Autor: Tassilon-Stavros
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UNA NOVELA DE RAMÓN J. SENDER
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... El alano Georges llegaba con la espada desnuda en la mano. Roger lo vio y sintió que el aire de la sala cambiaba de color. Todo era amarillo y oro, pero se hacía más oscuro. Al lado de Georges iba un capitán de las tropas turcopoles con más de una docena de los suyos detrás, y con ellos Gregorios, capitán romeo amigo de los genoveses. Al verlos, el príncipe Miguel, muy pálido, se apartó a un extremo de la sala. El Rey, mirando con ira a Georges, dijo: "¿Qué violencia es ésta en mi casa?"... Buscó Roger con los ojos a Bizcarra, que tenía cuidado de sus armas. El príncipe Miguel se había retirado a un rincón y esperaba, más amarillo que nunca, atacado de una tos seca y nerviosa. La reina Irene gritó: "¡Traición! ¡Favor al César!" Como si Georges y los suyos quisieran cubrir con sus voces las de la reina, avanzaron hacia Roger, insultándolo todos a un tiempo. Roger dijo: "Caballeros, no se trata, espero, de una algarada de rufianes. Concédanme el derecho de la defensa" La reina Irene gritó de un modo inarticulado: "¡Huye, huye y sálvate para mi hija y para el Imperio!" En esas voces entendió Roger, mejor que en la actitud de sus enemigos, que había llegado su fin. "Caballeros"- repitió, más pálido- Supongo que ninguno de ustedes es tan cobarde que quiera matarme por sorpresa y a traición" Se dio cuenta entonces de que el Emperador no estaba en la sala. Había una panoplia en el muro y se dirigió allí para alcanzar un arma, pero en aquel momento se sintió herido en la espalda. Dio frente a sus enemigos, como una fiera: "Georges, traidor, cobarde. ¡Tenías que ser tú!" Avanzó sangrando por la boca hacia la puerta, donde la reina Irene gritaba otra vez: "¡Favor al César!" El príncipe Miguel, en su rincón, miraba y tosía nerviosamente. Dos de los hombres que seguían a Georges y el mismo capitán alano avanzaron hacia Roger, que vacilaba sobre sus pies. Uno le agarró por el cabello y el mismo Georges le cortó la cabeza de un solo tajo. La reina Irene, con una voz ronca, repetía fuera de la sala: "¡Traición! ¡Favor a la reina!"... El cuerpo de Roger seguía en la alfombra. La cabeza la llevaba Georges colgada de los cabellos... El príncipe Miguel, sin dejar de toser, se acercó al cuerpo caído, y dándole con el pie, dijo: "Ahí estás tú, el de las grandes victorias, el que vino a salvarnos, el que pudo hacer en un año lo que nosotros no habíamos hecho..."
Críticas solventes (entre las que existe una rara unanimidad poco común), muchas de ellas provenientes de los Estados Unidos y de México, y que no responden a esa especie de inconformismo mental y de difícil aceptación (tan arraigado en Norteamérica, no así en México, y el resto de países de habla hispana) por los frutos literarios más actuales (y me estoy refiriendo a un siglo XX enmarcado en un período que va desde los años 30 a los 70), y que esta vez nos llegan del continente europeo, coinciden en que Ramón J. Sender es uno de los novelistas españoles de más talla y mejor redescubiertos en su "lozanía" por la prominente pirotecnia de la literatura mundial. Pese a considerarse siempre escritor autodidacta (no obstante haberse licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, costeándose sus estudios como empleado de una farmacia madrileña), inaugura en nuestras tardías letras hispanas del siglo XX uno de los derroteros estéticos más revolucionarios en la gestación de la novela. Ferviente y arraigado individualista, se mantuvo al margen de los círculos más o menos consagrados de su época. Y pese a su denodada actividad política, prefirió no integrarse jamás a partido alguno. Traducido a casi todos los idiomas occidentales -en especial al inglés por su segunda esposa, la traductora Florence Hall-, estilista brillante, su dominio narrativo compone estremecedores retablos sociales, muchas veces expuestos al más violento naturalismo ("Requiém por un campesino", "Crónica del alba", en tres volúmenes que recrean con enorme vigor una especie de amplísimo dietario -en el que se entremezclan elementos autobiográficos- de la vida española desde principios de siglo). Hay que añadir a todo ello que la continuada y constantemente superada consistencia de su enriquecedor equilibrio novelístico se etiqueta también a través de la pureza del mejor drama y una especie de lirismo pictórico, de enorme calidad, que Sender no duda en transmitir por entre ese calor vital que despiden sus formidables relatos, así como una brillantísima factura psicológica, pletórica de las más receptivas expresiones, que adornan a sus personajes, ya sean ficticios ("Las criaturas saturnianas" "Epitalamio del Prieto Trinidad" ") o reales (novelas históricas), y un penetrante estudio del medio social en que se desenvuelven. Tampoco puede disociarse de los mismos una minuciosa exaltación romántica, aunque dicho entusiasmo transite auspiciado por cierta sordidez del medio, y una gradual transformación de los caracteres que van desde la rebeldía del individuo contra la sociedad que le oprime hasta esa densidad dramática que se mueve de nuevo dentro del más depurado realismo.
