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miércoles, 11 de agosto de 2010

El gran secreto de H. G. Wells Parte II -IX-






Autor: Tassilon-Stavros






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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -IX-


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"... En efecto, dicho escrito llevaba implícito, además del tono feroz y cruel que no parecía haber abandonado a Hyde, la más certera actitud reprobatoria en cuanto concernía a mi ingrata conducta. Y naturalmente una acusada resolución por herirme haciendo mención a las grandes sumas que yo le adeudaba y que me habían permitido subsistir desde que, en 1887, perdí mi beca en el Royal College de Ciencia, y mis posibilidades de supervivencia quedaron completamente mermadas. Hasta el caserón que habitaba pertenecía a Louis Jekyll (mi bondadosa y fiel ama de llaves, Mrs. Higgins, no percibía tampoco, desde hacía mucho tiempo, el menor devengo -que jamás reclamó- por su consagración al cuidado no sólo de mi persona sino de mi absurdo santuario doméstico. Sus únicos ingresos, que en cientos de ocasiones compartiera conmigo, provenían de una ínfima renta ahorrativa que le legara su difunto esposo). Apartándome del escenario de las fechorías asesinas de Louis, caía yo mismo en un nuevo estado de desvalimiento, pues fueron los provisionales préstamos, siempre substanciosos, de mi odioso compañero (hombre adinerado, heredero de una suculenta fortuna familiar que él disipaba a placer con sus investigaciones, ediciones literarias, y molicies depravadas), los que me habían permitido, durante aquellos últimos años, no hundirme por completo en la más angustiosa de las estrecheces. Ominosa supervivencia la mía, no voy a negarlo. Me constituí en una especie de anacoreta, al tiempo que protegido por un monstruo, árido, escéptico, casi despótico (muchos me apodaron "Wells el teatral"), y terreno, no tan sólo por mantener mi amistad con Louis Jekyll, amistad que en todo momento hubiera debido conjurar como si se tratase de una relación con el mismísimo demonio, sino por declarar constantemente y sin tapujos que la vida terrena era la única realidad para el hombre, y que el infierno estaba representado por la "buena salud" de la que tanto alardearan los conservadores, adinerados y predilectos habitantes de la invicta Inglaterra Victoriana. Tras consagrarme a mis profundos estudios científicos (como Louis se entregaba a su literatura aventurera y a sus desquiciadas investigaciones y descubrimientos químicos), me apartaba del mundo (un mundo que, como yo había repetido en cientos de ocasiones, avalaba mi tesis despreciativa), y renunciaba así a las formas exteriores de aquella vida londinense detestable, únicamente concentrada en la ostentación jactanciosa, para mí vulgar y hueca, de su preponderancia social y enriquecida, en busca siempre del arriendo temporal de la adulación, pues cuando se trataba de incensar a su endiosada aristocracia, los londinenses de entonces, incluso el pueblo bajo, tosco y no menos terreno, tampoco se hacía de rogar. Londres se hallaba en decadencia, no era más que una ruina solemne que, no obstante, se preciaba de gozar del Gobierno más fuerte, poderoso y rico de Europa, y, por supuesto, de la garante aceptación de sus súbditos. Inglaterra, potencia económica y política que fruncía la nariz al percibir el hedor de cuadras que emanaba el pueblo bajo, y cuyo rancio linaje, extravagantemente ennoblecido, contenía su aliento dominado por el orgullo de casta y por su preocupación de prestigio, sazonando su blasonado gallinero (me burlé yo infinidad de veces) con la aplicación metódica de sus horas de té. Herbert George Wells no sería jamás admitido en la acción político-social de un mundo de intransigencia y estupidez que aplicaba el garrote y la cruz a toda posible disensión frente al autoritarismo acreditativo de los llamados Grandes de Inglaterra y su Parlamento. Así lo expuse yo también en repetidas ocasiones en aquella especie de "Sociedad de las Torres Florentina" (la bauticé, en recuerdo de la monopolizadora autoridad de la Florencia de Dante) que era la Debating Society, donde aflorara tan recalcitrante aristocracia londinense como la que era capaz no sólo de conjurar, sino de exorcizar mis peligrosos estudios o posibles descubrimientos científicos. "La Debating Society te expulsa como único remedio para salvar la diplomacia arrogante de sus prerrogativas contumaces", había asegurado, y he de reconocer que no se equivocaba, mi, por aquel entonces, democrático, incondicional y generoso amigo Louis Jekyll, que jamás había deseado pisar sus salones (pese a que él mismo fuera uno más de esos altivos reaccionarios). No obstante, yo sabía que una mínima parte de aquella burguesía acomodada no se sometía a las cuestiones diplomáticas impuestas por el Gobierno Monárquico y Parlamentario. Muchas figuras representativas de una ideología democrática que no se daba por satisfecha y prefería mantenerse retirada de aquella especie de "Liga de Maestros