puto dinero! ¡Ni que fuera el Gordo de Navidad!- Se encolerizó Patonia.

-No te preocupes- Siguió soliviantada Mónica- Una parte es tuya. No pienso quedármela. Te la regalo, que por algo eres la querindonga de mi padre, y por eso estás aquí...

-¡Eres una hija de puta!- Desbarró Patonia, tirándole la redecilla de naranjas a la cara.

-¡No sé quién es más borde de las dos!- Recogió las naranjas Mónica, esquivando el envite enfurecido de su amiga..

Farid se limitó a sonreír, mientras Andrés, sudando como un condenado, sentía arder su cuerpo bajo las ropas veraniegas. No obstante, notó la frente helada. No daba crédito a las palabras de Mónica, aunque se conocía al dedillo cómo se pintan los cuadros de la seducción, y cómo se desgajan las sombras del misterio frente a los despertares corruptos que promueven las aventuras amorosas. Que no detectase en Farid, como buen rufián que era, el menor síntoma de asombro, resultaba totalmente comprensible. Y en cuanto a él, soldado siempre atrincherado contra cualquier ataque de romanticismo, pese a lo acontecido en casa del curandero, puerta alguna debía descerrajar en lo que a resentimientos se refería, y aún menos contra aquella perfecta desconocida, algo descerebrada, que era Patonia, en la que se reconstruía tan sólo lo que él, acérrimo individualista, consideraba perennes e incomprensibles caprichos femeninos, de motivaciones por lo general un tanto oscuras. Y en cuya esencia (como sucediera ahora con aquellas dos jóvenes) sus sentimientos personales ni entraban ni salían. No pudo, sin embargo, evitar cierto malestar, y observó retadoramente a Patonia, que le lanzó también una ojeada tensa y desafiante. Un duelo de miradas que únicamente se resumían en un estallido provocador que partiera silencioso desde el clarificador pensamiento de la muchacha: “¡A ti que te importa, tío, lo que yo haga con mi vida!”

-¡Trae las naranjas... que eres un bulto, joder!- Apartó de su ensimismamiento a Andrés la voz de Farid, que, más molesto y menos jocoso, volvió a entregar la redecilla de fruta a Patonia- Menudo par de histéricas. Con lo bien que estaríais calladitas las dos... Más valdría que os preocupaseis de cómo vamos a volar con la farlopa hasta Madrid. ¿Os creéis que va a resultar tan fácil? En la aduana los olores también van que vuelan. Allí todo dios mete mano... Pienso si no sería mejor facturaros a las dos solitas y perderos de vista de una vez- Y dirigiéndose a Andrés, dijo un tanto exasperado ahora- Son como dos niñitas malcriadas, pero viperinas... dos auténticas gilipollas, que no han crecido más de medio metro, y que todavía no saben a qué están jugando. A veces, amigo, maldigo el día en que las conocí en Madrid. En especial a la yonqui esta, que es más cabrona que un cocodrilo– Observó Farid retadoramente a Mónica- y al hijo puta de su padre, que me dio trabajo.

-¡Farid, no me hagas esto!- Pareció perder los estribos Mónica- ¡No me trates así!... No me insultes, so cabrón!... ¡La culpa de todo la tiene la puta esta!- Señaló a Patonia.

-¡Muérete, tía!- Desbarró Patonia, alejándose con gran rapidez de sus compañeros, calle abajo.

-Ecco!- Exclamó Farid, mirando a Andrés- Pero ¿tú las estás oyendo, amigo?... Aquí,... ¡y eso va también para ti (gritando a Patonia), so chalada, aunque te hagas la longuis!, ¡sí, vete, vete!... el que está hasta los huevos soy yo, jugándome el tipo por una yonqui como tú (a Mónica)! Y el dinero,... ¡te vas a joder, tía, porque ése no lo vuelves a ver! ¡Me lo he ganado, y bien ganado, y pienso hacer con él lo que me salga de los cojones! Y a tu papi que le den mucho por el culo, porque yo no vuelvo a la Empresa. Trabajos como el que él me dio los encuentro yo en Madrid cuando me dé la gana... Y si te has creído que os voy a seguir aguantando cuando vuelva a tus Madriles, ¡vas dada, habibi! No te hagas tantas ilusiones,... que bastante me habéis jodido ya.

Mónica, resentida por las palabras de Farid, sollozaba como febril desengañada que se arrastrara tras una despedida. Como atrapada con horror en un frío mar de decepción, despecho y rencor hacia todos los falsos amantes que recorren este endiablado mundo.

