miércoles, 2 de agosto de 2017

Lucio Cornelio Sila: el siniestro encanto de la dictadura -Final-







Autor:Tassilon-Stavros
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LUCIO CORNELIO SILA: 

 

 

 

EL SINIESTRO ENCANTO 

 

 

 

DE LA DICTADURA  -FINAL-



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"Romanae aquilae, insigne potentiae"

En todas las épocas, más o menos civilizadas, de cuantos imperios se han visto rodeados por un nuevo cielo de Poder han persistido las ansiedades que han ido más allá de los toques de responsabilidad, saltándose a la torera los nudos de conciencia, porque las obsesiones se encargan de romperlos y disolverlos en las oscuridad que anida en el detestable mundo de tensión que dicho Poder genera. Los conocimientos reveladores de la sensatez siempre han sido, pues, como plumas inútiles revoloteando a través del sufrimiento y la muerte, entre los que se ha refocilado la historia de los pueblos que, precediéndonos, han gobernado el mundo sin cambiarle su esencia. Una especie de alegría de vivir en el que, pese a las desesperaciones y horrores causados, los hombres han imaginado gozar de su verdadero tiempo privilegiado, aunque toda esa parafernalia se cumpliera ciertamente sin la aquiescencia serena de una auténtica felicidad. Tanto es así que todas esas aventajadas grandezas pasadas no han sido más que sueños enloquecedores, porque su caldo de cultivo siempre se ha hallado en una tortura generalizada que la mayoría de los hombres poderosos, pese a todo, no han querido reconocer. Y por ello, se diga todo cuanto se haya dicho, y se siga diciendo, son las crisis más absurdas las que siempre han acompañado a esta podrida humanidad, porque nada hay en el mundo que pueda transformarla. Y cuando ha creído sentirse más cuerda, se ha vuelto a balancear en una nueva  oscuridad  a la que se ha llamado "flamante realidad inmediata", que no es más que la realidad de esa certeza de no querer reconocer el vacío oscuro donde todas nuestras inútiles luchas serán de nuevo destruidas, convirtiéndonos otra vez en lo que somos: polvo ausente, eternamente sustituidos por prescindibles.

"¡Basta ya, hombre,... basta ya con tanta disquisición, que ya me está revolucionando el sistema nervioso!, porque si lo que quiere usted es repetir hasta la saciedad que el hombre es animal que siempre anduvo muy desorientado con tanta concesión al turismo bélico y dictatorial, bestia tontorrona de toda la vida porque las cosas de este mundo, sean del lance que sean, se le estropean siempre cuando más tranquilas y seguras parecían, ya es mucho incordio el suyo!..." "¡Bueno, bueno, tampoco es para ponerse así, digo yo! A mí es que siempre me gusta darme un respiro antes de seguir levantando la polvareda histórica, y dar cumplida variedad de vocabulario y razonamientos a la pelusilla del tiempo pasado. Tiempo al que tantas veces se premia con mentiras de pronóstico reservado porque a muchos lectores [conste que no digo escritores] les resta afición y facultades para adentrarse en sus recovecos más escorados y turbios. Y es que la Historia, que es una especie de eterna guerra contra el aburrimiento, lo peor que puede hacer es abandonar la lucha en su deseo de complacer al respetable [lector, se entiende]. Y si deja que sus batallas no cuenten sino en la vaguedad del recuerdo, que no siempre suele jugar limpio, finalmente a los entresijos de la Verdad Histórica [con mayúscula] no les recubrirá más que el fuego fatuo de los cementerios, con sus tumbas perdidas y fosas comunes, sus agujeros inhóspitos, sus tierras convertidas en lodazales o montañitas polvorientas, y donde, aparte de su recogimiento, a los actos humanos, que engrandecieron con sus heroicidades, se envanecieron con sus pompas y altanerías, o proscribieron con sus barbaries [las más de las veces] las virtudes morales y sociales del milagroso misterio que es la vida, no les piarían ya ni los pájaros..." 

