jueves, 21 de julio de 2016

Lucio Cornelio Sila: el siniestro encanto de la dictadura -II Parte-





Autor: Tassilon-Stavros





************************************************************************************* 

 

LUCIO CORNELIO SILA: 

 

 

EL SINIESTRO ENCANTO 

 

 

DE LA DICTADURA  -II PARTE-


***********************************************************************************

Cronicón Político-Romano
............................................

Lo más probable es que para Lucio Cornelio Sila los recuerdos de infancia y adolescencia no hubiesen conocido lo que los romanos de aúlica alcurnia consideraran "tiempos decentes", porque la empobrecida aristocracia familiar a la que pertenecía, en la Áurea Roma de Druso y Mario, no gozó jamás del rango de ciudadanía distinguida; y en consecuencia se puede suponer (aunque no asegurar, todo hay que decirlo, porque las habladurías cambian más que los bailes de salón, y por ello mismo casi siempre les llega el momento del relevo), que su prosapia venida a menos andaba malviviendo en la total estrechura, y sin poder propasarse en un solo sestercio cuando, por pura chamba, les caía alguno. Y así, a fuerza de orden y muchas privaciones, la familia Sila pudo ir levantando cabeza de tarde en tarde, aunque, según las costumbres mendicantes y pelotilleras de la época, fuera a base de dar sablazos a más de algún adinerado tribuno o burócrata de las clases dirigentes. Castas urbanas (porque lo de la casta viene ya de antiguo) de las que siempre andaban resoplando y pitando para que la plebe se apartase de su camino, perfectamente integradas en el formidable aparato de corrupción que hizo escuela en la nueva sociedad romana, manteniéndose a la defensiva con su "vade retro!" frente a toda filiación histórica que los pudiese emparentar con aquella estoica y moderada Roma de tres siglos atrás.

Y así cuentan los cronicones que las susodichas y orgullosotas castas patricias, pese a considerar a los pobres como la plaga de la patria, no dudaban en apoyar el duro existir de muchos menesterosos con actos de cierta generosidad pecuniaria o domésticos auxilios, con lo cual contribuían también a henchir su despótica vanidad de patógenos ricachones que por los azares más fecundos de las corruptelas políticas habían logrado substraerse a la evolución imparable de las especies mendicantes que tanto pululaban entre aquella "pauperibus turba populi romani" (¡sorry por el latinajo!). Y no es de extrañar por tanto que entre esta indigente aristocracia de pacotilla, crematísticamente descabalada, se encontrase también la progenie de los Sila, turnándose, como tantas otras cientos de desfavoridas "genus", vulgo familias, para espantarle las moscas cojoneras al adinerado monopolio que formaba tanta lucrada estofa patricia.

Fortunas que habían medrado de la noche a la mañana como las almorranas, y conste que no exageramos (se conoce que a aquellos próceres fondones, barbudos y disolutos latifundistas, desde Drusos a Marios, o de Gracos a Crasos, o a otros Cayos por venir, -antes y después de la famosa "Guerra Social" o de la revolución esclavista de Spartacus que durante un par de años los haría correr a zurriagazos- les llovían los millones como propina por organizar tanto necrocomio a su alrededor, sin mayores agobios, salvo, claro está y como ya se ha indicado, el de la más sarnosa ira guerrera en la que se enfrascaban según cuentan para desfacer entuertos politiqueros y casar nobiliarias voluntades desavenidas, u otras suertes de apremios bélicos que acababan, finalmente, por nivelarles terapéuticamente el vivencial presupuesto futuro, dado que el dinero se había convertido en la única preocupación de todos estos "Cayos".


Los desmanes y cohechos  de municipio y senado se perpetraban en Roma como actos de solemne adjudicación, aunque muchos, pese a agenciarse fortunones a porrillo, acabasen pringando también a base de alguna que otra escabechina. Naciendo, creciendo, reproduciéndose y estirando la pata, ya fuera por vejez -los menos- o por cuatro puñaladas traperas como las que le asestaron en su domicilio al asambleario Marco Livio Druso, los supervivientes que lograban afanarse estos ingentes peculios ya citados, veían así pasar los cadáveres de sus enemigos sin inmutarse lo más mínimo.

Dadas las profundas creencias del vulgo romano -no así de los agnósticos patricios y senadores-, enjuiciar tales aberraciones era competencia tan sólo de los dioses. Siendo, pues, lo más lógico, humano y eficaz que fuesen sus divinos protectores celestiales los exclusivos conocedores del abono empleado para que semejante auge de áureos inflagaitas siguieran floreciendo en Roma con tanta facilidad y perseverancia.