-Oye, Farid, a mi todo este show que estáis montando me está empezando a cargar- Dijo Andrés, que, empapado en sudor, y un tanto frenético, volvía a su anarquismo individualista, liberándose de la torva asechanza que, furtivamente, moviéndose como una araña bajo una absurda e inevitable fascinación sexual por Patonia, hubiese avivado en él cierta curiosidad celosa que ahora juzgaba disparatada- Yo lo que quiero es salir de Fez... cómo sea... ¡pero ya! Aunque haya que jugarse el tipo, porque si me pongo a reflexionar y sigo preguntándome cómo hostias se me ha ocurrido meterme en este berenjenal, lo más probable es que se me crucen los cables, y que el primero en salir corriendo de este jodido laberinto sea yo.

-Ecco, amigo Andrés, no te nos mosquees ahora precisamente- Sonrió Farid leyendo en los ojos del joven Cruz un brillo amenazador que podría dejar definitivamente archivada la desinteresada e importante ayuda que podía prestarles- ¡Oye, Pato!- Exclamó acto seguido, viendo que la joven se había alejado considerablemente- ¡Déjate de gilipolleces, que no estás en Madrid... Y tú (a Mónica) deja ya de lloriquear. ¡Menudo par de locas!... Tienes razón, amigo Andrés,... aquí lo que hay es mucha mollera dura. ¡Venga, habibis!, a ver si espabiláis,... que hay que salir de Fez como sea.

Toda la rebeldía de Patonia se vino abajo en un instante. Aquel cambalache de emociones se embarullaba de nuevo, tomando un aspecto triste y enlutado. En un rincón de la calleja semi a oscuras quedaba ahora como estrangulada la memoria alegre y despreocupada de la muchacha. Patonia quedó vencida, pasando de una carismática desinhibición violenta e irreflexiva a una palidez preocupada y sintomática. Había empezado a vomitar. Su jovial perfil se desplazaba en aquel instante hacia un terreno vago. Nada más desgraciado que una belleza femenina que, como apestada, mostrara ahora en el palco de su jerarquía juvenil su gracia menos atractiva.

Andrés había corrido hacia ella.

-¿Qué te pasa?- Inquirió con sorna.

Patonia no contestó. De su boca chorreaba una especie de babilla amarillenta, que Andrés limpió de inmediato con su pañuelo. Las arcadas persistían.

-Pero, tía, ¿qué hostias te pasa?- Se inquietó de nuevo el joven Cruz.

Mónica y Farid, que cojeaba todavía visiblemente dolorido, se habían llegado hasta ambos. La de Farid, observando a Patonia, fue una de esas miradas puramente rutinarias, sin ni siquiera tener motivos para sospechar algo distinto de lo que en aquellos momentos le pasaba por la mente. Era absolutamente lógico que así fuese.

-No le pasa nada, amigo Andrés. Pato está... ya sabes (hizo Farid un significativo gesto sobre el buche)... Eso...

Andrés, sin dar crédito a sus oídos, observó un instante a Patonia, reprobándola con una mirada feroz. Luego, volviéndose de nuevo a Farid, le interrogó con los ojos como si dudara de lo que había creído entender.

-Sí, tío... No me mires así. Nuestra querida habibi está embarazada- Aclaró Farid sin tapujos.

-Pero ¿qué dices, so bestia?- Farfulló Mónica perpleja, asestándole a Farid un pequeño puñetazo en el brazo.

-¡Que está preñada, joder!-

-¡Y esta imbécil!...- Se quedó mascullando Mónica, mientras observada detenidamente a Patonia, como si las palabras de Farid le hubieran trastornado el seso por completo.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Marruecos VII



Autor: Tassilon



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: HACIA BAB BOU


JELOUD -VII-

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El cielo de Fez se encendía como un lienzo gigantesco; como una invasora fantasía chisporroteante que jugara a agazaparse, tierna y refulgente, sobre un paisaje de calles adormecidas que formaban ramificaciones enojosas y antojadizas. Era como un intérprete de la inquietud del mundo, que transmitiera largos escalofríos titilantes sobre la oscuridad. Y así parecía ahora agolparse con la profunda caricia de su curiosidad sobre aquel recodo íntimo de la callejuela. Un cielo que se descolgaba por sus balcones invisibles, abarcando los fondos lóbregos de la tierra al igual que si la atisbara con esa inexplicable y excepcional vitalidad que todo lo abraza, aunque se mantuviera rezagado, sin pretender jamás prohijar la vida. Un cielo, en fin, que pese a recomendar los romanticismos, y volcar el tesoro instantáneo de su júbilo sobre los hombres, les miraba luego con un aire de injuriosa superioridad, dejándoles una respiración irónica sobre la siesta del amor, un desprecio letal, una mirada de indiferencia como engendrada por sus vicios, porque no creía en ellos ni podía abrir caminos al punto de unión de sus vidas.