Menores", magnates reverdecedores de la aristocracia Victoriana pronta a entrar en el ya irremisible declive político y económico de la Inglaterra de las castas, patrocinaba sus disidencias y oposición a la misma. Entre ellas se movilizaba, para mi contento, la pequeñísima formación de mis únicos amigos. Última vela encendida que me abriera sus puertas, y que no creían en un Herbert George Wells cautivo de algún desequilibrio psíquico. Compañeros en rebelión contra la insoportable y aristocrática fanfarronería de sus epígonos londinenses, y que no conferían a mi entrega por la ciencia ni contradicciones ni penumbras, antes bien reafirmaban junto a mí su supremo liderato... Los siguientes acontecimientos iban, por tanto, a centrarse de nuevo en la figura de Louis Jekyll. El apuesto, despreocupado, galante y espléndido Louis Jekyll Stevenson. La breve correspondencia que hizo llegar hasta mis manos era, no obstante, apropiada tan sólo para la clase de emociones que movieran, antes y después de su desaparición, al fantasmal Hyde. Se centraban únicamente en el punto que más le dolía: sus impulsos delictivos sobre los que ya no podría mantener jamás el menor autocontrol. El mal coronaría muy pronto sus noches. Y por medio de su siniestra invitación trataba de contagiar nuevamente al antiguo compañero. Especulaba con mi amistad de modo teatral, como si el tiempo pasado y sus horribles crímenes hubiesen sido tan sólo una historia convencional que nada ni nadie pudiera censurar. ¡Pobre dramaturgo que, lejos de elevarse, se rebajaba ahora, pese a su capciosa nobleza, al decadente y relegado científico incomprendido que era Herbert George Wells! Sin embargo, su vuelta no había dejado de asestar el ya postrer golpe de gracia a cuanto horror despierta en nosotros toda idea de bajeza. Hyde volvía de sus profundas tinieblas para convertirse de nuevo en un árbol azotado por la tempestad. Yo podría aceptar cierto discernimiento especial, una capacidad de distinguir cierta relación de decoro moral en Louis Jekyll, conocido personaje todavía virtuoso, bien que por defecto y ceguera de la sociedad que le rodeaba. Pero en las palabras que ahora me transmitía a través de su nota se vinculaban las concepciones de sus dos personalidades. Pronto resultaría imposible descomponer entrambas partes: Jekyll y Hyde, puesto que el pensamiento y la idea, el impulso y el acto habían dejado de entenderse. Ambos habían dejado de reconocer los límites. En una palabra, la condición primera de la búsqueda científica de Jekyll había desembocado en un único principio: el ya irreversible Mal por antonomasia... No me perdería en más razonamientos. Jamás contestaría a ninguno de cuantos escritos siguió enviándome. Pero debía tener cuidado. La exasperación encubierta de Louis Jekyll no podía ser atacada. Sus pulsaciones enfermizas vivían ligeramente absorbidas por sus prerrogativas adineradas, por su importancia social. Londres desconocía al asesino somnoliento. No obstante, Jekyll-Hyde y Herbert George Wells vivían enfrentados por una distancia tan endeble que no tardaría en desencadenar sobre ambos nuevas imprudencias. Jekyll imploraba y Wells seguía rehuyendo la esclavitud... La siguiente nota me hizo temblar en el silencio. No daba crédito a lo que leía. Una oleada de repugnancia me invadió: Louis Jekyll comunicaba a su "gran amigo Herbert George Wells" su próximo enlace matrimonial con Miss. Beatrix Emery, hija de Henry Emery, uno de los más honestos y preclaros diputados del Parlamento Londinense, joven de extraordinaria belleza, excelente reputación, y cuya dulzura e inocencia brindaban uno de los más exquisitos ejemplos éticos frente a la inclemencia social del gran Londres. Era la suya, pese a su juventud, una de las más celebradas y bienhechoras influencias ante las orgullosas espirales de una sociedad cuyo despotismo no concedía más calor que el que ofrendara la asfixiante púrpura de su occidentalismo superior y grandilocuente. Por ello mismo, no pude evitar un recuerdo angustiado hacia la última víctima de Hyde: la prostituta Yvy Peterson. ¿No acabaría tarde o temprano la joven Beatrix Emery corriendo la misma suerte, desconocedora del monstruo que se ocultaba tras la seductora imagen de Louis Jekyll?... Unos días más tarde, Mrs. Higgins me anunció la inesperada visita (¡finalmente se había decidido a aparecer de nuevo ante mí!) de Louis Jekyll. Era una mañana lluviosa, de frío intensísimo, y yo me había refugiado en mi pequeña biblioteca junto al reconfortador fuego de la chimenea. Últimamente, casi no dormía. Me acuartelaba en mi laboratorio. Mis noches no poseían más horizontes que los que yo confería a mi proyecto. Rehuyendo el sueño, mi mente, que había cedido ya por indiferencia, ya por desidia, repugnancia u odio (por lo menos, así lo pretendía yo) al adocenamiento que al mundo proporcionaban "las cosas materiales", deliberaba, contendía, se extraviaba, mientras el resto de la humanidad comía, bebía, cantaba, rezaba o dormía. Yo continuaba mis estudios científicos. El único foco luminoso que irradiaba