"Pues, mire, yo a usted no le entiendo. ¿En que siente mayor voluntad usted: en amar o en odiar?, porque, si para convocar los espirituales miasmas de los banquetes históricos, va usted a seguir soltando ironías de las que suelen emplearse en los ataques de melancolía, como aquél que añora la patria lejana, ya le veo a usted como a un vampiro desmadrado, flotando entre las ventoleras inclementes de esas morriñas biográficas y buscando entre las tumbas calaveras de las que para tener noticia hay que vivir más de trescientos años, como las cacatúas. Y sabe lo que le digo que para seguir por estas trochas, en mi tierra ya tenemos a Borges, que es más "sustansioso", al que le asoman los fuegos fatuos por todas partes, y que con sus letras cabalísticas nos soltó cada "golpisa" que casi dejó "ocsiso" a medio planeta de habla española. ¿Me entendiste, vos?..." "Lo que no acabo de entender es por qué, hasta el día de hoy, me ha estado usted llamando de "usted" en lugar de echar mano del "vos" con el que ahora me ofrenda su "pedigree" argentino?..." "Es que vos acá mantenés el uso sostenido de los rebusques históricos y andás verdugueándonos de tal modo los acontecimientos que vivís en la cabeza que vas y venís dándole tan poco movimiento a la Historia que sos como aquellos tipos que se subían a lo alto de las montañas con idea de meditar cinco o seís años dejándonos a todos como cuando se está en cana..." "¡Bien, bien, aunque no entendí nada, esta retahila que me ha soltado sin puntos ni comas es como llegar a un final jadeante de abroncamiento. Así que no se me enfade, no le demos más vueltas, y pasemos de nuevo a la Historia con mayúsculas que, aunque suele ser asunto muy poco agradecido, he decidido no concederle más moratorias y paciencias. ¡Ufff con la morochita!..." "¿Qué piás ahora?..." "¡No, nada, nada...!"

Bueno, pues como ya ha quedado claro que no vale esperar ni exigir moratorias y paciencias que puedan poner en entredicho el buen nombre de los hechos históricos cuando estos quedan relegados durante un tiempo por reflexiones cansinas o por tanta reiteración,  y que inclinan a sospechar que nos hacemos los longuis para que sus entresijos creen telarañas, calibremos de nuevo los últimos actos mamporreros de aquellos próceres dictatoriales romanos roídos por un sin fin de ambiciones a los que jamás movió ni la paz ni la caridad. Roma, por si no lo recuerdan, tras los encontronazos y las tundas amargas y escocedoras de cuantas matanzas se habían sucedido, vivía ahora el Cinnanum Tempus, aquel período del 87-84 A.C. sometido a la dictadura del antiguo plebeyo Lucio Cornelio Cinna, que había compartido consulado con el ya difunto Cayo Mario, quien, tras organizar junto con Cinna una auténtica masacre en Roma [según ellos para restablecer el orden perdido, [y aprovechándose de la ausencia de Lucio Cornelio Sila que se hallaba sitiando Atenas], se había dejado el pellejo en tal carnicería.

Entretanto, Sila, que además de ser un formidable general, era un precavido conocedor de sus tropas y sabía cómo explotarlas con el inspirador cálculo que deparaban en tales tiempos los buenos botines de las ciudades conquistadas,  había convencido a sus falanges de que era un verdadero dios. Y por ello mismo no estaba dispuesto a dejarse sorprender ni por su enemigo mortal, Mitrídates del Ponto, ni por las cohortes de Valerio Flaco que Cinna había enviado a Grecia para deponerlo, apresarlo, y llevárselo derrotado a Roma donde pudiera ser ejecutado. Las milicias adoradoras de Sila, a fin de trajinarse el pingüe botín que se les ofrecía, fueron de victoria en victoria en sus ataques a Olimpia, Epidauro y Delfos. Y con el beneplácito de su general, rugieron furibundas como leones hambrientos o auténticos verdugos matarifes por las calles de aquellas desgraciadas ciudades. Las matanzas continuaron luego en Atenas que, pese a resistir y mostrarse casi inexpugnable, cayó como sus antecesoras del Peloponeso. La recompensa fue adecuada a la grandeza de Atenas, que quedó a merced de la soldadesca mientras Sila, pese a su amor por la cultura y el arte griego, se mantuvo impasible, como ya se indicó, ante el saqueo y la hecatombe que significó la caída de tan maravillosa ciudad. Cuenta Plutarco que auténticos ríos de sangre recorrieron sus calles e inundaron todos y cada uno de sus suburbios, resultando imposible contar el número de ciudadanos atenienses, sin distinción de edades ni sexo, que allí murieron. Luego, tras el holocausto ateniense, Sila reagrupó sus triunfales milicias y las condujo contra el ejército de Mitrídates VI Eupator que ya, alarmantemente, avanzaba sobre Queronea y Orcómenes, ciudades situadas en la Prefectura de Beocia. La definitiva batalla contra Mitrídates se cobró un plus con los botines ya conseguidos, puesto que el rey del Ponto fue completamente derrotado por los romanos, que no cesaron de perseguirlos después por todo el Helesponto egéico. Al mismo tiempo Lucio Valerio Flaco había desembarcado con sus tropas en el Epiro jónico, dispuesto a sustituir en el mando al victorioso Sila, con quien celebró una crucial entrevista.