Y allí se quedó, ostentoso y resplandeciente entre las sombras, como si esperase en agonía la muerte instantánea del mundo, de su gente primitiva y su medroso dentellar de furia, que siempre alza su mirada como en delirio, porque no hay miedo más conocido ni más suspicaz que el que, tras proferir el excitado tono de un alarido o voz furibunda, parece temer al cielo.

Andrés no necesitó considerar retrospectivamente las experiencias, afectos y emociones que se fusionaban en la existencia de Mónica y Patonia. Eran prácticas, sarcásticas y extrovertidas. Les influía por igual un ambiente, un lugar, una ciudad, un hombre. No vivaqueaban al calor de los cuentos románticos. Cambiaban de estado de ánimo rápidamente, pasando de lo material a lo sensual. Pero las absorbía, ante todo, una atmósfera lasciva, que tenía sobre ellas el efecto más tangible. Mónica purgaba, además, la culpa del aislamiento en que la sumía su drogadicción. Un aire de comicidad prevalecía también sobre aquellas ansiedades autocomplacientes de ambas mujeres. Y Farid, pese a su gran atractivo como hombre, no era más que la esperpéntica zozobra en que ambas se debatían, esperando de él en todo momento esa respiración artificial con que se salva a los ahogados.

La de Mónica no fue una de esas reservas enconadas que adivinando la desproporción de ciertas impurezas y concesiones eran capaces de emparejar situaciones inesperadas y borrar apaciblemente caminos y recuerdos de miseria. El misterio de la droga podía resultar tan grande, que aun viviendo el amor, teniendo al amante cerca y sufriendo los pinchazos pasionales que parecen ya respirar con indiferencia, adivina la suciedad que encubre. Y así la consternación de la joven explotó contra Farid y Patonia. Todos asistieron al resucitar de una mujer violenta a la que se le ocultaba un secreto cuando se creía dueña de una fidelidad que, probablemente, ya llevaba implícito un juramento incomprensible. Vieron cómo unos ojos inyectados en sangre preguntaban el nombre del desconocido. Era una mujer a la que se le arrebataba un sueño, un cosmético maravilloso de esperanza, unas emociones ahora despilfarradas, que no podrían desprenderse de ella en días, en meses, tal vez nunca. Una lucha peligrosa de enamorada, que no se mostraba dispuesta a estrangular de inmediato toda memoria.

-¡Maldita zorra!- Gritó Mónica, pálida y sudorosa, mientras su mirada se descomponía entre la penumbra, y observaba las arcadas incontenibles de Patonia- ¡Sí, zorra,... zorra... putón, querindonga!- Insistía la joven en sus alaridos, como un fantoche en la sombra, ahora marioneta a la que se le hubiera dado un tirón violento de todas sus cuerdas, y no hallara ya el nudo que recompusiera su delicado cuerpo- ¡Y tú... (dirigiéndose a Farid) cabronazo... hambriento, desgraciado! ¿Crees que soy una pobre idiota,... una niñata a la que tan fácil resulta seducir, arruinándole la vida con la droga, y acabar luego tirándola a la alcantarilla como a una rata pisoteada?... ¡Y que, encima, te sigas riendo de mí, pegándomela con este putón, con esta... perdida que huele a basura!- La boca de Mónica era como una hemorragia imposible de obturar. Aquello no era ya delirar, era una zarabanda infernal de gritos; una flecha envenenada que señalaba todas las direcciones, augurios y suposiciones; una cerrazón bajo el cielo titilante que hubiese perdido en la noche las mil contracciones de una estrella loca.

Se abalanzó sobre Patonia, como buscando en su mirada descompuesta algún signo que pudiera transparentar su infidelidad. Y como si la atacasen palpitaciones de muerte, arrancó el pañuelo que Andrés le había dado a la muchacha, y que ésta apretaba contra su boca- ¿Dónde fue, so puta? ¡Habla de una vez!...

Patonia la observó con esa sequedad devoradora del hastío. Luego fijó la vista en Farid, como si en aquella mirada se precipitaran sin remedio los tiránicos y bien fundados recelos de Mónica. Hizo un esfuerzo para moverse. Andrés intentó sostenerla. El joven se hallaba como inmerso en un cansancio contenido, como cuando después de los excesos que intoxican los actos humanos más absurdos, no se sabe qué decir. Siguió un intercambio de gestos, un rechazo oscuro por parte de Patonia. El lado en sombras que transfigura el descaro por el bochorno. La muchacha no ocultaba así ante Andrés lo profundamente avergonzada que se sentía.