Convencer a los colosos celestiales de que se aliasen con ellos en sus patrióticas guerras, o se sumasen gustosos a guardar silencio ante las prósperas corruptelas que se sucedían como loterías amañadas, pese a que algunas veces unos tenían suerte y otros acabaran entre degollinas, al cabo resultaba la mar de sencillo. Bastaban espectaculares donaciones y sangrientos sacrificios efectuados en los templos donde se les rendía culto.


Además, pese a su invisibilidad ¿no nacieron los dioses, tanto en la antigua Grecia como en la Palatina Roma, con sus pocos años de juventud, para partirles la cara hasta al lucero de alba caso de que cualquier tarambana decidiera por un casual -Anibal, el cartaginés, "verbi gratia"- disputarles su futura grandeza bélica y triunfal, su estable organización política, y su competente burocracia, rica, influyente, hampona, y expansionista? Pues por ello mismo no había que escandalizarse ante el hecho de que los citados dioses estimularan, durante casi un milenio -hasta que el Cristianismo llegó para descuajaringarlo todo con su incordiante monoteísmo- semejante golferío, siempre y cuando los hombres -esos animaluchos tan empingorotados y fanfarrones- cumplieran sus deberes para con ellos.

Y no había que extrañarse tampoco por el hecho de que las pompas y vanidades romanas, por muy deleznables que fuesen las argucias y corruptelas empleadas en su consecución, pasaran a convertirse en uno de los más grandes secretos de aquel gran Imperio Romano que llegaría, como ya se sabe, casi a milenario, porque sus acomodaticios dioses no abrieron jamás su marmórea boca ni para decir ¡mu!, importándoles un comino que la Cesárea Urbe acabase convirtiéndose en un áulico cachondeo de la más descarada y enriquecida golfemia que vieran los tiempos.


Mientras tanto, el resto de habitantes de la bota italiana, séase la plebe o chusma, desprovista de habilidades e inteligentes tendencias político-patrióticas -engrandecedoras, según contaban, de su centenaria capital a la que muy pocos podían acceder-, seguía escaldada por la hambruna, la miseria y  toda clase de calamidades que se quieran añadir. La inexistente Italia, ya fuera por la parte alta o por la parte baja peninsular, mientras sus nobiliarios matarifes se retiraban a sus aristocráticas villas,  no conocía, pues, más tocino que el de los cadáveres desperdigados entre guerra y guerra. Y tanto talentudo antepasado a los que la galana pluma de la historia adornaba con sus laureles victoriosos, tanto milite enaltecido por la famositis guerrera, o tanta prosperidad doméstica como la que fundamentara aquella grandeza romana, lo que era a la malhadada plebe que también nacía, crecía de mala manera, se reproducía porque no conocía otra diversión, y cascaba sin enterarse de que significaba aquel dicho, muy popular en Roma, de que al parecer todo el monte era orégano para tanto ricachón,... pues eso, que el triunfal y malsano andamiaje de los capitostes de Roma se la traía al pairo.

Así, para el desperdigado populacho italiano no exístía más verdad que la de aquellos escenarios de continua juerga de sangre perpetrada por tanto encumbrado patricio.Y si éstos sacaban sonadas tajadas de sus responsabilidades patrioteras, quienes acababan pagando los lances de tanto estrago y mortandad bélica eran siempre ellos, los comensales de la muerte que componían la chusma "habitacional" de la maltratada geografía itálica.


Errabundos perros olvidados por la Urbe que en lo único que se aplicaban era en su incesante ir y venir por los abandonados campos de guerra y por las pequeñas ciudades asoladas y desperdigadas en la vapuleada "bota", que parecía de las de usar y tirar. Y no había así más subsistencia para aquella trotamundana morralla humana que la de trajinarse algún condumio en aquel incesante vagabundeo mendicante por tierras de nadie. Tal era el espectáculo que, lejos de Roma, mantenía la Italia plebeya y campesina. Pauperríma península medio abandonada, con su ecología rural casi totalmente apolillada, y con sus escasas aldeas masacradas de mala manera.

En fin, dejemos ya de un lado los ecos diversos de tanto dramático balance obituario que llevó el luto durante décadas a las desfavorecidas y desdeñadas generaciones mendicantes en el agro itálico, sembrado de cadáveres y de la más cochambrosa escasez alimentaria, mientras en la republicana "caput mundi" que era Roma, el albuminoideo juego político de sus jerarquías más conspicuas, antojadizas, caprichosas, estúpidas y mendaces seguían zumbándose la badana entre sí con sus corruptelas, sus favoritismos, sus crímenes y sus ciclos de arbietrariedades guerra-civilistas. El timbre del despertador -simbólicamente, claro,-  había despertado ya a su nuevo lider, Lucio Cornelio Sila, elegido cónsul en el 88 A.C, tras la famosa "Guerra Social", también conocida por "Guerra Servil".