Pero una vez reunidos Valerio Flaco y Cornelio Sila, las tropas de ambos generales decidieron actuar por iniciativa propia, y se dividieron.Una parte se unió a sus victoriosos compatriotas con el beneplácito de Flaco, que se había negado a deponer a Sila. La otra, comandada por el lugarteniente Cayo Flavio Fimbria que había comenzado a tener dudas acerca de la prodigalidad de Valerio al negarse a destituir del mando a Sila tal como se lo había ordenado en Roma su flamante dictador Lucio Cornelio Cinna, optó por rebelarse. Fimbria, por odio o envidia seguramente, no se conformó, además, con tal insubordinación que ponía en peligro el acuerdo pacífico a que habían llegado Flaco y Sila, sino que se propuso, contando con sus soldados y su enfebrecida arrogancia nacionalista, volver a Roma, para dar cuenta de aquella alianza prohibida a Cinna. Y Valerio, que montó en cólera ante aquella contraofensiva traidora, lo relevó inmediatamente del cargo. En el ínterin, Sila abrazaba ya un nuevo proyecto: firmar una paz definitiva con el derrotado Mitrídates VI Eupator, promentiéndole que respetaría su reino del Ponto, aunque exigiéndole como indemnización por haberse enfrentado a él ochenta naves y dos mil talentos con los cuales poder pagar a sus victoriosas falanges y conducirlas de nuevo a Roma.

Pero el nuevo desastre ya estaba en marcha porque Cayo Flavio Fimbria, tras la ruptura de todo vínculo militar con Lucio Valerio Flaco, se aplicó a poner en práctica, a escondidas, una huida propiciatoria, que le llevó a refugiarse en Calcedonia, situada en la entrada del Ponto Euxino frente a Bizancio, ciudad costera de poca importancia por aquel entonces. Y, una vez allí, instigó un motín contra Flaco, que se había trasladado a  Nicomedia, capital del reino de Bitinia. Sin verse asaltado por desánimo alguno ante la proximidad de su antiguo general, Fimbria, al mando de sus tropas insurrectas, decidió enfrentarse a él, expugnó la ciudad y consiguió dar  muerte a Lucio Valerio Flaco, cuya cabeza fue lanzada al mar y su cuerpo entregado a la hoguera. Los actos sediciosos de Fimbria, que para él representaron un inesperado triunfo personal, se erigieron así en una constante provocación contra la rentabilidad con que se significaban  las victorias llevadas a cabo por Sila en Grecia y el Helesponto. El gran general se vio pues conminado, dados los acontecimientos nefastos perpetrados por aquél, a perseguirlo hasta Lidia, en la Anatolia occidental donde se hallaba ahora atrincherado. La aparición de Sila promovió una total deserción de las falanges rebeldes que optaron por unirse a él. Y Cayo Flavio Fimbria, al verse completamente solo, se quitó la vida.