-Por favor, déjame en paz- Le dijo, apartándose de él cuanto pudo. Era como si, en su repugnancia, Patonia observara la noche estrellada sobre un río de vergüenza que la reflejase ahora íntegramente en su fondo.

-Oye, que no pienso pedirte ninguna explicación de lo que está ocurriendo- Aclaró amoscado el joven Cruz, y situándose en un punto entre la penumbra de la calle, lanzó una especie de gruñido.
Juzgó Andrés demasiado mortificante seguirle el juego a los tres, aunque se sintió como un preso obligado a asistir a aquella especie de epílogo pasional en que se hallaban enzarzados sus casuales compañeros. Y no pudo reprimir un gesto de aversión.

De nuevo se produjo una sacudida de Mónica, y todos la escucharon en silencio:

-¡Cómo me he de reír de ti... y de este chulángano cuando mi padre se entere de que te has tirado al morito guapo que recogió de la calle, igual que a ti! ¿O te has creído que va a hacer de papaíto de esa basura hambrienta que llevas dentro?... Y tú...- Se lanzó Mónica sobre Farid, con ánimo de arañarle, en medio de una fiebre precursora, porque el molinillo de la drogadicción derramaba ese preámbulo de sobreexcitación necesitado del inmediato alivio. Pero no era más que la obra ruin de la pasión. El precio del deseo que sigue rendido a los imperativos de las emociones más hondas, para hacer de ellas una raíz podrida.

Farid detuvo la acometida de la muchacha, y se entregó entonces al más inesperado gesto de irritación:

-¿Qué pretendes, tía?... Conmigo no juegues.

Y más encrespado que nunca, sin tratar de arrancar aquella mala espina de los pensamientos de Mónica, le aplicó el degüello de las verdades incontestables:

-¡Estás hecha polvo! Con esas gracias tuyas, dentro de dos minutos vas a estar rodando por el suelo... Además, estoy hasta los huevos de que te creas que me has comprado en una tienda de todo a cien. ¿Quién crees tú que podría estar a tu lado como lo he estado yo, con esa puta mala leche en la que siempre andas flotando? ¡Si no eres más que una estúpida e insoportable yonqui! Llévate al cementerio de una vez tus intrigas y enredos, habibi, porque a ti no hay jeringuilla que te quite el aguijón.

-¡Si estoy así es por tu culpa!... ¡Y deja de reírte de mí, joder!

-¡Cómo no me he de reír!... ¡Aquí (golpeándole la frente a Mónica con los dedos) no hay más que basura!

-¡Cabrón!

-¡Tú me mandaste aquí,... tú quisiste la farlopa,... tú me diste el dinero! A mí no me vengas ahora en plan usurera enamorada.

-¿Y esta zorra a la que has dejado preñada?...- Observó enloquecida a Patonia- Por eso insististe tanto en venirte a Marruecos conmigo,... tenías que verte con él... tenías...

-¡Que te mueras de una vez, joder!- Exclamó de pronto Patonia, como si despertara de una pesadilla, sobresaltada y sin saber hacia dónde huir- ¿Quién consiguió el dinero de tu padre sino yo, so gilipollas? ¿Quién convenció a ese avaro con el rollo de las vacaciones en Ibiza?... Te acompañé, te ayudé,... hasta te protegí. Poco se imagina el muy iluso de tu papaíto por dónde andamos. ¿Crees que a la larga no acabará por enterarse de lo que eres? ¡Me pones enferma! No tengo nada que agradecerte,... a ver si te enteras de una vez. En cambio tú a mí...

-Y dime, putita de papá, ¿te vas a quedar con el niño? ¿A quién se lo vas a encasquetar?- Clavó Mónica de nuevo su mirada de ira en Patonia, que aparecía ahora como ahogada en la penumbra- ¡Un hijo de moro!- Rió incólume en su misión castigadora.

-¡A mí no vuelvas a llamarme moro!- La abofeteó Farid.

Mónica, desmadejada, se dejó caer contra una pared. Fue el suyo a continuación un sollozo de pánico. Se retorcía entre las sombras como una alimaña aplastada bajo el deseo.

-¡Mi padre os matará a los dos!- Gritó enloquecida.

-Suponiendo que puedas volver a Madrid. Ecco? Porque, lo que es a mí, te juro que no me vuelves a ver el pelo- Dijo Farid, que apretaba ahora entre sus dientes amartillados el rencor por la amante en quien saciara todos sus vicios.