en mi existencia era el de aquellos contornos prodigiosos, ya casi definitivos, que había cobrado mi "Máquina del Tiempo". Para mí la ciencia estaba minada en toda Inglaterra. Mi época se resumía en un cataclismo. No quería saber nada más de nadie. Jekyll-Hyde también formaba parte de mi mundo perdido. No era más que un mar de tempestad con su flujo y reflujo de inmoralidad y maldad. Y pese a la repulsión que me había ocasionado el anuncio de su compromiso matrimonial, tampoco deseaba tener nada que ver ni con su persona, ni con su dualidad maléfica, ni con su pretendida labor en pro de la ciencia, ocupación esta de la que tanto solía alardear y a todas luces nefasta. Su vida intelectual -alguna novela de aventuras que había publicado unos años antes- tampoco había despertado jamás en mí la menor curiosidad. Y por fin, cuando lo tuve frente a mí, sufrí una tremenda incitación: le hubiera "echado a patadas" de mi gabinete (lo primero que hice fue ocultar a su mirada de buitre algunas de mis privadas correcciones, que se hallaban diseminadas encima de mi escritorio, sobre el proyecto que ocultaba en mi laboratorio). Nuestro reencuentro representaba un momento tan intenso de confusión, que no supe como allanar todas las dificultades que entrañaba. Louis vacilaba. Se hallaba helado y se sentó junto al fuego. Llevaba entre sus manos un manuscrito que yo, por supuesto, desconocía. Observó las llamas, fascinado e inerte. El manuscrito cayó al suelo, y ninguno de los dos nos molestamos en recogerlo. "¿No te interesa, verdad?", gesticuló con aire dolorido, "Pero es tu precio,... el precio que Herbert George Wells debe pagar a su benefactor Louis Jekyll". Su amenaza no desató en mí la menor inquietud. Conocía bien las miserables prerrogativas con que acostumbraba a barnizar sus pretendidos juicios de moralidad. Su amenaza era digna de esa engañosa ética. En Louis jamás había existido un cuadro de virtudes basado en la devoción y en la clemencia. Los rasgos caballerescos de su moral se basaron siempre en la venganza. Era su más violento culto. Con sus actos satánicos había pretendido crear historia. Pero su historia era robespierrista: un historiador sospechoso que, proponiendo un nuevo tipo de moralidad, se vengaba al mismo tiempo de ella, guillotinándola con sus tendencias autoritaristas sobre esa sociedad que formaran sus propios adoradores... No protesté. Me dirigí al ventanal tras el cual soplaba un viento áspero y helado. El cielo estaba gris como de costumbre en aquel árido Londres. Louis, ante mi indiferencia, temblaba de furor. "¿Ya no deseas mi ayuda?"... Le observé impertérrito. "¿Quién pide ayuda a quien, sino tú? ¿Has olvidado tu primer escrito, aquél en el que implorabas de nuevo mi amistad? Tan sólo te faltó ponerte de rodillas ante mí" ..."¡Tú sabes muy bien que no fui yo, Louis Jekyll, quien lo escribió!", se expresó efectuando un aspaviento avergonzado, "sino..." "Hyde, desde luego", no sentí el menor escrúpulo en dejarlo claro. Louis enrojeció, y tiró ahora del otro hilo, el más extraño, el que lo había llevado a presentarse ante mí: "¿No te interesa mi manuscrito?"... "No creo que seas capaz de inventar motivos capaces de interesarme"... Su dedo señaló violentamente el título del manuscrito que permanecía en el suelo. "¡Este argumento puede interesarte, te lo aseguro!", revolvió sus ojos contra mí; su voz poseía el arranque artificioso y absurdo de un confidente, la máxima perversa que tan bien describía el dramatismo de cualquiera de sus muchas intrigas. Tomé el manuscrito. Al leer su título, pese a mi estupefacción, traté de que en mi rostro no se dibujase la menor contrariedad, aunque, interiormente, para que negarlo, me avergonzaba la abyección monstruosa de Louis. Me observó con la misma furiosa atención de antes. "A quién crees que hará más daño cuando salga a la luz: ¿a ti o a mí?"... "¡Estás completamente loco! Dudo mucho de que te atrevas a publicar esta monstruosidad", declaré con un énfasis de total indiferencia, pese a que me invadiera de nuevo una oleada de repugnancia. "¿Tú crees? ¿Olvidas que soy un escritor ampliamente reconocido en toda Inglaterra? Mientras que tú...", sonrió radiante y virulento, "¿Qué has sido capaz de crear tú? ¡Tus absurdos y pretenciosos estudios científicos no han logrado interesar jamás a nadie! ¿Qué habría sido de ti sin mi ayuda... sin mi amistad, sin mi dinero? ¿Cómo puedes arrogarte el derecho, tú un pobre paria en esta Inglaterra coronada por la exigencia de la nobleza adinerada, a conceptuar mi último escrito como monstruosidad?". El rostro de Louis se hallaba nuevamente descompuesto, pero, pese a todo, me observaba con una especie de vago terror ante mi displicencia. "¿Qué otra cosa si no pueden esconder esas cuartillas nacidas de tu mente trastornada? ¡Pobre Jekyll, desgraciado Hyde!" Dejé caer de nuevo el manuscrito sobre el suelo alfombrado. El título del mismo resaltaba ahora frente al resplandor convulso que le conferían las llamaradas de la chimenea: "El extraño caso del Dr. Jekyll, George Wells y Mr. Hyde"..."