En Roma las noticias de todos aquellos acontecimientos que habían tenido lugar en Grecia y el Helesponto, con los triunfos de Sila y el asesinato del consul suffectus Valerio Flaco a manos del subversivo Fimbria, llegaron meses después como de propina. Era ya una inveterada costumbre aceptar sin demasiada rigurosidad todo lo que concernía a sediciones, matanzas y nuevas amenazas tras los viejos y constantes embates de saneamiento con que allí se permitían tales insociales licencias sus patricios o sus cónsules para dosificar sus constantes ambiciones de Poder. En seco, no había más que aprestarse a organizar otro órdago babilónico contra el vencedor, que en este caso volvía a ser Lucio Cornelio Sila, quien,  antes de regresar a la Caput Mundi, siguió atravesando Grecia, saqueando sus tesoros y exprimiendo todo el dinero posible de las provincias por las que pasaba. Luego embarcó en sus últimas naves a su gran ejército en Patrás, frente al Jónico, desembarcando a los pocos días en Brindisi, situada en la Apulia al sur de Italia en el año 83.


Lucio Cornelio Cinna

Lucio Cornelio Cinna, que sabía que jamás llegaría a lograr ningún acuerdo con el invicto y acérrimo enemigo Sila tras su ya inminente regreso de Oriente, se dispuso a defender Italia y formó una coalición con Cneo Papirio Carbón, cónsul que había imprimido un mayor radicalismo al gobierno de Roma. Cinna y Carbón se habían concentrado en Ancona, situada en la costa oeste del Adriático, y desde allí trató de llegar con sus tropas a Brindisi para trasladarse a la Tesalia antes de que Sila se le adelantara y arribara a Italia. Se desató un motín militar, ya que las falanges de Cinna y Carbón se negaron a desplazarse por orden de sus dos generales a la llamada costa adriática Liburnina o Cirquenizza [al occidente de la actual Croacia]. Cinna y Carbón murieron en la sublevación asesinados por sus propios soldados. Los ecos de la sangrienta revuelta en Brindisi y la muerte de sus irresponsables y radicales adalides no se hicieron esperar. Y Roma, como funeraria amortajadora muy ufana y orgullosa de la conducta de sus gobernantes, celebró el óbito de sus muertos o sus exequias de tronío como mejor sabía hacerlo: ¡con los laureles sangrientos de una nueva revolución!

Mario el Joven

Lucio Cornelio Sila llegaba hasta Roma no tan sólo reafirmando la fuerza de su autoridad como triunfante militar en las campañas de Grecia y el Helesponto, sino solemnizando su autoritarismo mediante un ventajoso botín con el que poder implementar las un tanto exiguas arcas del estado: quince mil libras de oro y cien mil de plata. Pero la siempre enmarañada madeja de sucesiones en el Gobierno de Roma, una vez desaparecido Lucio Cornelio Cinna, había pasado ahora a manos de los rebeldes populares frente a los cuales se hallaba el hijo de Cayo Mario, el pretor Mario el Joven. Turbulento y sectario, este vástago de Mario en realidad se preocupaba más por el recuerdo de su difunto padre, y por la sembrada semilla de  su odio hacia Sila, sembrada, ya desde su niñez, por el despótico y arrogante cónsul que lo había engendrado.Semilla alimentada en las oscuras fórmulas de tradición autoritaria y absolutista en que se encuadraron también jerárquicamente las ambiciones de su progenitor. Pero, finalmente, arrogándose el nuevo poder ejecutivo, oligárquico y popular del Gobierno romano, no dudó en proclamar a Sila como enemigo público número uno de la desgarrada Urbe Imperial, foco infeccioso de discordias incesantes, y reunió, no se sabe cómo, un ejército que mandó contra el vencedor de Mitrídates del Ponto, y culpable, según el Joven, de las muertes de Mario, y de los asesinatos de Flaco, Cinna y Carbón. Pero los aristócratas romanos, [cuyo código moral  velaba más por sus patrimonios personales que por el mecenazgo del odio con que el pretor dictaba ahora, con ayuda del populismo, las normas de una flamante conducta gubernamental que así bordeaba el peligro de forma tan flagrante al enfrentarse a Sila] rehusaron convertirse junto al arrogante jovenzuelo y su pequeño ejército en árbitros simpatizantes de la periclitante y probablemente sangrienta amenaza que se cernía otra vez sobre la ciudad con la llegada de Sila.