-¿Tú y esa zorra? ¿Crees que me voy a quedar tan fresca mientras os lo seguís montando a mi costa?... Aunque ahora me alegro de que te quedaras con el dinero, porque ninguno de los tres vamos a salir de esta ciudad de mierda sin que nos corten el cuello. ¡Vuestro doble juego se os ha ido al garete! Ya se encargarán tus camellos de jodernos bien a todos.

Despaciosamente, algunas lucecillas habían empezado a brillar. Atraídos por la violencia misteriosa, intrigante, en que parecían enredarse aquellos inesperados huéspedes apostados en la vida silenciosa de la callejuela, desde algunos ventanucos o puntos más distantes se asomaba ahora una curiosidad clandestina, temerosa y no menos sobresaltada.

Un gesto preciso, amenazador, se trazó, esta vez con mayor amplitud, en el aire lóbrego de la calle. Y lo que vieron Mónica, Patonia y Farid, con gran sorpresa, fue el arrojo anárquico, restallante, de Andrés, que, como si resucitase indemne por entre aquel cementerio de asechanzas y venganzas incumplidas, dio luz verde a su instinto de supervivencia:

-¡No aguanto más!- Exclamó- Por mí podéis seguir en vuestro zoo, enjaulados como fieras y tratando de arrancaros la piel a tiras. Pero a mí no me vais a poner el collar, porque yo me largo de aquí ahora mismo. ¡Ya he hecho bastante el gilipollas! Yo he venido aquí de vacaciones, y no a jugarme el cuello. Vuestras juerguecitas amorosas ya me están repateando los cojones. ¡No sé en qué mundo vivís, pero de que estáis como putas cabras no tengo la menor duda! ¡Abur!

-Va bene, colega- Repuso sumisamente Farid- Pero, tío, sin ti vamos de cabeza a la mierda, y de ahí sí que no hay quién no saque. ¿Qué hay de lo convenido? ¿No te irás a rajar ahora? Olvídate de estas dos chifladas,... ¿ecco, colega?.

Andrés, as en mano, aún dudó. Miró a su alrededor sin ver nada. Pero las comisuras de las bocas de sus compañeros mostraban ahora un rictus de verdadera preocupación, y en sus ojos, que refulgían en la penumbra levemente iluminada por las lucecillas de la callejuela, se advertía una terrible ansiedad y miedo.

-¡La hostia!- Dijo Andrés, dando a su voz un tono apropiado a las circunstancias, y permaneció un segundo en silencio- “No se si estoy vivo o tan acabado como estos tres zombis. ¡Malditos sean! ¿Cómo coño se me habrá ocurrido meterme en este lío?” (arguyó para su capote)– Y dejando atrás su repugnancia, exclamó- ¡Está bien! Pero, os lo advierto, no espero más. Mi propuesta sigue en pie, pero se acabó el cachondeo.

-¡Ah, colega, eres un tío cojonudo!- Dijo alegremente Farid, y se puso en movimiento, haciendo caso omiso de su dolor en el pie- Allora, ¡todos al Cherokee del amigo!, que al gran ojo del Bab Bou Jeloud os llevo yo,... y que el Profeta nos eche el cable que nos hace falta.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Marruecos VIII



Autor: Tassilon-Stavros


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: LA HUIDA -VIII-

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Atravesaron Fez dejando tras de sí calles singulares, como caminos en suspensión, cuyos muros de puertas entreabiertas y ventanas que semejaban manchas oscuras por entre las que asomaban reflejos melancólicos, parecían no acabar de despertarse nunca. Luego, toda aquella especie de secreto íntimo de la ciudad callada, que vivía como desmayada en un laberinto interno y caluroso de callejuelas quebradas, como si se hubiera impuesto una especie de yugo sonámbulo, medio por el sueño, medio por la muerte, se reintegraba de nuevo a la vida, fosforecente, iluminada por miles de luces, desgarbada pero magnetizadora, entre una barahúnda de cafés, de hoteluchos, de tiendas, y de atestados y alegres tenderetes turísticos que seguían viviendo de la nocturnidad por entre la desembocadura gigantesca e infinita de la vía comercial de Tala el-Kbira. Fez despertaba de pronto como una ciudad rebelde, que robaba el sueño a la noche, sumiendo a sus gentes en los excesos del vicio, en el despilfarro del dinero, en el contacto infinito con la hipocresía apasionada del comerciante, que no concedía tregua al visitante. Y al que atacaban incansablemente con la zancadilla engatusadora de sus miradas, de sus ofrecimientos, sin otra meta que la de conseguir su extravío. Fez era una reina placentera, lunática, que rehuía las aristas de la mojigatería. Era un edén dinástico del tránsito humano que se debatía entre un estrépito de ansias que jamás se retraían a sus puertas. Un brindis de placer bajo la luz nocturna que facilitaba las vivencias más sombrías por sus calles plateadas, multicolores, de un lujo terreno hecho de bagatelas, donde hombres y mujeres, con gestos grotescos y pecaminosos, blanduras sensuales y provocaciones epilépticas, se convertían en ángeles negros arrojados de tantos paraísos inventados y perdidos en el tiempo.

