lunes, 2 de octubre de 2017

Historia de la Edad Media

Autor: Indro Montanelli y Roberto Gervaso 
 
"... Hay algo dentro de mí que me empuja irresistiblemente, gritándome: "Marcha sobre Roma y haz de ella un montón de ruinas" (Alarico, rey visigodo) ... Corría el año 410. No vacilamos en creer que, después de haber zumbado tantos años alrededor de ella y haberla deseado tanto, los guerreros godos cometieran en la ciudad latrocinios y devastaciones. Alarico había ordenado que los edificios cristianos fuesen respetados. El saqueo de Roma duró de tres a seis días. La noticia de la caída de Roma había consternado al mundo entero. Los paganos vieron en ello la venganza de sus dioses abandonados y traicionados. Y los cristianos, que durante cuatro siglos habían luchado contra la urbe, deseándole el mismo fin que a Babilonia, se sintieron de pronto huérfanos y se dieron cuenta de hasta qué punto su misma Iglesia debía tanto a su cañamazo político y administrativo, y a su fuerza organizadora... Honorio (Emperador e hijo de Teodosio el Grande), en vez de las de su padre, había heredado las cualidades de su madre, la anémica y enfermiza Flaccilla. No tenía ambiciones. No tenía pasiones. Ni siquiera tenía vicios. Fue un maestro en el arte de escamotear peligros y mantenerse a cubierto de las corrientes de aire... Si hubiera sabido administrar el Estado como sabía criar gallinas, habría sido un gran soberano. Se hallaba en Rávena. Fue el único que no mostró turbación alguna. Cuenta Procopio de Cesarea que cuando un chambelán acudió a anunciarle el fin de Roma el emperador contestó furioso: "¡Qué fin ni qué historias! ¡Si hace cinco minutos estaba picoteando maíz en mi propia mano!" Creía que el chambelán aludía a un espléndido ejemplar de gallina faraona a la que él había dado el nombre de Roma. Y cuando comprendió que no se trataba de la gallina, sino de la ciudad, que había quedado asolada, exhaló un suspiro de alivio..."
 

Un famoso escritor dijo una vez que "a los aficionados a la lectura no se nos va también a pedir que seamos inteligentes". Y yo digo a mi vez que no sería ese precisamente el peor de los males incurables, sino el de agotar la memoria de nuestras lecturas. Al leer a Indro Montanelli he recordado, pues, que si nuestra inteligencia presenta alguna mancha blanquecina, semejará la mas persuasiva de las enfermedades leves, porque nuestra avidez (ya sea de ojos, de oídos y hasta de pensamientos) posee la imagen viva que, como cicatriz primigenia, le concede (a nuestro intelecto) ese otro refinado suplicio (se denomine dolencia o ensombrecimiento enfermizo) en que siempre se complacieron los pueblos idólatras de los que tod
os somos hijos: el de poder llegar a degustar el fruto tardío del árbol litúrgico de la intemporalidad. ¿Somos enfermos en entredicho y en observación porque no cicatrizamos en los conceptos viejos y encallecidos del olvido, solitarios en el tiempo, limitados en nosotros mismos, y porque, como el maestro Montanelli, reverenciamos ese brote de ansiedad que nos quema concretamente aquel tejido del cuerpo que no exige la presencia del médico, sino que se recupera entre los contornos seductores y los colores desvaídos de la historia?... ¡Bla, bla, bla!... Hablando, hablando... La noche no acaba... Todo eso, todo eso que el gran Montanelli nos cuenta, ... "todo eso era en aquel tiempo..." 
 

"Historia de la Edad Media": profundo ámbito sensitivo de meditaciones y búsquedas. Restablecimiento de
generosas raíces emocionales. Y por remover sus viejos silencios entreabiertos, ¡la antigüedad!, como una oleada de retablos, vuelve a internarse en el refluir contemplativo de su transcurso. Como si cada episodio, cada anécdota que nos es contada, se atirantase por entre el retozo ensombrecido del pasado, y recuperase su propia necesidad biológica desde los rescatados horizontes estéticos de una inmortalidad extraviada. Montanelli subraya un instante cenital para cada pensamiento. Fija su sentir en ese punto preciso que estuvo poseído por las imágenes que dejaron tras ellas una fugaz floración de sensaciones, en las que también se transparentaron intensos temblores de vida; y que, tantas veces, nos llegamos a imaginar petrificadas, pese a lo diáfano de los episodios vividos, porque el tiempo parecía haberse apoderado de ellas, sumiéndolas entre sus furtivos vendavales crepusculares. Si la historia se "recordara sin recuerdos". Si su modelación íntima actuara, por omisión, proyectándose únicamente entre sombras. Si la inmensidad cincelada de sus ímpetus no adquiriese más concepto que el de su ausencia, el hombre perdería todo anhelo inherente a la lírica sustancial del existir. Como si jamás hubiese tenido presencia corporal sobre este planeta. Le faltaría volver a coincidir consigo mismo. Erraría mil veces más por no atraerse alguna memoria. Su tiempo permanecería inconmovible y solo, por no asistir a su eternidad, por no pertenecer a su propio pasado. 
 