Su extraordinaria meticulosidad, a la que consigue infundir una nueva y vivificante inspiración que tiende a imponerse en la mayor parte de su labor literaria, le permite también profundizar, como si de una nueva fórmula mágica se tratase, en el sugestivo plano de ciertos retablos epopéyicos ("Jubileo en el Zócalo" "Túpac Amaru" "La aventura equinoccial de Lope de Aguirre" "Bizancio" "Carolus Rex" "El bandido adolescente" -auténtica filigrana con todo el sabor de un relato colonial enclavado en el "Far-West"-), que acabarán por arraigarse en un perfectamente reivindicado apogeo, mucho más afortunado que en otros autores hispanos, de la grácil, nostálgica, barroca (aunque muy alejada del manierismo), y documentadísima culminación del acaecimiento histórico. Y aunque no menos impregnado por las grandes tradiciones clásicas, ya que todos los historiadores, frente a la fidelidad del mundo real en que vivimos, irrumpen en los cenáculos totémicos de nuestros antecedentes, tratando de materializar en sus escritos aquellos contornos y colores lejanos, Sender se halla también a medio camino entre el cantor homérico de las grandes gestas que nos ha legado la historia, y el cronista en el que persiste su libertad de criterio frente a los anales que decide contarnos. El tenaz aislamiento en que transcurriera su existencia (había formado parte del Estado Mayor Republicano como comandante de Brigada desde 1937, pero misteriosamente coaccionado por los elementos comunistas que habrían de combatir a Franco, marchó a EE.UU. en 1942) le permitiría demostrar una ostensible propensión, inquebrantable e inmunizada, frente a cualquier posible crítica, por la que daría en llamarse "novela-periodística" o "novela-reportaje". Y que no impediría en ningún momento al escritor la conveniencia de dirigir su pluma a través de un complaciente y celebrado plano estético, tan capaz de rehuir el melodrama como de "no" entroncarse en la narrativa más comercial. (Pese a todo, no podemos pasar por alto que, más tarde o más temprano, cierta ironía especuladora puede acabar por degradar con su incoherencia los propósitos más combativos de cualquier idealista. Ramón J. Sender, ante el asombro de muchos de sus más fieles lectores, se presentó en 1969 al premio Planeta con la que quizás sea su peor novela: "En la vida de Ignacio Morel". Y por supuesto, como estaba cantado, "lo ganó") Como gran artífice de las letras hispanas, que ejerciera en Instituciones docentes americanas (Guatemala, México, San Germán de Puerto Rico, y a partir de 1942 en Estados Unidos -Universidades de Denver, Harvard, Nuevo México, Ohio, y Southern, en los Ángeles) fue considerado el "único novelista significativo y mundialmente conocido de la joven generación que había precedido a la Guerra Civil Española"
"En los muelles de Constantinopla habían acostado dieciocho galeras y cuatro gruesas naves aquella mañana de febrero de 1302... Roger de Flor y sus ocho mil hombres, incluidos los navegantes, iban a Constantinopla a ayudar al rey bizantino Andrónico Paleólogo contra los turcos que amenazaban sus fronteras. Los había llamado el Emperador tres meses antes. Era Roger hombre de treinta y cuatro años, alto y rubio, con las cualidades contradictorias de su padre alemán y de su madre italiana, y con los resabios de todos los navegantes templarios y los giros y maneras adquiridos en los campamentos de Aragón y de Sicilia. Taciturno y grave, tenía un aire de violencia contenida"...