Cayo Mario (siete veces elegido cónsul, reconocido como tercer fundador de Roma por sus muchos éxitos militares, y afamado estructurador de las primeras legiones romanas a las que dividiría en cohortes) se había aplicado de nuevo en emplear su buena mano ensangrentada para derrotar y someter la insurgencia tribal que se opuso a la represora resolución asamblearia de Roma que había negado a la plebe italiana que habitaba las provincias cualquier conato de emigración a la gran Urbe (llegando incluso a expulsar de la misma, a partir del 95, a todos los que en ella residían hacía ya casi más de una centuria). La revolución que se extendió por toda la península y la victoria de Mario, tras devastar aldeas y campos, había convertido, una vez más, a la bota italiana en un terrorífico muladar repleto de muertos.

Sila había alcanzado por chiripa el grado de capitán en el ejército de Mario durante la guerra contra Yugurta, incordiante rey de Numidia que se había granjeado el odio del senado romano tras enfrentarse a su tío Aderbal, aliado de Roma, invadiendo Cirta, capital del reino de Aderbal, y asesinando en ella a muchos comerciantes itálicos. No obstante, después de una rápida campaña librada contra él por el cónsul Lucio Calpurnio Bestia, enviado a toda prisa por Roma, Yugurta se había rendido, aunque, según cuentan los cronicones, la apresurada paz obtenida se había debido a ciertos sobornos que jamás salieron a la luz, porque Yugurta, obligado a presentarse en Roma, se negó a declarar.


Entre 111 a 106 A.C., a Cayo Mario, con la ayuda de un tal Bomílcar, hermano de la madre de Yugurta, se le había encomendado la misión de deponer definitivamente al rebelde e incómodo numidio, que había vuelto a las andadas, desafiando de nuevo al Senado Romano. Y fue esta  vez  Sila, tras recurrir al ejército del rey moro Bocco I, quien con la ayuda del mismo logró capturar al levantisco rey de Numidia, llevándoselo a Roma, esta vez encadenado, para ser ejecutado de inmediato en la famosa Cárcel Mamertina en 104 A.C.

Cornelio Sila irrumpió así en el ámbito republicano de Roma pateándole el colodrillo al subversivo Yugurta. La verdad era que el vibrante sonar de las trompas guerreras de las cohortes de Mario, a quien acompañó en las campañas contra teutones y cimbrios, habían hecho de él otro hombre que el que fue.






Disoluto en su juventud, maduró viviendo de la crápula -quizás para desquitarse de las carencias de su infancia-, aunque sin demasiado entusiasmo por las cosas del querer, a costa de una ex reina del bataclán griego, séase meretriz entradita ya en años, aunque como buena vendedora del sexo, era de las que proclamaban que las prostitutas no tienen edad. Como amante fue, como es de suponer, poco rehabilitadora, y el depravado jovencillo Lucio Cornelio no dudó en perpetrar contra ella todo tipo de desmanes, además de aprovecharse de los pequeños lujos de que la proveían sus clientes, tratándola como a un ridículo adefesio al que engañar sin el menor remordimiento con todas las casquivanas romanas que se le pusieran a tiro, y templándole cualquier conato de bronca quejicosa a base de arrimarle a menudo más de una paliza machista. Sus ocultas cualidades andaban así algo desperdiciadas, puesto que, aparte del sexo y de la buena pitanza chulesca con que le proveía su barragana, jamás le había dado la vena por la política y mucho menos por el uniforme militar.

Hombre de escasos estudios -aunque había leído mucho-, y refractario a las pejigueras senatoriales, se pirraba pese a todo, cuando se tomaba un respiro de paz entre tanta orgía sexual con la que sementaba sus horas, por la cultura y el arte griego, cuya lengua conocía a la perfección. Y el porvenir, ese que se nos echa encima sin sospecharlo siquiera, porque no hay dios que pueda presagiarlo (y aunque fuese así no pasaría de un simple mosqueo, ya que sería como un guadañazo de la parca adivinárnoslo), le llegó a Sila como un halo milagroso que lo apartaría para siempre de ese futuro estreñido que tan poco desarrollo prometía para el joven Lucio Cornelio. Cayo Mario, eligiéndole cuestor de su ejército -aunque no llegara a saberse nunca el porqué de tal decisión- y llevándoselo a sus campañas militares, propició en Sila un inimiginable interés por la guerra, porque según decía entrañaba "audacia sin límites y solaz para la inteligencia". Y así lo demostró, portándose como un magnífico comandante, frío y lúcido, cauteloso y arrojado a la vez, en su expedición y cacería del numidio Yugurta.

La andadura de Lucio Cornelio, tras la triunfal campaña de Numidia y su regreso a Roma, fue durante los cuatro años siguientes de las que no se santifican con la esperanza de una mejora notable. Muy al contrario, adujo que en realidad "se había aburrido como una ostra", y que no deseaba en absoluto optar a magistraturas de más alto calibre. Y volvió a engolfarse en el que fuera su repertorio de comportamiento más alegre: el canallesco o "cultivo del corazón ardientemente libidinoso", olvidándose de las medallas conmemorativas de sus éxitos y celebrados arrestos bélicos.