Como aquel Sísifo mitológico, sin conciencia de vida (simbolizador de la absurda y enceguecida condición humana, capaz de tropezar siempre con la tragedia de sus reincidencias), y dócil como cordero ante la irracionalidad de sus dioses presentes, que le condenaron a cargar con aquel colosal peñasco telúrico, una vez y otra precipitado en el declive de su andadura. Y que jamás sintiera curiosidad por esa hora vieja de la humanidad, pese a llevar a hombros aquella escondida intimidad atropellada de los acentos trascendentales que los habitantes de este planeta habían estampado en el nomadismo de sus orígenes. Como al mismo Montanelli, a nosotros, sus lectores, nos arrebata el placer de poseer esa propiedad profunda de nuestros gérmenes, envueltos entre brasas tan sublimes como puedan ser las de su recuperada recreación. Masa incorpórea del recuerdo, capaz de convertirse en fascinante ascua perdurable. Primitivo lar europeo, metamorfoseado, en manos de nuestro gran maestro alfarero, en gigantesco vaso esgrafiado. El documento público de Montanelli es como la voz del mundo. Su escritura nos es servida con toda exquisitez. Y no hay por qué alarmarse ante su densidad geográfic
a, puesto que ni una pulgada de territorio se escapará a su ojo avizor. Sencillo y dramático, pasa su calendario. Y frente a sus tronos polvorientos, la historia vuelve a recobrar la galana mocedad que quedara encerrada en su monumental urna. Luego, nos hablará de su vejez, "para que se vuelva eterna". ¡La urna ha envejecido, sí, pero sin que se le embarulle su fondo! Y de su hondura surge un águila colosal que se nos encara, pero desasida del sacrificio de los apetitos, como si jamás hubiera cambiado sus plumajes. Como ella, nosotros, nunca entenderemos este mundo. 
 
 
Pero estamos hechos del interminable ovillo de la carne con el que siempre enhebraremos la promiscuidad de nuestros acercamientos humanos, la legitimación de nuestras pasadas voluntades, los errores teológicos, la ciencia dogmática del poder temporal, las capacidades sensitivas, la ética de la sociología,... siempre desnuda en vida, luego amortajada en su altar de perpetuidad. ¡Qué relumbre de urna!, que guarda celosamente el pulso inextinguible de sus rememoraciones, engrudadas en el ovillo de nuestra carne mortal. En los vahos de familias de las que todos nacimos. Porque la historia está hecha del color de ceniza de nuestras vidas y muertes. Es tan sólo un ápice de gloria. Posee, a veces, la felicidad de la insignificancia, porque su amplio y escenificado ornamento del tiempo puede no contener espectacularidades gratas para los demás, ¡y serlas todas para uno! Indro Montanelli al apoderarse de ese gran vaso esgrafiado como de un curioso relicario que exhala una milagrosa lumbre de imágenes renovadas en el efímero santuario de todo lo humano, celebra, pues, la mejor Asunción del acontecer histórico. Y el lector, que queda a merced de esos dones, también sentirá los fundamentos de su fuente. ¿Habremos recibido la gracia de un "nombre"? ¡No de un nombre, sino de miles de ellos! ¡Pues que sea para nosotros la suma magnanimidad de los nuevos dioses, dotados de ojos de águila! Del descuidado goce de personajes henchidos de generosa vida pasada entre las sombras de la historia, y que llegan hasta nosotros en reluciente procesión, ante ese fondo titánico que engalanara la víspera humana entre espejos reales, capaces de repetir efigies con las que todavía podemos tutearnos bajo la redonda hoguera solar. Vaso esgrafiado de Indro Montanelli de inteligente prodigalidad arqueológica en la que el maestro impone su inspirada piocha arañadora de aquellos ceremoniosos murales que, aún hoy, promueven nuestra curiosidad:...  
 