En el gran Arco de entrada a la Medina, el Bab Bou Jeloud, el cielo estaba esplendorosamente azul y estrellado. Era un enfebrecido capricho de la noche. Un escalofrío de apremios, de recados misteriosos, de manos gulusmeantes, de maldades entre caricias, de llamas perpetuas como moldeadas por el signo de Venus. Las luces, los olores, el ambiente, los edificios, los puestecillos formaban un troquel de brillantez; una matriz de vida gigantesca que nunca se defendía de la hartura de sus propias morbideces, de sus peores intrigas, de sus propias provocaciones supersticiosas, porque su vida privada poseía una savia de circo, una huella sacerdotal cándida y rudimentaria, que seguía creyendo en un destino seguro, y porque toda su historia se hallaba escrita en los papeles sellados de la más apasionada voluptuosidad, entre gloriosos símbolos de una esclavitud profética y santa.

Se rigieron por el metódico planteamiento propuesto por Farid, que, situado ahora en un rincón que el gentío absorbía, le permitió controlar unos minutos la entrada del gran Arco. Antes de que desapareciera de allí, Andrés le observó un momento con el ceño fruncido, bien que riéndose para sus adentros ante lo irónico y arriesgado de la situación. Aún tenía una oportunidad de escoger: o largarse solo y dejar a aquel trío de descerebrados completamente hundidos en la ingenuidad atropellada de su absurda aventura, llena de incidencias, (y a través de la cual, por sus caprichos y falta de prudencia, avanzaba lentamente la silueta vengativa de una violencia interminable), mapa de poder en que los envolvía aquel país desordenado como para aplicarles una especie de juicio sumarísimo mientras jugaban a los héroes cinematográficos; o dejarse arrastrar por ellos entre las fisuras del miedo, compartiendo la aventura y entresoñando audacias inaceptables entre espacios y colores exóticos, a fin de otorgar conscientemente a su viaje, rutinario y parsimonioso, algo parecido a la inminencia de una explosión de espectacularidad, adornada por imprevistos hallazgos enardecedores que inesperadamente pervertían la usura de su egocentrismo, excitándole y rediseñando con un reactivo inconcebible su escapada a Marruecos.

Mónica, aturdida después de la tremenda pataleta, pero vulnerado su ánimo por el ineludible aprisionamiento de la droga, se hallaba acosada, entre escalofríos, por una insoportable inquietud de enamorada y un desasosiego de fidelidad y de exclusivismo. Se sentía como la amante inocente de un complot que la llenaba de impaciencia, y la impulsaba a caminar con precipitado paso. Andrés tuvo que detenerla, y ella le observó con pánico, como si un horror de muerte soplara en sus huesos:

-¡Suéltame,... tú no eres Farid... ¡Yo quiero a Farid!... ¡Papá, papá, tú tienes la culpa de todo!- La vencían ya sus desvaríos- ¡Tú me lo has robado... y esa puta... la borde de Pato, tu querindonga!...¡Entre todos me habéis robado a Farid!... ¡Pero él es mío!...

-Ésta está con el monazo!- Dijo Patonia, tratando de abrazarla conmiserativa.

-Hay que hacerla callar. Todo dios nos está mirando.- Se desesperaba Andrés.

-¡Farid... quédate conmigo... No me importa que papá te odie,... yo te quiero!- La rabia de Mónica se deshacía ahora en fríos lamentos alucinados.

-Pero ¿dónde coño tienes el Cherokee?- Inquirió con gesto brusco Patonia, ansiosa por quitarse de en medio- No ves que ésta no para de desvariar.

-Tenemos que esperar unos minutos. Farid no habrá llegado todavía al callejón.

-¡Farid! ... ¿Por qué no está aquí? ¡Farid...!- Clamaba Mónica.

-¡Pero te quieres callar, joder!- Se enfureció Andrés.

-Que está con el mono, tío- Repitió Patonia- Hay que meterla en el coche de una vez.