Cneo Pompeyo

Y una inmensa mayoría de ellos, por no decir todos, decidieron abandonar la urbe y unirse a las tropas del victorioso general. Cneo Pompeyo, considerado como el más brillante y aristocrático adalid de la, por aquellos días, llamada "juventud dorada" [a la que también había pertenecido probablemente Mario el Joven] fue el primero en fomentar semejante desbandada aristocrática en favor de Lucio Cornelio Sila, aportándole ademas un pequeño ejército personal, compuesto de amigos, clientes y esclavos de su familia, a los cuales recompensó con una parte de su patrimonio. Cneo Pompeyo, que había sufrido en muchas ocasiones el aguijoneo de las plebes más desfavorecidas de la urbe romana contra los ricos, y temiendo nuevas anarquías de los rebeldes indigentes y de las tribus samnitas (habitantes de la región montañosa  del centro de Italia conocida por Samnio) que se habían unido a Mario el Joven,  prefirió el flamante orden del que al parecer era portador ahora Sila, y prefirió ignorar que, más tarde, pudieran degenerar en un nuevo Poder arbitrario.

Un riguroso cuadro de desolación se abatió sobre las cercanías de Roma porque Mario el Joven y su exiguo contingente de fuerzas sufrieron una terrible derrota frente a la indudable capacidad bélica de las falanges de Sila y las indudables cualidades militares de éste. Mario, que no se contó entre los muertos, no tuvo más alternativa que huir precipitadamente. Pero, pese a todo, para él la gran jugada triunfal del odiado Sila no estuvo totalmente decidida porque antes de escapar para refugiarse en la ciudad de Preneste, trató de arrastrar en su estrepitosa derrota a  todos los patricios que todavía permanecían en la capital y que no se habían puesto de su parte. Así, pues, le dio tiempo a confeccionar una lista negra, y como pretor de Roma convocó al Senado, antes de que Sila llegara hasta la urbe, y dio orden a sus últimos seguidores de que todos los que se hallaban señalados en la citada lista de insurgentes fueran degollados allí mismo, en sus sillones. Los sicarios de Mario, tras la escabechina de senadores, desvalijaron la ciudad y cometieron todo tipo de tropelías. Luego huyeron para unirse de nuevo con el joven pretor que se dispuso a jugar la última carta contra su hasta entonces invicto enemigo. Mario, contando, como ya se dijo, con las tribus samnitas, había logrado reunir un ejército de cien mil hombres, que se enfrentó por segunda vez a Cornelio Sila en la batalla de Puerta Collina. La contienda que tuvo lugar allí, frente a Roma, fue una de las más sangrientas de la antigüedad. Sila masacró casi a la totalidad de estas belicosas tribus y a los restos del pequeño ejército personal de sicarios de Mario el Joven. Ocho mil de ellos fueron degollados sin discriminación. Y las cabezas decapitadas de los  insubordinados generales del pretor, izadas en picas, fueron llevadas en una complaciente procesión hasta los muros de Preneste, ultimo bastión subversivo de los populares que no dudaron en rendirse, una vez avistada la degollina que portaban las falanges victoriosas de Sila. Mario el Joven no esperó la aparición de su enemigo: se había matado poco antes. El sueño vengativo del levantisco y orgulloso joven quedó cercenado junto a su cabeza, que también fue cortada, enviada a Roma y expuesta al pueblo en el Foro.