En aquellos momentos, varios selectores de imágenes y sensores acústicos de Clonic Science Institution captaban ya la irrupción de los cuerpos restrictivos Hyde, que, rebasando el área de seguridad del inmenso laboratorio, programado para defender la importante institución médica frente a cualquier previsible intrusión (y tras cuyos dispositivos salvaguardadores había concentrado su escasa fuerza la ya fracasada rebelión Albion), desbordaban con su espantosa presencia muchas de las galerías que conducían a sus laberínticas salas. Las patrullas Hyde habían iniciado su siniestro ataque en casi todas sus dependencias. La imágenes emitidas por la terminal procesadora dotada de un número infinito de ordenadores, y que ocupaba una de las más amplias zonas del gran centro investigador, mostraban con aterradora crudeza la masacre. No existía discriminación. Reverberaban las explosiones con una acústica horrísona. Los robóticos cuerpos restrictivos Hyde, una vez puesta en funcionamiento la estructura electromagnética que suponía la operación devastadora para la que habían sido creados, se transformaba en un embate destructor de proporciones apocalípticas; una arrasadora maquinaria pesada cuya prioridad absoluta era el fuego: los seres Albion, responsables directos del levantamiento, eran alcanzados y abrasados como antorchas en movimiento que buscasen una huida imposible en las profundidades de aquel laberinto monstruoso. La temeraria resistencia Albión acabaría allí, aislada, lacerado el proceso de su creación y nuevamente desterrado por la Superior Confederación Tecnológica de Krizalid Restricted Zone Bosswellyes el credo misterioso de su auténtica naturaleza.
 