Y como los chulánganos que vuelven al redil, se dispuso a seguir pasando la vida medio tirandillo, aunque torcidamente y sin provecho (¿será verdad eso de que la golfemia o el jolgorio, ya sea corrupto o rijoso, no tiene tiempo para pararse a pensar en remordimientos de conciencia, y que sus actos no poseen más fuelle que el de la irremisible ceguera moral?). Y durante los siguientes cuatro años no dudó en liarse de nuevo con todas las pelanduscas de Roma, porque con ello, insistía, combatía aquel soberano aburrimiento que había monopolizado su libertad de acción, una vez convertido en cuestor de una de las legiones de Mario, y en un ponderado e inimaginable campeón capaz de vencer y acabar con el bárbaro Yugurta.

Discriminativo pues con la casta senatorial y militar, déspota y dominantona, el Senado, como el mismo Mario, andaba de muy malaúva por haber puesto tantas esperanzas en la espada triunfadora del electo -a dedo- comandante Sila, cuyas calaveradas y entretenimientos adocenados -ahora compartiendo sus noches de juerga, no sólo con meretrices de toda laya, sino con gladiadores, poetas malditos, y actores mediocres- se habían convertido como es de imaginar en la comidilla preferida del vulgo romano. Con todo ello Lucio Cornelio parecía demostrar muy a las claras a la  gloriosa, corrupta y aristocrática Roma que en realidad a él la República le importaba una higa, séase un bledo. Y Cayo Mario, sin arrimarle la menor paciencia, no cejó desde entonces en echarle encima, tanto a él como a su camarilla de prostituas y amigorros, una especie  de "Cavalleria Rusticana" -adelántándose a la ópera en dos mil años-, condolido con los actos depravados con que perdía su precioso tiempo el insaciable y petulante rufián que en realidad era Sila, y que tanto había presumido de izquierdista, cuando no era más que un bergante, chulesco y repelente sabiondillo, de nuevo sobrealimentado por una especie de "sugo alla puttanesca" ("jugo a la prostibularia", para mejor entendernos).

La dimensión histórica apoya su existir entre los resquicios de la sorpresa. Su circulación no vive, pues, de ningún derecho de autor novelero, sino de las instructivas crónicas, que, como las siete plagas de Egipto, han dado paso expedito y lo siguen dando a las no menos libres iniciativas patrioteras de los hombres y mujeres. En ellas, como es de cajón, han anidado siempre, las claras y honestas -unas veces- y otras las no tan nobles virtudes del comportamiento humano. Vivencial Babel con sus mil variadas lenguas y sus religiones, con sus leyes y sus instituciones, con sus hábitos y sus costumbres, ora respeuosas, ora viciosillas, y ya -por ahora- casi imperecederas. Por todo ello, como muchos insisten, hay que experimentar la historia con espíritu deportivo (aunque otros añadiríamos que mejor con espíritu cinematográfico). La historia, por ser así tan caprichosa, reiterativa se suele pasar por el arco del triunfo todas las manifestaciones de duelo que en ella han sido, aunque ha provocado millones de soponcios. Y así rueda y rueda como la rueca fantasmal que no deja de hilar conmociones o asombros inesperados como se indicó en la primera frase.

¡Y "pa chasco" el que se llevó la parrandera cáfila de truhanes y barraganas que acompañaron durante cuatro años en sus francachelas romanas al veleidoso Lucio Cornelio Sila, cuando, éste, improvisadamente, tras mil cuatrocientos sesenta días -más o menos- de vivr entregado a la más inconsciente y criticable de las gaudeamus, decidió de la noche a la mañana presentarse a la "Pretura" -"magistratura romana"-. Algunos de aquellos correligionarios tarambanas aseguró que semejante determinación era un acto de "tresmesino", porque Sila fue derrotado de inmediato. Pero como su inmenso orgullo era de los que borran las ideas claudicantes para abrir paso al, una vez más, ingente botín que arrastran las ambiciones, concurrió, erre que erre, como "aedilis" plebeyo -magistratura que le permitía ascender con un coste económico más bajo en el "cursus  honorum"-, y que como el "aedilis curul" patricio, encargado, entre otras diversas tareas, de la organización de los juegos en el circo de Roma, le condonaba los gastos para la ejecución de los citados juegos. Sila resultó elegido y se ganó el beneplácito del populacho, y probablemente el de más de un patricio, organizando en el anfiteatro un exitoso espectáculo, por lo innovador, de feroz combate entre leones. Alcanzar, al año siguiente, el cargo de pretor fue entonces para el reaparecido, impulsivo y calculador Lucio Cornelio Sila pespunte de "coser y cantar".