La entrada en Roma de Lucio Cornelio Sila fue todo un rito, un altísimo símbolo triunfal al que ahora definitivamente se tributaron honores casi divinos. Fueron dos días, 27 y 28 de enero del 81 A.C., en que se pudo reafirmar su propia soberanía porque todo su prestigio de general invicto fue coronado con un recibimiento inmenso. La ciudad pareció resurgir de las cenizas de aquel silencio aterrador en que la sumieran las dictatoriales prescripciones y matanzas llevadas a cabo por Cinna y Mario el Joven. Sila desfiló seguido por sus falanges victoriosas y por los proscritos por Mario. El pueblo de Roma, movilizado por la grandiosa satisfacción que les producía aquella especie de desquite contra los verdugos que habían ensangrentado sus calles y suburbios un par de años antes,  lanzó sus hosannas al que ahora reconocían como padre y salvador de la patria. En el Capitolio el glorioso general, arropado por la embriagada muchedumbre que esperaba fuera, celebró los sacrificios de ritual. Y como águila imperial que anunciara el retorno de la degrada grandeza de la urbe, se dirigió al Foro donde se valió de un discurso capaz de reverdecer la más hipócrita y solemne de las oratorias al proclamar la favorecida serie de triunfos y logros militares que le habían llevado definitivamente hasta allí, atribuyéndolos, no a los dioses, sino a la suerte. Y, apoyándose en la amplitud de aquella visión de un destino incontestable que había hecho posible tanta ventura bélica, exigió que se le reconociese el título de félix, cuyo significado no era únicamente feliz, sino que en tales instantes, tras su regreso victorioso, significaba lo que ya se había atribuido: una autoridad ungida, ahora sí, por los dioses, así como hombre besado por el más afortunado de los destinos y "salvador providente de Roma" La exultante multitud, los senadores supervivientes y el ejército se inclinó devotamente ante Lucio Cornelio Sila. Y por unanimidad se decidió afianzar al ahora llamado "hombre  de la Providencia", y erigírsele la primera estatua ecuestre, de bronce dorado, que se había visto en la urbe, donde siempre se había prohibido que personaje alguno, por muy sobresaliente que hubiesen sido sus actos patrióticos, fuese reproducido más que a pie.


Pero no hay que olvidar que la historia, por desgracia, nunca olvida la sangre, y como tiene también su fábula y su moraleja acaba siempre por mostrarnos que la naturaleza humana, una vez toca Poder, se deja corroer por las más putrefactas tendencias. Y Lucio Cornelio Sila, ¡qué tío!, tras tantos triunfos acabó por convencerse de que todo el monte [o las siete colinas de Roma] eran orégano. Y dispuesto ya a vivir del maná de sus victorias, se vacunó [metafóricamente hablando, porque las vacunas no se habían inventado todavía] de todas las vacunas que pudieran acarrearle de nuevo cualquier ruina. Así, pues, una vez en sus manos lo absoluto de sus poderes en la subyugada Roma, hizo acuñar nuevas monedas con su perfil, e instituyó, introduciéndolas en el calendario, como obligadas celebraciones a partir de entonces las "Fiestas de la victoria de Sila". "El culto a la personalidad" nació con él. Toda aquella parafernalia de ansiosa inmortalidad por su parte había ahora que saborearla como llamamientos por la gloria de la nueva Roma que en su conciencia y en sus sentimientos le proporcionaba la tan ansiada satisfacción de convertirse por fin en un vanidoso y no menos mezquino dictador. Y no dudó a partir de entonces en someter a la urbe, que con tanta vehemencia le había aclamado en su triunfador retorno, como habría tratado a cualquier otra ciudad conquistada. Y por medio de su ejército la sometió a la más feroz de las represiones. Sus primeros actos sanguinarios tuvieron como objetivo liquidar las cuentas pendientes con más de cuarenta senadores y casi dos mil nobles o pseudo aristócratas cuyas posturas pasadas habían tendido a prestar algún tipo de apoyo al fenecido Mario el Joven. Y aunque no pudieron llegar a probarse tales enjuiciamientos, todos fueron sumariamente condenados a muerte y ajusticiados. Sila promulgó además sabrosas recompensas de miles de sestercios a todos aquellos que entregasen, vivo o muerto, a un proscrito fugitivo.

Además de confiscar las propiedades de todos los condenados, cuenta Plutarco que "Roma se erigió de nuevo en una macabra fiesta de sangre y exaltación del horror. El Foro se adornó con miles de cabezas decapitadas. Maridos fueron degollados sin piedad en brazos de sus esposas, e hijos entre los de sus madres" Sila condenó indiscriminadamente a muchos de los supervivientes que trataron de contemporizar con sus actos y no se habían atrevido a tomar partido a favor de nadie. El dictador dio orden de que fueran suprimidos también a todos aquellos que poseyendo algo de dinero [porque ricos quedaban ya pocos] hubieran tratado de ocultar. Y así Roma se convirtió de pronto en un monumental cementerio como representante jubilosa del triunfo personal de Lucio Cornelio Sila que no cejó en continuar con su "moralizadora obra  de saneamiento social".