"La historia de Europa empieza en China"... Fueron los godos quienes acuñaron aquel nombre de
Atila, que, en su idioma, quiere decir "pequeño padre". Pero se trataba de un padre muy especial. De estatura bastante baja, ancho de espaldas, con una cabeza enorme sobre un cuello de toro, nariz chata, poca barbilla, pómulos salientes y ojos alargados. Sólo con verlo, aquel mongol ponía los pelos de punta. Su voz y sus gestos eran imperiosos. Como todos los hombres de poca estatura, caminaba con el pecho muy salido, sabedor de su poderío y de su importancia. Su orgullo era sólo semejante a su avaricia, que era inmensa. Su poder se basaba únicamente en el miedo que inspiraba. Alrededor de él no había entusiasmos ni afectos, sino sólo terror"... "Había heredado el carácter de su padre Teodosio. Gala Placidia, ya emperatriz, era el único hombre de la familia. Expiró, sin haber llegado a los 60 años, el 27 de noviembre del año 450. Su cuerpo embalsamado fue llevado a Rávena y colocado en un sarcófago en la iglesia de los Santos Nazario y Cel
so. Allí permaneció intacto más de un milenio y podía ser visto a través de una abertura envuelto en sus mantos reales y rígido. Un día de 1577, un visitante, para verlo mejor, acercó demasiado una antorcha a la abertura. Los mantos ardieron y en un instante todo se transformó en un montón de cenizas"... "Bizancio era la metrópoli mayor del mundo. Teodorico, el godo, había vivido siempre en la pradera entre carros, rebaños y caballos, y nunca había visto una ciudad. El emperador León lo recibió en la sala de la corona. Era un hombre pequeño, calvo, carente de ingenio, tartamudo, algo cojo y lleno de pequeñas manías, y se sentaba en un trono desproporcionado. Cuando el pequeño príncipe godo se inclinó, lo hizo con tanta torpeza que resbaló. Para sostenerse se agarró a un pie del soberano que colgaba en el aire y a punto estuvo de arrastrar a León haciéndole caer del trono"... "Los últimos días de San Agustín fueron dramáticos y llenos de tribulaciones. Los vándalos de Genserico asediaban Hipona, donde el viejo obispo moría lentamente de arterioesclerosis, de hemorroides y de inquietud ante los grandes problemas de doctrina que lo atormentaban. ¿Conservará la mujer en el cielo el sexo que tenía en la tierra? ¿Qué ocurrirá el día del Juicio con los que fueron devorados por caníbales? Murió a los 76 años sin haber hallado una respuesta a aquellas preguntas"... "Corría el año 632. Desde que volvió de La Meca, su salud empezó a declinar. Sufría fiebres y hemicranias. Durante dos semanas, la fiebre lo tuvo en el lecho. El 4 de Junio se levantó, se arrastró hasta la mezquita, vio a Abu Bekr oficiar en ella, y en vez de tomar su puesto, el Profeta se sentó junto a él, humildemente, orando. Era, con toda claridad, la designación del sucesor. Inmediatamente después entró en agonía, y el día 7 la muerte lo sorprendió con la cabeza hundida en el seno fresco y turgente de Aicha"... "Carlomagno ordenó la expedición franca a la otra parte de los Pirineos, en el verano del año 778. Tenía por objeto sostener la rebelión del gobernador musulmán en Barcelona, Solimán Ben Alarabi, contra su soberano, el emir de Córdoba. Los francos se vieron obligados a batirse en retirada, perseguidos por un pequeño ejército de vascos. En el paso de Roncesvalles, el 15 de Agosto, su retaguardia fue alcanzada por los españoles y aniquilada. El duque de la Marca de Bretaña, Roldán, quedó sobre el terreno"... 
 
 
Nacido en Fucecchio, Florencia, el 22 de abril de 1909. Fallecido en Milán el 22 de julio de 2001. Autor, entre otras, de "Historia de los Griegos" "Historia de Roma" "La Italia del año 1000" "Dante y su siglo", "La Italia de la Contrarreforma", y "La Italia de los Siglos de Oro" Recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 1996. Fue un periodista de enorme talento, honesto y escritor sobresaliente. "Tienes que escribir de forma que puedas ser leído y entendido por cualquiera, incluso por el lechero de Ohio". Y a fe que recordó siempre este consejo del director del diario para el que había trabajado en EE.UU. "A Roberto Gervaso lo conocí cuando estudiaba el bachillerato. Y desde entonces puedo decir que lo he "edificado" pieza a pieza. Se formó en mis textos y en los de aquellos autores en los que yo me he formado" Al tirar del pesado carro de la historia, Montanelli y Gervaso, su alumno, consiguieron llevarlo hasta su meta. 
 


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