 

 
 


 
 

lunes, 9 de agosto de 2010

El gran secreto de H.G. Wells Parte II -VIII-






Autor: Tassilon-Stavros






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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -VIII-



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"... La conciencia de mi posible vida fracasada me confería, en efecto, un aire taciturno. Aparte de que en mi comportamiento con mis muy queridas amistades de otros tiempos no me andaba con miramientos. Con excepción de muy pocos de ellos, me sentía, como no podía ser de otra manera, muy poco estimado por mis colegas. Cierto que ante mí se abría ahora un vértigo más vasto: mi proyectada "Máquina del Tiempo". ¡Qué gran desquite frente a mi odio acumulado! Sin que nadie lo sospechase, mi triunfo sobre el tiempo era seguro. A veces me sorprendía a mí mismo mirando al cielo y exclamando: "¡Haz que llegue pronto ese momento!"... Nada importaban, pues, muchas de las reflexiones estúpidas oídas constantemente en aquel Londres reaccionario donde las prosperidades y las desgracias jamás lograrían equilibrarse. El bien de la especie jamás ha consolado a individuo alguno. Cómo persuadir a aquel mundo hostil sobre la grandiosidad de cuantas invenciones habrían de sorprendernos en los siglos venideros. La resistencia a los inventos parecía haber quedado allí, acuartelada en el desmayo continuo de aquella ciudad intolerante que tan sólo conocía el brillo de las piedras preciosas; en las existencias monótonas, absurdas y sin esperanza de una sociedad burguesa, reforzada por los aleluyas de su obsoleto fermento de moralidad, y que regularizaban sus arrebatos de orgullo en sus grandes mansiones, lejos de todo elemento de progreso, de toda ternura por los humildes, de toda defensa por los pobres, y aún menos de cualquier exaltación por los oprimidos. Es bien cierto que también yo, al apartarme de aquel mundo que me abrió sus puertas a la Debating Society, donde tropecé, como vulgarmente se dice, con inmensos pedruscos, pues allí, al elevar uno de mis primeros gritos de igualdad: "¡La verdadera nacionalidad es la del género humano"!, tratando con ello de alzarme por encima de las miserias de este mundo, no logré hinchar lo que ya era chato. "Espíritus serios" los de la Debating Society,... espíritus indignos que pronto se cansaron de mis arranques de franqueza. ¡Cuán artificiosa y vetusta era la necedad de sus llamadas "estadísticas morales" Una sociedad de párpados pesados, de narices sólidas, y gruesos labios que movían los resortes de su política basándose, 250 años después, en las campañas de Cromwell, dictador intolerante, héroe de absurda incongruencia entregado a la lucha por la libertad del horror, y obligado regicida cercenador del largo pescuezo del muy idolatrado y no menos nefasto rey Carlos. Así, aquella Inglaterra de impenitente aristocracia y sus reglas críticas seguía brindando por sus preclaros pero incoherentes ejemplos morales: una causa especial, una religión, una nación, un Parlamento, un sistema que se arrogaba el derecho de amonestar al mundo y a su participativa y arriesgada búsqueda de la igualdad entre los seres humanos...

"Hombres... Seres humanos": aquellas acepciones recorrían la mente de la criatura Albion de una manera tan progresiva como inexplicable, pero como deseosas de apoderarse y esclarecer la penosa oscuridad que significaba para él la intromisión inmortal de aquel ser inexistente cuya imagen, de intrigante significado, había llegado hasta él casualmente; forjada y custodiada por la férrea cadena misteriosa de un remoto pasado de básicos fundamentos civilizadores de los cuales Krizalid Bosswellyes parecía haber heredado la sólida formación tecnológica que gobernaba la gigantesca plataforma.