-¡Vamos!– Determinó Andrés, como si las miradas de todo Fez traspasasen cada poro de su cuerpo en forma de puñaladas.

Patonia tiraba de Mónica que se resistía ahora entre amenazadores aspavientos. Al igual que un náufrago de ojos desorbitados devorado por la fuerte aspiración de aquella marea humana con la que se entrechocaban constantemente. Sin poder discernir entre lo verdadero o lo falso de la situación en que se hallaban, creía asistir al entierro de sí misma, sin que el agorero tutor de su muerte se hallase presente. Y persistía en sus gritos, enlutada por sus escalofríos. Farid la asesinaba, imponía el sangrado a sus nervios.

-Esta loca va a poner en aviso a todos los camellos de Fez. Se nos van a echar encima antes de que lleguemos al Cherokee... ¿Te has fijado en esos dos?– Se alarmó de pronto Andrés. Patonia volvió la vista expectante y atemorizada- No nos quitan ojo de encima- Siguió con voz grave el joven Cruz.

Tropezaban con los tenderetes, se les atravesaba el miedo, el terreno vago de la infiel nocturnidad donde a la alegría de vivir podría señalársele en cada momento la deslealtad incitadora del Fez misterioso, cuya seducción desconocida y traidora se quedaba como una mirada extasiada en el gran Arco de Bab Bou Jeloud. Los automóviles se amontonaban frente a aquella cima de belleza y tentación.

-¡La hostia!- Se lamentó Andrés- Esto está imposible. ¡No sé cómo coño voy a poder echar marcha atrás!

Una vez junto al Cherokee, la situación resultó de lo más risible, pues Mónica se negó en redondo a encerrarse en él.

-¡Quieres entrar de una vez, so gilipollas!- Se desgañitaba Patonia, ante la actitud idiotizada que adoptaba Mónica, tratando de zafarse de ella continuamente.

Andrés se fue hacia ambas como un rayo a medio descargar, atrapó a Mónica y le soltó tal remoquete que cayó cuán larga era en el asiento trasero del Cherokee. Sudoroso, se le cayeron las gafas, pero aún las pescó al vuelo. Patonia, asombrada, observó a Andrés con admiración, aunque la animosidad del joven, afincada en una mirada que en tales instantes infundía terror, aumentaba por segundos.

-¡Venga, joder, te vas a quedar ahora ahí con cara de suicida abortada!- Le espetó encabritado el joven Cruz a Patonia- ¡Métete en el coche de una vez!... ¡Esto va a ser un nuevo “Bullit”!- Masculló para sus adentros.

Puso el Cherokee en marcha. Chirrió dos o tres veces. Forzó Andrés las marchas. Rompió en un jadeo sofocado, gutural, apretando sus labios contra la rabia. Se enzarzó en un pequeño laberinto de espacios tan sólo insinuados por los perfiles de los automóviles por allí aparcados. Fue desplazando el Cherokee casi a tientas. Patonia no podía contener su estupor. Los choques fueron continuos. La cómplice entereza de Andrés la desterraba de los rincones del miedo. Vio, admirada, como se imponía en él a toda costa la audacia de la huida. La necesidad de no caer en el desánimo resultó implacable. Fue una búsqueda caótica. Una reconstrucción de los secretos del espacio, en la que Andrés no mostró desconcierto alguno, ni se cuestionó en ningún momento la gran sorpresa, casi suplicante o frenética, de la gente que por allí pululaba. De pronto, un rostro furibundo armado con un objeto impreciso golpeó el parabrisas del Cherokee, que, por fortuna, no se rompió. Patonia lanzó un grito. Pero Andrés mantuvo, sin angustiarse, su obcecada actitud fugitiva. No obstante, frenó en seco, y cuando el desconocido salió disparado de la parte delantera del Cherokee, dio de nuevo marcha atrás con toda virulencia. Estaba completamente bañado en sudor. Logró desplazar al gentío, y rasgar la capa de asfalto desgastado que apenas cubría la amplia superficie de entrada a la Medina. Más allá se abría por fin una oscuridad intrusa, una especie de cementerio de callejas perdidas, no alimentadas por la comparecencia iluminada de los tenderetes y cafetuchos. Era el Fez extramuros, desgarrado y apático, al que nadie socorría. Se zahondaba en el silencio, como si se tratase de una inmensa capa de tierra desdeñada, repartida entre callejones que vivaqueaban entremetiéndose por los descampados; más próximos al cielo, y más sumergidos en la oscuridad fresca de los campos.