Se hallaba todavía en marcha la maquinaria de tan espantosas carnicerías cuando un orgulloso jovenzuelo, sobrino de Mario, por parte de la fallecida esposa del mismo, cuyo nombre era Cayo Julio César, fue llevado ante el tribunal, y una vez allí rehusó renegar de su tío. Sila se aprestó sin dilación a firmar su condena de muerte, pero algunos fieles amigos del joven Julio César mediaron frente al feroz y cruel dictador, demostrando, nunca se sabrá cómo, su inocencia [atribuible quizás a lo irreflexivo de su temprana edad]. Sila aceptó como válidos los razonamientos de los interlocutores que defendieron a César, también probablemente porque, en el endurecimiento de su nueva política, muchos empezaron a constatar que, en el fondo, no había gran diferencia con las que llevaron a cabo antes que él Cinna y Mario. Y como eran ya muchos los privilegios conseguidos, quizás era llegado el momento de poner fin a aquel período de exterminio. Cayo Julio César se libró de la muerte con una condena a confinamiento. Nunca sabremos si estas palabras palabras fueron pronunciadas de verdad, pero se dice que al firmar la sentencia, Sila murmuró: "Creo que cometo una estupidez, porque en este jovenzuelo hay muchos Marios" Pese a todo estampó su firma, aunque la procesión de aquellos futuros temores con respecto a la personalidad sobresaliente del chico a quien ahora libraba de la muerte le fuera por dentro.

No hubo resistencia colectiva ciudadana ante los desmanes que Sila llevara a cabo una vez instalado en el poder. Pero no ha habido jamás dictadura alguna en este mundo que no haya tenido que enfrentarse por lo menos a algún acto de insubordinación particular. La muerte es la auténtica fiesta de los dioses del absolutismo, y los más rudimentarios actos de su llamada "normalización" siempre han requerido someter a estrecha vigilancia hasta a los más allegados de dicha consumación. Sila, como cientos de dictadores antes y después de él, tuvo por tanto que enfrentarse, en una ceremonia pública, al primer acto de una inesperada insumisión por parte de uno de sus más fieles pero fanfarrones lugartenientes, Lucrecio Ofella, acostumbrado a escandalizar y a provocar discusiones antes de enfrentarse a cualquier empresa. El dictador sabía que el prestigio de Lucrecio entre las tropas era inmenso. En realidad había sido Ofella el auténtico conquistador de Preneste, y como ídolo de gran renombre empezaba a representar un serio peligro para él. Y, en el transcurso de la ceremonia, Sila ordenó a uno de sus guardias personales que lo cosiera a puñaladas allí mismo.

Durante dos años Sila mantuvo su gobierno autocrático, aunque suscitando cambios inesperados, pero necesarios tras aquella terrible guerra civil que lo había llevado al poder. Otorgó la ciudadanía romana a hispanos y galos, distribuyó tierras a miles de veteranos (especialmente en Cumas donde poseía una espléndida villa) que habían combatido en sus filas, restableció la antigua regla de los diez años de intervalo para todo aquel que deseara concurrir por segunda vez al consulado. Concedió nueva savia al Senado que debido a las sumarias ejecuciones perpetradas al detentar el poder absoluto había quedado prácticamente invisible. Pero esta vez lo compuso con trescientos miembros de la burguesía fieles a su política dictatorial, lo cual no dejaba de ser una restauración aristocrática, impensable antes de que se hiciera con el Gobierno. Y finalmente licenció a las tropas que le habían llevado de victoria en victoria, decretando que a partir de entonces ningún ejército podía ya emplazarse en Italia. Luego, aquel tirano de manos ensangrentadas con las que sojuzgara al pueblo, devolvió el poder a Senado y se retiró a su ya citada suntuosa villa de Cumas, subdivisión de Puteoli localizado en la región de Campania.

Cecilia Metela, la pródiga esposa que lo había encumbrado enfermó de una dolencia infecciosa poco después de que él se erigiera en máxima autoridad gubernamental y autocrática en Roma. Temeroso de que pudiera contagiarle, cuenta Plutarco, que la trasladó a otra casa y "allí la dejó abandonada a su suerte hasta que la enferma reventó como un perro sarnoso".