"... Una vez, movido por la ira, grité: "Vuestra crisis del gran precepto que ha de unir la humanidad será el chiste de mañana" Por amor a sus ideas simples, insultantes, siempre movidas por la perentoriedad snobista de las apariencias, una sociedad adinerada es capaz hasta de respetar la mayor de las ignorancias... Recuerdo, no obstante, los interminables diálogos, la gazmoñería estúpida de quienes veían en mis palabras patrañas para embaucarlos: "Wells presume de sublime, reprueba nuestra moralidad bautizada por la función creadora de Dios, niega que la necesidad de un Creador sea el auténtico testimonio de nuestra conciencia, y su "scienza nuova", que pretende desconocer el plan de la Providencia sobre la historia humana, no es más que la defensa insostenible de la Ficción, perjudicial y apta tan sólo para el mito, que los hombres de linaje jamás podrán aceptar. Querido Wells, sería muy de desear que no se hicieran más descubrimientos que ejerzan apologías antirreligiosas, prescribiendo en los hombres de bien lo que en verdad hay que creer". Quedaba muy clara la perfidia de aquellas especies de intendentes palaciegos, magnates del pueblo alto, atrincherados en sus posiciones de intransigencia, a los que en el fondo tanto les indignaba como divertía mi origen humilde, que jamás tendría una puerta abierta a su sociedad. ¿Cómo podía pretender un personaje de segundo plano ejercer su influencia, amonestar un sistema, brindar ejemplos morales, o mostrar la que era considerada sin duda total inepcia de sus rigores científicos? Herbert George Wells incapaz, además, de ofrendar el menor ápice de inmodestia, se atrevía a mofarse en público de los símbolos sociales perpetuados en los capiteles de la grandeza enfática, pomposa, de una retórica monarquía dominadora del mundo, que por otra parte presumía de sus grandes reformas, de su inefables, para muchos persuasivos, cambios sociales, no tan sólo económicos sino científicos; y de una ingente Revolución Industrial expansionadora del Imperio Británico, que no dejaba por ello de seguir mostrando el lamentable testimonio de una esencia cultural decadente, y de un colonialismo brutal, de falsos contenidos ideológicos, y por medio de los cuales el gran pueblo inglés pretendía seguir sorprendiendo y abrumando al resto del continente europeo. La plutocrática y combativa Inglaterra Victoriana, monopolizadora de la más ampulosa de las autoridades, cuyo poder efectivo se materializaba en sus afamados y sancionadores "tiempos de guerra", trataba de armonizar de nuevo sus doctrinas nefastas. Dios parecía haber vuelto a tomar una envoltura visible en nuestra isla, ofrendando una nueva premisa, completamente falsa, de unión humano-religiosa al grito de: "La razón del hombre, y por extensión la del superior pueblo inglés, es idéntica a la de Dios!"... Era preciso apartar a Herbert George Wells de la importancia del gran atavío londinense. Yo pertenecía a una empobrecida familia de la llamada media-clase baja; mis padres habían poseído una tienda de loza; sufrí un accidente en 1874 que me destrozó una pierna. Durante mi convalecencia descubrí la importancia de los libros. Un nuevo accidente, esta vez de mi padre, me obligó luego a emplearme en diversos oficios. Fui aprendiz en una tienda textil, la horrible Southsea Drapery Emporium Hyde's -un nombre que más tarde habría de perseguirme de nuevo-, pero descubrí la importancia de la lectura; y logré ser admitido en la escuela de gramática de Midshurt, obteniendo también una beca para cursar estudios de biología en el Royal College de Ciencias de Londres... Bien, como yo solía asegurar, sin dejar de reiterarme en ello, mientras cursaba mis estudios, "el camino para medrar está casi siempre sembrado de amistades rotas por la envidia". Pero no volveré a insistir en mi indignación moral. Fue ese ansia de instrucción, ingobernable y perturbador que se origina en el científico, el que me restituyó el nada glorioso triunfo por desentrañar el misterio inextricable que alimenta la savia del