Todo se había desarrollado con tal vértigo, que Andrés dudó unos instantes antes de detenerse junto a la que juzgara como callejuela más apartada de Bab Bou Jeloud. Recordaba ahora las palabras de Farid como datos imprecisos que se desvanecían entre aquellas soledades hostiles y oscuras, desparramadas como caminos imprecisos en el laberinto de la noche.

-¿Ves algo?- Preguntó Andrés a Patonia.- Como tu amigo tarde en aparecer, tendremos que salir zumbando sin él. Yo no me la juego más.

Patonia, a través de la cristalera del Cherokee no apartaba la vista de la calleja, de paredes blanquecinas que parecían estrujarse unas contra otras, desfigurando el menor indicio de atajo. Era un paisaje estático, petrificado en la negrura.

-Un momento, Andrés... Creo que lo veo- Se alzó Patonia, arrodillándose en el asiento trasero donde se hallaba junto a Mónica (que rezongaba alguna queja ininteligible), y pegando su rostro al cristal como si quisiera atravesarlo con los ojos- ¡Es Farid! Está ahí.

-¡Farid,... Farid! ¡Quiero a Farid!- Saltó tajante y con gran desvarío la voz de Mónica.

El joven marroquí, con paso vacilante, surgió de pronto como una sombra desde el callejón. Andrés le abrió la puerta delantera con premura. Trató de tragar saliva, incapaz de seguir articulando palabras, dada la sequedad de su boca. Enarcó su espalda y asomándose cuanto pudo, artículó un “¡vamos, salta de una vez¡” con la misma turbación matizadora con que se pronuncia un mágico sortilegio.

-¡Joder, colega, eres genial!- Exclamó Farid, entusiasmado- ¡Eh, Pato, coge las naranjas!... Oye, tío, esto se cuenta y no hay quién se lo crea... ¡Por el Profeta que nunca imaginé que serías capaz de llegar hasta aquí! ¡Ya os veía a los tres aporreados junto al Bab Bou!

-Oye, Farid...- Trató de articular alguna palabra más Andrés.

Y prorrumpió Patonia:

-¡Ya nos han aporreado, so gilipollas! ¡Qué te crees!

-¡Farid, ... Farid,...! ¿Dónde estabas?... Perdóname, yo te quiero...- Se lanzó Mónica sobre la parte trasera de su cuello.

-Ecco! Ya está la chalada esta con el mono... ¡Quita las manos de encima, joder!- Se zafó Farid de la muchacha- ¡Colega, hay que salir de aquí sin pérdida de tiempo... porque, o poco me equivoco, o por allí lejos se mueve algo... Ten por seguro que nos andan buscando.

-¡Joder,... harto estoy ya de arrumacos, asombros y amenazas.- Masculló Andrés en cuanto pudo- Tengo la garganta reseca, y la cabeza me da vueltas... ¿Quieres decirme de una vez por dónde coño tiramos?...

-Métete por ahí.- Indicó Farid uno de los tres o cuatro callejones que se abrían ante ellos.

-¿Con el Cherokee?- Corrigió agriamente el joven Cruz- ¡Estás en tus cabales, tío! ¡Ahí nos la pegamos!

-Pasamos, amigo, te lo aseguro- Dijo Farid- Tiene la anchura suficiente. ¡Rápido o se nos echan encima!... Al final de la calle hay un vallado de cañas: llévatelo por delante, no hay peligro,... un cultivo de mierda y a tomar por culo. Luego, a unos cien metros, la vieja carretera que te dije.

-¡Un callejón que no tiene más de un metro de anchura!... ¡Luego una hostia contra las cañas!- Rezongó Andrés, poniendo el Cherokee en marcha- ¡En menuda juerga me he metido! ¿Estás seguro de que al otro lado no nos vamos a encontrar con arenas movedizas? Porque ya puestos...

-¿Bromeas, colega?- Se rió Farid- ¡Me gustas, tío!...

-“Pues si supieras lo que me gustas tú a mí”- Musitó Andrés

Recogió la callejuela el sonido de enérgica actividad que emitió el Cherokee. Sus faros sajaron de un fogonazo su silencio, su quietud y su oscuridad. El vallado de cañas saltó por los aires. Los sembrados asomaron por entre las enormes ruedas. El terrón húmedo, oscuro, germinado, fue devastado como una mucosidad espesa e indefensa, sin épica, aunque con calenturas aventureras, por la oscilación enceguecida a que se entregaba ahora el Cherokee mientras trataba de encarrilar una vereda amplia y consistente que les impidiera derrapar de costado por entre la premiosidad amedrentadora en que los confinaba la noche.