Ya viudo y rozando la sesentena, conoció a una joven de veinticinco años llamada Valeria Mesala,  hija del cónsul Marco Valerio Mesala Níger, que se sentó a su lado en una celebración circense de juegos gladiatorios. Era una muchacha hermosa y sin escrúpulos morales. Se cuenta que viendo un pelo en la toga del dictador, se lo quitó. Sila la miró con asombro dada su osadía, aunque encandilado por su hermosura. "No te preocupes, gran dictador -le dijo las casquivana jovenzuela-, también yo deseo participar, aunque sea por un pelo, de tu suerte" Fue breve su resistencia a dejarse atrapar en las redes sensuales que Valeria tejió para él. Se casó en seguida con ella pese a que sesenta años se consideraban en aquellos tiempos una edad demasiado avanzada para entregarse de nuevo a los pinitos pasionales. Los maliciosos, que en realidad le detestaban, esperaron en vano que los signos un tanto preteridos de aquel crápula, que en sus años mozos gozara revolcándose entre las prostitutas de la Suburra, acabaran definitivamente con él, una vez volviera a gozar de los placeres de Venus con aquella veinteañera que al parecer había influido decisivamente sobre sus propósitos de abdicación. Una vez depuesto el poder y las insignias de mando, en uno de sus últimos paseos por Roma con sus amigos, un atrevido transeúnte le injurió, y acabó por dirigirle un procaz ademán. Sila, curado ya de sus terribles reacciones vindicativas, se limitó a exclamar: "¡Pobre imbécil! Si supiera que con ademanes como ese saldrá perdiendo el pueblo, porque no habrá ya dictador en el mundo dispuesto a abandonar el poder".


En el crepúsculo de su existencia, retirado en su villa de Cumas, aún gozó más o menos por un par de años de los placeres carnales que le prodigaba la bella Valeria Mesala Y cazando y discurriendo de filosofía con los amigos, se dedicó también a escribir 22 libros de sus "Memorias", de las que hoy tan sólo se conservan algunos fragmentos. El dictador que se arrogó el título de "feliz", por esas ironías inmerecidas del destino, parece que lo fue en verdad. Su soberbia y falta de principios cívicos le hacían impermeable a cualquier remordimiento por sus actos del pasado. Se mantuvo lúcido e imperioso cuando dirimía cualquier controversia, y era tal su prepotencia que a uno de sus amigos, un tal Granio, que se le enfrentó desobedeciéndole a propósito de no se sabe qué nadería, le hizo acudir a su estancia privada con engaños y ordenó a sus siervos que lo estrangularan. El hervor dictatorial hervía todavía en su sangre. Aquejado por una úlcera maligna, aunque a tenor de lo que cuenta Plutarco se trataba más bien de un cáncer intestinal que le prodigaba tremendo dolores intermitentes [enfermedad que según el historiador, Sila siempre aseguró conocer de antemano dado que al parecer ya la padecía desde el inicio mismo de su cursus honorum, siendo perfectamente consciente de su gravedad], el dictador se enfrentó a la muerte, ocultando sus sufrimientos, que eran enormes, bajo sonrisas y palabras jocosas. "Con sus ojos celestes y fríos bajo la cabellera dorada, su pálido rostro semejaba ahora una baya de morera salpicada de harina", contaría más tarde Plutarco. Tras su muerte, acaecida en el año 78 A.C. cuando contaba tan sólo 61 años, un grupo de sus veteranos decidió cargar su cadáver desde Puteoli hasta el Campo de Marte en Roma, donde se construyó una gran pira fúnebre en la cual incineraron el cuerpo del despótico absolutista, dando a continuación sepultura a sus cenizas. Lucio Cornelio Sila redactó el mismo un irónico y desafiante epitafio: "Ningún amigo me ha hecho favores, ningún enemigo me ha inferido ofensa, que yo no haya devuelto con creces" Así describió para la posteridad con gran certeza la peculiaridad fiera y desapacible que debe estimular todos y cada uno de los actos de un dictador.