árbol genealógico de la humanidad, porque cuánto más profundamente sentí deseos de entender a los hombres, de estudiarlos, más me aferré a una obsesión, persistente y ya insoslayable, o quizás la más fascinante y más irresoluble del mundo para mí: ¿qué vendría después de Herbert George Wells? ¿Podría mi "Máquina del Tiempo" concederme el más preclaro reflejo de la Verdad? ¿Podría yo erigirme en científico del futuro con un sólo fin: llegar a saber si el hombre no es lo último?... Erróneamente, ya había intentado un primer asalto al concederle mi amistad al nefasto Louis Jekyll. Pero no había sabido tomar precauciones. Mi ira, convulsa, contra la batahola prepotente de aquella sociedad, fue capaz de magnetizar a la fiera. Mis excesos fueron, en efecto, actos de brutalidad animal. Y la casualidad me deparó a la otra bestia que se oculta en lo más profundo del ser humano. Finalmente, así lo creí yo, mis crisis se atenuaron; mis "nuevas ansiedades morales", como yo las bauticé, lanzaron subsiguientes interrogaciones a mi conciencia, e inferí una más que probable ley defectuosa en mi visión sobre la humanidad, restándome únicamente la Revelación de mi ya inevitable huida, deseo legítimo para mí; exagerado, sin duda, por ser el enfebrecido producto de mi egocentrismo. No niego, pues, que mis abstracciones frente a una percepción más racional del mundo que me rodeaba se apartaron de toda lógica -aunque nunca llegué a aceptar esa certeza en mi interior-. Lo mismo que no puedo ya dudar de que fueron dichas ansiedades, por mí tan vehemente expresadas, las que afectaron a la inteligencia anormal de Louis Jekyll. Mas, ¿cómo podía yo admitir esos dos conocimientos previos?: que una sensación confusa pueda alentar una ley defectuosa, o que el sentir de un cuerpo o las sensaciones físicas de un cerebro frenéticamente atribulado puedan obrar como testimonio de consecuencia sospechosa sobre otra inteligencia que lo perciba... Hyde y sus horribles crímenes habían expuesto bien a las claras estas posibilidades. Después, para mi asombro y mi satisfacción al mismo tiempo, todo se esfumó. Hyde había desaparecido. Y Scotland Yard no reanudó sus búsquedas. Mi vinculación a Hyde, aunque no logró durante el siguiente año liberarme de los suplicios del remordimiento, sí inició en mí, al eclipsarse de mi existencia, un nuevo curso de nueva ansiedad moral, como ya dije. La ciencia me enseñaba de nuevo a gobernar mis actos. Hallé tres motivos primordiales capaces de disculpar mis excesos: placer, interés y deber -este último, turbador e ingenuo, me lo impuse yo-. La construcción de mi "Máquina del Tiempo" me convertía en una especie de niño que ya no manifestaba el menor síntoma de cólera. Y como alegara Rosseau, me dije: "soy niño, egocéntrico, sí, pero inhibido del mundo, y no responsable por tanto. Ya no puedo ser ni moral ni inmoral"... A finales de enero de 1890 otro asesinato (por tratarse de una prostituta, ya que el crimen se hallaba, por desgracia, a la orden del día en Londres) conmovió de nuevo la opinión pública londinense, por temor a que se repitieran los ya un tanto olvidados crímenes de Jack el Destripador: una buscona de taberna, Ivy Peterson, había sido hallada, estrangulada esta vez, en su domicilio. Dos días más tarde recibí una carta: "Sé que imaginabas que había desaparecido... Cuando leas estas líneas me hallaré muy cerca de ti nuevamente. No sé prever con precisión cuál será tu reacción, pues mi instinto me dice que el final, no sólo el tuyo sino también el mío, no podrá ya tardar. La situación en que me encuentro... ¡no, no voy a describirte al monstruo, porque ya lo conoces! Jamás volveré a ser Louis Jekyll... Ivy Peterson ha sido de nuevo la primera víctima de Hyde... Sé que no podré detenerme... Si todavía tienes deseos de saber más, pronto me hallarás... Sé que vas a leer esta confesión de tu indigno y desgraciado amigo con horror... Pero ¡es tu pasada amistad (comprada con mi dinero, lo sé, y no me engaño) la que estoy reclamando, no tu piedad!- Louis Hyde."