Críticas solventes (entre las que existe una rara unanimidad poco común), muchas de ellas provenientes de los Estados Unidos y de México, y que no responden a esa especie de inconformismo mental y de difícil aceptación (tan arraigado en Norteamérica, no así en México, y el resto de países de habla hispana) por los frutos literarios más actuales (y me estoy refiriendo a un siglo XX enmarcado en un período que va desde los años 30 a los 70), y que esta vez nos llegan del continente europeo, coinciden en que Ramón J. Sender es uno de los novelistas españoles de más talla y mejor redescubiertos en su "lozanía" por la prominente pirotecnia de la literatura mundial. Pese a considerarse siempre escritor autodidacta (no obstante haberse licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, costeándose sus estudios como empleado de una farmacia madrileña), inaugura en nuestras tardías letras hispanas del siglo XX uno de los derroteros estéticos más revolucionarios en la gestación de la novela. Ferviente y arraigado individualista, se mantuvo al margen de los círculos más o menos consagrados de su época. Y pese a su denodada actividad política, prefirió no integrarse jamás a partido alguno. Traducido a casi todos los idiomas occidentales -en especial al inglés por su segunda esposa, la traductora Florence Hall-, estilista brillante, su dominio narrativo compone estremecedores retablos sociales, muchas veces expuestos al más violento naturalismo ("Requiém por un campesino", "Crónica del alba", en tres volúmenes que recrean con enorme vigor una especie de amplísimo dietario -en el que se entremezclan elementos autobiográficos- de la vida española desde principios de siglo). Hay que añadir a todo ello que la continuada y constantemente superada consistencia de su enriquecedor equilibrio novelístico se etiqueta también a través de la pureza del mejor drama y una especie de lirismo pictórico, de enorme calidad, que Sender no duda en transmitir por entre ese calor vital que despiden sus formidables relatos, así como una brillantísima factura psicológica, pletórica de las más receptivas expresiones, que adornan a sus personajes, ya sean ficticios ("Las criaturas saturnianas" "Epitalamio del Prieto Trinidad" ") o reales (novelas históricas), y un penetrante estudio del medio social en que se desenvuelven. Tampoco puede disociarse de los mismos una minuciosa exaltación romántica, aunque dicho entusiasmo transite auspiciado por cierta sordidez del medio, y una gradual transformación de los caracteres que van desde la rebeldía del individuo contra la sociedad que le oprime hasta esa densidad dramática que se mueve de nuevo dentro del más depurado realismo.
Su extraordinaria meticulosidad, a la que consigue infundir una nueva y vivificante inspiración que tiende a imponerse en la mayor parte de su labor literaria, le permite también profundizar, como si de una nueva fórmula mágica se tratase, en el sugestivo plano de ciertos retablos epopéyicos ("Jubileo en el Zócalo" "Túpac Amaru" "La aventura equinoccial de Lope de Aguirre" "Bizancio" "Carolus Rex" "El bandido adolescente" -auténtica filigrana con todo el sabor de un relato colonial enclavado en el "Far-West"-), que acabarán por arraigarse en un perfectamente reivindicado apogeo, mucho más afortunado que en otros autores hispanos, de la grácil, nostálgica, barroca (aunque muy alejada del manierismo), y documentadísima culminación del acaecimiento histórico. Y aunque no menos impregnado por las grandes tradiciones clásicas, ya que todos los historiadores, frente a la fidelidad del mundo real en que vivimos, irrumpen en los cenáculos totémicos de nuestros antecedentes, tratando de materializar en sus escritos aquellos contornos y colores lejanos, Sender se halla también a medio camino entre el cantor homérico de las grandes gestas que nos ha legado la historia, y el cronista en el que persiste su libertad de criterio frente a los anales que decide contarnos. El tenaz aislamiento en que transcurriera su existencia (había formado parte del Estado Mayor Republicano como comandante de Brigada desde 1937, pero misteriosamente coaccionado por los elementos comunistas que habrían de combatir a Franco, marchó a EE.UU. en 1942) le permitiría demostrar una ostensible propensión, inquebrantable e inmunizada, frente a cualquier posible crítica, por la que daría en llamarse "novela-periodística" o "novela-reportaje". Y que no impediría en ningún momento al escritor la conveniencia de dirigir su pluma a través de un complaciente y celebrado plano estético, tan capaz de rehuir el melodrama como de "no" entroncarse en la narrativa más comercial. (Pese a todo, no podemos pasar por alto que, más tarde o más temprano, cierta ironía especuladora puede acabar por degradar con su incoherencia los propósitos más combativos de cualquier idealista. Ramón J. Sender, ante el asombro de muchos de sus más fieles lectores, se presentó en 1969 al premio Planeta con la que quizás sea su peor novela: "En la vida de Ignacio Morel". Y por supuesto, como estaba cantado, "lo ganó") Como gran artífice de las letras hispanas, que ejerciera en Instituciones docentes americanas (Guatemala, México, San Germán de Puerto Rico, y a partir de 1942 en Estados Unidos -Universidades de Denver, Harvard, Nuevo México, Ohio, y Southern, en los Ángeles) fue considerado el "único novelista significativo y mundialmente conocido de la joven generación que había precedido a la Guerra Civil Española"