"Hyde... Hyde"... Aquel nombre, constantemente repetido por la misteriosa imagen holográfica, seguía acaparando, con la emergencia que sólo puede concederse al reclamo de cualquier manifestación medianamente inteligible, la atención de la mente de la criatura Albion; ahora reforzada por las recientes trazas de los experimentos psiónicos en dicha casta realizados. Una gradual incautación de raíces inteligentes, que, una vez, en eras pasadas, según podía colegir por cuanto transmitía la imagen y la confesión parlante del ser allí configurado por el cinemático sensor gravitacional de la misteriosa sala de Clonic Science Institution, habían sido heredadas por los habitantes de Krizalid Restricted Zone de un potencial psíquico remoto. Un potencial contundente y relativo a ciertos antepasados cuya lucidez y clarividencia cerebral había quedado allí, resguardada en los fundamentos básicos del pozo cuántico que concediera su gran tecnología a la Gubernamental Dictadura Bosswellyes y a sus privilegiados habitantes. Los cuerpos restrictivos Hyde, como objetivos de terror vinculados a la realidad corporativa y represiva de Wellyes, formaban también un entramado de científicos fundamentos básicos para la conservación federalista de la gubernativa Krizalid Restricted Zone, pero diametralmente opuestos en su concepción, a todas luces robóticas, a las criaturas celulares de Wellyes, dado que no constituían más que una monstruosa brigada de policía privada sujeta a los códigos de control tecnológico creado por el gran Ente Científico-Gubernamental de la Dictadura Bosswellyes. Sus articulaciones prensiles poseían por tanto un sistema de camuflaje metálico que almacenaban sus inductores neurales controlables por los grandes adelantos técnicos que se aplicaban a su proceso de fabricación. El robot (palabra hasta aquel momento indescifrable para la criatura Albion) Hyde no se constituía por ello en espécimen de quirófano, como los clones genéticos que en realidad eran los seres Albion. Simbióticos clónicos esparcidos y esclavizados por la gigantesca plataforma tecnológica de Wellyes y su Gubernamental Restricted Zone. Para la criatura Albion, pese a hallarse todavía en conflicto con los parámetros de una conducta ciertamente primaria, todo coincidía ahora. Aquella imagen holográfica revelaba por vez primera, frente a la atenta criatura cuya atención había acaparado, al igual que un efecto medicinalmente sanador de su embrionaria masa cerebral, y como si hubiese sido asignada, desde eras remotas, para aquella misión secreta que era la verdad absoluta de la civilización Bosswellyes, la ebullición vital de un organismo que, como el suyo, se hallaba formado por venas azules que circunvolucionaban, entre un inexplicable gradiente térmico, en el interior de sus tejidos concediéndole un hasta entonces desconocido ritmo cardíaco (del que había oído hablar en los quirófanos sin comprender su significado); y confirmaba que aquella masa de carne celular, un tanto deforme, no era muy diferente a la que se reflejaba en el sensor holográfico, y que, insistentemente, se nombraba a sí misma como "hombre". Una presencia que se vanagloriaba, pese a ciertas displicencias enojosas (por lo que podía entender) contra el espíritu corporativo al que había pertenecido en su era originaria, de formar parte de una civilización existente en aquel remoto planeta como moradores ancestrales de la actual plataforma Wellyes; y cuya expansión, ya desaparecida y ocultada deliberadamente por el Gobierno Bosswellyes, se anunciaba a sí misma y a sus actuaciones psíquicas como modelos antiguos de criaturas biológicas o protoformas orgánicas de transductores cerebrales inteligentes, muy similares a los Albion y a sus gobernantes de Restricted Krizalid. Y a cuyas estructuras moleculares les asignaban una perturbadora modulación parlante, como si un insistente identificador vocal horadase la oscuridad de las eras, que hablaba por supuesto de criaturas vivientes a cuyo sistema neuronal se le aplicara, en su sentido más literal, la primitiva acepción de "seres humanos"